/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /
Esta es la mañana de un sábado cualquiera, de una semana cualquiera, de un verano cualquiera. Podría ser este año, hace dos y hasta hace cinco. Y podría ser, perfectamente, la tónica de muchos sábados, de muchas semanas, de muchos veranos, si nos respetaran el entendimiento, el ánimo y la carne en la que habitamos. Son poco más de las diez, y el ajetreo interurbano habitual ha dado paso al ritmo enlentecido propio de los fines de semana. El enclave es el de siempre, ni siquiera estamos de vacaciones. A escasos seiscientos metros de mi casa se encuentra la entrada del pinar. Es el mismo pinar de mi infancia, pero por su puerta norte. Resulta irónico que el acceso utilizado cuando niño, en el costado oeste, estuviera también a una distancia pequeña del domicilio de mis padres, a apenas novecientos metros. Aunque lo más irónico quizás sea que hoy viva a cuatro quilómetros de donde crecí desde los ocho años. Y que cuando me trasladé a mi casa, tras pasar largos periodos en otros lugares, lo hiciera condicionado por dos tipos de razones. Las que se confiesan, como, por ejemplo, sus inmejorables comunicaciones ―cercado como estoy de autovías, carreteras secundarias y la red de ferrocarril―. Y las que se reconocen solo en parte o directamente se omiten, como es la inminencia del pinar de mis orígenes. Un pinar, con nombre de virgen y patrona, donde pasara muchas de las interminables horas veraniegas del niño que me vio crecer. Del crío que cuando pensaba un poco en su futuro sentía, ante la nebulosa con que se percibe en esa edad el inexorable paso de los años, la necesidad de inventariar los secretos de lo más importante que iba descubriendo, para que el hombre en el que ahora vive los pudiera conocer si, dado el caso, llegaran a serle necesarios. Y a fe que lo han sido. Porque no hay mejor antídoto para las contrariedades, la nostalgia, los desengaños o cuanto sea menester reparar que una buena paseata por el pinar. También para desentumecer los músculos tras jornadas interminables delante del ordenador, primero en la oficina y luego en casa ―es sabido que los poetas tenemos siempre dos trabajos―. O, simplemente, para admirar la naturaleza y abrir una claraboya al mundo, que en mi caso también consiste a menudo en desentrañar las aves que lo pueblan y que en el pinar son abundantes. Ya sean las especies comunes de siempre, o las ocasionales, como ese precioso ratonero que nos sorprende en la caminata de hoy, con majestuosidad de heraldo alado.
Al pinar suelo ir acompañado, casi siempre con Marta, mi compañera del alma y del cuerpo, con quien me casé hace dos décadas. Antes, a menudo lo hacíamos con los niños, cuando todavía eran niños, quiere decirse, y yo trataba de inculcarles ―con dudoso éxito, ay―, mi amor por aquel lugar. Aunque también acudo solo, como me sucedió no hace tanto, pues necesitaba reflexionar sobre la temprana muerte de un poeta conocido, hecho que me dejó algo trastocado, pese a que era un acontecimiento que a muchos no nos cogió por sorpresa. Ya que en el pinar siempre consigo escuchar los consejos anotados para mí desde el pasado, en la tierna edad de la inocencia primigenia, como decía, y que suelen resultar infalibles. Del ser que ya entonces me miraba diciéndome:
―Este será uno de tus espacios míticos, al que volverás para buscar cuanto en él estoy descubriendo; esas cosas sencillas, pero indelebles, imposibles de soslayar en tu andadura.
No en vano, al pinar acudía casi siempre con mis mejores amigos. Incluso en algunas ocasiones convencí a mi padre para que se animara a participar de su magia, dado mi entusiasmo. Madrugar, preparar el bocadillo, localizar las sendas señaladas en un mapa dibujado a mano. Y recorrer sus lugares más emblemáticos a los que poníamos nombres en clave. Los nidos de milano a más de seis o siete metros, sobre pinos longevos, en cuya base recogíamos egagrópilas. La colmena en los muros derruidos de alguna antigua vivienda. La mansión abandonada con su escalinata y sus peligros de derrumbe. El arroyo, donde en primavera se concentraban todo tipo de pájaros, aprendidos a distinguir con el tiempo. La vastedad de su tamaño de apariencia interminable, y que íbamos conociendo a fuerza de saltar vallas y ser expulsados por el guardabosques de turno. Y nuestra manía de llamarlo bosque. Al fin y al cabo, siempre ha sido un bosque mediterráneo, si bien hoy, varias décadas después, se hayan abierto al público muchos caminos y organizado, quizás demasiado, el misterio de su intrincada geografía. Espero, eso sí, no ver el día en que tengamos que llamarlo parque.
Huelga decir que durante la desescalada posterior al primer confinamiento, de hace más de un año, fue el lugar elegido para recorrer en bicicleta con mi hijo pequeño; un espacio próximo al hogar donde poder trasladarnos en poco tiempo, a pesar de su cercanía con la gran ciudad, a un universo natural, garabateado de árboles, fauna y toda la galaxia de mi infancia, esa patria ―lo tengo anotado en este cuaderno― que la escritura, según dijera Bataille, siempre tratará de recuperar.

Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.
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