Poéticas

Tocar arcilla al fondo

Carlos Alcorta reseña un poemario de Jose García Obrero que indaga en lo esencial de la naturaleza humana, con un lenguaje cuidado, culto y preciso que evita la digresión, que apunta al centro de la diana del pensamiento.

/ una reseña de Carlos Alcorta /

No es José García Obrero (Santa Coloma de Gramenet, 1973) un poeta que acostumbre a hacer concesiones. En su muy elaborada poesía vemos que la búsqueda del conocimiento, en su sentido más amplio, es prioritaria y eso exige un modo de articular el poema más atento a lo conceptual que a lo sensorial y rítmico (las citas de Paul Celan y José Ángel Valente abundan en esa idea). Aunque estos dos factores estén, también, muy presentes, no logran que esa indagación de la que hablamos se supedite a ellos. La primacía, como decimos, reside en una búsqueda ontológica de la identidad, de los orígenes del ser, algo que, por otra parte, no es privativo de Tocar arcilla al fondo. Su obra toda, compuesta por títulos como Un dios enfrente (2013), Mi corazón no es alimento (2014) y La piel es alimento (2017), ahonda en esa búsqueda de sí mismo y del mundo que le rodea, porque, como el poeta afirma, «uno acaba teniendo siempre las mismas obsesiones, que son las que le dan vueltas en la cabeza y a las que, de alguna manera, necesita dar respuesta, aunque sepa que va a ser muy complicado… Pues, en cierta medida, han ido saliendo las obsesiones que siempre he tenido en los anteriores libros».

José García Obrero, fotografiado por Javier Molina

Su nuevo título está divido en cuatro secciones. Desde el primer poema de la sección inicial,«Flor», ya vemos a «un hombre que camina silencioso/ hacia la cordillera de sus pensamientos», unos pensamientos que, como vemos en poemas posteriores, se han fraguado en el pasado, en la infancia: «Si busco detrás de los espejos aquellos años,/ veo un muro coronado por cristales de botellas,/ cañas lentas meciéndose en el viento/ y una seda dorada rozando las montañas./ Si levanto la tierna carta de mis ocho años,/ se encienden dos espadas que custodian la tarde…». Ese periodo sufrió un corte brusco que supuso para el poeta tomar conciencia del extrañamiento: «Una escisión de ti, el otro, el extranjero,/ penetró sin saberlo en la alameda roja,/ perdió de vista el mar, que era la madre./ ¿De qué te quejas, di, crees ser el único?/ No hay exilio más cruel que echar raíces». Este final un tanto paradójico se repetirá en otros poemas, lo que demuestra que García Obrero sabe que la realidad está llena de sorpresas, de contrates, de contradicciones, como hemos podido verificar en estos últimos meses, meses en los que hemos regresado «a los espacios interiores» y nos hemos esforzado «en olvidar, entre las sombras,/ la infección, los días de obligado asilamiento». Y la paradoja es, probablemente, una de las formas mejores para nombrarla.

En «Sed», la segunda sección, la más breve, reincide en lo paradójico: «A fuerza de ignorarla llega un momento/ en que la sed desaparece./ Desde ese día, un deseo soterrado / te somete de manera imprevisible», mientras que en la tercera, «Ceniza», la sed, la falta de agua, se convierte en diluvio, en el que «Todo se crea, nombre a nombre» y «Tras el diluvio, esta certeza: bajo una luz y la siguiente,/ lo que ahora es, ahora es memoria, ahora, olvido». Otro de las justificaciones del libro, la cuarentena, un término con muchos precedentes simbólicos, se explicita en el poema de igual título, hasta el punto de que el poeta se cuestiona la oportunidad de que el confinamiento afecte a la misma escritura: «Es hora de indagar si la infección/ aguarda su mordisco en el poema/ o se trasmite con desgana/ cuando no escribes».

Esta reflexión en torno al proceso de construcción del poema se repite en otros poemas, como en «Claridad», que comienza con estos versos: «Todos los silencios que, sin motivo cierto,/ cayeron con estrépito al poema/ trataron de dar forma/ a lo que nunca pudimos retener» y finaliza con este, «Toda esta claridad va extendiendo su sombra», que da entrada a la última sección, «Sombra». Lo paradójico vuelve a hacer acto de presencia: «La sombra blanca se traduce en penumbra», pero esa iluminación momentánea del relámpago es suficiente para consolidar la identidad, una identidad que ha ido afirmándose a medida que el poeta se reconoce en la naturaleza de una manera intuitiva, primitiva incluso: el futuro, el viaje que queda por hacer solo puede emprenderse desde una vuelta al origen, desde la raíz, desde la memoria. Tocar arcilla al fondo es un libro que indaga en lo esencial de la naturaleza humana, con un lenguaje cuidado, culto y preciso que evita la digresión, que apunta al centro de la diana del pensamiento.


Selección de poemas

Anunciación

Todo se originó un verano.
El mundo tuvo su germen en un sopor;
un caldo denso como el colchón de espuma
de la siesta.
Fuimos la claridad de un remoto verano
y sudor que apaga con urgencia
la breve quemadura de la juventud.
Agosto era el anuncio,
pero nos recibió mayo sin flores, abanico,
alameda o arroyo.
Con un latir de medio corazón incorporado
transitamos por livianas penumbras;
por la mesa redonda como hoguera de tribu;
por el vaho de la primera infancia
que se extiende en el pecho como ungüento dulzón.
Pero el latir de medio corazón deshabitado,
¿dónde se oculta? ¿Tras qué brumas remotas
podemos intuirlo? ¿Se detendrá algún día
el coro de relojes para que emerja
su silueta difusa entre el boscaje?
Fragmentada vasija que revela el grabado
de un hombre que camina silencioso
hacia la cordillera de sus pensamientos,
bajo esos minerales que nos fueron armando,
se encuentra el manantial que alimenta los días
y el filo del metal que acabará con ellos:
tachaduras de un verso indescifrable.

Agosto

Qué cerca de la herida estaba.
Agosto era la mosca de la siesta
surgiendo de un fulgor desconocido
mientras el ojo por la cerradura
buscaba la tersura de los campos.
Un orfeón de grillos y chicharras
hacía crepitar el horizonte
y el cucharón sopero del gazpacho
pintaba el delantal de las abuelas.
Agosto era una piedra contra el fruto
y néctar que vertía la Vía Láctea.
Más tarde la impaciencia en la saliva
escapaba hacia el curso de los astros
y el brillo del velamen de la noche
quebraba de placer los escondrijos.
Agosto era un pueblo lejanísimo
secándose en las hojas de septiembre.
Era áspero y rudo, era un barreño
donde hervía la carne desplumada
y arrancaba en los cuerpos de los niños
coágulos de tierra y de gramíneas.
Qué cerca de las flores en la lengua;
qué cerca de los pozos los mechones;
qué cerca de un eclipse en las pupilas;
qué cerca de la piel y las bengalas;
qué cerca de la herida estaba agosto.

Cañaveral

Si busco en esta habitación mis ocho años,
el tacto se hace torpe, gruesa tierra los dedos;
polen de un olivar impide acariciar los cortinajes.
Si busco en el fondo del cajón mis ocho años,
he de mover recuerdos, olisquear la sal como rehala
y resignarme a que el mar no responda.
Ocho mis años, seis en la mesa: todo era suma.
Si busco detrás de los espejos aquellos años,
veo un muro coronado por cristales de botellas,
cañas lentas meciéndose en el viento
y una seda dorada rozando las montañas.
Si levanto la tierna careta de mis ocho años,
se encienden dos espadas que custodian la tarde
para que ninguna oscuridad devore el centro
y continúe la flor lamiendo mineral en su parterre.

Desarraigo

Nos refleja el cristal del desarraigo;
volvemos al niño aquel que rompe espigas,
que arroja sus preguntas hacia el aire
y le llueven sin fuerza y sin respuestas.
El rastro de las horas, desde entonces,
solo conduce al aura del silencio,
al frío que detiene cuanto late
(lento fluir de arcilla por la sombra),
un misterioso insecto que alimenta
a la bestia que acecha en lo invisible.
Por eso la clausura cotidiana
deja en el aire surcos de ceniza
mientras crece tu raíz en otro suelo.
Rompe el viento el cristal y las espigas.
Toda certeza el viento la deshace.

La flor en las fauces

Baja la loba al llano, y muerde las ventanas

Juana Castro

El tiempo de la perra fue el de los descampados:
terruño ralo, cristales y esas flores sin nombre
que sabían a tristeza conforme adelgazaban.
Tiempo de rodilleras y copiosas camadas
de cachorros; sueño atrasado y sal en las tarteras.
Tiempo de masticar, crujiendo entre los dientes,
un mendrugo amasado con ramas y raíces.
La perra caminaba en paralelo al vuelo de las aves.
Alzaba la mirada al horizonte por ver si su reflejo
—un zorzal extraviado del bosque primigenio—
se fundía en un paisaje tapizado de encinas.
Más tarde, regresaba resignada a las calles
y mordía con los ojos la ventana de algún hogar
escaso, pero con tibia luz y manos a la mesa.
Al otro lado del cristal siempre había otra perra
añorando el sabor a flor que emanaban sus fauces.


Tocar arcilla al fondo
José García Obrero
Siltolá, 2021
84 páginas
10 €

IMAGEN DE PORTADA: Lago y montañas, de J. M. Turner (1801)


Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como ClarínArte y ParteTuriaParaíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel PuenteMarcelo FuentesRafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.

1 comments on “Tocar arcilla al fondo

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