Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (21)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago la melodía despiadada e imperturbable del afilador, unas cortinas colgando de una casa demolida o el funambulismo de una comba de nieve de ventana a ventana.

/ texto de Tomás Sánchez Santiago / fotografías de Encarna Mozas /

La melodía despiadada del afilador ha llegado al barrio. El hombre se detiene, una a una, ante todas las fachadas. Con meticulosa pesadumbre hace sonar el chiflo. Es la misma cadencia estirada —con ese arrebato final— que oía en mi infancia. Nada ha cambiado. Ni siquiera la seriedad imperturbable del afilador mientras aguarda a que alguien baje a poner en sus manos un menaje de filos cansados.

La gracia del poeta: saber escapar de los abecedarios de la importancia; convocar en la misma habitación lo burdo y lo sutil, el daño y el remedio. «¡Betún y rosas, don del canto!», escribió enardecido Saint-John Perse.

En medio de la ciudad, una casa demolida. Como un emblema desencarnado, solo permanece en pie el alma agujereada de la fachada, que tirita en el último espinazo de las piedras. Parece un templo saqueado donde el vaciamiento se impone poco a poco. Pero de pronto nos fijamos. Allí, en el hueco de una ventana, como el velamen sucio de una nave varada, ondean las cortinas que alguien hizo alguna vez para salvar la intimidad estancada de su vida. Y ahí siguen, dando aletazos ciegos. Hay algo de envilecimiento civil en ese temblor de gasas muertas, como dos labios maltratados que aún proclamaran el latido residual de lo que hubo.

Tendríais que verla empujando a duras penas su andador, recorriendo el perímetro del barrio cada tarde. Como Sísifo, termina su penitencia entre pasos cortos y entrampados para volver de nuevo al esfuerzo inicial el día siguiente. Antes fue lectora apasionada (así la conocí, en las sesiones mensuales de un club de lectura). Y antes, modista. Y antes, huérfana irredenta que nunca pudo saber en qué cuneta la esperaban los huesos de su padre. Nos lo contó una vez a todos, tras los comentarios cruzados —qué sabríamos nosotros— sobre un libro que trataba de la guerra civil. Terminó con la voz sollozante, agujereada por la pena y la emoción. «Perdonadme», dijo entonces con una suavidad atragantada. Nunca había habido tanta densidad acumulada en el aire de la biblioteca donde la escuchábamos; acabó, arrastrando todavía la voz, con un episodio que le había sucedido de joven en el bar de su pueblo. Alguien se le acercó y le hizo saber, quién sabe si con compasión verdadera o con crueldad atrasada: «Aquel hombre que está allí lleva todavía el reloj de tu padre», le dijo. Y ella abandonó aquel lugar sin querer saber más. Han pasado los años y ahora te veo así, admirable Feli, empujando con obstinada determinación tu andador, alrededor de las calles del barrio. ¿Buscarás todavía, entre los jirones heridos de la memoria, la sombra de ese cuerpo que ni siquiera el tiempo te habrá hecho olvidar? Quién sabe. Quién sabe qué te mueve a levantarte cada mañana y meterte dentro del frío para cumplir tu itinerario, un itinerario siempre irresuelto.

De ventana a ventana, el funambulismo de la nieve tiende su comba.

Entran y salen del asombro los niños como de una alegre catástrofe. Negocian con los dedos casi todo por primera vez y en los ojos les brilla un estruendo que nadie sabe aplacar. Antes de que la vida les deje esa misma dentera que da un cuchillo rayando un vidrio.

Siempre ha sido así: cada domingo, en la última nitidez de la tarde todo va regresando obediente a una especie de llamada general. Va anocheciendo en la ciudad entre un murmullo lejano de motores, y en los pasos de los últimos transeúntes se impone la ley del apresuramiento. Como si los habitantes de la ciudad debieran estar listos cuando lleguen las primeras luces indecisas del lunes para rendir cuentas exactas a la arquitectura de la semana, que ya se avista.

Un jersey. Una colonia. Libros previstos e imprevistos (Saint-John Perse, Zagajewski, Manganelli, Ritsos, Vivian Gornick). Una botella estimable de Prieto Picudo. El audio vertiginoso que Álex graba en el móvil de su abuela para mí. Cumpleaños.

Abrir la boca ya nada más que para preguntar. Para conocer; no para saber. No es lo mismo. Y mantener en brasas la curiosidad como un pequeño capital que crece solo, sin fin y sin alcance. Aquello mismo que se cuenta de Sócrates cuando se dispone a beber la cicuta y escucha una melodía fúnebre que nunca hasta ese momento ha oído; entonces se detiene y conversa interesadamente con el músico que la tocaba con su siringa; quiere saber de qué melodía se trata. Los discípulos que le acompañan doloridos hasta las puertas de la muerte se extrañan de ese gesto del maestro y le preguntan por qué ese interés, si al fin y al cabo está a punto de morir. «Para aprender una cosa más», responde Sócrates. También Marguerite Yourcenar expresó una vez algo parecido: «Pase lo que pase, aprendo. Gano en cada momento». Eso es el saber: una ganancia interior. Sin necesidad de títulos oficiales que lo acrediten. Todo bien distinto del saber universitario de hoy, una competición donde aletea la venalidad. Lo pensábamos estos días mientras una vez más se mancillaba por los políticos el sagrado sin porqué del saber. Caso Cifuentes.

Arrugados como animales viejos, los meses que han perdido pie se van a las traseras y allí se desfiguran. Escarbamos entre sus fechas a ver qué sucedió, qué sacamos en claro de entre sus días. Pero no hay respuestas fijas. Solo un rumor amortiguado de felpa se aleja por la memoria hacia los callejones ciegos del pasado; allí el olvido se va haciendo cargo de todo. De casi todo.

Las primeras margaritas, como sollozos sin permiso. El ímpetu asombrado de la luz en las últimas horas de estas tardes. Metales menos fríos. El enjambre de la sangre zumbando por las sienes. Ya han caído algunos toldos a hacer sombra en las terrazas de las cafeterías. Pequeños insectos frenéticos. Muchachas de collares desafiantes. Mirlos en el jardín. El ronroneo de lo entumecido se despereza. Preámbulos. Señales.

Polillas en la cocina. Sus larvas calmudas por las inmediaciones del techo. O bien ya pequeñas mariposas feas, con su vuelo corto y repentino. Para ahuyentarlas ponemos misteriosas sustancias dispersas por la casa. Una intoxicación fragante «olor lavanda». Y todo ahora es esperar.

Desmelenada, el agua roza con sus verdosas cicatrices el borde del paseo. Borra pasos con su hocico húmedo y se lleva —¿adónde?— lo que han escarbado los ancianos —¿qué?— con la contera de los bastones. Con su idioma de excesos, el agua arrasa los remordimientos y nos pone a todos otra vez a punto. Es la ceremonia lustral de una renovación. Volvamos a empezar, parece decirnos la naturaleza con esa sobreabundancia que nos lava. Y nosotros, en cuanto podamos, iniciaremos de nuevo nuestro baile a ciegas con la vida.

Se detiene la vida en la esquina de una calle de la ciudad. Ha habido un accidente. El camión de la basura se ha llevado por delante a un anciano. La gente no se va, persiste con comedida obstinación en torno a esa escenografía horrible posterior a una muerte pública. No deja de ser un espectáculo, como cuando en la Revolución francesa se acudía en familia a coger sitio para presenciar las ejecuciones y aplaudir la pericia de los verdugos. Mientras me voy alejando del lugar como puedo —todo está acotado para que ahora trabajen los profesionales de la muerte—, escucho las astillas de algunas reacciones a la tragedia recién sucedida. Tras el estupor ya va apareciendo en el tono de la gente algo parecido a una conversación distendida. El fatal accidente se va convirtiendo en un suceso más de la mañana. Y el mundo vuelve a lo suyo cuanto antes. Es el apresuramiento hacia la normalización del horror, tal como nos ha enseñado el sofisticado siglo XX en sus reverberaciones, aún vigentes.

Es que no soy yo quien sale a buscar el pasado; es el pasado el que viene cada tarde a por mí. Eso lo explica todo.

En la mesa de la terraza en la que nos sentamos a tomar una cerveza, un aviso terminante: «Disponibilidad de la mesa: 90 minutos». Ya ni siquiera se puede contar con el desmelenamiento de la espontaneidad. Cada vez más restricciones; cada vez más plazos incluso en ese territorio sin norma del llamado tiempo libre, que ya no lo es tanto. Al menos en esta mesa con su letrero antipático. ¿Y cómo hablaremos Benjamín y yo ahora, tras saber esa imposición? Vuelvo a recordar aquello que decía un personaje de Julio Verne: «Donde hay obligación no hay alegría».


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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