/ una reseña de Manuel Fernández Labrada /
En un parque de la ciudad checa de Karlovy Vary (Karlsbad) hay un famoso monumento en bronce dedicado a Beethoven. La escultura representa al compositor caminando con ademán resuelto, los labios apretados, cogiéndose con una mano la solapa del abrigo mientras cierra la otra en un puño colosal. La imponente masa de la estatua, así como la altura sobre la que se levanta, acrecientan en el espectador la sensación de asistir a la manifestación de una determinación inquebrantable. Y no se engaña. Llegado a Viena con poco más de veinte años, Beethoven necesitó armarse de mucha tenacidad para lograr destacar entre la multitud de músicos con talento que rivalizaban por el favor del público. En un medio tan competitivo como el vienés, la progresiva sordera que comenzó a padecer hacia 1801 ―apenas iniciada su carrera de compositor― suponía además un golpe muy duro, casi definitivo, a sus aspiraciones profesionales, incluso a las más modestas. Pero contra todo pronóstico, Beethoven salió adelante. Es decir, no solo supo sobrellevar con entereza su desgracia, sino que además nos legó ―a pesar de tan grave discapacidad― una obra artística revolucionaria y eterna. También se convirtió por ello en símbolo universal de la lucha contra la adversidad. Obviamente, la escultura citada pretende ofrecer un retrato moral del compositor, plasmar en metal su capacidad de resistencia (de resiliencia, que diríamos ahora). ¡Para «torcerle el cuello al destino» es preciso apretar mucho los puños!
Quizás por ello, Suvorin, el protagonista de Autorretrato con piano ruso (Selbstbild mit rusisschem Klavier, 2018), atesora una colección de postales que repiten todas el mismo motivo: la escultura de Karlovy Vary. Porque Autorretrato con piano ruso, la última novela de Wolf Wondratschek (1943), es una historia de resistencia y de lucha: la de un viejo pianista («antigua gloria» del teclado) que sobrevive, solitario y olvidado, en la ciudad de Viena. Alejado definitivamente de su instrumento, viudo y enfermo, Suvorin ha envejecido cautivo del desengaño y de los recuerdos amargos: «he sobrevivido a todo lo que me podría haber matado». Hay pocas figuras tan patéticas como la del artista que enfrenta su decadencia en soledad, apartado del arte que dio esplendor y sentido a su vida. Una situación especialmente dolorosa en los intérpretes, que, entregados en cuerpo y alma a las insaciables exigencias de su instrumento, quedan como devastados cuando les falta. «No necesitaba nada mientras estuviera tocando», nos confiesa Suvorin, «pero ¿qué podía hacer con las manos en mi tiempo libre?». En la novela de Wondratschek se respira un ambiente ciertamente melancólico y crepuscular, el que corresponde a los recuerdos de un anciano que ha luchado mucho y ha perdido casi todo; un artista sensible que, incluso en sus momentos de mayor gloria, no dejaba de padecer ese desarraigo propio de los virtuosos en gira: «Al final, lo que uno recuerda son las habitaciones de los hoteles, más que los conciertos».
Los encuentros de Suvorin con el escritor que narra su historia tienen lugar en una cafetería vienesa: un marco favorable para que fluyan los pensamientos del anciano pianista, que va desgranando sus recuerdos de manera desordenada, según acuden a su mente. Una memoria que se remonta a episodios tan tempranos como su infancia en el campo o sus primeros estudios con un instrumento que despertaba las sospechas de su deprimido e ignorante entorno campesino. Aunque el mundo de la música ocupa, como cabía esperar, un lugar central en las inquietudes de Suvorin, sus revelaciones adquieren un interés que supera lo meramente artístico. Es el caso de sus meditaciones relacionadas con el absurdo accidente que provocó la muerte de su mujer ―el hado fatal que mueve nuestras vidas―, o las que vienen inspiradas por ese lado trágico que tiene lo perecedero de la condición humana y su obra. Unas confidencias íntimas que provocan, curiosamente, también las del propio narrador, que a su vez hablará de su vocación musical frustrada o de sus traumas infantiles; de tal manera que algunas escenas derivan en la representación de dos soledades enfrentadas. A estas dos voces principales se van sumando otras, en su mayoría de artistas, muchas veces expresadas también en primera persona. Además de una confesión individual, Autorretrato con piano ruso es, por lo tanto, también un retrato colectivo (de una generación de artistas), resuelto formalmente con una admirable originalidad y economía de medios. Las voces de los diferentes personajes evocados por Suvorin se entremezclan en una textura compleja donde ―al igual que en una polifonía musical― lo importante muchas veces no es tanto saber qué voces hablan en cada momento sino qué es lo que nos dicen.
Un hito importante en la trayectoria biográfica de Suvorin lo constituye su descubrimento de que los aplausos que premian sus actuaciones provocan su disgusto, pues ve en ellos una sumisión al orden establecido que le repugna. Siguiendo el consejo que le brinda un desconocido, que ha escuchado sus quejas en una cervecería («interprete lo que no le gusta a nadie y así no aplaudirán»), Suvorin decide abandonar el repertorio pianístico más convencional y consagrar todo su talento a la causa de la música experimental; es decir, al servicio de los sonidos «desgarrados y perturbadores», de las piezas musicales que oponen «resistencia». Su actitud, que bordea peligrosamente los límites de la ortodoxia soviética, despierta enseguida la desconfianza de las autoridades, hasta el punto de merecer la reprimenda de un funcionario del Comité Central de Repertorios, que le advierte: «quien rechaza la alegría de la gente que aplaude, rechaza a la gente». Es preciso señalar, sin embargo, que las críticas a la rígida censura que regía la vida artística del país solo ocupan un lugar secundario en el libro. Aunque Suvorin se encuadra a sí mismo en la nómina de pianistas que tuvieron problemas con el régimen (y que en ocasiones, no siempre, terminaron por marcharse de la URSS), tampoco nos ofrece demasiados detalles, y sus críticas tienen un tono más bien anecdótico, o incluso humorístico. Así, descubriremos que algunos pianistas rebeldes eran obligados a tocar los acompañamientos de las películas mudas en el cinematógrafo; o que, en su caso particular, le sería retirado el piano Octubre Rojo que disfrutaba, viéndose obligado a valerse de otro inferior, marca Estonia: «una copia soviética del Steinway producida de manera industrial» y que se había ganado el sobrenombre de Panzer por su tosca fortaleza.
Aunque Suvorin es un personaje inventado por Wondratschek, sus recuerdos y experiencias están poblados de artistas muy reales, en su mayoría grandes pianistas. De ellos, algunos pertenecen ya un glorioso pasado, como Clara Haskil, Sviatoslav Richter, Emil Gilels o Glenn Gould. Otros, por contra, están aún vivos. Es el caso de Elisabeth Leonskaya (1945), o incluso, de la violinista Dora Schwarzberg (1946), que hace una aparición fugaz en la cafetería vienesa donde Suvorin se reúne con su cronista. No le faltan a la novela ni tan siquiera algunas anécdotas divertidas, como las referidas al concierto de Glenn Gould en Moscú, al arresto policial de Beethoven (confundido con un vagabundo) o a la predilección de Richter por los tempi lentos. Por lo demás, me parece que ciertos detalles de la figura de Suvorin están modelados sobre los rasgos de algunas de estas personalidades artísticas. Así, en su rechazo a los aplausos y a los éxitos superficiales me parece ver un reflejo de la particular idiosincrasia del gran Sviatoslav Richter, al que tanto gustaba dar conciertos en pequeñas poblaciones (en su famosa gira de 1985 por Siberia, Richter recorrió las aldeas más modestas al volante de un camión donde llevaba su propio piano; y en la de 1990, no quiso tocar en Madrid pero sí en Albacete). En esta galería de músicos eminentes que pueblan la novela, adquiere también un notable protagonismo el violonchelista austríaco Heinrich Schiff (1951-2016), que se nos presenta como un amigo de Suvorin. A través del cuaderno de notas dejado por Schiff, contemplamos la figura de un artista genial y un tanto estrambótico, víctima ―al igual que Suvorin― de los sufrimientos que acompañan, en ocasiones, al final de una carrera de intérprete: «¿Cómo vives con la idea de que todo ha quedado atrás?». Las miserias de los ensayos con orquesta, las figuras ridículas de ciertos directores o el supuesto amor oculto de Beethoven por el violoncello son algunas de las interesantes reflexiones que nos brinda el artista austríaco: una voz más que se suma a esa sugerente polifonía con la que Wondratschek ha construido su emocionante y original novela.
Antes de terminar, voy a referir una curiosa anécdota relacionada con el contenido de la novela, aunque no recogida de manera explícita en sus páginas. En determinado momento, Suvorin explica a su interlocutor cuál era la pieza musical que exigía tocar a todos aquellos que aspiraban a ser sus discípulos: el Kupelwieser Walzer de Schubert. Una composición extremadamente sencilla, de apenas una página, pero que le bastaba para evaluar el talento del pianista. Aunque Wondratschek no nos ofrece más detalles, el lector que investigue un poco la historia de la partitura descubrirá que su aparente insignificancia esconde una instructiva lección. Compuesta por Schubert en 1826, como un regalo de bodas para su amigo Leopold Kupelwieser, la pieza permaneció olvidada durante muchísimos años, hasta que en 1943 Richard Strauss se la escuchó interpretar a un descendiente de los Kupelwieser. La composición se había mantenido viva, de manera un tanto milagrosa, gracias a una especie de tradición oral familiar, y así pudo ser finalmente rescatada y difundida universalmente. ¡Otra historia de resistencia!
Extracto del libro
«Bach, continuó, era el mejor aliado del hombre en la lucha contra la desesperación, contra la idea de la inmensidad de la soledad en el universo infinito. / Nunca hubiera imaginado que, con los años, Bach sería cada vez más importante para mí. Aun así, solo lo interpretaba, cuando surgía la ocasión, en las pequeñas iglesias de provincias; lo llevaba de paseo por las aldeas, por decirlo de algún modo. Bueno, en todo caso Bach es un compositor cuya música combina concentración, silencio y devoción. Se podría pensar que, con él, las ovaciones entusiastas están prohibidas. Las personas que asistían al concierto compartían mi opinión. Los aplausos eran cálidos, educados y fruto de un sentimiento interior, tal y como corresponde. Formábamos una congregación, los que habían escuchado la música y yo».
(Traducción de Eva Garcia Pinos)
[EN PORTADA: Fantasía sobre Fausto, de Mariano Fortuny (1866)]

Wolf Wondratschek
Anagrama, 2021
192 páginas
19,9 €

Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica y catedrático de enseñanza secundaria. Desde 1996 reside en Granada, donde ha colaborado con la Universidad en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Ha publicado diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro, y es autor de las novelas El refugio (2014) y La mano de nieve (2015), así como de un volumen de minificciones, Ciervos en África (Trea, 2018). También escribe en su blog de literatura Saltus Altus.
Excelente Novela y muy bien analizada Gracias
Magnífica reseña.