/ una reseña de Carlos Alcorta /
La primera pregunta que nos surge al acercarnos a Crónicas de I. (Pre-Textos, 2020), de Teresa Soto (Oviedo, 1982), tiene que ver con lo que significa esa enigmática «I», del título. ¿Es, quizá, la letra inicial de un territorio personal, vedado para el lector? Confieso que durante la lectura del libro esta idea, la asistir a la narración del contacto primero con una civilización lejana —cuyo monte Ruhui («Dicen que creció de un viento.// A saltos de aire/ se formaron las lomas») simboliza el templo y la divinidad que en él habita—, no solo espacialmente, se ha asentado en mi imaginario argumental, idea que, sin embargo, se ha visto revocada al llegar al final de Crónicas de I. Un anexo que incluye el poema «Whereas», de la poeta y artista de Oglala Lakota (Dakota del Sur) Layli Long Soldier despeja el enigma. En dicho poema afirma que la I es «una vocal/ un hablante/ se refiere/ a sí mismo/ denota un narrador/ de obra literaria/ escrita/ en primera persona». Según esto, Crónicas de I es más una exploración de carácter íntimo a través de la toma de conciencia de la realidad, una indagación en la propia esencia del yo que una aventura de reconocimiento de un espacio exterior, aunque la secuencia versal parezca expresar, desde el primer verso, precisamente esto, el descubrimiento de lo ajeno, de lo desconocido, claro que, si leemos con atención, dicho descubrimiento corre parejo, es simultáneo, al proceso de revelación interior.

Teresa Soto es autora de una obra compleja, integrada por los libros Un poemario (2008), por el que recibiría el Premio Adonáis, Erosión en paisaje (2011), Nudos (2013), Caídas (2018) y La silva (2020). De este ultimo volumen dimos cuenta y ahora llega este Crónicas de I., que obtuvo el III Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro.
Abrirse a lo exterior, salir de sí mismo es una especie de bumerán que derriba los muros del yo. Según lo dicho, esa I iconográfica simboliza el mundo privado, el ego, un ego que se expande a medida que el lenguaje franquea los límites de su dominio: «Doy cuenta de los primeros hallazgos que hicimos al llegar aquí». Con este primer verso, Teresa Soto inicia la reconstrucción de una realidad que ofrece múltiples aristas, innumerables perspectivas, pero esta reconstrucción, pese a que no desdeña el carácter narrativo del discurso —participa incluso de esa especie de notas a pie de página que pormenorizan algún significado—, pertenece al ámbito de la lírica, puesto que lírico es el tempo de la revelación.
Soto penetra en las entrañas del yo de la misma forma que una arqueóloga hace catas en los restos paleolíticos de una caverna: «Un arpón./ Una aguja./ Algo similar a una pala pero de mango corto./ A menudo de hueso. Casi nunca tallado». Aún no ha encontrado palabras para describir su estado, ¿su perplejidad? El proceso de autoconocimiento se desarrolla con parsimonia. No es capaz de entender su significado, la lengua original, «no lograba sacar sentido de aquello» porque necesita un periodo de readaptación. La novedad deslumbra, pero también asusta, y novedoso, pero también pavoroso, es el encuentro con lo foráneo, aunque esté dentro de nosotros.
Hay presencias tutelares casi invisibles que, como las figuras que modelan los devotos —«Hacían una figuras que colocaban en las casas», escribe Soto—, gobiernan nuestros actos desde un altar o desde la pasión del conocimiento, un afán de conocimiento que afianza el espíritu de conquista y atraviesa líneas de demarcación: «No hay que pensar/ salvo su ser este mundo». Muchos son los referentes simbólicos que desgranan es buceo interior, como los pájaros azules que entraban y salían de los pozos o thruhimes: «Eran deseos por/ cumplir, decían,/ aquellos pájaros», ese fruto negro que parece brotar del árbol de la ciencia, que no debe comerse «O si se come, sea sólo/ una vez» o el cristal rosado, un objeto que representa «la divinidad más alta», del que se obtienen todo tipo de favores, solo demostrables gracias a la fe, y a la superstición. Entramos así en el terreno de la obediencia y del temor, temor a lo desconocido, lo que está más allá de nuestra percepción. Obediencia a leyes o normas que se superponen a las propias, aunque resulten enigmáticas o se sepa que están embellecidas artificialmente: «Aun con lengua que abre y cuenta,/ el no entenderse / es como cristal de hielo púrpura al derretirse/ que parece una cosa y es otra».
Teresa Soto explora su conciencia como si fuera un agrimensor. Mide la superficie, el contorno, traza líneas imaginarias, establece demarcaciones, límites que la precaución invita a no traspasar, pero esta excesiva vigilancia provoca resistencia. El yo en rebeldía necesita salir de esa cárcel colectiva, pese a que la presión externa —de naturaleza social— para que se doblegue sea intensa (puede haber enfermado de el llamado mal blanco), «Y no es mal sino deseo de otra cosa/ que no acierto a decir».
Crónicas de I es un libro complejo escrito, sin embargo, con un lenguaje sencillo, meramente informativo en muchos momentos, pero tras esa aparente sencillez esconde un proceso de análisis riguroso de la construcción del yo en relación con el entorno, con los otros, con la historia. Esa reconstrucción, gradualmente desarrollada en poemas no muy extensos, llega, tal vez por el efecto gravitatorio de los acontecimientos, a un punto de no retorno. No cabe ya mayor desnudamiento emocional. Es preciso desandar lo andado. Abandonar la que, durante un tiempo, fue tierra nueva. Partir hacia otros lugares, ya que, al parecer, la partida «es cosa simple:/ dos lugares y un salir». Como se entrevé, no hay una transición violenta. La propia disposición versal, los encabalgamientos, las elipsis o el discurso fragmentado responden a un estudiado propósito de mitigar la incertidumbre, la desubicación vital que atenaza al ser humano. Todo un logro constructivo.
Breve antología poética de Teresa Soto
Imitación de Wislawa
Mis hermanas no escriben poesía,
mis hermanas no leen los periódicos
ni se ponen sombreros
ni saben a las cinco de la tarde
que son las cinco de la tarde.
Yo no soy Wislawa Szymborska,
no soy Marina Tsvietáieva
y no soy Hölderlin.
No soy ninguno de los tres
y no quisiera ser los tres a la vez.
Mis vecinos no saben que escribo,
les agradezco que no lo sepan.
No lo saben y no me leen
y a mí me gusta que no me lean.
Gracias a que no me leen
no pienso nunca en qué pensarán
mis vecinos de mis versos.
La ciudad donde vivo no es silenciosa
así que en mis versos no está el silencio
de mi ciudad.
Mi portero no sabe pronunciar mi nombre
y no lo pronuncia por las mañanas
cuando se sacan los nombres
a pasear atados a una correa de saludos.
Así que no oigo mi nombre cada mañana.
De tanto no oír mi nombre
empecé a pensar que no lo había tenido nunca.
¿Se puede perder un nombre?
Yo no necesito mi nombre para escribir,
así que no lo escribo.
Esto es una imitación.
Para una imitación
sólo sirve el nombre de otro.
(De Un poemario)
[Sin título]
MI ABUELA tiene las manos en el mismo sitio que yo,
al final de los brazos.
Se las mira con calma.
Tienen algunas manchas y restos de tierra.
Su falda negra forma pliegues raros, diría que vegetales,
llegan casi a tocar el suelo.
Pienso que si lo tocasen tal vez germinarían.
¡Imaginad una corregüela de pliegues negros!
¡Pliegues vegetales! ¡negros pliegues!
¡tejidos de pliegues! ¡senderos plegados!
¡creciendo por todas partes! ¡pliegues!
Los pliegues de la falda negra son un final.
Dicen en su nueva forma de corregüela negra:
«Aquí termina un luto».
La falda se aleja del suelo unos centímetros.
El luto nunca toca la tierra.
Las manos de mi abuela sí la tocan.
Desde el final del brazo tocan la tierra,
la surcan, la remueven con todos los dedos,
con todas las manchas.
Aunque tengo las manos en el mismo sitio que mi abuela,
al final de los brazos;
no puedo tocar la tierra de la misma forma,
no puedo surcarla ni removerla.
Me temo que tampoco puedo colgarme un luto
y dejarlo a unos centímetros del suelo.
No podría hacer que se quedase ahí suspendido,
ni hacerlo callar.
Mi luto se escurriría quejumbroso
queriendo embadurnar el mundo
con la punta negra de su nariz.
(De Un poemario)
Nos fatigábamos esperando la distracción
del ciervo. Nunca caminé más despacio
que entonces. La distancia justa para
observar sin provocar espanto. Esperar
y agotar la vista en el mirar
hasta que
la mandíbula vuelve al pasto
y rumia, traga
sabiéndose a salvo. Los que observan
no buscaban hierba ni sangre ni carnes,
tendones.
Hubo muchos pastos. Todos
se aúnan en este, ya lejos.
* * *
Seguíamos con atención el curso
del agua. Cada estación éramos
los primeros en llegar, admirados
siempre del movimiento de lo blando
hacia lo duro. Hielo y agua y espuma
río abajo. Quietos, tocábamos,
atentos a las superficies. Sumergían
a veces la cabeza los otros,
nosotros con ellos.
De la superficie al fondo
y lo inverso,
qué fácil entender aquello, admirarlo.
Un martín pescador aferrado a la rama
del álamo. Cuántas horas ateridos
esperamos por el grito aquel del pájaro.
Nos daba, creo, la sensación clara
de lo feliz que uno podría llegar a ser.
* * *
Llegó el pie tan alto que se oían los bramidos
de los alces. Nos quedamos sin aliento,
tan arriba, junto a los neveros.
Corrimos pensando poder registrar todos
los horizontes posibles, cada madriguera,
cada marmota, ardillas negras.
Nada se entendía antes tampoco después,
pero allí la cumbre trajo un estar
silenciosos. Vuelo imaginado del pensamiento,
alas como corduras nuevas.
(De Erosión en paisaje)
En el suelo lunar de granito
extendimos los brazos y las piernas
nos sonreímos
un poco
con cautela
estábamos siendo felices
entre tanta ruina
y tanta pérdida
qué miedo nos daba
el puro contento del agua dorada
del aire limpio, las bocas llenas de besos
El Dorado.
*
Mordeduras
ranas minúsculas que habitaron el verano
al final del paseo,
un paseo al futuro:
qué voy a ser, qué vas a ser.
Futuro,
como las ranas
tantas, tantos
tan pequeños
se las oía moverse
un crepitar fuerte
al acercarnos
como si hubiesen tirado
un saco de gravilla.
El asco y no,
la alegría y no,
el final del verano.
*
Mírame para saber que aún.
Tócame para saber que sí.
Sujétame para entender cómo.
Deshaz la línea toda
que me demarca.
*
Sentaste tu peso frente a la casa.
Tu peso:
el de tu cuerpo
más el de lo que guardabas
más
el de lo que guardaba
un niño de nueve años
que fuiste tú.
Te sentaste con todo aquello encima.
Creí que el suelo iba a reventar.
Se acabó
ahora todo va a reventar.
Se acabó
ahora todo va a reventar.
Pero no lo hizo.
Te sentaste y te levantaste
y eso fue todo.
*
Porque eres hilo de oro
y tiro de ti
pero no te deshago
y tiro de mí
y te acercas
con todas tus distancias
la de la geografía,
la de la lengua,
la del secreto.
*
Otro cuerpo.
Hace falta otro cuerpo
que me sirva para transportarte
y transportar también
lo que te duele
lo que me duele
lo que ya no nos cabe.
Nosotras
que día tras día
alargamos los límites
y no nos bastan.
*
Nuestro deseo: habitar una isla,
dejarla que tome forma
a golpe de estar en ella.
Habitar una tierra,
dejarla que se rodee de mar
y se aleje lo justo.
(De Caídas)
No hay que pensar
salvo su ser este mundo.
¿Qué se hace de él?
Dígase que es otra forma de ser.
Dígase que es un estar más inclinado.
Que la línea es también un quebrar.
Y que es similar a andarse torcido por el camino recto.

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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