/ una reseña de Carlos Alcorta /
Aunque el motivo de la publicación de este libro sea la exposición de Javier Balda en la galería Luis Burgos de Madrid, no estamos frente a un catálogo al uso, ya que en él conviven en pie de igualdad los poemas de Álex Chico (Plasencia, 1980) con el arte de Balda (Pamplona, 1958). Poeta y pintor establecen un fructífero trabajo que, sin embargo, carece de subordinaciones a priori, es decir, las respectivas obras no están supeditadas las unas a las otras. Las relaciones entre la obra artística ―la técnica es mixta: impresión digital y collage, unas veces sobre lienzo y tabla, otras sobre PVC o papel― y los poemas se han establecido una vez creadas, buscando nexos comunes y complicidades a partir de lo ya experimentado, pero con independencia de la expresión plástica y de la literaria.
Javier Balda lo explica en la nota final, de la cual extraemos algunos párrafos: «En el desarrollo de las obras, mi actitud cataliza recursos formales, color y materias diversas de imágenes débiles y efímeras que surgen de procesos de trabajo, de fotografías espontáneas propias o de publicaciones de prensa, combinadas casualmente por su aspecto fragmentario y por las sensaciones que ofrecen para la reelaboración de imágenes abstraídas y ajenas de aquellas, como una visión de realidades paralelas». Como vemos, el artista, en este caso al menos, no precisa de la función de un crítico para revelarnos su método de trabajo, y es que el collage ―una técnica que ganó seguidores durante las primeras vanguardias, las del siglo pasado― admite la combinación de todo tipo de materiales y de soportes, en una clara huida hacia delante buscando romper los cerrados límites de representación de la pintura propiamente dicha. Hay quien piensa, sin embargo, que son las palabras, más que el arte, el medio que mejor expresa la emoción estética.
No vamos a entrar aquí en polémicas ya caducas: basta con observar las obras de Balda y establecer las sorprendentes relaciones, en muchos casos tan arbitrarias como lo es la mirada del lectoespectador, para huir de esas simplificaciones. Además, ninguno de los dos creadores oculta esa simbiosis accidental. El propio Alex Chico escribe que
«los poemas que aquí se recogen han sido escritos durante las dos décadas de este incierto siglo XXI. Las circunstancias que los acompañaron son, por tanto, diferentes a las que siguieron los cuadros de Javier Balda. Sin embargo, aunque partan de caminos distintos, el recorrido de la imagen y la palabra es similar […] Ambos poseen un vocabulario común, más allá del lenguaje por el que haya optado».
Dejando aparte estas consideraciones, que en absoluto afectan a las obras y que tienen más que ver con desterrar prejuicios taxonómicos que con cualquier otra cosa, lo primero que nos llama la atención en la obra de Balda es la extraordinaria intuición con la que combina los fragmentos de imágenes sustraídos de imágenes previas y la poderosa atracción que ejerce en el espectador el resultado, las formas rotas y distribuidas con un sentido de la composición que imanta la mirada. Es muy posible que todo ello sea fruto de gestos impulsivos, motivados solo por el instinto, pero también cabe la posibilidad de que haya habido una profunda reflexión sobre la espiritualidad de la materia y una búsqueda del sentido último del arte, de su primitiva esencia.
Todas las interpretaciones, pensamos, son válidas y no albergamos duda alguna sobre que la contemplación de la obra de arte estimula el pensamiento y, por ende, el lenguaje, por tanto, nada mejor que buscar las afinidades poéticas: «Observas el páramo ―seco, solitario―/ a través de una puerta legendaria,/ y descubres a lo lejos una comarca/ inexacta. Puede ser el territorio que/ invade un recuerdo de la infancia», escribe Chico en el poema «A oscuras». La idea no puede extraerse, en el caso de la obra de Javier Balda, de lo tangible, sino de la expectativa con la que está creada (la desmembración de las imágenes lleva implícita, en la mayoría de los casos, una dislocación de los motivos) y es muy probable que, al igual que sucede con los versos, la obra plástica aspire a convertirse en mucho más que en un juego de ritmos y texturas, conforman un espacio «que acaba por no saberse/ si existió, y logrará prolongarse en la distancia», en palabras de Chico.
Como vemos, la experiencia poética define el aura, el aliento que ha dado pie a la obra artística, y la idea, lejos de estar prefijada, se construye a la par que la superposición de las imágenes crea una nueva realidad, porque «lo esencial, como escribe Andrés Sánchez Robayna, es que la pintura misma ―el collage, en este caso― encierre la reflexión que solo a ella le corresponde hacer, la reflexión propiamente plástica», por más que las huellas de las servidumbres de otras artes sean evidentes. Alex Chico lo resume con precisión poética en el poema que da título al libro, «Definición de aura», del que transcribimos la primera estrofa: «No llegas a un lugar, llegas al momento exacto de una historia, a su momento clave. El tránsito no es hacia un territorio concreto, sino a la suma de voces que te preceden para que tú también puedas preceder a alguien». Esta segunda etapa de la colección El Lotófago, dirigida por la poeta Marta Agudo y el galerista Luis Burgos, con el asesoramiento de Jordi Doce, comienza su andadura con ese paso firme que necesita todo proyecto de alcance.
Selección de poemas
A oscuras
Detrás del muro siempre hay otra muralla.
Bordeas los pasajes
con la secreta esperanza de recobrar
una ciudad que ya no te pertenece.
Por eso, decides volver al color
que no se escapó de tu memoria,
la luz invernal de las ventanas,
las celdas oscurecidas y desconchadas,
el olor invariable de una historia
que no posees y, sin embargo,
sientes como propia.
Observas el páramo –seco, solitario–
a través de una puerta legendaria,
y descubres a lo lejos una comarca
inexacta. Puede ser el territorio que
invade un recuerdo de la infancia.
El golpe de las hojas sobre la tierra,
o el sonido débil de tus pasos
en el empedrado, retoman con sigilo
la nostalgia transparente del viajero.
Ahora, sujetando entre las manos
la parte más extensa de la muralla,
compruebas tu emplazamiento,
cierras el libro, buscas un lector.
Con él emprendes el regreso.
Habitaréis una ciudad perdida en la frontera.
Nosotros, los solitarios
Hay un reflejo y es efímero.
Ni siquiera la sombra nos acompaña.
Este domicilio de nadie
está en penumbra.
Así conservamos el aire,
los pocos alimentos
que nos mantienen aún con vida,
las paredes y su extraña palpitación
al ser golpeadas.
Fuera, el viento convierte en óxido
los goznes de la puerta,
los pliegues ya inservibles de las ventanas.
Y, sin embargo, conseguimos perpetuarnos.
Con alegría enferma,
en palabras de Ungaretti.
Salimos de la cueva
y pisamos la tierra con fuerza.
Alguien sentirá nuestro temblor
en otra parte.
Las sombras, al juntarse,
construyen algo parecido a la luz.
La voz a las cinco de la madrugada
La forma en que regresan todos los ruidos a una cama y se pegan a las sábanas, como testigos de otras noches.
Los armarios que son cuerpos volcados hacia arriba. La colcha arrojada al suelo. La toalla bajo el cojín. Las dos maletas vacías en un rincón. Las fotos sin marco que sobreviven aún en una bolsa.
Todo el mobiliario que al ser observado se desplaza hacia otro punto distante.
El goteo de un grifo mal cerrado inunda la habitación. Pero no es el agua quien te ahoga. Es la sospecha de que existe un manantial que puede demoler una casa.
Así te sorprende la noche: intentando recobrar un sueño que es imposible conciliar de nuevo. Despertándote en un lugar que no conoces. Por eso retrocedes asustado hasta la infancia y miras la luz parpadeante del reloj. Cambias de lado. Observas la puerta por si alguien viene y te abraza. A las cinco de la madrugada vuelves a ser un niño que se pregunta cuándo volverá la primera luz de la mañana.
Pero estás solo esta vez, estirado en una cama. Miras el techo y compruebas que las manchas de humedad en las paredes se irán pareciendo a ti dentro de unos años. Con todos los ruidos que se encienden cuando alguien apaga la luz. Cuando te desvelan esas voces que se hacen fuertes si es a ti a quien hablan.
Alguien vendrá por la mañana y te descubrirá ovillado en una esquina de la cama, ni siquiera escondido.
Definición de aura
No llegas a un lugar, llegas al momento exacto de una historia, a su momento clave. El tránsito no es hacia un territorio concreto, sino a la suma de voces que te preceden para que tú también puedas preceder a alguien.
No estás aquí para ser. Estás aquí para que la vida siga sucediendo. Para que otros se acerquen. Para que recuperen contigo el impulso perdido en los días previos. Estás aquí para que cada comarca de la tierra no se agote y te haga creer, por un momento, que todo lo que te rodea merece narrarse.

Javier Balda y Álex Chico
El Lotófago, 2021
64 páginas

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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