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Sobre luchas de toros y etimologías moriscas

Escribe Cristobo de Milio que «la herencia celta y, más en general, prehistórica, todos esos rituales y leyendas y técnicas, son nuestros. No fueron promovidos por los reyes ni fueron planificados desde un despacho para servir a los intereses del Estado. Esas historias y esas creencias no las escribió ningún gordo intelectual cortesano. No fueron divulgadas por la Iglesia. Nadie las aprendió bajo los reglazos de un maestro o los gritos de un sargento de instrucción. La herencia celta representa, bueno o malo, lo que nadie pudo quitarnos y lo que nos llegó sin imposición: representa la libertad».

/ por Cristobo de Milio Carrín /

[Respuesta a «Asturceltas emboscados, 1.ª parte» y «Asturceltas emboscados, 2.ª parte», de Iván Álvarez, parte de una polémica sobre el celtismo asturiano que esta revista viene acogiendo, iniciada por el propio Álvarez con «Asturceltas», proseguida por De Milio en «El asturcelta contraataca»]

Este artículo, escrito en respuesta a «Asturceltas emboscados», de Iván Álvarez, es el quinto que prolonga un mismo debate sobre el celtismo asturiano y el segundo que firmo yo. No quiero hacerme pesado y estuve a punto de dejar las cosas como están. Pensé, no obstante, que debía suavizar el tono de mis palabras de hace dos semanas. Su réplica fue cortés, coherente y concienzuda y he querido corresponderle con otra igualmente exquisita, explícita y exhaustiva. Esperaba salir del paso con unos pocos comentarios y aclaraciones, pero el artículo del Sr. Álvarez me obligó a reflexionar y a articular mis propias ideas hasta parir un monstruo de varios miles de palabras, que finalmente he cortado por la mitad. Hoy hablaré de racismo y de por qué damos más importancia a algunas etapas de nuestra historia que a otras. La segunda parte, en la que pretendía explicar la diferencia entre uniformizar y totalizar, así como mi alergia a España, queda aplazada.   

Me alegro, de verdad, de que mi interlocutor tenga veintiséis años. Me estaba imaginando un carcamal de mi generación o poco menos, esforzándose por imitar el estilo de los jóvenes, y la imagen me daba dentera. No es ningún pipiolo, sin embargo. Es un historiador con «formación en análisis sociocultural» y ha firmado un artículo político en una web seria, artículo escrito «en la línea de la concepción materialista de la historia de Marx y Engels». Está más cualificado para este debate que yo, un simple auxiliar administrativo con una formación técnica y afición por la mitología asturiana.

Tal vez no hubiese escrito yo mi primer artículo y, desde luego, no lo hubiera hecho en tono tan agrio, si no fuese por las referencias a «babayaes» y, sobre todo, lo que yo entendí como acusaciones veladas de racismo. Ahora Iván Álvarez dice que no se trataba de eso, sino de criticar la endofobia y la idealización de los países del norte por parte de los celtistas. Si es así me alegro aunque, repasando la frase original, me reconocerá el autor que no dejó nada clara su intención. Comparto su aborrecimiento por el celtismo de tienda de recuerdos, atrapasueños y horóscopo celta. Le agradezco su trabajo en favor de la lengua del país y me alegro de que reconozca la labor de algunos por el patrimonio inmaterial de Asturias. También yo, como cualquier persona con oídos sanos, reniego de Melendi y admiro la obra de Motörhead. Y tras tanta lisonja, pasemos al potaje.

Estaba muy claro que la referencia a las «pesadillas» en su primer artículo era hipérbole, igual que lo está que la primera frase del mío, «El pobre Iván Álvarez…» no tenía nada que ver con el dinero, así que toda la justificación que añade ahora, un pelín pasivo-agresiva («seguro que de Milio no quería utilizar eso como insulto») es, robando sus palabras, «un manzanas traigo de manual».

Es una pena que no comprenda por qué elegí comenzar mi artículo describiéndole la represión lingüística y el adoctrinamiento político de un colegio público asturiano a mediados de los ochenta, y lo despache diciendo que él no aprueba «esas prácticas docentes». No eran prácticas docentes, Sr Álvarez: era un programa de erradicación cultural. Era violencia, por parte del Estado, contra una minoría étnica. Lo puse al comienzo de mi artículo, en contraposición a su profesor celtista, para dar un poco de contexto: el problema no es un periodista «dando clases de historia en la Universidad de Oviedo». El problema es que el Estado español, con la complicidad de las élites locales, lleva doscientos años aplastando la cultura asturiana. Lo primero es anecdótico: lo segundo, sistémico.

He dicho cultura asturiana aunque sé que mi interlocutor no lo considera un término adecuado porque en el conflicto entre Estado centralizador y paletos provincianos, el concepto siempre estuvo clarísimo. Cuando caen bofetones por hablar en según qué idioma, las disquisiciones sobre «la territorialidad de la cultura» o la contraposición entre cultura asturiana y culturas de los asturianos desaparecen.

Esa era la clave de todo mi artículo. Si admitimos que a lo largo de nuestra historia reciente hubo una agresión constante por parte del Estado, entonces es legítimo considerarnos como un pueblo indígena y buscar las herramientas mentales e ideológicas para revertir esa agresión.

Ajo y agua

Iván Álvarez y yo estamos de acuerdo en muchas cosas. A él no le interesa cantar las glorias del Imperio romano y se distancia de gente como Javier Neira, con quien erróneamente lo asocié en mi artículo. La diglosia le parece lamentable y admite la importancia, junto a otros elementos, de un sustrato celta apreciable en la formación de la cultura tradicional asturiana. Por último, si le he entendido bien, no tiene problema en reconocer que hasta época reciente el modo de vida y en cierta medida, incluso las mentalidades, cambiaron relativamente poco respecto de la Edad del Hierro en el mundo rural. Esta idea ha dado lugar a una disciplina nueva, la etnoarqueología, desarrollada por autores como Kechu Torres, Marcial Tenreiro y Pedro Reyes Moya-Maleno, con su reciente «Paleoetnología de la Hispania céltica. Etnoarqueología, etnohistoria y folklore».  

La etnoarqueología sostiene que lo prerromano, lo celta, no murió con la conquista romana ni con la cristianización, sino que en diversos grados siguió siendo parte de las creencias, las tecnologías y los modos de producción hasta la implantación definitiva de un capitalismo mundial, primero, de la revolución industrial después y de los medios de comunicación de masas, por último. Yo pensaba que este hecho cambiaba la perspectiva del debate y reforzaba la posición celtista, pero me equivocaba. Iván Álvarez viene a decir que da igual si los celtas desaparecieron en el año 19 a. C. o en 1960 d. C: el caso es que hoy día ya no vivimos en casas redondas ni usamos carros de rueda maciza, «todo lo demás es paja». En sus propias palabras, «ye lo que hai».

Una y otra vez, a lo largo de su artículo, insiste en la misma idea: la situación hoy, 2021, es la que es y por tanto, no tiene sentido obcecarse en el pasado. No es ya que la gente no viva en construcciones circulares, es que ni siquiera viven en pueblos y muchos, la mayoría, son castellanohablantes monolingües, o casi. Cita, a modo de ejemplo, su propia familia, «gente de abajo» y castellanohablantes de tres generaciones y deduce que «familias como la mía no deben de ser tu gente, Cristobo de Milio». Juraría que aquí está insinuando que soy un xenófobo, pero ya me equivoqué una vez antes y no quiero ser susceptible. Lo tengo crudo para excluir a los asturianos castellanohablantes, empezando por mis hijos, o a los inmigrantes, empezando por mi mujer.

Advierte también contra la romantización del campesinado, refugio de supersticiones e ideas reaccionarias, y que «no por pobre —matizable también— debe tomarse como sujeto emancipatorio de referencia». El matiz de la pobreza me dejó boquiabierto, pero a lo mejor se refiere a plantadores de kiwis millonarios, mientras que yo me he quedado anclado en aquellos emigrantes que escapaban a Cuba porque la casa no daba para mantenerlos, o en las historias que mis padres llevan contándome toda la vida sobre «la miseria que había antes».

La desconfianza hacia los campesinos me recordó la controversia sobre los Völkerabfälle, esas «naciones-residuo» como los bretones, los vascos, los gaélicos y los «bárbaros» eslavos que, según Engels, deberían ser barridos de Europa cuando triunfase la revolución. No acuso a mi interlocutor, ni que decir tiene, de compartir semejantes delirios, pero viene a cuento la referencia porque en otro momento de su réplica afirma que es «una barbaridad» hablar de racismo contra celtas o asturianos, ya que ni unos ni otros «eran una raza». Como si el racismo fuese una postura racional que necesitase apoyarse en hechos empíricos.

No hay razas dentro de nuestra especie: racismo, sí. Racista era aquella ilustración, pretendidamente científica, de un libro británico publicado en 1899 mostrando los perfiles prognatos de un ibero-irlandés y un negro, lesser races, frente al rostro recto del anglo-teutón. Racista era Ortega y Gasset cuando decía que «sólo cabezas castellanas» tenían los «órganos adecuados» para tan gran empresa como la forja de España. Y racista, de la variedad paternalista e hipócrita, era el diputado de Alianza Popular que, durante el debate del Estatuto de Autonomía, se oponía a la oficialidad del bable diciendo: «lo que necesita el aldeano es […] perfeccionar el castellano». Porque los asturianos, como todos los pueblos inferiores, no han sido capaces de desarrollar idioma alguno sino una colección de toscos dialectos inútiles para el derecho, las ciencias o las artes.

A eso me refería cuando decía que el asturiano y el gallego-asturiano eran patrimonio de obreros y campesinos: a que históricamente fueron ellos quienes lo hablaron. Si dependiese de los señoritos, ambas lenguas hubieran desaparecido hace siglos… Aunque es cierto que la distinción asturiano-castellano les servía como herramienta de exclusión social. Iván, en cambio, se centra en la situación actual, en la que el castellano es dominante a todos los niveles y algunos asturfalantes son «niños pijos» que quieren ir de «contraculturales». El nacionalismo, nos recuerda, suele ser cosa de «clases intermedias educadas». Yo encajo en el perfil. Vivo en un entorno urbano, como la gran mayoría de los asturianos, y en cuanto salgo por la puerta de casa hablo en castellano casi exclusivamente. ¿Por qué no soy capaz de aceptar que «ye lo que hai», dejarme de antiguallas y abrazar la apoteosis de la Hispanidad? 

El último mohicano

Yo viví en directo cómo murió el idioma, desde mis abuelos forzándose a hablarme en castellano hasta yo mismo, que escasamente controlo un vocabulario básico y cotidiano. Mis hijos ya son castellanohablantes monolingües: otra victoria más en la larga lista de glorias de España.

De vez en cuando acompaño a cierto etnógrafo, amigo personal, en sus correrías por los pueblos más inaccesibles. En verano de 2019 llegamos a la raya entre Balmonte y Somiedu y un vecino, tras un par de leyendas sobre la mora hilandera y tesoros ocultos, dejó caer con tristeza que «este pueblo llegó a tener ciento veintitrés habitantes, ahora quedamos nueve». Al regreso, en el coche, a mi amigo se le saltaban las lágrimas hablando de todos los informantes, verdaderas enciclopedias vivientes, que había conocido a lo largo de su carrera y que ya habían fallecido sin dejar más rastro de su tesoro que sus notas de campo.

Te cuento mi vida, Iván, para que comprendas que las cifras y «lo que hai», es decir, fijarse exclusivamente en el presente inmediato, puede ser muy engañoso. Aquí me tienes, urbano y castellanohablante, pero condicionado por la extinción del mundo rural y asturfalante en el que nací. Y no soy el único: en 2017, durante un debate sobre una moción en favor de la oficialidad, un concejal de Castrillón gritó en mitad del pleno que él jamás usaría el bable «porque no quiero que me llamen aldeano». Cualquiera diría que en esta sociedad nuestra, urbana y cosmopolita, subyace un racismo interiorizado que aflora a poco que rasques.

Si entiendo bien, tu mensaje es pelillos a la mar y a lo hecho, pecho. Porque la diglosia y la escolarización monolingüe estuvieron mal, y los maestros de mi colegio empleaban métodos de enseñanza cuestionables, pero no vamos a montar un drama a estas alturas. Evo Morales tiene derecho a reivindicar su indigenismo mientras que lo nuestro es cuento. Porque perseguir un idioma, estigmatizar al aldeano, ahogar en normativas a ganaderos y agricultores, abandonar las infraestructuras (en el caso del ferrocarril, sabotearlas), concentrar los servicios sanitarios en un macro-hospital en Uviéu y poner alfombra roja a las multinacionales mineras y papeleras, hasta arrasar una población que llevaba miles de años vivendo en las zonas rurales y convertirlo todo en un desierto de tojos, cianuro y eucaliptos donde (eso sí) bullen los jabalíes, son cosas que pasan. Además, tampoco es bueno romantizar a los campesinos, que son unos catolicones, rancios y nada emancipatorios.

Qué va. Esto no acaba aquí. Al menos quiero que esta sociedad sea consciente de lo que ha pasado, de lo que hemos perdido y de las injusticias que se cometieron. Quiero fastidiarles la fiesta a todos.

Por supuesto que el nacionalismo es cosa de clases educadas: ¿sobre qué base ideológica, sobre qué lecturas podrían mis abuelos cuestionarse la sociedad de su tiempo y el colonialismo cultural al que estaban sometidos? Es deliciosamente irónico: los campesinos asturianos, que vivían un par de peldaños por encima de Los Santos Inocentes y se avergonzaban de todo lo que los distinguía, no crearon un movimiento nacionalista. Ahora sus nietos (algunos, al menos) adquirimos conciencia de lo sucedido y nos hacemos asturianistas, pero ya no es legítimo porque somos unos pijos de clases intermedias. Ya no es pertinente, usando un término del artículo de mi interlocutor. Ye lo que hai.

Orgullo

En mi artículo mencioné el nacionalismo negro de los EEUU y su reivindicación de los reinos africanos precoloniales. Los blancos los habían despojado de su historia, los habían condenado al presente perpetuo de los animales. Al recuperarla, derrotando al eurocentrismo, los afroamericanos recobraron su orgullo y con él, una parte de su humanidad. Algo parecido sucedió, escribí entonces, con la reivindicación del celtismo en Asturias.

Iván Álvarez no lo comprende: «¿Orgullo de qué?» y su extrañeza me recuerda a los que, habiendo un Día del Orgullo Gay, preguntan por qué no celebramos también un Día del Orgullo Hetero. No son cosas simétricas: orgullo, en este caso, es sinónimo de dignidad. La gaita entra en el conservatorio; la madreña, de la que tanto se mofaban los imbéciles, es objeto de estudio y los madreñeros, de reconocimiento; las consejas de transmisión oral resultan ser tradiciones milenarias. Aquellos a quienes el poder había clasificado como incultos, bestias a la espera de la civilización, resultan ser depositarios de un patrimonio cultural de valor incalculable. Sí, es algo pertinente. Sí, es transgresor.

¿Por qué destacar una parte de nuestro patrimonio sobre el resto? ¿Por qué fijarse en los celtas? Porque la herencia celta y, más en general, prehistórica, todos esos rituales y leyendas y técnicas, son nuestros. No fueron promovidos por los reyes ni fueron planificados desde un despacho para servir a los intereses del Estado. Esas historias y esas creencias no las escribió ningún gordo intelectual cortesano. No fueron divulgadas por la Iglesia. Nadie las aprendió bajo los reglazos de un maestro o los gritos de un sargento de instrucción. La herencia celta representa, bueno o malo, lo que nadie pudo quitarnos y lo que nos llegó sin imposición: representa la libertad.

Estoy de acuerdo con mi interlocutor en que las ferias de abril son un insulto a los andaluces. En Andalucía (viví allí unos años, los más felices de mi vida) la historia es muy parecida a la nuestra. Allí también los maestros, a menudo llegados del norte, estigmatizaban el habla de los niños. Allí también reniegan de los estereotipos racistas, del andaluz gracioso, analfabeto y vago frente al encorbatado locutor de Canal Sur que pronuncia con-todas-las-eses. Hay iniciativas por la recuperación de la memoria oral, de las historias de la represión franquista y del movimiento obrero. Y aunque no hay celtismo, sí he conocido gente que reivindica la herencia perdida de al-Ándalus y de los moriscos, la pervivencia de los perdedores. Hay un vídeo en YouTube, apenas cuatro minutos, sacado de la película Las llaves de la memoria (2016, Jesús Armesto). En él, la protagonista conversa con el profesor Antonio Manuel Rodríguez, de la Fundación Blas Infante, sobre las etimologías ocultas del andaluz, sobre los orígenes árabes de palabras como farra o flamenco. No sé si Rodríguez tiene razón, si las etimologías son correctas o no, pero le comprendo muy bien. Me identifico plenamente con su búsqueda: como dice otro personaje de la película, «sin memoria no hay identidad, y sin identidad no somos nada». No es, citando la réplica de Iván Álvarez, «como orgulloso de ser español, pero indigenista». Es exactamente lo contrario. El nacionalismo español exalta sus conquistas, el indigenismo replica «todavía estamos aquí». No es lo mismo aplastar que resistir.

En su réplica, mi interlocutor contrapone los omnipresentes móviles al folclore y la mitología, que «nos distinguen pero no nos definen». Creo que sé lo que quiere decir y estoy de acuerdo con él. No obstante, intentaré explicar con un ejemplo la importancia que tiene para mí la mitología asturiana:

En Asturias se cuenta una leyenda, cuya variante más famosa proviene de Yernes y Tameza, en la que dos concejos resuelven un problema de lindes mediante una lucha de toros. Los de Proaza presentan al combate un toro blanco, los de Tameza uno rojo que resultará vencedor. «La Guerra de los Dos Toros», casi idéntica a la historia asturiana, es un antiquísimo mito celta que aparece en la literatura irlandesa altomedieval como el episodio culminante del Ciclo del Ulster. Algunos autores especulan si deriva de un mito de creación en el que dos toros primigenios moldearon el mundo. No pinta nada en esta España del siglo XXI, pero ahí lo tienes: un mito cosmogónico celta representado en el escudo de un concejo asturiano, sobreviviendo como un urogallo en un polígono industrial. Es cierto que no me define, es cierto que los anuncios de cocacola y la web Burbuja.info han moldeado mi identidad mucho más que esta leyenda. Y sin embargo los anuncios me dan igual, mientras que la historia de los dos toros me enorgullece.  

Escudo de Yernes y Tameza

No soy ecuánime, ni falta

Un historiador tiene que ser ecuánime, sin dar más importancia a una época que a la otra. Los demás, no. El historiador matiza, contrasta, desmitifica. El profano simplifica y mitifica. El historiador publica artículos académicos, el profano produce películas y levanta monumentos en los parques. Son el yin y el yang: sin el profano y su vulgarización, todos los datos del historiador terminarían siendo papel polvoriento. Creo que la relación entre la verdad histórica, según la desvela la investigación académica, y el relato identitario de una sociedad jamás será fácil. El historiador trata de acercarse a la verdad, el profano juzga e interpreta esa verdad, escoge las partes que le llaman la atención, las convierte en un relato e incorpora ese relato a su idea del mundo. Alguien dijo: «los humanos necesitamos historias para pensar tanto como necesitamos piernas para caminar». Me parece inevitable que nuestro pasado termine simplificado y mitificado: falta decidir cómo y para qué fines.

Iván Álvarez, en un fragmento de su réplica que le honra, me da la razón en nuestro intercambio sobre la estatua de Augusto: «Soy plenamente consciente del papel de lo simbólico y los monumentos en tanto en cuanto son formas de ocupar y significar el espacio público». Hablemos, pues, de símbolos. Si Augusto César es el arquetipo del dictador, reivindicado por Káiseres, Czares y Duces, los celtas de Numancia o del Mons Vindius son la perfecta imagen de la lucha por la libertad. La suya es una gesta colectiva y, a diferencia de Cuadonga, no está teñida de propaganda monárquica.

Los celtas representan la dignidad del oprimido. Son, como los moriscos, los eternos derrotados, replegándose ante romanos, sajones y normandos primero, víctimas del Estado-nación centralista después. Fueron los habitantes de la aldea frente a la ciudad, los que recitaban enigmas paganos mientras los obispos blandían sus tratados de teología. Forjaron una riquísima tradición mitológica, poética, jurídica y musical, que ahora agoniza en los confines de Europa. Perdieron pero nadie puede decir que fuesen inferiores por ello. Son un antídoto contra cualquier triunfalismo y cualquier supremacismo, y no tienen connotaciones partidistas. Es cierto que «la etnicidad asturiana no tiene por qué pasar por el celtismo», pero yo pregunto: ¿por qué no?


Cristobo de Milio Carrín ñació en 1975 na maternidá d’Uviéu, pero crióse ente Navia y Cuaña. Ye inxeniero téunicu pero anguañu trabaya de funcionariu, ya lo que-y presta de verdá ye escribir de mitoloxía asturiana. Miembru de la Fundación Belenos, ye colaborador davezu de la so revista Asturies: memoria encesa d’un país, au fae por rabuñar la herencia celta de la mitoloxía asturiana, uquiera que tea. Tien tamién publicao n’otres revistes sobre tradición oral. Últimamente anda too enchipao porque foi quien d’asoleyar un artículu sobre la Vieya de los cumales na revista británica Folklore.

2 comments on “Sobre luchas de toros y etimologías moriscas

  1. Qué riestra de babayaes y tópicos, pol amor de dios. Dexar les coses como taben valíate más, sí… En fin.

  2. xabiero cayarga

    Me llama la atención que El Cuaderno, revista mensual de cultura, diera inicio a una polémica con lo que aparentaba -para mí- ser una ¿nueva? e inusual sección satírica. Nada que objetar y menos yo que en una novela también me mofaba de algunos tics celtistas, aunque reconozco que hoy rectificaría o suprimiría algún párrafo de la misma (así como otros artículos publicados que juzgo muy desacertados). Con todo, reconozco la bondad de una iniciativa que ha propiciado estos dos magníficos artículos de Cristobo de Milio Carrín, que revelan la necesidad de exponer con palabras claras y precisas lo que otros sentimos y pensamos y, por pereza o impericia, no expresamos.

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