/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /
El periódico dormía sobre la barra del bar abierto por la página de anuncios. Uno de los anuncios estaba subrayado: «Se necesita a alguien para trabajar. Buena presencia. Salario interesante. Hablar con Pura». Ni Shakespeare lo habría dicho mejor. Llevaba ya varios meses sin trabajo, así que fui hasta la oficina de empleo, pero allí no había ninguna empleada con ese nombre. Sin embargo, conocían una llamada así en otro barrio de la ciudad. La oficina de Pura estaba en un segundo piso. Le dije que venía por lo del anuncio y me puso en antecedentes. No estaba mal la tal Pura y sus ojos eran tan claros como el anuncio del periódico. Se trataba de vigilar una nave industrial. Debería presentarme allí, el lunes siguiente, donde un tal Jaime me daría instrucciones concretas.
Para celebrarlo, esa tarde fui al cine. Daban una película de terror. Aparece un monstruo que amenaza a todo el mundo. Al final, el protagonista, cansado ya del monstruo y de la película, tiene que darle un gran estacazo para acabar con él. El lunes por la mañana me dirigí a mi nuevo lugar de trabajo en un paraje apartado, detrás de una elevación del terreno cubierta de pinos, donde había un edificio solitario que parecía un viejo almacén, en medio de un terreno baldío. Algunos arbustos raquíticos se amontonaban en un costado y casi todo se hallaba bajo la sombra enorme de un eucalipto, cuyas hojas movía la brisa provocando un murmullo agradable. El edificio solo poseía una puerta corrediza de hierro pintada de rojo. Di unos leves golpes sobre la puerta y no obtuve respuesta. Seguramente Jaime no había llegado aún. Tal vez un exceso de puntualidad no era necesario en aquellos pagos. Miré a mi alrededor y descubrí una piedra de forma cilíndrica recostada en el suelo.
Aguardé la llegada de Jaime sentado sobre aquella curiosa piedra, que en el pasado debió de servir para algo y ahora se hundía en la tierra hasta la mitad. Sentado sobre su lomo, dejé pasar un rato. Cansado de esperar, di una vuelta por los alrededores sin encontrarme con nadie. Luego me puse a observar la nave con detenimiento para familiarizarme con ella, ya que debía vigilarla y me pagarían por ello. Al cabo de un rato, me acerqué de nuevo a la puerta corrediza y roja, la empujé levemente y cedió. Entré al interior de la nave, pero no había nadie. Jaime estaba tardando demasiado.
El vacío allí dentro era perfecto. No había nada, tan solo silencio y soledad. Cerré la puerta para ver mejor. Las paredes blancas mostraban grandes lienzos donde se había desprendido la pintura. Volví a salir. Vi una piedra circular colocada a modo de mesa sobre un pie de ladrillos junto al tronco del eucalipto. Había recorrido un largo camino a pie para llegar hasta allí. Jaime no aparecía y yo debía vigilar el sitio aquél si quería hacerme acreedor a los méritos implícitos en el contrato. Durante un buen rato, durante el cual se aproximó un perro hasta la nave y luego se fue sin hacer nada especial, observé el lugar soleado, el cielo y las ramas del inmenso árbol desbordándose en las alturas. Esto no parece demasiado interesante —pensé— pero si lo pagan bien… En fin.
Pasé el resto de la mañana sentado sobre la piedra. Nada vino a interrumpir la apacible quietud del lugar, excepto algún pájaro que otro y el perro que ya he mencionado más arriba, el cual volvió en varias ocasiones a merodear, sin demasiado entusiasmo, por los alrededores de la finca, hasta que comprendió seguramente algo que yo tardaría algún tiempo en comprender.
Jaime no hizo acto de presencia y aunque, en consecuencia, no recibí instrucciones concretas sobre del tipo de vigilancia que debía acometer, tuve el arrojo suficiente como para entender, genéricamente, que de lo que se trataba era de someter al almacén a una concienzuda, ininterrumpida y tenaz observación, así como de evitar el acceso hasta el mismo de cualquier persona o ser vivo sospechoso de abrigar intenciones no absolutamente encaminadas al mantenimiento o mejora de aquellas instalaciones.
Aunque las indicaciones de Pura no habían sido, desde un punto de vista técnico, excesivamente brillantes o exhaustivas, yo sabía que cuando apareciera Jaime todo sería diferente y tomaría un cariz definitivo. El tal Jaime vendría a poner las cosas en su sitio. Mientras tanto yo empezaba a verme a mí mismo como alguien cada vez más comprometido con la defensa y el control del almacén y decidí ponerme a trabajar en serio en el asunto de su conservación.
—¿Quién sabe —me dije— si no soy acaso el pionero de una asombrosa industria que todavía no ha salido a la luz pública? A lo mejor este lugar, desierto en la actualidad —pensé mientras me recostaba en la piedra— ha sido reservado para grandes instalaciones fabriles —apoyé la cabeza sobre la piedra—, y el día menos pensado caerá por aquí un ejército de técnicos, de ingenieros que pondrán en pie de guerra la maquinaria soberbia de su… desmedida… sí… ambición… sí…guerra… máquinas… eso… ejército… ambición…
—Ese día… estaré aquí… solo… y yo seré… el único… solo… quien haya hecho posible… el milagro….todos verán esto, porque… los hechos serán… guerra…claro… inequívocos: yo… yo… alguien solitario… y… desconocido… para el gran público… he mantenido… la ambición… guerra… este almacén… sus columnas… he abierto las puertas… la maquinaria… al futuro… yo… si… la guerra…máquinas… y llegará la gloria… el esplendor… la guerra… ese día…
Cerré los ojos…
Disfrutaba de un sueño lleno de augurios y felicidades cuando alguien me tocó en el hombro y desperté. Al abrir los ojos hallé ante mí una cara barbuda sobre un cuerpo ancho y una colilla en la boca
—Menuda siesta se estaba echando, jefe
—Eh… ¿qué pasa? Es usted Jaime?
—¿Qué más quisiera él? —dijo con arrogancia.
—¿Es amigo de Jaime?
—Ni amigo ni enemigo. No lo conozco de nada y además me importa un pimiento ese Jaime.
—Tampoco yo lo conozco —dije —, y sin embargo aquí me tiene, esperándolo.
—Usted estaba durmiendo, amigo —dijo.
—Sí, pero porque no ha venido nadie en toda la mañana. Soy el nuevo vigilante.
—Bonita manera de vigilar. Así también vigilo yo.
El hombre apagó la colilla aplastándola con el tacón.
A lo lejos se acercaba alguien apoyándose en un palo. Con paso inseguro se acercó hasta uno de los extremos de la nave. Era seguramente un mendigo a quien acompañaba un perro. Se apoyó en la pared.
El de la barba le dijo a gritos que no podía estar allí, ya que aquello era propiedad privada, y el mendigo se largó.
—¿Qué problema hay en que ese hombre se apoye en la pared? —dije.
—Ninguno, pero que vaya a apoyarse a otra parte —dijo el antipático barbudo, y se alejó mientras encendía otra colilla.
Durante dos semanas seguí acudiendo a aquel lugar, donde pasaba casi todo el día, con la esperanza de que mi trabajo, asumido en solitario y unilateralmente, no pasaría inadvertido a la postre, sino que recibiría un reconocimiento final, y ese día, o bien Jaime, o bien cualquier otro delegado por la oficina, daría el espaldarazo a lo que había empezado así, de una manera espontánea y anónima, pero que a pesar de ello se había convertido en un asunto crucial. Tuve que enfrentarme a vagabundos que intentaban quemar una de las paredes, a gamberros que pretendían cenar entre los matorrales, a gentuza y no sé a cuantas cosas más.
Pasadas varias semanas sin haber recibido noticias que supusieran un reconocimiento de lo que yo hacía allí, entendí que ya era hora de reclamar alguna clase de retribución, por lo que fui otra vez a la oficina de Pura. Ella se mostró esta vez como una mujer llena de dudas. No pareció recordarme, pero tampoco negaba que mi derecho a recibir dinero fresco podría ser reconocido de un momento a otro.
—He vigilado durante casi un mes.
—Le felicito.
—Me he enfrentado a muchos descalabros.
—Piense en el edificio —dijo—. Para nosotros ese almacén representa mucho.
—Pero yo necesito vivir. Mi dinero se ha terminado y no he visto a Jaime.
—Jaime es un ser escurridizo. En realidad muy poca gente lo ha visto. Ignoramos su auténtica personalidad, pero ama la soledad por encima de todo.
Estas respuestas me dejaron preocupado en relación con Jaime. Para salir al paso de todas las dudas, decidí entrevistarme con Pura en privado.
La invité a venir hasta el almacén donde pensaba mostrarle, sobre el terreno, lo que había allí
Habíamos llevado algunos bocadillos y extendió un mantel de tela sobre la piedra circular. Pura comía con apetito. Entonces apareció el tipo de la otra vez, el cual se puso a mirarnos sin hablar ni atreverse a abrir la boca. Nos miraba comer
—Una buena fiesta —dijo.
—¿Qué es lo que quiere? —le pregunté.
Encendió una colilla y fumó con ímpetu, con odio. Era un hombre abrumado. Parecía desear algo. Luego se puso a mirar a Pura y le dijo algo en voz baja que yo no oí bien.
—Lo que tenga que decirle a ella dígalo en voz alta —dije.
—Ella me ha oído.
—No ha oído nada.
—Ella sabe lo que he dicho.
—¿Has escuchado lo que ha dicho? —le pregunté, pero ella bajó los ojos y no dijo nada.
—Hace tiempo que vengo por aquí a ocuparme de los gamberros —dijo aquel sujeto—. Me llamo Evaristo, y además ya he hablado con Jaime
Desde las ramas llegaba el rumor de la brisa que movía las hojas. Entonces una fotografía fue a caer junto a Pura desde lo alto del árbol. Esta hizo un gesto para cogerla pero Evaristo se adelantó y la tomó del suelo con agilidad. Durante unos segundos se entretuvo con ella, hablando para sí mismo. Por fin nos permitió verla. Era bastante mala. En ella aparecía Pura entre dos hombres más, uno joven y otro no tanto
—Este es Jaime —dijo Pura señalando al hombre menos joven.
Por su aspecto parecía un campesino.
—Al menos he visto su cara. Cuando me lo encuentre podré dirigirle la palabra.
Pura guardó la foto en su bolso.
—El jueves próximo deberíamos ir los tres de excursión —dijo Evaristo mientras encendía otra colilla.
La idea no nos convencía a ninguno de los dos, pero no fui capaz de negarme. Pura poseía un coche que, sin ser una joya, era capaz de llevarnos a cualquier lugar que no estuviera muy lejos. Debíamos recoger a Evaristo, que vivía en una habitación cerca del camino que lleva hasta la nave. Su casa era una barraca de paredes de yeso, y al llegar no estaba esperando en la puerta como hubiera sido lo correcto. Después de llamar varias veces, salió a abrir medio dormido. Tuvimos que esperar que se vistiera y cogiera algo de comer. Después de casi una hora de carreteras y caminos de tierra llegamos junto a un pantano de aguas tranquilas. Alrededor crecían los pinos.
Evaristo parecía contento de nuestra compañía. Era un hombre hosco y solitario, poco dado a la conversación. Sin embargo se pasó toda la cena hablando de su vida pasada. Primero había sido albañil. Como tenía talento aprendió a tocar la guitarra y pronto abandonó la casa de sus padres.
—No quiero a nadie —dijo—, y me distraigo escuchando canciones.
—El universo es muy grande —dije yo—. Hay tantas cosas que prácticamente es imposible mencionarlas todas…
Pura me miraba incrédula
—¿De qué cosas hablamos?
—Pues para no ir más lejos —le respondí—, del almacén.
—¿Es eso cierto? —insistió ella.
—Tan cierto como que tú y yo estamos aquí con el imbécil este —dije señalando a Evaristo. Este se puso a llorar y Pura no pudo evitar un impulso de compasión por aquél muerto de hambre y lo abrazó.
Ya era de noche. Poco después nos dormimos. Al despertar estaba solo. De los otros dos no había ni rastro. Busqué por los alrededores, esperé hasta el mediodía pero no dieron señales de vida. Sin embargo habían dejado el automóvil. Dentro estaba la fotografía.
Durante los días siguientes me entretuve en averiguar si alguien de la ciudad había visto alguna vez a Jaime. Mostré la foto en la oficina de Pura, pero no lo conocían. Un acomodador del cine me dio una pista. Cuando llegué a su casa estaba pintando la baldosa de verde.
—Vengo por lo del almacén —le dije.
—Ya no hace falta vigilarlo —me contestó como si no hubiera almacenes que vigilar en ninguna parte.
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