Crónica

La noche de Monzón

Rodolfo Elías escribe una pequeña crónica de una histórica pelea novelada por Julio Cortázar: la que enfrentó a Mantequilla Nápoles y Carlos Monzón en 1973.

/ un relato de Rodolfo Elías /

«Parecía que le hacía cosquillas», dijo Juanito Herrera con su voz pastosa, acerca de los golpes que le daba Mantequilla Nápoles a Carlos Monzón, en aquella pelea histórica suscitada en París. Juanito Herrera era ayudante de Varelita (Eduardo Varela) como entrenador de box, en el gimnasio municipal Josué Neri Santos, de Ciudad Juárez, de 8 a 10 de la mañana. Era el que creaba la magia, enseñando los secretos técnicos y estéticos del pugilato. Con Varelita sólo se aprendía el uno-dos, porque el hombre no tenía tiempo para enseñarle más a uno, ya que siempre andaba muy ocupado con sus asuntos de faldas o sacando a alguien de la cárcel. Pegarle a un costal bajo la instrucción de Juanito Herrera equivalía a pelearse con los molinos de viento quijotescos, porque el costal cobraba vida. Juanito Herrera también era padre de Jaime Manos de Piedra Herrera, gran promesa local de los pesos chicos (mosca), que sucumbió —como tantas otras grandes promesas del boxeo juarense— a manos de los promotores rapaces.  

Juanito Herrera hacía hincapié en el hecho de que en los años de Mantequilla Nápoles no había pesos intermedios, y Nápoles se fue directamente de welter a peso medio; lo que ocasionó que su pegada perdiera mucho efecto. En tiempos modernos quizá pudiera haber hecho historia en peso súper welter. Oír a Juanito Herrera hablar de la pelea produjo en mi psique un deseo casi místico de verla, cosa que nunca creí posible. Ese deseo se acrecentaría unos años más tarde, cuando leí el cuento La noche de Mantequilla, de Julio Cortázar. «La llegada de un espeso grupo de mexicanos con sombreros charros pero vestidos de lo que debían ser, bacanes capaces de fletar un avión para venirse a hinchar por Mantequilla desde México, tipos petisos y anchos, de culos salientes y caras a lo Pancho Villa, casi demasiado típicos mientras tiraban los sombreros al aire como si Nápoles ya estuviera en el ring», dice Cortázar en su cuento, acerca de los pudientes hinchas mexicanos que abarrotaron el lugar.

Bueno, hace algunos días releí ese cuento, y sin querer me puse a buscar la pelea en el tube. ¡Y la encontré! Ahí están 43 minutos de esa mítica velada, que tanta añoranza produjo en un joven adolescente que ya empezaba a apasionarse por los personajes de la historia, el deporte y el pop culture. En esta pelea se aprecia a un Mantequilla Nápoles en muy buena condición física, atlético, que nada tiene que ver con el afable barrigón de sonrisa franca que hasta hace algunos años todavía se paseaba por las calles de Juárez.

Aunque, en la historia del cuento, la pelea de Monzón y Nápoles sólo sirve de trasfondo para una contienda de rufianes mafiosos, en donde una operación se ve malograda por la infiltración enemiga —error que se paga con el precio más alto que alguien puede pagar—, Cortázar da sus impresiones de la pelea. Ahí se aprecia su conocimiento y pasión por el boxeo, pasión que alternaba con la música jazz:

«Dos veces había visto a Monzón tirarse atrás y la réplica llegaba un poco tarde, a lo mejor había sentido los golpes. Era como si Mantequilla comprendiese que su única chance estaba en la pegada, boxearlo a Monzón no le serviría como siempre le había servido, su maravillosa velocidad encontraba como un hueco, un torso que viraba y se le iba mientras el campeón llegaba una, dos veces a la cara y el francés de atrás repetía ansioso ya ve, ya ve cómo le ayudan los brazos, quizá la segunda vuelta había sido de Nápoles, la gente estaba callada, cada grito nacía aislado y era como mal recibido, en la tercera vuelta Mantequilla salió con todo y entonces lo esperable, pensó Estévez, ahora van a ver la que se viene, Monzón contra las cuerdas, un sauce cimbreando, un uno-dos de látigo, el clinch fulminante para salir de las cuerdas».

El oriundo de Santiago (Cuba) subió al ring enfundado en un sarape mexicano y la bandera de México ondeando a sus espaldas. A estas alturas José Ángel Mantequilla Nápoles ya se había naturalizado mexicano y hacía gala de una mexicanidad que le vino muy natural. En los primeros cuatro rounds se vio a un retador voraz, llevando siempre la batuta del combate, acortando distancias y tratando de pelear adentro, para que el alcance de Monzón no pesara mucho sobre él. El uso magistral de la mano izquierda, el gancho sólido de derecha y la manera formidable de quitarse golpes —con un excelente juego de cintura y piernas— dieron constancia de la técnica depurada del gran Mantequilla Nápoles, propia de la gran escuela boxística cubana; que, junto a la mexicana, es la mejor del mundo. Hubo momentos en que incomodó sobremanera al campeón, mostrando siempre oficio y garra.

Pero el salto abrupto de divisiones de Mantequilla y el hecho de que Monzón estaba en su elemento (peso natural) siempre fueron obvios con sólo ver a los púgiles uno junto al otro. Mantequilla poco a poco se fue desinflando, al recibir los embates certeros y contundentes del Frankenstein Monzón. Hacia el final del quinto asalto, Mantequilla recibió impactos muy duros del campeón, quien lo embistió con una combinación de golpes que parecían propinados con mazo. En la segunda mitad del sexto round, lastimado ya por el castigo del round anterior, Mantequilla empezó a recibir muchos golpes, porque sus reflejos y agilidad habían mermado considerablemente, y sólo su coraje lo sostuvo en pie. Nápoles sobrevivió el sexto episodio, pero al sonar el campanazo para el séptimo ya no lo dejaron salir, porque no estaba en condiciones de seguir con el pleito. Hasta ahí llegó la aventura. Pese a los resultados, yo me doy por bien servido, porque nunca pensé que vería ese encuentro de dos verdaderos titanes (en sus respectivas divisiones). Y se han cumplido los tiempos para mí; se acabó la zozobra.

Algo que cabe resaltar con letras mayúsculas es el hecho de que el legendario Mantequilla Nápoles nunca dejó de ir hacia delante en este combate, como buen caribeño de sangre caliente —rasgo también muy distintivo de los puertorriqueños, que se mueren en la raya—, aun cuando se encontraba más lastimado. Eran los tiempos de los quince rounds —que Mantequilla no alcanzó a ver en este encuentro—, cuando los púgiles dejaban el corazón en el ring y la sangre era más que el sudor.

Para cerrar con un tono más alegre, quiero comentar que por alguna extraña y morbosa razón, tuve la fuerte sensación de que Monzón era Julio Cortázar —acaso por lo argentino y larguirucho— y Mantequilla sería, quizá, Gabriel García Márquez. Aunque, si lo vemos así, el combate más bien hubiera sido entre García Márquez y Mario Vargas Llosa; quien se enemistó para siempre con el Gabo, después de asestarle tremendo puñetazo que lo dejó con un ojo de cotorra.


Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español.

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