/ por Hugo Romero /
Uno
La historia es bien conocida. Y, de todos modos, puede encontrarse fácilmente en cualquier otra página de la red. El relato de cómo una más de la larguísima lista de bandas new wave o new romantic o synth pop de la Inglaterra de mediados de los ochenta llegó a grabar dos de los discos más estremecedores y desconcertantes de la historia del rock antes de desaparecer para siempre, la historia de la reaparición de su líder en solitario para dejarnos la estrella fugacísima de un epílogo breve, mínimo e imprescindible.
Talk Talk ha sido desde siempre una de mis bandas favoritas. Y, al mismo tiempo, una de ésas que no es fácil compartir con los amigos: hacen falta demasiadas cosas para que lo adecuado sea poner uno de los últimos discos de Talk Talk, y alguna más si se trata del disco de Mark Hollis en solitario. Cosas que, por lo general, sólo coinciden todas cuando uno está solo. Sin embargo, en el cuarenta aniversario de su formación, es un buen momento para recordar tres discos que tienen la capacidad prodigiosa de crear espacio ―y espacio acogedor, habitable, de ése que tan necesario resulta ahora― a su alrededor.
Dos
Tras años en los que conseguir los discos de Talk Talk no era tarea fácil, a día de hoy su discografía completa ha sido reeditada en CD y vinilo y puede encontrarse en las plataformas de streaming. La publicación en 2011 de un disco y un libro homenaje a la banda supusieron el reconocimiento de su centralidad en la historia de la música británica. En el disco ―que apareció en el sello Fierce Panda― miembros de Arcade Fire, My Brightest Diamond, Joan As Police Woman, Broken Social Scene, Grandaddy o Weezer grababan versiones de sus canciones favoritas de Talk Talk. El libro recogía todo el trabajo artístico de James Marsh para los discos de la banda junto con una larga serie de textos de músicos, artistas, DJs y dueños de discográficas independientes influidos por ella: aparte de gente que colabora también en el disco encontraremos a miembros de Pink Floyd (en este caso la influencia, claro, es inversa), Depeche Mode, Orbital, Underworld, The Verve, UNKLE, The The o Gomez.
En su imprescindible Electric Eden, un libro dedicado a recorrer el componente utópico del pop británico, el escritor Rob Young dedicaba el último capítulo a Talk Talk, David Sylvian y Kate Bush, consagrando una trinidad que heredaba y renovaba el legado de grupos como Pentangle y Fairport Convention.
Tres
Talk Talk había publicado ya dos discos llenos de percusión eléctrica Simmons, solos de teclado y sintetizadores Fairlight y un ejercicio formidable de rock más orgánico, cuando comenzaron a grabar Spirit of Eden. El éxito de temas como Such a shame, It’s my life o Life’s what you make it les permitía disponer de un presupuesto holgado, así como de tiempo y libertad creativa. Mark Hollis se encerró entonces con los otros dos miembros principales de la banda ―el bajista Paul Webb y el baterista Lee Harris― y con Tim Friese-Greene, productor y miembro oculto del grupo, que había tocado los teclados en sus discos anteriores. Para las sesiones de grabación, Hollis y Friese-Greene ―cada día más influyente en el sonido del grupo― reclutaron a Phill Brown, un ingeniero de sonido que durante las décadas de 1960 y 1970 había grabado a Hendrix, Led Zeppelin, los Stones y, lo que era más importante para sus intereses, a Traffic, con quienes en 1967 había registrado unas sesiones nocturnas que fueron el modelo para las de lo que terminaría siendo Spirit of Eden. Reunieron además en el estudio un conjunto de rock de cámara que incluía a músicos como el bajista Danny Thompson, el clarinetista Andrew Marriner (hijo de Sir Neville) y el violinista Nigel Kennedy. Durante nueve meses, la banda grabó improvisaciones y fragmentos de canciones en sesiones larguísimas sin agenda previa que más tarde Hollis y Friese-Greene ensamblarían creando un disco impresionante de belleza sobrecogedora y desolada. El sonido del Spirit of Eden remite al mismo tiempo al folk de John Martyn y Nick Drake, al jazz modal de los discos de Miles Davis con Gil Evans y al impresionismo de compositores clásicos como Delius, Debussy, Satie o Sibelius, cuya Sexta Sinfonía aparece citada en I believe in you.
Spirit of Eden crea con su juego de texturas un espacio denso, una zona de exclusión en la que no cabe ni la ironía posmoderna ni el cinismo enfarlopado de la Gran Bretaña de Margaret Thatcher en la que fue grabado. Es, en muchos sentidos, un disco-refugio. Sus canciones se suceden sin que, a menudo, podamos de forma precisa señalar dónde acaba una y dónde empieza otra. La voz de Hollis irrumpe frágil sobre las sábanas de sonido para recitar unas letras fragmentarias que parecen ruinas del disco pop que Spirit of Eden ya no es.
El disco, evidentemente, fue un fracaso comercial. Habría de pasar más de una década para que el culto subterráneo que inmediatamente se creó a su alrededor saliera a la superficie y toda una generación de nuevos músicos británicos reivindicase su influencia.
Por otra parte, las relaciones con EMI empeoraron tras el fracaso del disco y el grupo rompió con la discográfica que había editado toda su obra hasta entonces y firmó un contrato por dos discos con Polydor. EMI denunció a Talk Talk y lanzó Natural History, un recopilatorio que fue un éxito de ventas y que, durante años, ha sido lo único de la banda que podía encontrarse en las tiendas.
Su siguiente trabajo, Laughing Stock, apareció en 1991 y lleva hasta el extremo la estética del disco anterior. Paul Webb había dejado el grupo antes de iniciar la grabación y Talk Talk era ya tan sólo el nombre bajo el que Hollis y Friese-Greene publicarían su edición de una nueva tanda de sesiones de improvisación. Como en los momentos más abstractos de Spirit of Eden, sobre la base de los ritmos cíclicos circadianos de la percusión de Lee Harris se superponen capas de cuerdas, guitarras y teclados que a ratos parecen derrumbarse en una saturación de ruido. After the flood es quizá la pieza clave del disco, con Harris repitiendo el patrón del Halleluwah de Can y Hollis cantando sobre el colchón que crean el bajo y el órgano e improvisando con un variófono, un instrumento electrónico de viento de invención alemana. Ascension Day, un tema donde sobre una base jazzística se expanden las guitarras a la manera de lo que pronto empezaría a ser llamado postrock, es tal vez mi favorito del disco.
Dos de las canciones del disco, Taphead y Runeii apenas tienen ya percusión y señalan el camino de lo que terminaría por ser la última obra de Hollis.
Para cuando llegó el momento de grabar el segundo de los discos a los que la banda se había comprometido con Polydor, Hollis había perdido contacto con el resto de los miembros y, con la ayuda de Phill Brown, construyó una obra maestra acústica y minimalista. El disco, titulado Mark Hollis, parece en algunos momentos ―por ejemplo, en la bellísima Watershed― una versión acústica de lo mejor de los discos anteriores y en otros se adentra en territorios que lo acercan a la música clásica contemporánea: aquí, la necesidad de definición de la instrumentación predomina sobre la creación de texturas y atmósferas. Es el caso de la pieza central del disco: A life (1895-1915). Una de las características más estremecedoras de Mark Hollis es el efecto de intimidad que crea. No conozco otro disco que te produzca la sensación de que estás en la habitación donde está siendo grabado.
En una nota de prensa que acompañó la publicación del disco en 1998 el cantante afirmaba: «Me gusta el sonido y me gusta el silencio. Y, cada día, me gusta más el silencio». Durante los veinte años que siguieron a la publicación del disco, a Hollis pareció seguir gustándole más el silencio. En febrero de 2019, murió.
Cuatro
En efecto, Hollis no volvió a publicar nada desde su único disco en solitario. En 2001 produjo para el sello ECM, el sello de Manfred Eicher, tan afín a su estética última, Smiling & Waving, de Anja Garbarek. Y en 2012 una miniatura instrumental suya apareció en la banda sonora de la serie Boss.
Paul Webb y Lee Harris construyeron un estudio en unos almacenes abandonados al norte de Londres donde siguieron experimentando con atmósferas sonoras y publicaron dos discos bajo el nombre de .O.rang. Hay quien ha descrito estos discos como «Talk Talk mezclado con El señor de las moscas» y no me parece una mala descripción. Más tarde Webb, bajo el pseudónimo de Rustin Man, grabó con Beth Gibbons, la cantante de Portishead, Out of season, y en 2019 y 2020 ha publicado dos discos que reproducen en un contexto más tradicional algunas de las virtudes del sonido de la banda.

Hugo Romero (Madrid, 1972) estudió filosofía en la Universidad de Navarra y la Universidad Complutense. Desde finales de los años noventa, ha traducido regularmente para editoriales como Akal, Gustavo Gili y Acuarela. En diversas revistas académicas y literarias ha publicado poemas y reseñas literarias y musicales. Tras varios años dedicado a la enseñanza, decidió hacer del cruce de fronteras, el cambio de idiomas y la itinerancia de datos un medio para ganarse la vida y ha trabajado como guía de viajes. Actualmente vive a caballo entre Chinchón y Palermo.
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