/ por Ricardo Baixeras /
En el momento exacto en que falleció Ricardo Piglia por ELA el 6 de enero de 2017 desapareció unos de los escritores que convirtieron su literatura en emblema de su pensamiento, y su escritura en metáfora indisociable de un modo de vivir. Lateralmente. En las afueras. En el extrarradio. Por buscar un detalle aparentemente banal, las huellas de un crimen que todavía no se ha cometido, el lado oblicuo de una experiencia que ya no existe (Piglia no cesa de repetir que la «novela moderna es una novela carcelaria. Narra el fin de la experiencia. Y cuando no hay experiencias el relato avanza hacia la perfección paranoica»), su escritura postula el blanco nocturno que pudiera revelar el sentido oculto de un fragmento narrativo, de un poema, de un relato, de una escena literaria, el gesto extinto del goce de la lectura. Piglia se corporizó desde el inicio de su carrera en escritor lector, un lector que escribe, a saber, que interpreta el mundo, que busca —y encuentra— la grieta del sentido, la fractura por donde se cuela la tradición. Por eso, «escribir cambia sobre todo el modo de leer», dice Piglia que le dice Renzi.
Quizá habría que repensar los lugares materiales en los que se asienta la poética de Piglia, una obra que se desvía por una geografía personal y que busca constantemente los intersticios de la tradición: el hueco voraz entre Jorge Luis Borges y Roberto Arlt, entre Macedonio Fernández y Domingo Faustino Sarmiento. En más de un sentido Piglia lee a determinados escritores lateralmente; lee, por ejemplo, a Witold Gombrowicz mal, es decir, como si fuera un escritor argentino. Hacia esos huecos dirige su mirada crítica para construir un mapa atiborrado de vueltas y revueltas, de lecturas y relecturas sobre un detalle que solo al lector expeditivo le puede parecer insignificante. La suya es una literatura lenta (Croce afirma «que hay que ser lento y llegar un poco tarde»), una literatura de constante combate dialéctico que «produce lugares» porque «es allí donde se asienta la significación». Una suerte de punto cero entre el espacio físico y el texto, entre la ciudad ausente y la novela, entre el mapa y el territorio. De ahí que un texto tan emblemático como el que abre El último lector (y que ya había aparecido en Cuentos morales bajo el título de «La moneda griega») cartografíe un espacio que contiene la réplica de una ciudad que trata «sobre la lectura y la percepción solitaria, sobre la presencia de lo que se ha perdido». Piglia lee la presencia perdida de algunos textos emblemáticos de la tradición para desajustarlos, para pensarlos desde fuera, exteriormente, y para hacerlo como una serie que se repite. De ahí la erudición delirante en su literatura. De ahí también la crítica de la ficción entendida como una ficción de la crítica. Y ello porque en Piglia cualquier texto problematiza no sólo el género del que se parte y la experiencia que cuenta, sino también la propia enunciación, alterando así la noción hegemónica del autor.
Poco antes de su desaparición, Piglia acometió una tarea ingente: preparar sus textos para la eternidad. Ordenó las anotaciones de sus míticos 327 cuadernos de tapa negra que contenían sus anotaciones diarias. Ordenó los cuentos que conformaron Los casos del comisario Croce. Y ordenó estos Cuentos completos. Leídas en su conjunto, estas 832 páginas le permiten a un lector pigliano enfrentarse a un fresco narrativo increíble. Pero sobre todo permite a ese mismo lector configurar un recorrido de textos que dialogan los unos con los otros. No es solo que personajes que habían aparecido en unos cuentos se los encuentre el lector muchas páginas —y años— después: lo decisivo es el modo en que Piglia frecuenta un modus operandi que este libro recoge en un arco temporal que va desde La invasión (1967) hasta Historias personales (2015-2017). Y no menos determinante es el hecho de que este libro fije definitivamente su producción cuentística.
El relato que marcó un antes y un después en la producción de Piglia es «Homenaje a Roberto Arlt» —contenido en Nombre falso—, porque ahí Piglia cimenta una poética del texto como pretexto, una poética de la cita como guiño a una inteligencia alocada, una poética de la confusión entre la copia y el original —como en el apéndice Luba— haciendo que prime no la versión del autor, sino la del discurso, aunque sea laberíntico, y porque, finalmente, con ese cuento se consolida la voz de un escritor que interrumpe la trama con miles de digresiones metadiegéticas convertidas, por derecho propio, en el verdadero asunto del cuento.
Esta poética de la interrupción del relato aparece como constante en los cuentos que Piglia escribirá a partir de ese momento crucial de su trayectoria. Eso y la sensación persistente del lector ante una literatura que es una máquina diabólica de narrar secuencias, series, repeticiones, textos y escenas de lecturas que se confunden con la propia autobiografía de Piglia: «¿el que escribe es el que es?». Y con los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi y con sus novelas. Las historias de estos cuentos se asemejan a una conversación entre Piglia y Renzi sobre cómo se debe narrar en los límites de la experiencia, cuando esa misma experiencia está a punto de desaparecer, cuando unos personajes vencidos, maltrechos, borrachos, amargados, perdidos y perdedores se ponen a pensar vínculos secretos u olvidados entre este o aquel suceso en un bar de mala muerte. Personajes que detienen la narración, desvían la trama, recuerdan la cita de un libro, se vinculan con un acontecimiento o con un personaje que aparentemente nada tiene que ver con lo que se estaba contando. Y el lector, atónito, empieza a entrever que está ante un juego de magia y ante un mago que no cesa de repetir: «Un relato visible esconde un relato secreto». Lo imprevisto, lo anecdótico y lo arbitrario de un cuento que contiene una novela que se demora en el tiempo y que no se narra depende siempre de la lectura como en el paradigmático Final de viaje. Creyendo leer la trama central de cómo un hombre se va a Mar del Plata en un autobús para ver a su padre que agoniza en un hospital tras haber intentado suicidarse leemos la historia secreta del hijo y una supuesta cantante de ópera. Esa otra trama explicará el verdadero final del viaje y se vinculará a la historia del padre muerto.
Es sustancial para Piglia de qué modo circulan las intrigas en un cuento. De qué modo se producen determinadas continuidades e interrupciones. Porque las primeras sólo se pueden explicar si se tienen en cuenta las segundas en una suerte de narración circular repleta de correspondencias y de asociaciones, de supuestos lugares imperceptibles o que, a priori, no parece que guarden relación alguna con la historia visible. Ante la pregunta de qué es lo imperceptible su comisario Croce responde: «Lo que no se ve a primera vista. No es lo invisible que está ausente en el momento de ver. Es lo que no se puede pensar, es el exceso». Por eso las técnicas que muestran estos cuentos son las mismas que su comisario utiliza para resolver los enigmas a los que se enfrenta: «Imaginación y perspectiva… un uso oblicuo del saber».

Ricardo Piglia
Anagrama, 2021
832 páginas
24,9 €

Ricardo Baixeras es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Barcelona y doctor en teoría de la literatura y literatura comparada por la Universitat Pompeu Fabra. Es autor del libro Tres tristes tigres y la poética de Guillermo Cabrera Infante y de otros trabajos sobre Arturo Bolaños, Augusto Roa Bastos, Nélida Piñón, Gabriel García Márquez y otros escritores latinoamericanos.
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