El runrún interior

El runrún interior: un dietario (7)

Pablo Batalla Cueto registra en su dietario pensamientos propios y notas de libros leídos y cosas vistas en Internet, escribiendo sobre la distinción de Kolakowski entre el clérigo y el bufón, la equívoca resurrección de Simone Weil o los dos tipos de críticos literarios que existen.

/ por Pablo Batalla Cueto /

El runrún interior: un dietario (6)

Martes, 13/7/2021. Entendemos democracia y dictadura como dos mundos herméticamente opuestos cuando deberíamos entenderlos como los dos extremos de una gradación.

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Se difunden por Internet como de Cuba imágenes de protestas de Egipto, de Sudáfrica e incluso de la represión del 1-O catalán (que Miquel Ramos ha difundido presentándolas como cubanas para hacer el experimento social de ver condenarlas como dantesca represión de un régimen totalitario a quienes en su día se burlaron de ella o la justificaron). Es curioso esto, que hemos visto ocurrir otras veces, de que protestas de un país sean fácilmente presentables como protestas en otro: indica cuánto el mundo se ha uniformizado estéticamente. Los mismos edificios impersonales, los mismos coches, la misma gente, la misma ropa, en La Habana y El Cairo, en Barcelona y Johannesburgo.


Miércoles, 14/7/2021. Olga Rodríguez ejemplifica maravillosamente en una entrevista en la radio la trampa de la equidistancia de cierto periodismo perezoso moderno, que en lugar de investigar y reportar hechos inventaría opiniones: «El rabino del gueto de Varsovia dice que los nazis están masacrando a los judíos. Goebbels lo niega».

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Se ha hecho una macroencuesta, de la que se ha hecho eco hasta The Guardian, para dictaminar de una vez por todas un asunto de la máxima importancia: ¿prefieren los españoles la tortilla con o sin cebolla? Han ganado los concebollistas. A mí no me han preguntado, pero he aquí mi sensibilidad tortillera: yo era un sincebollista convencido y hasta talibán, pero ahora soy concebollista. También era un furibundo enemigo de las tortillas con cosas y ahora las hago de bacalao con pimientos y de merluza con puerros que se funde el misterio. Me dicen en Twitter que entonces no sería tan convencido. Pero sí: sí que lo era. Mucho. Pero un día uno prueba, aquello le gusta inconfesablemente, va haciendo la tortilla con cebolla en privado mientras en público abomina de ella…

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Xavi Domènech cita en Twitter la Histoire de la Révolution française de Michelet en el 14 de julio: «Llama, ¿cómo debiste ser, cuando tus cenizas queman todavía?».

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Un titular de 20 Minutos: «La divertida broma del rey Felipe VI a la princesa Leonor en la visita a Zarzuela de sus futuros compañeros de Bachillerato». La noticia: «En la sala del palacio de la Zarzuela, la princesa se colocó junto al resto de sus futuros compañeros mientras hablaba con los presentes, lo que dio pie a una graciosa reacción del rey, que, cuando recibía a uno de los jóvenes, se topó de repente con su hija. “¡Anda!”, exclamó». No sé qué decir.

Libertad Digital publica por su parte la despampanante exclusiva de que se ha pillado a Mónica García, de Más Madrid, comiéndose un filete, y que hay que ver estos comunistas. Este anticomunismo de tetrabrik para meningíticos importado de los fondos abisales de la derecha yanqui es una cosa de la que, por más que uno ya esté curado de espanto, no deja de pasmarme la subterraneidad intelectual de cada nueva entrega.

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Los acontecimientos en Cuba me hacen acordarme de aquello de Vázquez Montalbán sobre por qué lamentarse de la caída de la URSS: tal vez no fuera ya la vanguardia del proletariado, pero sí su retaguardia.

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Comentaba anteayer Paco Ignacio Taibo II en la Semana Negra del libro que ha escrito sobre la insurrección del gueto de Varsovia, Sabemos cómo vamos a morir, que para escribirlo siguió un procedimiento que bien podríamos haberle encargado que contase en la sección «La aventura de escribir» del periódico del festival, que dirijo, porque es un briconsejo para escritores verdaderamente útil. Durante un tiempo, PIT dispuso una caja y fue metiendo en ella cuantas referencias iba topándose, aquí o allá, sobre aquella sublevación. Un recorte, una foto, cualquier texto que encontrase, ya fuese en yidis o ucraniano traducidos como se pudiera con el traductor de Google. «Algo así como una compostadora», pensé yo. Una compostadora, ya se sabe, es un recipiente hermético al que uno va arrojando cualesquiera restos orgánicos que genera; residuos humanos, animales, restos de comida, etcétera, que, al pudrirse, generan el compost, un abono potentísimo. De lo mucho, la descomposición hace uno y ese uno fertiliza y genera nueva vida.

Un libro es algo así. El escritor es una esponja que absorbe lo que le rodea; lo que ha leído, lo que ha viajado, lo que ha vivido, lo que ha soñado; y una compostadora cerebral que lo refunde todo en un libro que luego fertilizará las meninges de otros autores que, estimulados por él, escribirán los suyos. El libro de Taibo es hijo de otros y de otros será padre. La literatura universal no es un conjunto de libros irreductiblemente sueltos, genialidades autogeneradas, sino una masa única; una trama total de la que todas las tramas de todos los libros son parte fusionada. De un libro se salta al otro y todo es en el fondo el mismo libro; la crónica completa del devenir histórico de este bípedo implume que llamamos ser humano. En la literatura nada se crea, ni se destruye: todo se transforma.

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La Semana Negra, como cada año, me cambia los horarios: me acuesto a las cinco de la mañana, cuando termino el A Quemarropa, y me levanto a la una o dos de la tarde. Y como este año el A Quemarropa es digital, lo maqueto, no con Rafa en el taller de Fotocomposición Morilla, sino en casa, donde estoy solo hasta el sábado. Ello es que estas noches solitarias tienen una tendencia a ponerme melancólico. Hoy me ha pasado, y en el trance, me he puesto a buscar una vieja carta guardada en una caja de recuerdos en lo alto de un armario, detrás y debajo de otras cajas. Ha sido laborioso. He leído la carta, y me ha puesto triste, pero de esa tristeza que tiene una mitad dolorosa y otra placentera, balsámica incluso: el bálsamo de saber, de poder confesar como Neruda, que has vivido. Y luego he pensado en la hermosura perdida de las cartas; en cuánto hemos perdido su cualidad como de ámbar capturador de la vida. Esta se escribió, me la escribieron, el 3 de agosto de 2004, y, diecisiete años después, el trazo, la letra, la escritura adolescente, el pulso, de la persona que me la escribió, junto con el tacto del papel pautado, la ceremonia de abrir el sobre («Léelo en el avión») y extraer la misiva con cuidado, una foto que cae al suelo boca abajo, y desde la que al cogerla y darle la vuelta me asaetean una sonrisa y una mirada tímidos, estimulan mi memoria proustiana de un modo que un viejo e-mail guardado (y alguno tengo) no consigue al mismo nivel. Una carta no es solo las palabras escritas en ella, sino un pedazo completo de un mundo naufragado e incluso una puerta intertemporal a ese mismo mundo naufragado, que revive, completo, a nuestro alrededor siquiera durante una fracción de segundo. Vuelves a tener dieciséis años, ella tenía quince, vuelven aquella noche y aquel lugar y vuelve a ser suficiente con tres frases hechas, sencillas y tiernas, que habíais aprendido de antiguos comediantes.


Jueves, 15/7/2021. Parece ser que, en Madrid y en Barcelona, la incidencia del coronavirus se ha mudado a los barrios acomodados. Y como dice Oriol Guell, esto da para una tesis: cuando el virus circula entre los centros de trabajo que no paran por esenciales, la incidencia se dispara en los barrios de rentas bajas; cuando lo hace en fiestas y festivales, en los de rentas altas (los que se vanaglorian de ser La España que madruga).

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Para Leszek Kolakowski, le leo contar y citar a Edgar Straehle, la historia del pensamiento se podía explicar desde la tensión o el antagonismo entre dos actitudes: la del clérigo y la del bufón:

«El clérigo es el guardián del absoluto, el sirviente del culto a lo definitivo y a las evidencias reconocidas cuyas raíces se hunden en la tradición. El bufón es el que duda de todo lo que pasa por evidente. Trata con la buena sociedad, pero no pertenece a ella, se dedica a decirle impertinencias; cosa que no podría hacer si perteneciera a la buena sociedad; en ese caso el bufón sería, todo lo más, un clérigo que llama la atención en los salones. El bufón tiene que permanecer al margen de la buena sociedad; tiene que observarla desde fuera; solo así puede descubrir lo inevidente de sus evidencias y lo caduco de sus verdades eternas. Pero, al mismo tiempo, necesita tener tratos con esta sociedad para conocer sus santuarios y para tener la oportunidad de decirle impertinencias».

Siempre bufones, nunca clérigos.


Viernes, 16/7/2021. Estos días, de camino desde casa a la Semana Negra, o de la Semana Negra a casa, voy topándome obras y arreglos varios que están haciéndose en la ciudad. Y como tengo alma de jubilado, me paro a verlos. Tal vez porque yo soy un manazas, siempre me han fascinado, en general, los trabajos manuales, presenciar su elaboración; el espectáculo de unos profesionales diestros construyendo el mundo, poniendo las calles, y ya sea el asfaltado de una calle, el pintado de un paso de cebra, la poda de un árbol o un seto… Me maravilla verlos desplegar sus herramientas, disponer con mimo sus preparativos (los dos palos con un hilo del jardinero para demarcar por dónde tallar el seto, la cinta adhesiva de quienes pintan los pasos de cebra para moldear sus rayas, los cartones que los asfaltadores colocan sobre las alcantarillas para no taparlas…), obrar, resolver pequeños entuertos…

No es por colgarme ninguna medalla, ni dármelas de modesto, pero nunca he considerado que el trabajo intelectual sea superior en modo alguno al trabajo manual. Y pongo estas palabras en cursiva porque me parece que estamos ante una de esas dicotomías que manejamos coloquialmente pero que, a poco que uno se fije en ellas, ve que sus contornos son porosos. El trabajo manual tiene mucho de intelectual: hay que pensar cómo se va a hacer antes de hacerlo, una tradición que se aprende, un margen de creatividad… Y el trabajo intelectual tiene a su vez mucho de manual: cualquier escritor sabe que un texto es un seto de verbosidad que se poda y una calle de ideas que se asfalta y letrística madera que se lija, se horada, se marquetea, se machihembra… Una profesora que tuve decía que escribir era hacer ingeniería literaria. Un tornillo mal colocado, una correlación de piezas mal calibrada, pueden hacer que se derrumbe todo el ingenio.

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Hay gente que presume de pensar lo mismo hoy que hace treinta años. Supongo que la habrá, y bien por ella; supongo que otros se tirarán el pisto. A mí me abochornan a extremos inconcebibles cosas que pensaba y decía y referentes que tenía hace, no quince años, sino tres.

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Las redes sociales arden, como se suele decir, con una polémica con la que quiero ser prudente, porque afecta a un amigo, pero me siento en la obligación de posicionarme y no esconder mi desagrado con el artículo que la motiva (uno de cariz obrerista en el que se deslizaba un comentario antipático sobre la reivindicación feminista del reconocimiento de los cuidados), tanto más cuando ha hecho daño a gente a la que aprecio y admiro. Opto por contar algo sobre clase obrera y cuidados. Hace unos años entrevisté a Ana Carpintero, insigne sindicalista gijonesa, cabeza visible de un conflicto emblemático de la reconversión industrial, el de Camisas Ike, con un encierro que duró años. Un encierro de mujeres, pues mujeres eran las trabajadoras de la empresa. Es un conflicto particularmente llamativo para los estudiosos de hoy, pues hubo en él dimensiones muy interesantes relacionadas con la adquisición de conciencia de clase por aquellas mujeres al calor del conflicto y la creatividad de su puesta en práctica. Un libro colectivo que se titula Ike: retales de la reconversión relata muy bien las aristas del conflicto: una empresa muy paternalista, con mujeres de la misma comarca de la que procedía el empresario, el trauma de enfrentarse a él…

El caso es que aquellas mujeres que montaban barricadas, se encerraron durante cuatro años, montaban escraches (los llamaban mañanitas) o asaltaban la caseta de salvamento de la playa para pregonar sus consignas desde el altavoz de los socorristas también adquirieron en el proceso conciencia feminista. La adquirieron de muchas maneras: por ejemplo, dándose cuenta de que no tenía sentido ir a las manifestaciones con tacones y falda de tubo, como hacían al principio preocupadas por salir guapas en el periódico, porque eso les impediría correr. Pero a lo que iba era a otra cosa. Muchas de ellas estaban casadas con otros obreros que participaban a su vez en los conflictos que asolaban Gijón en aquel momento: fábricas, astilleros, etcétera. Se separaban por la mañana y el hombre acudía a librar su guerra por su puesto de trabajo y la mujer la suya. Pero en muchos casos, cuando ambos llegaban a casa a la vez, el hombre se tiraba a descansar, y la mujer, tan frayada como él por la escorribanda y los toletazos, tenía que ponerse a trabajar. A hacer la comida, a fregar la casa, a ocuparse de los niños.

Recuerdo que me contaba Ana Carpintero (de la que justo es consignar que me contó que no fue su caso; que Martínez Morala, otro sindicalista ilustre y su marido, sí era corresponsable) que, a raíz de aquello, de golpe empezó a haber una brusca oleada de divorcios entre sus compañeras. Habían adquirido una espléndida conciencia de clase obrera. Pero también habían adquirido conciencia de género (que no deja de ser otra conciencia de clase) y estaban tan poco dispuestas a tolerar la explotación de su empresario como la de sus maridos. Hablar de cuidados es hablar, entre otras cosas, de eso. Del menosprecio y la invisibilización del trabajo, porque trabajo es, doméstico y de reproducción. Señalar que una casa también es un tajo Que alguien tiene que hacerle la cena a Adam Smith. Y también es hablar de cómo aquellas mujeres, en el encierro, desarrollaron problemas psicológicos, y tenían que animarse unas a otras, y hacerse favores, y cuidarse mutuamente los hijos, y se hicieron amigas, y que todo eso también es lucha obrera. Que la lucha de clases no es un proceso mecánico, ni una fría inercia de intereses y actos, sino una urdimbre de afectos y apoyos mutuos entre individuos que no vienen dados, sino que hay que esforzarse en cultivar y regar, y tienen que ser reconocidos y retribuidos.


Sábado, 17/7/2021. Comenta Sara Riveiro que odia más a la gente que finge que España es una profecía autocumplida de paletos condenados al fracaso con problemas que no tiene ningún otro sitio que a los propios ultranacionalistas. Y yo estoy de acuerdo. Me resulta más insufrible el nacionalismo al revés y sus diatribas tremendistas sobre el cainismo español, etcétera, que el nacionalismo propiamente dicho, aunque me resulten insufribles los dos.

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Una vez una persona sabia me dijo que existen dos tipos de críticos literarios, de los que me puso sendos ejemplos paradigmáticos asturianos de los que, por supuesto, no diré el nombre. El crítico A es vanidoso, pagado de sí mismo, y cuando alaba una obra, la alaba con un tono como de derramar, desde las alturas de su intelecto, su gracia divina sobre un pobre mortal al que concede el inmenso gozo de su parabién. El crítico B es humilde, modesto, y, cuando alaba una obra, la alaba, no desde las alturas, sino ubicándose él abajo, y señalándola a ella como alta.

En otra ocasión otra persona sabia me dijo, también ella, que existen dos tipos de críticos literarios, de los que me puso, también, sendos ejemplos asturianos. El crítico A concede, de partida, el diez a la novela que va a leer, y, si va encontrando fallas, va reduciendo la nota. El crítico B parte, en cambio, el cero, y si va encontrando cosas dignas de elogio, va incrementando el guarismo.

Este año he formado parte, como el anterior, del jurado de uno de los premios de la Semana Negra. Pero no me gusta nada ser jurado. No tengo alma de juez, ni de crítico. Nunca he sabido escribir reseñas propiamente dichas. Sé escribir resúmenes y es lo que hago en realidad cuando me piden una reseña. Pero no sé decir qué bien esto, qué mal aquello, esto otro regulinchi, aquí se nota la influencia de Faulkner o de Kundera. Los libros me gustan o no me gustan y eso es todo lo que sé decir. Me pasa como con el vino: distingo el rico del peleón, y ya. Si me apuran, distingo una tercera opción: meh. Pero también pienso: ¿para qué distinguir más?

Yo, además, he escrito dos libros, y con ellos me pasa una cosa que decía en Twitter el otro día no recuerdo quién: lo paso muy mal cuando sé que los está leyendo una persona inteligente. Y cuando soy jurado, pienso en los nervios de los nominados, y en el ilusionado «¿seré yo?» del que ya sé que no lo será, y me da pena.


Domingo, 18/7/2021. Se cita mucho últimamente a Simone Weil. Bien está. Pero a veces la cita gente que traiciona pasmosamente su gran enseñanza, tan importante precisamente en estos tiempos: compasión, atención, prudencia, generosidad y disposición a comprender lo que en principio nos es ajeno.


Lunes, 19/7/2021. Decía Weber famosamente que la política es taladrar tablas duras con pasión y tino. Se me ocurre que la ética es lo mismo, pero taladrando la tabla dura que uno mismo es (deseos, comodidades, inercias…), haciéndose insoportable el dolor a veces, y no estando seguro algunas de hacer el agujero correcto.

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En un viejo país ineficiente, en un pueblo junto al mar, poseer una casa y poca hacienda y memoria ninguna; no leer, no sufrir, no escribir, no pagar cuentas y vivir como un noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia después de haber comprendido —más tarde— que la vida iba en serio.

El runrún interior: un dietario (8)


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).

2 comments on “El runrún interior: un dietario (7)

  1. Me alucina y me admira, y ambas aptitudes se potencian sinergicamente

  2. Pingback: El runrún interior: un dietario (8) – El Cuaderno

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