Incursiones periódicas

Vida del cura de Miranda

José Manuel Feito, erudito párroco durante más de medio siglo de la iglesia avilesina de Santo Domingo de Guzmán, dejó a su muerte en 2020 una excepcional autobiografía oral que se publica ahora bajo el título de 'Hecho y dicho'.

/ Incursiones periódicas / José Luis Argüelles /

Acababa de cumplir los 30 años cuando José Manuel Feito llegó como ecónomo a la parroquia avilesina de Miranda. Un destino en el que se emplearía a fondo durante más de medio siglo y en cuya rectoral de la iglesia de Santo Domingo de Guzmán, entre libros que delataban su infinita curiosidad por las cosas y un frio antiguo que suele acompañar a los curas pobres, fue contando su vida al periodista y escritor Saúl Fernández a lo largo de nueve encuentros, entre el 12 de octubre de 2013 y el 24 de marzo de 2014. Aquellas entrevistas ocupan ocho horas largas de grabaciones y enhebran el relato biográfico de Hecho y dicho, libro que acaba de publicar la editorial Impronta y el lector agradece por el interés de todo lo que se dice en esas páginas; también por el tono ágil y sencillo, como si de una larga conversación se tratara, de cuanto se relata. El volumen resulta así una autobiografía oral, convenientemente transcrita, de un clérigo humanista al que debemos estudios fundamentales sobre la cerámica asturiana o el desciframiento del bron, la jerga gremial de los caldereros mirandinos. Y algo más, sin duda, porque al hilo de su lectura entendemos mejor cómo la Iglesia católica española, tan voluntariosa a la hora de llevar a Franco bajo palio o de vigilar y reprimir cualquier atisbo de libertad durante la interminable dictadura del militar ferrolano, era capaz de mantener al mismo tiempo un estrecho contacto con el pueblo llano al nutrirse —practicantes de una astucia secular— de sacerdotes a pie de obra a los que guiaba un firme afán de servicio a su feligresía. 

Hecho y dicho es la historia de la entrega perseverante de una persona, no sin dudas, a la misión para la que fue seleccionada cuando era tan solo un niño que soñaba con ser aviador y leía incansable, hasta memorizarlas, Les aventures de Pinín, que de Pinón ye sobrín, el entrañable personaje creado por el dibujante Alfonso Iglesias en 1943. Las vicisitudes de un crio de aldea bastante espabilado, nacido dos años antes del estallido de la Guerra Civil, al que una madre pía conduce al seminario bajo la intuición, suponemos, de que solo así podía rescatar a su vástago de las penurias de la azada y el terrón. En este sentido, no son muchos los sacerdotes que han relatado, con la sinceridad que lo hace José Manuel Feito, fallecido el año pasado, su ingreso en la carrera religiosa como una forma de supervivencia social e intelectual en los años grises y opresivos de la larga posguerra española. No lo dice así, claro, pero se deduce de un relato limpio en el que, ateniéndose a episodios fundamentales de su trayectoria vital, nos explica cómo hasta la noche antes de su ordenación en la iglesia de San Juan de Oviedo preguntaba a su director si serviría para ser cura. Páginas conmovedoras, pues poco podía saber de los asuntos de este mundo quien había pasado su infancia, adolescencia y juventud entre latines, misas y sotanas.

Hay algo en Hecho y dicho de Bildungsroman, es decir, de novela de formación o aprendizaje en la que alguien narra cómo ha llegado a ser el que es. Un género, pero en este caso de no ficción, que enlaza con El lazarillo de Tormes y otros títulos de nuestra gloriosa literatura picaresca. Algunos de los episodios que refieren la estancia de Feito en los seminarios de Tapia de Casariego y Valdediós parecen sacados directamente de esa tradición. Lugares «inhóspitos» en los que los seminaristas padecían no solo una «interminable hambruna», sino también sed de agua, y en la que los profesores tenían que recurrir a la argucia de inventar castigos bajo cualquier pretexto para, a falta de comida que poner en la mesa, dejar a los alumnos sin cenar. Hay una excelente literatura española inspirada por los colegios religiosos (El jardín de los frailes, de Manuel Azaña, y A.M.D.G., de Ramón Pérez de Ayala, son ejemplos notables), pero no hay tantas obras conocidas y firmadas por curas que se deciden a recordar su años como seminaristas hambreados y ateridos. Intuimos que Feito se calla dudas y deseos de aquellos años, renuncias y tentaciones. Sin embargo, lo que cuenta de manera sucinta está tan lleno de verdad y gracia que no hace falta más para ganar al lector. «Y no olvidaré la entrada de Lauzurica y Torralba en Oviedo. Entonces empezamos a comer, a partir de entonces, patatas fritas y un huevo. Fue un acontecimiento», escribe de la llegada, en 1949, del obispo vizcaíno a la capital asturiana, en cuyo seminario del Prau Picón estudiaba entonces el futuro párroco de Miranda.

Un lugar en el mundo

Hecho y dicho está dividido en doce capítulos, a los que Feito añade unas palabras con varios agradecimientos y una conclusión conmovedora: «Miranda es mi lugar en el mundo». Completan el libro una introducción del citado Saúl Fernández y un epílogo del sobrino del fallecido sacerdote, José Manuel Gómez, del que no me resisto a copiar aquí está hermosa reflexión: «Sé que nadie mirará los mirlos como yo los miro. ¿Qué mirabas tú como nadie mira ya?”» Algunas de esas cosas vividas, contempladas o soñadas por el pertinaz curioso que fue Feito atraviesan esta entretenida autobiografía oral. El volumen empieza con una breve referencia a su nacimiento en Pola de Somiedo, «en la misma casa en que vivían mis padres y vivieron, me parece, todos mis antepasados maternos». Y casi a renglón seguido: «Debía de tener como dos años y aún me veo en la escalera de mi hórreo, arropado con el capote de algún miliciano, tomando leche condensada». Breves recuerdos del Somiedo republicano, las bombas, canciones rojas y el Cara al sol, banderas, el miedo a los lobos o los duros trabajos que entonces desempeñaban los niños. «Fui a la escuela desde muy pequeño. De cuatro o cinco años ya sabía leer, porque en mi casa paraba gente. Ya te dije que era una especie de fonda», relata. Y el zurriagazo del cura de la Pola por declinar mal caput-capitis.

Vista de cerca y bien contada, cualquier vida humana resulta interesante. El recordatorio de Feito, que no necesita incurrir en la indiscreción para cautivarnos, es un ejemplo. De sus precoces tratos con la poesía a la amistad, en el seminario, de personajes que tendrían gran relieve en la vida institucional y cultural, como Víctor García de la Concha, futuro director de la Real Academia Española; de su proximidad con Celso Carrocera, que le descubrió a Eliot y a Bousoño, entre otros, a su querencia por la recolección de romances viejos, una afición a la que le animaron Ramón Menéndez Pidal y Alonso Zamora Vicente, nada más y nada menos. Misacantano en 1958, y en púlpito tan insólito como el de la Exposición Universal de Bruselas, Feito tuvo tan solo dos destinos como clérigo: capellán de monjas  y profesor del Hogar Camilo Alonso Vega, en Los Cabos, y el sabido de Miranda. Del primero salió por orden del mencionado general, director de la Guardia Civil e incombustible ministro de la Gobernación de Franco, a quien llamaban «don Camulo», tras el pueril enfado y conspiración de una de las religiosas; el segundo, al que llegó en 1964, muy aficionado ya a la música, el teatro o el cine y simpatizante del trabajo que desarrollaba una organización como la Juventud Obrera Cristiana (JOC), se convertiría en el definitivo.

«De espíritu, me siento progresista, o eso me parece», confiesa Feito a Saúl Fernández, aunque el ecónomo de Miranda admite que, a diferencia de otros sacerdotes de la época, procuró no meterse «de lleno» en política. Años de curas posconciliares y obreros, de Cristianos por el Socialismo. A Feito le interesaban el canto gregoriano, los sonetos, el lenguaje y sus símbolos, lo divino y lo humano. Inclinado por carácter a la investigación de su entorno, hizo mucho más que administrar los asuntos religiosos que le había confiado su obispo. Así, aportó estudios sustanciales sobre el bron o la cerámica tradicional asturiana (estos últimos le valieron el Premio Marqués de Lozoya), pero también sobre mirandinos como José Menéndez Menéndez, más conocido como el Rey de la Patagonia, además de otros sobre los primeros pasos de Alejandro Casona en la parroquia avilesina y un minucioso retrato de la madre del dramaturgo, Faustina Álvarez, que fue maestra en Miranda y la primera inspectora de enseñanza pública. Y aún tuvo tiempo para poner en marcha el grupo folk Madreselva, la escuela y el museo de cerámica de Avilés o de participar en la tertulias de la poeta Ana de Valle.

Viajero en Burundi y en el Moscú soviético, por la India y en Nepal; profesor con vocación y universitario fallido, según él mismo subraya, Feito desliza una convicción en el capitulillo de su pluma que incluye en Hecho y dicho: «Ayudar es una satisfacción muy grande». Un estimable libro que nos acerca, en primera persona, la figura de un cura singular, muy erudito y de humor finísimo. Tras la muerte del párroco de Miranda, dos meses antes de cumplir los 86 años, Víctor García de la Concha dijo de su amigo que tenía el «respeto» de todo el país. Y también, añado, el agradecimiento ahora de sus lectores.

Hecho y dicho
José Manuel Feito
Impronta, 2021
232 páginas
18 €

José Luis Argüelles (Mieres, 1960), periodista y crítico, es autor, entre otras publicaciones, de los libros de poemas Cuelmo de sombras (Versus, 1988), Pasaje (Trea, 2008), Las erosiones (Trea, 2013, Premio de la Crítica de la Asociación de Escritores de Asturias), Gran desconcierto (Trea, 2018), Mar sin fin (Heracles y nosotros, 2020) y Protesta y alabanza (Impronta, 2020).  Preparó y prologó la antología de poetas en lengua asturiana Toma de tierra (Trea, 2010). Sus aforismos han sido incluidos en el volumen Pensar por lo breve: aforística española de entresiglos (Trea, 2013), de José Ramón González.

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