Breviario de falsedades

Breviario de falsedades (18)

Nuevos relatos breves de José Manuel Vilabella, titulados «Paciencia», «Nombres», «Tristeza», «Oposición», «Consejo», «Horror», «Naufragio», «Recuerdos», «Regreso», «Deseo», «Arrepentimiento», «Alfabeto», «España», «Caballo» y «Milagro».

/ por José Manuel Vilabella /

[PACIENCIA] El Diablo se sentó en la puerta de su casa, en la puerta del infierno, para ver pasar el cadáver de Jesucristo.

[NOMBRES] Las hijas de don Rogelio eran las más alegres de Sevilla. Bailaban, cantaban, tocaban el violín y la pandereta; eran alegres y chistosas, coquetas, buenas, honestas. Desde el señorito al maletilla, desde el poeta secreto al cantaor de martinetes bebían los vientos por ellas. Yo estuve enamorado de las tres y, después de setenta años, se me aparecen en sueños y noto todavía el perfume de su piel sin perfumes y la calidez de sus labios. Las hijas de don Rogelio se llamaban Dolores, Angustias y Soledad.

[TRISTEZA] El viejo capitán de barco bebía para olvidar que nunca podría atracar su airoso bergantín en aquella botella de ginebra medio vacía.

[OPOSICIÓN] El político aquel eran tan negativo y demoledor en sus acusaciones a la oposición que solo salvaba una sola cosa en sus discursos: las redundancias.

[CONSEJO] «Déjalo o se puede morir», dijo el médico al torturador. Y el funcionario miró un momento el ojo que tenía en la mano y lo tiró a la papelera; después se lavó las manos con esmero, se atusó el pelo, se puso la chaqueta y dejó la ira encima del escritorio, al lado de la grapadora, junto al abrecartas, el reloj de sobremesa y una fotografía de Amparo y Luisito.

[HORROR] Después de andar sobre las aguas, un momento después de haberlo hecho, y precisamente cuando comprobó el estupor en los ojos de Pedro y la admiración en la bobalicona sonrisa de Judas, se arrepintió de su debilidad, le pareció absurda y desmesurada aquella demostración circense y se echó a llorar con desconsuelo como un niño, porque se había dejado llevar por la soberbia de los dioses y había sucumbido ante el reto del más difícil todavía.

[NAUFRAGIO] Cuando Simbad naufragó de nuevo, pero esta vez en la playa de Celorio, el mar, compadecido de los veraneantes madrileños, devolvió lo que debía de otras catástrofes pretéritas: los doblones perdidos de Castilla, el rosario de la reina Isabel, el diario inédito de Magallanes y el cadáver putrefacto de don Cristóbal Colón disfrazado de asturiano, pero, eso sí, un Colón mordisqueado por los pececitos, picoteado por las gaviotas, envejecido por las tormentas. Simbad, que era, como es público y notorio, un redomado mentiroso, dijo llamarse Clemente Sotres del Peral y ser de Lugo capital.

[RECUERDOS] Judas Iscariote, treinta años después de la muerte de Jesús de Nazaret, contaba a sus contertulios de El Cairo, mientras paladeaba un vaso de aguamiel, las últimas horas de su amigo del alma y, cuando la gente le preguntaba quién había sido el traidor, él exclamaba con la pasión de los inocentes y blandiendo un manuscrito de papiro en el que contaba toda la verdad, solo la verdad y nada más que lo sucedido: «El juicio de la Historia pondrá a cada uno en su lugar!». Y después puntualizaba con lágrimas en los ojos y algo de melancolía: «Yo soy un caballero, un señor, un hombre que intervino en hechos prodigiosos sin que le temblase la mano y no vendo a mis amigos por dinero».

[REGRESO] Ya no se parecía en nada a la mujer que él conoció, pero el viejo resplandor de su mirada se asomaba, a veces, a sus ojos profundamente negros. Calva, gorda, monstruosa, había ido dejando jirones de su belleza en cada uno de sus hijos y, ahora, los 39 que había parido con dolor se miraban con desconfianza y observaban su cadáver con estupor. Los labradores todos a un lado y los pastores al otro hacían guardia ante el catafalco con la crispación de los guerreros que van a comenzar una nueva batalla, de los que pelean con la mirada desafiante antes de llegar al círculo de la ira, que confirman con el gesto que se contienen a duras penas. «He fracasado, mi existencia ha sido inútil; solo he sabido engendrar odio», pensaba cuando acercó la antorcha a la pira y, mientras duró la larga ceremonia, hizo un balance despiadado de su vida. Todo había sido inútil y absurdo; solo ella, el monstruo bello que ahora se consumía devorada por las llamas, le había asombrado con sus prodigios de cada día; solo en sus sonrisas y entre sus brazos encontró el sentido de la huida y el miedo a lo desconocido; ella había apaciguado a los 39 y también el enfado del Señor y su rencoroso recuerdo. «¡Maldita memoria!», masculló entre dientes. Y ahora se iba poco a poco convertida en chispas, en llamaradas azules, en cenizas. Ella, también, le había dejado solo como los otros compañeros de infortunio, como el caballo de la larga galopada que le acompañó aquel día, como el perro que no quiso abandonarlos. Hizo un hatillo y se despidió de sus hijos con un gesto y emprendió el camino del sur, el del regreso. Él no lo sabía, pero esa senda la seguirían después todos los hombres que vuelven, los desdichados que retornan al principio, los mutilados de todas las batallas que buscan el camino de su casa. Iba contento y alegre hacia el sur; era un ejército derrotado pero el camino y la esperanza del sol le animaban a seguir y a seguir, a volver, a regresar, a empezar otra vez, a comenzar de nuevo. Él no lo sabía, pero el camino que hacía ahora en soledad sería la senda que recorrerían uno a uno, uno detrás de otro, uno más uno hasta formar legión y muchedumbre todos sus descendientes, los hijos de Eva. Adán regresaba al paraíso, volvía al Edén para empezar de nuevo. Iba contento y con el corazón alegre, silbaba una canción y en el zurrón, con un mendrugo y un poco de queso, llevaba el recuerdo falso de la felicidad del paraíso. Era un anciano decrépito, un viejo mutilado que regresaba al Edén por el camino equivocado, por el camino del sur.

[DESEO] «¡Cómo me gustaría tener tus ojos, Margarita!», exclamó la amante del general a su confidente y compañera de juegos infantiles. Y al día siguiente su protector, el dictador, le regaló un estuche carmesí con los ojos recién extirpados de su mejor amiga.

[ARREPENTIMIENTO] Nunca pudo imaginar que el portero del edificio iba a ser el que le acusaría con más rencor, el más severo de sus subordinados. Ante el tribunal militar le señaló con el dedo y lo definió como un hombre soberbio, despótico, indiferente ante el dolor de las gentes, antipático, inhumano, distante. Después otros expusieron sus crímenes y con documentos y pruebas irrefutables demostraron sin lugar a dudas su corrupción. Le fusilaron al amanecer y él no quiso que le vendasen los ojos para poder ver cómo llegaban las doce balas doradas y aunque se perdonó a sí mismo con la disculpa: «Todos los hacían. Allí robaba todo dios», se reprochó íntimamente el haber sido poco amable con el portero, un tal Manolo; el haber sido desatento con el hombrecillo que le abría la puerta cada mañana, el no haber correspondido a las expresivas bienvenidas y a los respetuosos adioses del obsequioso subalterno.

[ALFABETO] Se sentía fascinado por el alfabeto y era un enamorado de las letras y desde niño había intuido que además de vocales y consonantes las letras se dividían en enigmáticas, bondadosas, perversas, honestas, hipócritas, vengativas, tiernas, amigas y enemigas. Él sabía que la ‘m’ daría su vida por él y vivía rodeado de emes, blindado por un ejército de amorosas letras que le protegían como un escudo invisible: «Mi mamá me mima, mi mamá me ama», decía para darse valor cuando estaba en la guerra de Cuba y sus compañeros morían a su alrededor y él notaba que las balas de los rebeldes le pasaban silbando pero no le daban a pesar de que un enemigo decía a los fusileros: «Tenéis que darle al gordito, al pringao de la cara de pan». Cuidaba siempre las palabras pero, sobre todo, estaba siempre atento a las letras que las formaban. La ‘W’ le parecía una letra misteriosa que había venido de lejanos países, del extranjero, una letra que a pesar del tiempo transcurrido no había perdido su acento de mujer fatal; era un signo enigmático y siniestro de perfil acanallado que tenía un pasado turbio que figuraba en los carteles de «Se busca» de las comisarías y en la crónica negra del alfabeto. De la ‘W’, las lenguas de doble filo y las cotillas de la escalera inventaban cada día una historia. Decían que había sido espía de los alemanes en la primera guerra mundial y que la fusilaban al amanecer pero ella, con esa terquedad teutona, resucitaba y les llamaba en castellano «hijos de la gran puta», sobre todo a los ingleses. A don Nicolás Muñoz, pedicuro de gran prestigio y lector voraz de novelas de amor, le decía su abuelo, un viejo centenario que había perdido su inmensa fortuna porque su socio Wenceslao Alcañiz le había condenado a la miseria y al rencor, que la ‘W’ era una letra maldita y que no se fiase de las personas cuyos nombres empezasen por esa consonante nefanda. El viejo era injusto, no tenía razón, pero no dejaba de vocear que todos los Wenceslaos eran unos ladrones, los Wifredos unos afeminados, los Walbertos unos cursis y los Walter unos carteristas. Y también, en sus desvaríos, estaba obsesionado con la ‘Z’, que era, según su leal saber y entender, una letra de acentos ambiguos y de cantes hondos, de soleares profundas y profecías siniestras. «Cuídate, nieto mío, de los idus y de las zetas de marzo. La muerte se escribe con zeta aunque no lo parezca y también el dolor y la miseria llevan la zeta clavada en sus entrañas, metida en sus asaduras; la zeta se camufla en la muerte y en sus lamentos, en sus ayes de viuda, en sus gritos histéricos, en la negrura de las calaveras». La obsesión por el alfabeto era cuestión de familia. Su tía Mariló, que fue prostituta en las Ramblas y entretenida esporádica de Alfonso XIII que en paz descanse, negaba la existencia de la ‘G’ y, como Juan Ramón Jiménez, defendía la ‘J’, que era la elegancia personificada, la inicial aristocrática por antonomasia. Mariló, borbónica y jotera, tenía un hijo natural del rey de España, un hijo adulterino y bajito, casi un enano, pero con un perfil de moneda inconfundible. «Pon cara de duro de plata, Zacarias», decía Mariló y el niño se ponía de perfil para darle categoría a su origen espurio y la clientela decía que era como su augusto padre, pero en calderilla, que tenía pinta de perra chica. Zacarías, que ejercía de palanganero de su madre, se ganaba buenas propinas con el agua tibia y el jabón de olor y cuando le daba la ventolera solo hablaba con la ‘O’. «Bonos tordos o todos los prosontos», decía muy fino él cuando entraba en la casa de lenocinio con su palangana relimpia y el orgullo de su regia bastardía. Él, dentro de su modestia, pastoreaba el alfabeto en general pero amigo, lo que se dice amigo, lo era de algunas vocales y, sobre todo de la ‘O’, de la ‘U’ y de la ‘I’. A la ‘A’ le tenía especial inquina. «Mamá a la ‘A’ no me la mientes que me da un vahído», decía Zacarías que era un enano resabidillo aunque analfabeto. «La ‘A’ se cree que es la más grande, como la Fornarina, por ser la primera del alfabeto; que uno no sabe leer, pero entiende de letras. Soy listillo y astuto como todos los Borbones. La ‘A’ siempre se está riendo y me tiene jartito con sus carcajadas y sus jajajás y sus jajajajajajajajás. Yo a esa vocal la mando al guano y me quedo tan fresco». Y para demostrarlo abría la ventana donde Mariló recibía a su clientela y gritaba: «A, presumida, vete a la mierda». De la ‘E’ el enano Zacarías decía que era una vocal confusa, profusa y difusa, que tiene mala salud y que un buen día se irá al más allá por un resfriado mal curado. Es tristona y cuando se ríe lo hace sin ganas, sus jejejés y sus jejés suenan a fado y huelen, uy, con perdón, a pedo de sacristán. Preguntaremos un día dónde está la ‘E’ y nos dirán que la diñó y encontraremos su cadáver en el cementerio de las letras muertas. No le faltaba razón al Borbón espurio. Hay, sí, un cementerio de las letras muertas, donde descansan en paz la ‘ce’ con cedilla que conservan los portugueses pero que nosotros hemos expulsado hace tiempo del alfabeto. Se pone usted a hablar con la ‘Ç’ y le confunden con un antiguo, le dan golpes con la badila del brasero y le llaman llenos de furia: «¡Anacrónico, que eres un anacrónico!», porque en España estar fuera del tiempo está muy mal visto entre los gourmets y los sibaritas amantes de la cocina de fusión. También descansa en paz la ‘che’, aquella letra siamesa compuesta de dos letras ’C’, por un lado y ‘H’ por el otro. Que el manazas que la metió en el abecedario se cubrió de gloria el tío. Era una letra doble y ventrílocua, pues, ¡oh, milagro!, hacía hablar a la hache que es muda pero que con su ausencia o su presencia quita y pone reyes, y da la razón a un escribiente o a otro. La ‘CH’, la ‘che’ ya no está, pero su espíritu perdura en el tango arrabalero y llora en el lunfardo. Otra letra que los fabricantes de ordenadores quieren mandar al cementerio es la ‘Ñ’, la eñe de España, no te jode. Quieren que en lugar de gritar lo que gritamos digamos: «¡Viva Espana!» y que digamos, cuando nos ponemos flamencos: «Zoy espanol, cazi na!». En el sur, que son muy suyos, la eñe es la letra coplera, vestida de faralaes, la letra bonita en la que se refugiaban los patriotas aquellos que gritaban: «¡Vivan las cadenas!». Pero volvamos al enano Zacarías. Cuando a su padre, Alfonso XIII, los republicanos mandaron al exilio, al monarca le entró la morriña puteril y mandó llamar a Mariló y a su hijo adulterino. Dejaron España y se mudaron a Inglaterra y allí don Alfonso los trató con consideración y generosidad. Zacarías recibió clases de protocolo, de inglés y de francés, idiomas que pronto dominó. Aprendió a leer y se hizo culto. Aquello fue milagroso. Pasó, sin solución de continuidad, de palanganero resabidillo a políglota. Era listo el enano y caía en gracia por su gracejo y zalamería. Dormía, como si fuese un gato, a los pies de la cama del rey y su amante. Y cuando Mariló terminaba con habilidades y ardides de ramera corrida de satisfacer al exhausto ex monarca, Zacarías le limpiaba el pene con cuidado exquisito con una toallita de felpa. Don Zacarías Borbón y Pérez escribió libros, fue actor, conferenciante y su padre, agradecido, le hizo marqués y grande de España. Que era, sí, una paradoja. No se sabe dónde descansan sus restos mortales; algunos aseguran que en El Escorial. Otro amante de las vocales, de algunas vocales, era don Cipriano de la Mata y Salvatierra de los Arenales, auxiliar administrativo del Banco Hispano Americano, caballero de origen humilde que, como Jesús, había nacido en un pesebre, pero en un pesebre de Zaragoza. Don Cipriano, Ciprianillo para los jefes de sexta, iba a comprar tabaco y poco a poco fue ascendiendo en la pirámide burocrática bancaria y después de tres ascensos se quedó atascado en el puesto de auxiliar, aunque él, la verdad, auxiliaba poco y mal por su obsesión por las vocales. En la ventanilla de las letras devueltas Ciprianillo desconcertaba a los malos pagadores cuando les decía que él quería a la ‘U’ porque le hacía reír y a la ‘I’, con su puntito sobre la cabeza, como si fuese un halo de santa, y puestos a informar a los deudores que jugaban al futbol con las letras pelotas, les describía a Santa I, virgen y mártir, que murió asesinada por los sarracenos que querían acentuarla por la espalda con sus enormes falos. Sus compañeros le miraban atónitos pero él, erre que erre, les describía la generosidad de la ‘O’, porque por allí, precisamente por allí, se habían ido los muertos de la familia y se marcharía él también algún día. La ‘U’ le hacía feliz y a veces la llenaba de vino y se emborrachaba como los inocentes, como Noé cuando se terminó la ventolera, escampó y se quedó solo con el perro que movía el rabo y le lamía la mano y con el loro que gritaba pomposamente: «¡Alabado sea el sacrosanto nombre del Señor!», que parecía el Papa por lo beaturrio que se ponía. La ‘U’ le miraba con su sonrisa bonachona y le quitaba las penas, le hacía olvidar los insultos de la clientela y las broncas suaves de don Ramiro, un viejecito bondadoso que le tenía mucho cariño y le susurraba al oído: «Pero, Ciprianillo, hombre, pon atención al acto y no te dejes llevar por tus ensoñaciones de poeta de las letras de cambio». Entonces el auxiliar regresaba de los cerros de Úbeda y se centraba en su labor bancaria. Y las oes se convertían en ‘0’, en ceros, aquellos números raros que no valían nada cuando se los llevaban los pobres de izquierdas pero que enriquecían a los ricachos de derechas con las dichosas plusvalías. La ‘I’, en ocasiones, le parecía la más desvalida de las letras; era tímida, humilde, se reía como una niña y su jiji le enternecía y cuando se iba se confundía con las huellas que deja el silencio cuando se va sin despedirse. Pero él, si temía a algo, si temblaba como una hoja agitada por el viento, era ante los puntos suspensivos. Se quedaba paralizado por el terror entre esas palabras duras pero sin letras, que se configuran de silencios y miradas iracundas, de sonrisas irónicas en donde no se disimula el desdén; gestos que equivalen a un discurso. Doña Carlota le había apuñalado con un cuchillo de puntos suspensivos y cuando se murió don Ramiro y el señor García le puso delante el finiquito y le dijo: «Firma aquí, inútil», y regresó a su casa y dejó su fracaso encima de la mesa, la esposa cogió el sobre, se bebió un vaso de agua con parsimonia, sacó al descansillo la bolsa de la basura, pronunció un discurso de tres puntos suspensivos y dos etcétera etcétera, le tiró por las escaleras una maleta con dos camisas y tres calzoncillos y le dio, literalmente, oiga, con la puerta en las narices. Cerró la puerta dando un portazo atroz que retumbó en su cabeza e hizo vibrar la cristalería de Bohemia, desbarató el alfabeto y dejó tiritando a las letras mayúsculas, le hizo una joroba a la ‘S’, que se quedó baldadiña y echó a rodar a la ‘O’ que huyó despavorida escalera abajo. Él persiguió a la ‘O’ en una carrera enloquecida, corría entre la gente, entre las damas con miriñaque y los caballeros con sombrero y cuando la alcanzó resultó ser un cero redondito y sin valor. Por los puntos suspensivos se fueron sus amistades, sus sobrinos y hasta doña Rosita, aquella señora escotada que le miraba con deseo y, picarona, le guiñaba un ojo cuando no miraba don Ildefonso, su anciano marido. Conoció la inclemencia de la calle y de la noche. Vendió su alianza de oro y la medalla de la Virgen de los Ojos Grandes. Lo perdió todo. Nadie le quería salvo la ‘M’, que daría su vida por él: «Mi mamá me ama, mi mamá me mima». Y su entorno se llenó de enemigos y de letras feroces, de consonantes amenazadoras, de signos que venían de otros alfabetos: el cirílico, el árabe, las enigmáticas y gritonas letras griegas que no dejaban de ejecutar danzas extrañas. La ‘Q’, que es mala consejera, le asesoró y unos trileros se quedaron con el último billete de cinco euros. Se quedó sin nada e incluso perdió la protección de la ‘T’ mayúscula que le libraba de la lluvia y de los rigores de invierno. El que pierde la ‘T’ lo pierde todo y entra a formar parte del mundo cruel de la pobreza itinerante, de esa tropa vencida que va de ciudad en ciudad con un ‘1’, clavado, como un rejón, en el costado. Son esos que vomitan ristras de ‘dddddddddd’ cada madrugada, los que piden ayuda sin esperanza. El pobre es un rico para el que es más pobre todavía y la pobreza y el vino de cartón los vuelve violentos. Le quitaron la maleta, le robaron los zapatos, le arrancaron a zarpazos el cinturón de Ubrique y le dejaron en cueros vivos y para reírse, solo por diversión, lo crucificaron en una tapia por el placer de oírlo gritar. El pobre pervertido es un pobre cruel para el pobre desvalido. Llegaron las ratas y las letras feroces: la ‘K’, que busca mendigos solitarios para empalarlos con saña, la ‘Y’ que les rocía de gasolina y les prende fuego, la ‘F’ que los maltrata con los pies para no mancharse de sangre las manos y la ‘Z’ que les da la última puñalada para que no sufran. Antes de rociarlo con gasolina super, el tratante de órganos quiso echarle un vistazo y le palpó todo el cuerpo y descubrió el tesoro de sus ojos verdes, claros y limpios: «¡Son cojonudos, tío! ¡Vaya córneas!», exclamó. Entre cuatro lo sujetaron para que no se moviese y el intermediario le arrancó los ojos y los depositó en una neverita de camping que siempre llevaba porque nunca se sabe dónde se puede encontrar un mondongo en buen uso. Sintió el olor de la gasolina y el calor abrasador del fuego y a su alrededor todas las letras fueron desapareciendo una a una y él decidió irse también por la ‘O’ como todos sus amigos, como todos sus muertos. La ‘M’, como siempre, estaba a su lado, fiel como un perro fiel. La ‘M’, que daría su vida por él, le acompañó hasta el borde del dolor y le dijo adiós con un pañuelo blanco y le acunó con ternura para que el tránsito fuese más llevadero y la muerte le pareciese un lugar amable, sin puntos suspensivos. Los bárbaros aquellos se quedaron espantados cuando el mendigo al que estaban asesinando se puso a cantar un blues sin sentido, un blues que les amargó la noche y les persiguió durante toda su vida: «Mi mamá me ama, mi mamá me mima…».

[ESPAÑA] El testigo presencial, Manuel Torrecillas, manifestó, cuando fue interrogado por don Severino, que él, efectivamente, estaba en el lugar antes mencionado y en el día de autos, a la hora indicada y en compañía de su señora esposa doña Aurorita Álvarez, de profesión S. L., ¿sociedad limitada?, no, señor juez, sus labores, tomando un Trinaranjus en el chiringuito de la avenida de Cristóbal Colón. «¿Vio usted cómo el acusado, presunto autor de la agresión que nos ocupa, apuñalaba con rabia a doña María de la O Fernández mientras le llamaba putón de mierda, pingo y mala pécora?». «Lo vi y no lo vi, señor juez», contestó el testigo, y después aclaró que, aunque él dirigía sus ojos a la pareja que por allí pasaba, en realidad los veía pero no los miraba, pues estaba absorto y preocupado por problemas que no vienen al caso pero que están relacionados precisamente con una incontinencia de esperma o eyaculación precoz, con que la divina providencia le viene flagelando desde que era un mocito. El señor Torrecillas, don Manuel, puntualizó seguidamente que se dio cuenta del drama por los grandes gritos que lanzaba la víctima, pues esta, aunque había recibido cinco puñaladas que le habían causado graves lesiones por las que sangraba abundantemente, seguía conservando plenamente su capacidad de expresión cuando llamó a su presunto agresor don Manuel Seisdedos Naranjo «calzonazos», «mal hombre» y «pimientito». Ante la mirada de asombro de don Severino, juez de Instrucción de la promoción última y por lo tanto nuevo en el cargo, el señor Carrasco, escribiente que hace funciones de secretario y persona de gran preparación intelectual a pesar de su apariencia y desaseo personal, de su mal olor y pelo alborotado, aclaró que «pimientito», en el lenguaje cheli, o sea en el argot del lumpen o extrarradio, es una palabra insultante, similar a la de «pocapicha», «tontoelculo» o «meapoquito». El señor juez, al que le gustan las cuestiones lingüísticas, inquirió si «pimientito» es un término análogo al de «gilí» o gilipollas, insultos admitidos por la Española y el señor Carrasco puntualizó que aunque ambas palabras pueden ser consideradas sinónimas, en este caso y teniendo en cuenta que la víctima iba abrazada a don Antonio Salvatierra Mochales, su presunto amante, en el momento en que el señor Seisdedos le agredió con la navaja de muelles, también llamada de Albacete, el significado que la víctima da al término en ese momento no es el literal sino el literario. No le reprocha María de la O a su amante don Manuel Seisdedos Naranjo la agresión de que es objeto, pues si hubiera querido hacerlo le hubiese llamado asesino. La víctima le llama por un lado «calzonazos» y «pimientito» y por otro «mal hombre»; o sea le insulta y se justifica al mismo tiempo, pues no hay que olvidar que antes don Manuel y mientras la apuñalaba, le llamó «mala puta», «pingo» y «pécora». La víctima asume su rol o papel en el drama, confiesa su comportamiento liviano y frívolo y deja bien sentado que está de acuerdo con que se le llame «pingo» (condición que asume al enfatizar el papel que asigna a su agresor al llamarle «calzonazos» y remacharlo con el adjetivo infamante de «pimientito») pero rechaza con firmeza el de «pécora», al definir a don Manuel como un «mal hombre», o sea, como una mala persona. «Yo he sido infiel», confiesa indirectamente la agredida, «pero he sido infiel con motivo y tú, el agresor, lo sabes perfectamente». Don Severino se quedó anonadado ante las dotes deductivas del modesto y desaseado funcionario del Ministerio de Justicia, señor Carrasco, y le felicitó calurosamente por su sólida formación filológica. «¿Por qué motivo era infiel doña María de la O al señor Seisdedos?», se preguntó el jurista, se preguntaron a coro todos los presentes, y para averiguarlo y salir de dudas, don Severino, que ya empezaba a cogerle el gustillo a eso que llaman hacer justicia, ordenó que inmediatamente el tribunal se desplazase a la prisión provincial para tomar declaración al agresor.

Encontraron a don Manuel Seisdedos en un estado de extrema excitación. Posteriormente don Severino describió al encausado en una conversación privada que sostuvo con su prometida doña Pilarina Zarracina, señorita de las mejores familias de Bilbao, como «un hombrecillo enjuto, pequeño, canoso, parcialmente calvo y de tez cetrina; un sujeto mal encarado y desagradable, aficionado al exabrupto y a la fácil palabrota con limitado vocabulario y notables dificultades de pronunciación». «La María e un putón, zeño jué, que ce lo dise un cervidó que zabe mucho de la vía», dijo el acusado sin que nadie le preguntase nada. «¿Y por qué causa le agredió usted, buen hombre?», inquirió el señor Carrasco, sin duda animado por la felicitación con que don Severino, su jefe inmediato, le había premiado una hora antes con motivo de sus deducciones y disquisiciones lingüísticas. «Lo hicí po que el putón de la María quizo vengace poniéndome los cuenos con el Atonio Zalvatierra, que e un cabrón con pintas». Don Severino, el señor Carrasco y el guardia de la escolta, un tal Camblín, se percataron después de la declaración del agresor, de que los auténticos motivos que impulsaron al señor Seisdedos a apuñalar salvajemente a su compañera había que buscarlos en los entresijos del alma, en las intimidades y motivaciones psicológicas de los protagonistas del drama. El escribiente señor Carrasco, animado por el éxito obtenido, interroga al encausado hábilmente y pone de su cosecha agravantes inexistentes ante el asombro de don Severino y del guardia de la escolta, señor Camblen: «Es mejor que cantes, tío, o te vas a comer un marrón que te vas a ir por la pata abajo. Para que te des cuenta de la magnitud del delito que has cometido, capullo, anota in mente: agresión con arma blanca produciendo heridas graves, desprecio de sexo, escalo, premeditación, alevosía y nocturnidad». El acusado, ante el asombro de los presentes y entre sollozos y gemidos quejumbrosos, confiesa que doña María de la O le fue infiel con don Antonio Salvatierra, porque antes él y solo él, destruyó la sacrosanta paz de su hogar al requerir de amores a doña Consolación Pérez Camporro, de profesión del comercio, que vive amancebada como es público y notorio con el mencionado señor Salvatierra. «¡Me acuzo, me acuzo!», exclamó, como su propio nombre indica, el acusado. El guardia de la escolta, que creemos respondía al nombre de señor Camblor, suministró al agresor una cucharadita de agua de azahar al objeto de que pudiese prestar declaración libre de convulsiones nerviosas. Una vez tranquilizado el acusado el señor Carrasco continuó hábilmente el interrogatorio: «Explícate, majete, si quieres librarte de la trena, que la cosa está que arde y como no te vayas de la mui te salen por lo menos treinta tacos. Canta lorito, canta». Don Manuel, después de maduras reflexiones, decide colaborar con la Justicia y decir: «¡La verdá, zolo la verdá y na ma que la verdá, joer, tú!», ya que, aunque humilde, se considera hombre honrado y ciudadano responsable. Habló largo y tendido durante más de media hora y su declaración fue debidamente recogida por el señor Carrasco y una vez finalizada fue leída al acusado, quien, encontrándola conforme, estampa al pie de la misma la huella dactilar de la mano derecha, por no saber firmar.

«Yo, Manuel Seisdedos Naranjo, mayor de edad, de profesión pirotécnico, declaro bajo juramento y por mi honor que el día de autos apuñalé a mi compañera doña María de la O, impulsado por los celos y desesperado por su infidelidad. Quiero hacer constar que pido perdón a la susodicha señora y que a mi vez le perdono su liviandad, pues comprendo que mi reprobable comportamiento la lanzó en los brazos de otro hombre. Para que conste, certifico que, aunque doña María de la O y un servidor no estamos unidos por el sacrosanto vínculo del matrimonio, sí vivimos bajo el mismo techo y fruto de nuestros amores han sido los preciosos niños Vicentito Roberto, aprendiz de fontanero, y María del Monte Carmelo, de profesión artista de varietés, y en nombre de estas preciosas e inocentes criaturas pido clemencia a la Justicia y comprensión a los hombres que tienen el deber de hacerla cumplir».

Don Severino, el señor Carrasco y el guardia Justiniano Cambloide se quedaron como pasmados antes las declaraciones del acusado y con objeto de ampliar los datos y llegar al fondo de la cuestión, decidieron girar visita al Hospital Provincial, donde se encuentra internada la agredida.

Posteriormente y en conversación privada que el juez de instrucción sostuvo con su prometida doña Pilarina Zarracina, señorita bajita y algo repipi pero de las mejores familias de Bilbao, don Severino describió a la víctima «como una mujer atractiva, de mediana edad, metidita en carnes, de senos generosos y amplias caderas paridoras. Tuvo que ser muy guapa en su juventud antes de que la injuria de los tiempos le arrebatase a zarpazos el fulgor de sus ojos negros. Hoy es una hembra algo ajada, entristecida por el drama, humillada por las circunstancias y temerosa ante el incierto futuro. Pero a pesar de estar postrada en el lecho del dolor y con la cara lavada, su atractivo puede levantar pasiones y en cierto modo se la podría definir como una mujer de bandera, también llamadas de rompe y rasga». Aunque en principio doña María de la O pidió justicia para ella y rigor para su examante y agresor, y dijo [sic]: «¡Que le den morcilla al muy cabrón!», cuando tuvo conocimiento del arrepentimiento de su compañero y agresor se enterneció sinceramente y unas lágrimas rodaron por su rostro abajo y se perdieron definitivamente por el canalillo de su escote. «La verdad, excelencia, es que me lié con el Antonio por puro afán de venganza, y si vuecencia tiene la amabilidad de escucharme, le contaré toda la historia a su ilustrísima para que pueda administrar justicia con conocimiento de causa». El juez accedió, el secretario señor Carrasco pidió y obtuvo recado de escribir y el guardia de la escolta, señor Camblorcini, que era algo duro de oído, se acercó a la cama donde yacía la lesionada y ahuecando la mano derecha formó una trompetilla con objeto de no perderse ni una sola sílaba de la declaración que allí se iba a prestar. La declarante, una vez enjugadas las lágrimas y tranquilizados los ánimos, comenzó su monólogo: «El Manolo y yo éramos felices dentro de lo que cabe, nos llevábamos bien y aunque él es hombre violento, de mal vino y difícil carácter, una servidora le había cogido el tranquillo y la cosa marchaba. Sí, ya sé que es vago, pendenciero y jugador, pero en las cosas del querer no se puede pedir lógica y yo quiero a don Manuel Seisdedos como una loca, porque una servidora es una mujer ardiente y le pierde la pasión. Conocíamos a don Roberto y a doña Consolación muy superficialmente y por ser vecinos del barrio, aunque nuestra amistad nunca pasó de un vaya-usted-con-Dios-doña-Consuelito-y-la-compaña o un coloquial y confianzudo abur-pareja, cuando nos cruzábamos por la calle. Hace quince días me visitó a deshora el Roberto en mi domicilio y sin más preámbulos me dijo: «María de la O, voy a darte un disgusto de muerte, tu hombre y mi mujer se han liado y nos están poniendo los cuernos». Yo al principio no le creí y así se lo manifesté al susodicho don Antonio, pues el Manolo nunca me había faltado en ese sentido. «Que sí, María, que sí, que nos están engañando», insistió el señor Salvatierra, y después, para convencerme, me aseguró que todos los martes y «para echar un polvito», se reunían en la casa de lenocinio sita en General Saliquet, 35, tercero, izquierda. Pueden ustedes imaginarse la indignación que sentí, pues una es muy mujer y muy española y esos modernismos no se pueden tolerar. «Si ellos nos engañan, mañana mismo me acuesto contigo», le dije al señor Salvatierra, y el hombre se animó un poco al ver mi reacción, me miró con deseo y masculló entre dientes el refrán ese de: «ojo por ojo y pene por pene». El martes próximo pasado, les seguimos subrepticiamente y pudimos comprobar ¡oh, cielos!, cómo nuestros respectivos cónyuges se introducían en la mencionada casa de citas y salían una hora después con aire satisfecho y risueños semblantes. «¡Vamos!», le dije al señor Salvatierra y ciega de ira subí los tres pisos del inmueble. La alcahueta que regenta el establecimiento y que, por cierto, se llama doña Virtudes, aunque en principio negó el hecho, se deshizo en explicaciones cuando mi acompañante le obsequió con un billete de curso legal de veinte euros. Las ropas de la cama, señor juez, estaban todavía calientes y el aire olía a lujuria una cosa mala. «¡Desnúdate!», le ordené a mi acompañante y la alcahueta, prudentemente, cerró la puerta y murmuró: «Ahora les traigo el agua». Yací, sí, yací con don Antonio Salvatierra, pero juro que fue sin amor, sin lujuria, sin gusto y sin provecho. Una se dejó llevar por la venganza y el pobre don Antonio hizo lo que pudo y cumplió malamente su cometido. Una vez en la calle nos dimos cuenta de que, aunque nuestro honor estaba lavado y bien lavado por un coito completo seguido de un gatillazo, los infieles no lo sabían y como ojos que no ven corazón que no siente, decidimos darles un escarmiento. «Nos haremos los encontradizos con Manolo cuando salga del trabajo», le dije a mi acompañante, y él contestó: «Bueno», aunque la verdad es que no lo dijo muy convencido».

Don Severino, al intuir el final de la historia que por pura paradoja era, precisamente el principio de la misma, inquirió: «O sea, que todo fue una farsa para darle celos, una comedia para enfurecerlos». «Sí», contestó la declarante, y después continuó su parlamento: «Vimos como mi Manolo se acercaba tranquilamente por la calle general Mola sin sospechar siquiera el drama que se avecinaba. Una servidora, que es de un natural rencoroso y vengativo, se relamía de gusto ante el dolor que le iba a causar al pérfido y le musité al oído al señor Salvatierra: «Abrázame para que sufra el infiel», y el pobre hombre, cagaíto de miedo, me estrechó entre sus brazos. El resto ya lo sabe usted, señor juez. Manolo nos vio, pensó lo peor y ciego de ira como era su obligación, abrió la navaja de siete muelles y me asestó cinco puñaladas. Él me llamó «mala puta», «pingo» y «pécora», y yo, al sentir cómo mi sangre caliente fluía por los cinco agujeros, tuve ánimos para llamarle «calzonazos» y «pimientito», pues como es muy hombre, sé que son los insultos que más le hieren».

El ujier, con aire melifluo, me aseguró que el señor ministro me recibiría en seguida.

—Dentro de breves instantes estará usted ante su excelencia —musitó— que me ruega le transmita sus disculpas por hacerle esperar.

Efectivamente, a los pocos minutos el ministro de Justicia en persona abrió la puerta y me saludó efusivamente.

—Pase, pase, Martínez. No sabe usted lo mucho que me alegra verlo por aquí.

Que un ministro le diga a un modesto juez de instrucción una cosa así es, prácticamente, un milagro. Los ministros son seres superiores, casi ángeles, criaturas etéreas que están a la diestra y a la siniestra del señor presidente ideando leyes, imaginando decretos. Lo mínimo que es capaz de firmar un señor tan importante es una orden ministerial, una disposición de obligatoria observancia y, en cambio, el juez es quien dice lo que es bueno y lo que es malo, lo que les corresponde pagar a los infractores, penar a los delincuentes, sufrir a los transgresores. Nosotros, los jueces, estamos siempre muertos de miedo porque la responsabilidad nos agobia, el miedo a hacerlo mal nos aterroriza. Somos guardas jurados del fiel de la balanza, los que le hablan al oído a la ciega Justicia, los que pronuncian las últimas palabras —y algunas veces, en latín— para absolver o condenar, para perdonar o castigar al prójimo.

—Estoy a disposición del señor ministro —dije con un hilo de voz.

Él sonrió y me tranquilizó con un gesto.

—No se preocupe, Martínez, no le voy a encargar que resuelva uno de esos espinosos expedientes, una de esas causas difíciles con connotaciones políticas. No. La misión que le voy a encomendar no tiene nada que ver con el terrorismo ni con la corrupción política. Es, sencillamente, una causa por delitos de sangre, por agresiones con arma blanca.

No lograba entenderlo. En España el cuarenta por ciento de los delitos tienen esas características y los ministros no llaman a los jueces para que dicten sentencia. Esos casos son rutinarios, habituales, de todos los días.

El ministro adivinó mis pensamientos y dijo:

—Este proceso, sin embargo, es algo diferente. Nosotros, los que estamos por nuestro trabajo en la cúspide de la justicia, los que tenemos perspectiva histórica, conocemos mejor a los españoles. Usted y yo sabemos de la miseria humana, del barro del que está hecho este pueblo nuestro. Aquí casi todos los delitos son tristes, sórdidos, violentos. En España se delinque por el sexo, los celos, el amor, el desamor. Se mata por orgullo, se muere por la soberbia racial, nos jugamos el futuro por el gesto, nos perdemos por el ademán. De ese barro incongruente y miserable, despreciable y generoso estamos hechos todos: los jueces y los delincuentes, los pícaros y los santos, los criados y los caballeros. La educación, la moral, el código ético deslinda normalmente a unos y a otros, pero en ocasiones los papeles se confunden, las pasiones se desatan, y al final todos se desnudan y comprueban que son iguales: telúricos, tremendos, desgarrados, patéticos.

El señor ministro me tendió un grueso expediente.

—Aquí tiene usted un ejemplo, un triste ejemplo de lo que le estoy diciendo.

Hojeé todo el legajo y leí con avidez el primer folio.

—No parece muy complicado, en principio… —murmuré.

—Y no lo es. No debiera haberlo sido, por lo menos. Una mujer engaña a su amante para vengarse y el amante, que es español, machista e ignorante, la apuñala. Ocurre todos los días. Se intercambian insultos, se quieren y se odian, se acusan y se perdonan. Rutina.

—¿…?

—Sin embargo, este caso se complica por la actuación de un juez recién salido de la escuela judicial. Un hombre bueno e ingenuo que se encuentra con España de sopetón. Intervienen decisivamente un escribiente con aficiones de sociólogo y una señorita de las mejores familias de Bilbao. En principio no había ningún problema. Se tomó declaración a los protagonistas del drama y cuando el juez iba a procesar al acusado, los testigos, los curiosos, los auxiliares, abandonan sus respectivos papeles y se convierten en protagonistas. La pasión les salpica a ellos también; les pone en movimiento el sentimiento. «Tiene usted que perdonarlos, señor juez», dice un escribiente con más de treinta años de experiencia. «Hay que tener corazón», opina sin venir a cuento un guardia de la escolta, Camblorzoide, creo que se llama. «Si condenas a ese hombre no quiero volver a verte, Severino», amenaza la novia del juez. Todos se vuelven locos. Viven el drama, lo sienten en su propia carne, se reconocen a sí mismos en las pasiones primitivas: El Cid, Santa Teresa, Torquemada, Estebanillo, Quevedo, don Alonso Quijano están ahí, pesan demasiado. España, Martínez, es una bomba de relojería que puede explotar sin avisar. España es una bomba que todos los españoles llevamos dentro.

Aunque el señor ministro no me hizo más confidencias, comprendí el problema y le quedé agradecido por confiar en mí. Aquel proceso era algo más que una triste y sórdida historia de amor; era, con pocos personajes y una anécdota sangrienta como fondo, la historia resumida de la España de siempre, donde unas criaturas alucinadas y feroces se habían perdido por los intrincados caminos del laberinto y ya nadie podía hacer nada por ellos, porque morirían fatalmente buscando sin esperanza la salida.

—¿Qué personaje desencadenó la tragedia? —pregunté.

—La chica. La novia del juez, doña Pilarina Zarracina, de las mejores familias de Bilbao. Es una mujer joven, educada, muy fina, un poco cursi. Ya sabe usted: una infancia con institutriz, un internado suizo, un papá que paga todas las facturas y proporciona todos los caprichos. Un día conoce a don Severino, un joven abogado con las oposiciones ganadas, y se prometen a los dos meses. Aleluya. Sin embargo, cuando don Severino tiene su primer juicio y le describe la personalidad del acusado, se siente irresistiblemente atraída por él. Es el prototipo del macho, del garañón: cerril, torpe, apenas sabe hablar. Violento. Muy español. La chica imagina, o sueña, o intuye que siente algo más que curiosidad por ese hombre que no conoce y trata de influir en su prometido para que le perdone sus delitos. «Tú puedes hacerlo, amor mío. Él es, solo, un pobre hombre». El juez se resiste y ella se enfada. Rompe con don Severino y empieza a visitar a su protegido en la cárcel. Se enamoran separados por una reja y se ven cada quince días en un vis a vis que uno imagina feroz y aberrante. Y en aquel ser bestial, ella, que es tan fina, tan delicada, encuentra las respuestas a todas sus preguntas, el ideal de su vida.

—Un melodrama… —puntualicé.

—Sí, un drama absurdo con música de fondo. En este país las historias desembocan a menudo en el melodrama, por eso el género está tan desprestigiado. Es lo típico, lo tópico.

—¿Y el juez? ¿Qué ocurrió con don Severino?

—Hace una semana estuvo sentado en la misma butaca que usted ocupa ahora. Vino a explicármelo todo y me entregó la carta de renuncia. Dimitió de su cargo y me anunció que se marcha a Venezuela a empezar una nueva vida. Se va con doña María de la O que ya está repuesta de sus heridas. Una mujer trece años mayor que él, con cicatrices en el alma, con un desgarrador pasado. «Me necesita —me dijo el pobre hombre—, es necesario que alguien la redima; quiero educarla, hacerla feliz y además, es tan hermosa», y me enseñó una fotografía de doña María de la O en bikini.

Las historias vulgares me acongojan y la que contaba el señor ministro lo era en grado sumo, sin embargo sonreí. Aquello no era un drama, era una zarzuela, una astracanada sin pies ni cabeza.

—Le agradezco su sonrisa, Martínez. Yo, en otras circunstancias, también sonreiría ante un caso como este. Le he escogido a usted porque tiene cincuenta y cinco años, cinco hijos y siete nietos. Es usted un hombre feliz en su matrimonio; equilibrado, sereno, sin tendencias neuróticas, odia la violencia y cree en la justicia. No parece usted español.

—¿Qué desea usted que haga, señor ministro?

—Acabe usted con este asunto. Sustituya a don Severino y termine el caso lo más rápido que pueda; pero hágalo usted con cuidado, sin poner el corazón. Investigue, pregunte, inquiera, pero permanezca al margen; no permita que nadie le complique.

—Descuide, señor ministro.

Me acompañó hasta la puerta. Estaba emocionado y temeroso y al entregarme el grueso legajo sus manos temblaban.

—Tenga cuidado, Martínez —fue lo último que me dijo y me dio un abrazo de despedida.

Llegué a la estación muy temprano. Soy un hombre ordenado y me gusta coger el tren con tiempo suficiente. El mozo instaló mi bolsa de viaje en el portamaletas y yo me acomodé al lado de la ventanilla. El departamento estaba vacío, todavía faltaban veinticinco minutos para comenzar el viaje. Como no había comprado nada para leer, abrí la cartera y extraje el sumario y empecé a estudiarlo. Era un caso vulgar, sin ninguna dificultad técnica. Poco a poco me fui quedando dormido; el sopor, ese calor pegajoso que siempre existe en las estaciones, el cansancio… Cuando desperté el tren había comenzado su marcha hacía horas y avanzaba regularmente; el legajo descansaba en mi regazo. Tardé unos segundos en darme cuenta de que no estaba solo. Era una mujer joven, bien vestida; tenía, vista a la luz amarillenta que envolvía el departamento, un aire fantasmal, mágico.

—Perdone… —dije, y me erguí en el asiento, me atusé el pelo y coloqué correctamente mis gafas. Ella sonrió.

—¿Es usted Jacinto Martínez, el juez que lleva el caso de Manuel Seisdedos, verdad? —me preguntó.

Con estas palabras se inició mi participación en la tragedia. No podía sospechar entonces que mi carrera empezaba a desmoronarse, que en aquel momento iba a comenzar a perder a mi familia, a degradarme para siempre. Para mí, y en aquel momento ni siquiera podía intuirlo, había empezado la cuenta atrás, señor juez…  

[CABALLO] Cuando perdí la fe en el ser humano y las crisis se llevaron una a una todas mis ilusiones, cuando dejó de atraerme la anarquía y empezó a aburrirme la subversión, cuando comprendí que el amor al prójimo es una frase sin sentido si no tienes una mujer a tu lado en la cama, en la mesa y en la misa, decidí convertirme en caballo. Fue una decisión repentina, irreflexiva. Me incliné, apoyé las manos en el suelo y con la boca arranqué una brizna de hierba. La hierba no me gustó; es más, me pareció repugnante, porque un servidor de ustedes había sido hasta ese momento un conocido gastrónomo, un gourmet que sabía distinguir los riojas de los riberadeduero y tenía un paladar que gozaba de un reconocido prestigio en los cenáculos de la gentecita bien. No se convierte uno en un rumiante de la noche a la mañana y sin dolor; la metamorfosis es complicada porque la razón nos agobia, nos atenaza; la inteligencia recita su monólogo acusador como una cantinela y el pasado retorna para recordarnos que la animalidad es patrimonio de los elegidos y que el que tenga alma, que se joda, porque quiera o no quiera está obligado a cargar con ella como si fuera una joroba. A irracional, a bestia, solo llegan los tenaces, los que nunca se dan por vencidos. Aquel hierbajo era una ortiga y por eso no me gustó; me recordó vagamente el sabor de la escarola. La retama ya fue otra cosa: bravía, fuerte, montaraz, salvaje. Nunca volví a incorporarme y perdí, con la animalidad, la noción del tiempo. Y en estos momentos no sé si soy un caballo desde hace tres meses o desde hace diez años; ignoro si soy un joven potro o un viejo penco y, en realidad, dudo tanto de todo y mis ideas son tan poco claras que no sé si mi acción es el sueño de un filósofo, la irreprimible pasión de un loco o el capricho de un esnob. Las gentes en Galicia, en mi tierra, son respetuosas con la propiedad ajena. Todo el sistema jurídico se basa en las cosas. En la propiedad, posesión, arrendamiento y uso de las cosas. Las cosas están vivas y palpitan como pececillos recién pescados. El reverso de la cosa es el derecho y el anverso la obligación. Tú tienes a la cosa pero, sobre todo, la cosa te tiene a ti. Después viene la ley y dice que también hay que tener en cuenta al vecino, al colindante como ellos le llaman, y que no es conveniente olvidar al arrendatario, que sería injusto no tener en cuenta al usufructuario y que el arrendador tiene sus derechos pero también sus obligaciones. Al final, después de rizar el rizo, el sistema habla de libertad; de la libertad de la cosa y de la libertad que da el tener cosas; y así, tan ricamente, pude convertirme en caballo por haber tenido la fortuna de ser un caballo rico, un animal con propiedades, una bestia que galopa por sus propias tierras. Nadie puede atentar contra mi libertinaje equino porque relincho en mis fincas, pasto en mis predios y me cisco por la pata abajo y con perdón, en mis praderas. El sistema ha caído víctima de sus propias tretas y la sociedad, que de buena gana me destruiría, no tiene más remedio que protegerme, porque antes que un hombre y mucho antes que un caballo, soy un propietario, un contribuyente. Soy consciente de que estoy haciendo literatura con mi biografía, y que estoy enfatizando un hecho que en sí mismo no tiene nada de heroico ni de extraordinario. Si en lugar de decidir convertirme en caballo hubiese optado por transformarme en ingeniero la sociedad hubiera aplaudido mi decisión: «Míralo, míralo, tiene afán de superación; es un gran tipo». El sistema te permite subir o bajar en la escala social de acuerdo con sus propias normas: puedes llegar a ser un sabio o un degenerado, un doctor honoris causa o un delincuente común, pero convertirse en caballo es salirse por la tangente, hacer caso omiso de la norma, olvidarse del decreto, hacerle la trompetilla a la moral y sacarle la lengua a la ética. Convertirse en caballo es una cosa que está muy mal hecha, un parece-mentira-José-Manuel-cómo-me-haces-esto-a-mí-con-lo-mucho-que-te-quiero. Mis primeros tiempos de caballo fueron los más dolorosos, y no solamente por la metamorfosis física. Las manos se convierten en pezuñas con facilidad y sin dolor y la espalda se transforma en lomo de un día para otro. El pelo, mi pelo, mi pelito, otrora sedoso y fino, se fue convirtiendo en dura crin sin que yo me diese cuenta de ello. Un día me miré en un charco y vi en el fondo del agua a un caballo. No se trataba de un animal de raza; no era uno de esos ejemplares de exposición, de nerviosos relinchos y bella estampa. No. Era un caballo bajito, con aire de mulo y orejas de burro; un caballo feo e insignificante, escuchimizado; parecía un pobre vestido de caballo; como esos caballos de circo que al final resulta que están rellenos de payasos. «Soy un caballo a medio hacer», pensé. «Soy un alevín de centauro y si me sigo esforzando como hasta ahora, algún día me convertiré en un unicornio que es la máxima aspiración de los cuadrúpedos ambiciosos, lo que les gustaría ser a todos los burros del mundo». Y relinché cínicamente y para alejar de mí la melancolía me puse a galopar como un loco por mi propiedad. Las gentes acudían en tropel a mi finca para contemplar al hombre que se había convertido en caballo. Se quedaban justo en el límite de la cosa ajena para no transgredir la ley o me espiaban con potentes prismáticos desde la carretera. Yo, para no decepcionarles, trotaba con alegría por la loma y para finalizar la demostración equina me levantaba de manos y relinchaba nerviosamente. La gente aplaudía. Si de la dignidad, del orgullo y de la soberbia me pude liberar con facilidad, no me ocurrió lo mismo con el sentido del ridículo y, sobre todo, y me avergüenzo de ello públicamente, no era capaz de desprenderme del pudor. La desnudez de mis partes pudendas y el hacer las necesidades delante del personal no me causaba ninguna satisfacción, incluso me avergonzaba un poco. «Nunca podré ser un caballo sino actúo como tal; tengo que olvidar las buenas costumbres, renunciar a la urbanidad, desprenderme de la dichosa cultura y ser una mala bestia». La urbanidad es una cuestión estética. La gente educada emplea el eufemismo, la imagen poética y la metáfora para no llamar a las cosas por su verdadero nombre; los caballos, no; los caballos somos mucho más claros y directos y decimos cagar y mear en lugar de hacer pipí, utilizar el servicio o mover el vientre. Empecé a disciplinarme y a predicar con el ejemplo. Cada vez que un nutrido grupo de espectadores se reunía para contemplar mis galopadas, me acercaba a ellos y vaciaba mis intestinos en su presencia. La brutalidad de la imagen les hacía retroceder horrorizados. Huían despavoridos, espantados. Intuían que en lo escatológico se refugiaban los últimos baluartes de la anarquía; que la subversión no radicaba ya en la violencia, en el sexo, en la pornografía o en la droga. El libertinaje, desde aquel preciso momento, consistía solo en hacer de vientre fuera del cuarto de baño, en ciscarse por los campos y a la buena de Dios y en negarse, por cuestión de principios, a utilizar el inodoro. Diógenes escandalizaba a sus vecinos masturbándose en la plaza pública, pero aquellos eran otros tiempos y Diógenes, el pobre, era solo un filósofo y yo era un caballo con aspiraciones políticas, un caballo que soñaba con llegar a convertirse en un unicornio, y para conseguirlo pretendía hacer caca con naturalidad animal, pero también con premeditación y alevosía. Quise conquistar el derecho a defecar con elegancia, a cuerpo limpio, o sea, a cagar de campo. El sistema me envió al mensajero demasiado tarde. Por aquel entonces el poder tenía la guerra perdida, aunque todavía no lo sabía, porque yo, poco a poco, había ido ganando una a una todas las batallas. El enviado era un hombrecillo pulcro, amanerado, cumplidor, de esos que solo se emocionan en horas de oficina y que se mueren de tristeza cuando se jubilan; un esclavo del deber de voz aflautada y mesurados ademanes; un funcionario responsable que amaba el escalafón, creía en el Boletín Oficial del Estado y soñaba con los trienios del porvenir. El sistema me envió al señor Velázquez y tengo que reconocer que el enviado hizo su trabajo con cierta brillantez y que durante unos breves instantes una duda cruzó por mi mente y mis convicciones flaquearon. «Abandone vuesa merced esa loca aventura y regrese a casa con sus deudos y amigos, que solo sueño, y sueño de demente, es querer ser caballo cuando la naturaleza nos hizo hombres. Todos somos pecheros de la humana condición —morir habemus, hermano— y querámoslo o no hay que pagar el tributo, el impuesto. Renuncie su señoría al insensato proyecto y el sistema será comprensivo y la justicia discreta, que un servidor le promete con la solemnidad que el caso requiere que no se tomarán represalias, que nadie le señalará con el dedo y que el silencio administrativo, que de todos los silencios es el más impenetrable e ininteligible, envolverá este suceso para que su memoria se pierda entre los pliegues de la capa del tiempo. Recobre vuesa merced el juicio, pague sus impuestos, circule por la derecha, haga uso del matrimonio, sea feliz dentro de lo que cabe y no dé la tabarra al prójimo». El señor Velázquez me observó con algo de desprecio y exclamó rotundo: «¡Ya está bien, coño!». No pude contestarle. No sabía ya articular las palabras precisas, por eso opté por mirarle fijamente con mis ojos inexpresivos de caballo. El funcionario no se dio por vencido. «Excelencia, si algo queda en usted de ser humano no nos abandone; no permita que la civilización se desmorone, que los sistemas jurídicos se autodestruyan, que la moral se resquebraje. ¿Se imagina usted lo que ocurriría si todos los hombres del mundo decidiesen de la noche a la mañana convertirse en caballos? ¿Quién garantizaría las pensiones? ¿Qué sería del producto nacional bruto?». Le di la espalda y como creo que la historia se hace con el gesto oportuno, que la última batalla se gana siempre con el ademán contundente y que la coherencia es obligación de todo ser viviente, levanté las patas traseras y le di un par de coces en pleno rostro. Yo fui el primero; soy, por lo tanto, el decano. Todas las fincas de los alrededores se han poblado de caballos. Los hay de toda raza y condición: caballos percherones, nerviosos caballos de carreras, diminutos ponis y sufridos caballos de labor que tiran del carro sin un quejido, sin un lamento. Yo soy un caballo, ya no tengo ninguna duda; un caballo especial, el símbolo de muchos caballos, el que empezó la revolución, el primero que renunció a la dignidad, el líder de los desheredados, el que a fuerza de voluntad conquistó los palacios de invierno y el derecho a ser bestial, torpe, cerril, animal. Los caballos me aman, lo percibo en sus ojos mansos cuando al pasar me miran con agradecimiento. Algunos han empezado a decir que soy un unicornio porque en mitad de la frente me ha salido un granito de nada, una minúscula protuberancia. Los caballos me admiran sin imaginarse que sigo esclavizado por la fantasía y el dolor, por la angustia y la soledad. Ellos, que son mis hijos, nunca llegarán a conocer la magnitud de mi tragedia, porque nadie sabe que estoy condenado a convertirme, por no haber sabido renunciar a los sueños y seguir los locos impulsos de los poetas, en un caballo sentimental.

[MILAGRO]

—No sé exactamente cómo sucedió, Filomena. Yo estaba con los otros ciegos en la fila; porque, ¿sabes?, nos llevaban en fila para que no nos perdiésemos. Íbamos todos cogiditos de la mano como en una procesión y don Delfín, el cura párroco, iba diciendo en voz alta lo que veía para que nosotros nos hiciésemos una idea: «A la derecha está situado el altar de san Jenaro y a la izquierda la capillita de san José, y en frente, justo en frente de nuestras narices, está ubicada, queridos hermanos, la gruta milagrosa de Nuestra Señora la Virgen de Lourdes». Cuando dijo que estábamos ante Nuestra Señora se oyó un murmullo de satisfacción porque, al fin, habíamos llegado al término del viaje. «Ahora, hermanos —continuó diciendo don Delfín— os arrodilláis y con los brazos en cruz, que cada uno pida su gracia. Tenemos dos minutos. Sed breves, por favor».

—¿Y por qué solamente os dio dos minutos para formular un deseo? —preguntó dulcemente Filomena.

—¡Pareces tonta, mujer! Piensa que a Lourdes llegan miles de peregrinos. Cientos y cientos de autocares repletos hasta los topes de paralíticos, ciegos, cojos, baldadiños y desdichados de todo tipo. Si cada uno se pasase las horas muertas delante de Nuestra Señora pidiéndole cosas se organizarían unas colas tremendas, unos tapones terribles, porque allí todas son horas punta. Yo me arrodillé como el resto de mis compañeros y le dije a la Señora por decir algo: «Virgencita, Virgencita, quiero ver», y de pronto, ¡zas!, el milagro. Yo, la verdad, al principio no me lo creía. Me parecía mentira y, al mismo tiempo, me daba como algo de vergüenza. Estuve unos minutos observando el panorama y disimulando, o sea haciéndome el ciego pero, como aquella situación había que afrontarla tarde o temprano, me armé de valor, llamé a don Delfín y le dije muy bajito, para que nadie más que él pudiese enterarse: «Don Delfín, don Delfín, que un servidor ha recuperado la vista». Él puso cara de mala leche y exclamó: «¡Déjate de coñas, Jacinto, que tengo mucho trabajo y el horno no está para bollos!». Tuve que insistir, incluso ponerme pesado: «Que se lo juro por mi madre, don Delfín, que veo perfectamente». Y entonces él empezó a dudar. «¿Cuántos dedos hay aquí?», me preguntó levantando la mano. «Tres», contesté sin vacilar. «¿Y aquí?» y se metió la mano en el bolsillo. «Ahí no hay ninguno, don Delfín». Y para que me creyese le hice una descripción completa de la plaza, de los autobuses, de las tiendas de recuerdos, de la gente. A los pocos minutos, cuando ya estaba convencido, me interrumpió con la mano y dijo: «¡Jo, un milagro!», y después, sin venir a cuento, me echó una bronca como si aquello fuese culpa mía: «Esto no te lo perdono, Jacinto. A un amigo no se le hace una faena así, caramba».

—¿Y cómo reaccionó la gente? —susurró Filomena.

—Fue apoteósico y muy emocionante. «¡Un milagro, un milagro!», gritaban los peregrinos; sobre todo los paralíticos se ponían como locos y todos me señalaban con el dedo: «¡El calvo aquel recuperó la vista!». «¡El ciego bajito, el de la cazadora, ya ve y, además, sin gafas!». La gruta entera estaba revolucionada. Lourdes era una fiesta. Fue algo inolvidable.

Al llegar a aquella parte de la descripción de su experiencia, Jacinto se ponía triste; sin saber muy bien por qué le invadía un profundo desánimo y los recuerdos al desgranarlos uno a uno le iban sumiendo en una dolorosa melancolía.

—Lo mejor del milagro fue el milagro propiamente dicho; el hecho prodigioso de que un ciego de nacimiento pueda ver porque sí, desafiando a las leyes científicas; ciscándose, con perdón, en la medicina del seguro. A mí, Filomena, me gustó mucho el milagro porque había ocurrido lo imposible. ¿Te das cuenta? Lo imposible. O sea, lo que no puede suceder jamás. Cuando ocurre lo imposible el que gana es el pobre, el desvalido. Los poderosos siempre se benefician de las cosas posibles, de las cosas lógicas. Los ricos recuperan la vista cuando los operan en Suiza y los pobres cuando van a Lourdes y les toca la china, cuando suena la flauta por casualidad. Cuando ocurre lo imposible.

—¡Qué suerte hemos tenido, Jacinto!

—Sí, mucha suerte; lo del milagro está muy bien, pero recuperar la vista no me hizo en el fondo tanta ilusión, total… ¡para lo que hay que ver!

—No digas eso, amor mío, que Dios te va a castigar. Ver es estupendo; todo el mundo lo dice. La gente que entiende de estas cosas, los señores cultos y las señoras bien vestidas, aseguran que ver amanecer es una cosa preciosa y que en primavera las puestas de sol son una maravilla, y que el mar, sin ir más lejos, es muy bonito con sus olas blancas, sus gaviotas y sus mariscos. Lo que pasa es que nosotros no entendemos porque somos unos ignorantes; pero a mí me han dicho, de buena tinta, que no hay sentido que dé más satisfacciones que el de la vista.

Jacinto, que ama apasionadamente a Filomena, cierra los ojos para verla mejor. Le gusta oír su voz, sentir su calor, intuir cómo se mueve por la casa. Jacinto para sonreír, para ser feliz, necesita cerrar los ojos, olvidarse del milagro y recuperar, aunque sea por un momento, su ceguera de toda la vida, que desde la profunda oscuridad las cosas se imaginan, se adornan, se mejoran. Cuando se casó con ella Jacinto ya sabía que Filomena no era una mujer hermosa. La pobrecilla, sí, era jorobadita, tenía una pierna más corta que otra por un maldito ‘paralís’y le olía el aliento —la halitosis, ay, la halitosis—, pero todo eso no le importó porque las cualidades superaban a los defectos. Filomena sabía cocinar, era pura, honesta a carta cabal, alegre y limpia como los chorros del oro y, sobre todo, era su amiga del alma, la que le guiaba hasta la calle principal y le dejaba en la esquina más estratégica para que vendiese el cupón y se ganase honradamente unas pesetas. «Qué bien cantas el cupón, ¡amor mío!», le decía Filomena con aquella dulzura suya que le levantaba el ánimo. «Ofreces la suerte como nadie cuando dices: ¡El que toca, tengo el que toca, señorito! No es porque seas mi marido, amor, pero eres el ciego más guapo de la provincia; te pareces a Jorge Negrete, pero en bajito».

Filomena y Jacinto formaban una familia feliz hasta que ocurrió lo del milagro, hasta que Nuestra Señora la Virgen de Lourdes le devolvió a Jacinto la vista como respuesta a una petición rutinaria. «Si ya decía yo que eso de las peregrinaciones no podía traer nada bueno», se lamentaba el ex ciego y su santa esposa, aunque por prudencia no decía nada, en el fondo le daba la razón.

Al principio todo fue bien, incluso a veces resultaba divertido. Los médicos del seguro examinaron a Jacinto, le reconocieron de arriba abajo, le hicieron sacar la lengua, decir treinta y tres y mirar por un canuto. Un poco enfadados porque los científicos son muy suyos, le pusieron un buen día en la calle con un informe que decía: «De acuerdo con las leyes de la medicina, el infrascrito Jacinto Paracuellos Carrascal no puede ver, pero como realmente ha recuperado la vista, creemos que se trata de un milagro que rebasa ampliamente el ámbito de actuación de los oftalmólogos y entra de lleno en el terreno del obispo de la Diócesis». Y le mandaron con un volante al Palacio Episcopal para que lo examinara don Gabino.

El prelado, que se encontró con el problema de sopetón, miró a Jacinto con desconfianza.

—Bueno, hombre, bueno… ¿Conque tú eres el del milagro, eh?

—Sí, señor —contestó el ex ciego, e intuyó que se había convertido en un ser singular, en un marginado sin oficio ni beneficio, en una variante de la ternera de dos cabezas, en un pequeño y molesto garbanzo negro.

A Jacinto lo examinaron médicos, canónigos, funcionarios municipales, ingenieros de caminos, abogados y hasta una comisión de la Asociación de Amas de Casa. Todo el mundo quería ver al afortunado mortal que había recuperado la vista, el beneficiario de los dones del cielo, al preferido del más allá. Jacinto iba de un sitio a otro haciendo demostraciones. La gente, para convencerse de que había recuperado la vista, le hacía guiñar un ojo, mirar de refilón, adivinar cuántos deditos levantaba el niño mofletudo y Jacinto, con toda resignación, vio, oteó y adivinó para darle gusto al personal. La ONCE entregó a Jacinto una placa de plata y le obsequió con una comida de hermandad. «Amigo Jacinto, eres el orgullo de la asociación —le dijo el presidente a los postres— porque tienes algo de Lázaro y tu fe ha movido montañas; tus ojos muertos se han puesto en pie, han resucitado. Siempre te recordaremos con cariño, y aunque ya no puedas pertenecer a nuestra asociación porque como tú muy bien sabes los estatutos son muy estrictos en estas cuestiones, te consideraremos desde este mismo momento como un ciego de honor. Un abrazo y ya sabes dónde nos tienes, Jacintín».

Al recuperar la vista perdió el trabajo y la alegría. Vio, al pasear por las calles, un mundo desconocido, gris e inhóspito. La ciudad que antes le trataba con respeto dejó de ser un variado conjunto de ruidos acogedores para poblarse de seres crueles, de depredadores feroces. Las personas que antes le ayudaban a pasar la calle y le hablaban con cariño, ahora le empujaban sin clemencia. Con sus ojos recién estrenados vio la sonrisa irónica, el gesto burlón, la mueca cruel y aprendió, en unas pocas semanas, que las buenas personas son también seres desalmados con sus semejantes.

Y Jacinto, y eso fue lo peor, vio de cerca a Filomena. Observó su labio leporino y sus piernas arqueadas, sus orejillas retorcidas y su trasero deforme y gordo. No tuvo más remedio que fijarse en la verruga peluda que adornaba su cara y en el poblado bigote con que la pródiga naturaleza le había distinguido. Filomena ya no era una voz amorosa; había dejado de ser un cuerpo cálido en las noches de invierno, el lazarillo que le guiaba por la ciudad. Filomena se convirtió en un ser ridículo y deforme; en un aborto de la naturaleza.

Tres meses después del milagro Jacinto se dio cuenta de que el llorar y el rezar mitigaban su tristeza, y lo que en principio fue un mal pensamiento se fue convirtiendo en un deseo irreprimible, en una esperanza redentora. Sonreía al pensar que el mundo sería más hermoso si no existiesen los milagros, y por primera vez sintió eso que llaman caridad por el pobre Lázaro, por el desdichado aquel que regresó del más allá desandando caminos y que dicen que dijo, cuando era viejo y achacoso: «¡Qué frío hace en este mundo cruel! ¡Si lo sé no vengo!».

Una noche se atrevió a decir en voz alta su deseo; primero, tímidamente; después, con toda claridad; y lo que susurró al comienzo con un poco de vergüenza, lo imploró después con desesperación, a gritos.

—Virgencita, Virgencita, haz que pierda la vista que quiero recuperar mi empleo y querer nuevamente a mi mujer. Que no quiero ver nada, Virgencita, que el ser humano me parece cruel, el mundo inhabitable, las calles inhóspitas y tengo envidia de mis hermanos los ciegos del mundo. Devuélveme, Virgencita del alma, la ceguera. Haz otro milagro y quítame la vista. ¿Por qué tenías que fijarte en mí, Virgencita?

El señor obispo le escuchó con paciencia evangélica. El buen prelado, aunque le comprendía, no podía darle la razón. El más allá, el revés de la vida, la oscuridad eterna le impedían manifestarse con claridad.

—Hijo mío, el beneficiario de un milagro es un ser singular, un elegido. Tú eres el testimonio, la prueba irrefutable, el surco que queda cuando pasa el arado del Señor. Los milagros son irreversibles y a quien Dios se los dé san Pedro se los bendiga. Ves porque tienes que ver, aunque no te guste lo que veas y caiga quien caiga. Nadie puede quitarte la vista; nadie está autorizado para devolverte la ceguera. Me temo, hijo mío, que estás condenado a ver.

La noticia transcendió a los medios informativos y los medios se ocuparon cruelmente de Jacinto: «El ciego que quiere volver a las tinieblas para seguir cortando el cupón». «La Virgen de Lourdes se equivoca de destinatario de sus favores y devuelve la vista a un desagradecido». «Por cuestiones económicas quiere renunciar a un milagro». Lo que pudo ser dramático se convirtió en cómico y la bufonada, la burla cruel, hicieron presa en Jacinto y lo vapulearon sin misericordia. Los niños le señalaban por la calle; la gente se reía con desprecio cuando lo reconocía en el ascensor; los vecinos le retiraron el saludo. La sociedad descoyuntó a Jacinto y le hizo saber que era un pelele, un marginado, un don nadie, un mierda.

Cuando lo comprendió ahogó un grito y con el pavor sintió una extraña ternura y también, en el fondo, una alegría profunda.

—¿Por qué lo has hecho, Jacinto? Dime ¿por qué lo has hecho?

Él estaba inmóvil. No sentía ningún dolor. Unos hilillos de sangre le caían por el rostro y le empapaban el cuello de la camisa.

—Lo tuve que hacer porque no me dejaron otra salida. Recuperaremos nuestro mundo; volveremos a ser los de siempre; tú me llevarás a la esquina y yo venderé el cupón y por las noches sentiré tu cuerpo junto al mío y los dos nos daremos mutuamente calor.

Los esposos se fundieron en un estrecho abrazo y se besaron con ferocidad; nunca habían sentido una pasión más devoradora, una excitación tan intensa. Hicieron el amor de pie y contra la pared, entre gemidos y gritos, sin preguntarse qué pensarían los vecinos. Hicieron el amor varias veces como cuando tenían veinte años y lo hicieron, sí, desesperadamente. Y después, muy tarde, extenuados, se sentaron en suelo y un silencio prolongado y extraño los envolvió, como si entre ellos, aleteando, hubiese pasado el ángel misericordioso que devuelve las plegarias y se queda con los milagros defectuosos, el sangrabrielillo comprensivo que anula los imposibles y pone orden en las alturas cuando los dioses, las vírgenes, los santos y los beatos se vuelven locos.

Y Jacinto abrió la mano y dos ojos sanguinolentos se cayeron al suelo, y una mancha roja, una de esas manchas que no se quitan nunca, puso perdida la moqueta.


José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Recientemente ha publicado Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.

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Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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