/ una entrevista de Ada Soriano /
Precedido por un poema de Matthew Sweeney y un estupendo prólogo de Manuel García Pérez, nos llega Las rosas terminan (Auralaria Ediciones, 2020), de la poeta y rapsoda Luisa Pastor (Orihuela, 1974).
El poemario, titulado con un verso de Sylvia Plath, se divide en dos secciones en las que percibo un positivo cálculo lírico donde cada poema se abre con una cita que a menudo enlaza con el verso final. El poemario está trenzado con un lenguaje discursivo —ocasionalmente elíptico—, un ritmo pausado e imágenes potentes. La presencia constante del adjetivo desnudo cobra vital importancia a lo largo de la obra como ocurre en estos versos del poema «La señorita Else se ausenta»: «El desnudo es la vida —en su apogeo—;/ el fingimiento, la muerte, que es siempre/ accidentada, pueril y torpe».
En la primera sección, «rosa inimitable, rosa inútil», Luisa se desdobla y se hace cómplice de los poetas a quienes menciona, como sucede, por ejemplo, en su poema «La habitación de Emily». Es evidente que alude a Emily Dickinson, no solo por el mero hecho de sentirse identificada con la poeta de Amherst (que también) sino para dar muestra de lo que significa el quehacer poético: «Ahí sentada, con mi lámpara de noche/ encendida a plena luz del día,/ sobrevolando la inmensa copa del árbol viejo y desnudo,/ me sorprendía yo al llegar a mi habitación,/ esperando paciente la celebración de la hora de plomo,/ el milagro de una pequeña obra irreparable…».
No por casualidad, tanto la primera sección como la segunda, titulada esta última Como deshojar el paraíso, finalizan con sendos poemas, cada uno de ellos precedido por una cita de Leopoldo María Panero, poeta que en más de una ocasión plasmó la rosa en su poesía. Expongo estos versos de Luisa Pastor con los que echa cierre al libro en una clara alusión al tempus fugit y a la pervivencia de la palabra escrita: «El herido flotante/ bajo la fina capa de hielo/ donde las rosas terminan».
Juan Ramón Jiménez, con su insaciable sed de belleza, siempre quiso mostrar la hermosura del mundo. Y es la rosa uno de los símbolos de plenitud que caracteriza la ética y la estética de su obra. Por el contrario, Luisa Pastor observa la rosa en su declive y nos transmite la añoranza de lo ya vivido, el implacable paso del tiempo, la belleza en lo que se marchita: «No canto a la rosa de talle erguido,/ a sus pétalos tersos, de vibrante color. La flor de hoy./ Es la flor desmayada la que me asombra, su declive».
Luisa, junto a Álvaro Giménez fundaste en 2009 el Grupo de Poesía Escénica y Audiovisual Auralaria. ¿Cuál fue el origen de este proyecto tan enriquecedor, y de dónde procede su nombre?
Fue un arranque, en verdad, nada premeditado. En el año 2010 se celebraba el centenario del nacimiento de Miguel Hernández, una fecha que vino acompañada de cierta efervescencia cultural en Orihuela. Mi padre, Javier Pastor, por aquel entonces presidente del Ateneo Cultural Casino Orcelitano, me pidió que para mayo de 2009 organizara un recital de homenaje a Miguel, que tendría lugar en el Salón Imperio del Casino, lugar simbólico dado que allí Miguel presentó y comentó en su día la Elegía media del toro.
Aunque nunca habíamos dirigido un acto así, la experiencia de concebir aquel proyecto, que se llamó Labrando el aire, fue tan hermosa que propició otros tantos montajes, como el que dedicamos a Mario Benedetti poco después de su muerte, Pasaje hacia un exilio. Ya en ellos tratábamos de poner en combinación distintos lenguajes para aproximar y realzar el fenómeno poético y en esa labor continuamos hoy.
El nombre de Auralaria es un vocablo concebido a partir de la palabra Aurariola, nombre con el que se conocía Orihuela antiguamente.
Bajo vuestra responsabilidad habéis publicado tu libro de poemas Las rosas terminan, primera entrega de Auralaria Ediciones. ¿Cuándo tomasteis la decisión de crear una editorial? Debió de ser toda una aventura.
Un efecto de lo más natural en todos aquellos que estamos vinculados desde jóvenes al mundo del libro es fantasear con abrir una librería, ser escritor o editar. Yo he tenido todas esas fantasías.
El hecho de abrir una librería lo dejo a personas con más sentido empresarial del que yo poseeré jamás. Pero la escritura es indispensable para mí y la edición es muy importante para un escritor. Las editoriales, a mi modo de ver, tienden a olvidar que todo el proceso parte del autor. Me animo a editar porque creo que es una labor muy necesaria que haya unos filtros de calidad para la literatura: creo que esa visión de la edición debe reivindicarse. No todo lo que es vendible debe ser publicado, a mi modo de ver.
Suena a proyecto utópico, ya lo sé. Pero no presto mucha atención a esa evidencia. Prefiero seguir el consejo de Danilo Kiš: «No creas en proyectos utópicos, salvo en aquellos que concibas tú mismo».
Tengo la suerte de que mi marido, Álvaro Giménez, comparte también la idea de que nuestro compromiso con la poesía hacía inevitable dar este paso al frente en esa carrera de relevos del que forman parte otros tantos activos culturales. ¿Cuánto durará nuestro recorrido? No lo sé. Y esa falta de certezas forma parte de nuestra aventura.
Con este precioso libro inauguráis una colección de poesía bautizada con el nombre de Aledo. ¿Por qué Aledo?
Desde el principio, efectivamente, he cuidado la estética del libro, algo fundamental para el futuro del libro, en mi opinión. Toda edición low cost desprestigia el trabajo literario, lo convierte en un producto de consumo que aspira a ser rentable más que reseñable.
De modo que yo quería cuidar la misma apariencia del libro, y busqué una imaginería que pudiese dar coherencia a toda la colección de poesía que abro con este volumen. Y esa imaginería me la brindó el pintor Pepe Aledo, amigo nuestro, y de muchos otros poetas con quienes ya ha colaborado, y de quien toma su nombre la colección. Con este gesto, esperamos contribuir asimismo a la difusión de esta obra pictórica que admiramos y tenemos la fortuna de poder disfrutar gracias a su generosidad.
Por lo que sé de ti, la poesía siempre ha formado parte de tu vida.
Cierto. Desde niña me impresionó lo que el lenguaje poético era capaz de provocar en mí. Lecturas muy sentidas que escuché de labios de mi padre, como la del poema El embargo, de José María Gabriel y Galán, dejaron honda huella en mí y esa impresión, como para un químico su ciencia, resultó adictiva para mí. No dejo de querer recrear aquella sensación, aquel primer impacto de la palabra. Es por eso que mi llegada a la rapsodia me pareció de lo más natural y me ha dado muchas satisfacciones ser transmisora de tanta belleza.
El título de la obra, Las rosas terminan, parte de un verso de Sylvia Plath, concretamente de su poema El jardín de la casona. Dicho título va muy en consonancia con el tema que tratas: el paso irreparable del tiempo, como dijo Virgilio.
En efecto, Las rosas terminan es un poemario decadentista, y recoge influencias profundas de artistas que me han ayudado a encontrar en la escritura un refugio contra la fugacidad a la que todos estamos sometidos y, al mismo tiempo, un fortalecimiento de mi carácter, profundamente solipsista, por utilizar un término propio también de Sylvia Plath.
Al igual que ciudades y países han resurgido de sus cenizas, ¿crees que la rosa, en su declive, se consuela —o renace— cuando observa la lisa textura de una rosa en su plenitud?
Aunque no fuese así, aunque, como Troya, la rosa quedase reducida a cenizas y perdida para siempre, la contemplación habría merecido la pena. El jardín, furioso de vida, es indolente; yo me quedo con lo que desfallece a plena luz del día, lo que decae mansamente y sin hacer ruido, como en el precioso poema de Jorge Guillén, Muerte de la rosa:
Florece el jardín en torno
De la que agoniza a solas
Y bien descubre ante el sol
Los estambres que amontona,
Mustios, el centro que fue
Tan íntimo. A su hora,
Sumisa a la primavera,
Muriéndose está la rosa.
Todos tus poemas van precedidos por citas de poetas en su mayoría raros, excéntricos y excepcionales que testimonian la aventura espiritual que supone la poesía moderna. De hecho, algunos poemas son homenajes directos a estos autores y autoras, lo que supone un claro ejemplo de convergencia activa.
Es cierto. Todos los poetas citados (Emily Dickinson, Alfonsina Storni, Leopoldo María Panero, Leonard Cohen…) son personalidades que me han ido modelando. Son las «figuraciones que habitan en mí», mis queridos fantasmas. Y claro que son raros. Ciertas personalidades como la de Charlotte Mew, por ejemplo, ambigua y solitaria, han ejercido desde siempre en mí una poderosa fascinación. Sus voces me han ayudado a inventar lo que soy.
¿«Los fantasmas que nos salen al paso/ tienen nuestra propia semejanza»?
Sí, es inevitable. Conversas tanto con ellos que finalmente te conviertes en uno de sus semejantes o es que los has buscado desde siempre para saber quién eres…
Dices en uno de tus poemas que las mujeres de tu casta «no saben de cálculos, solo de emociones y pasos perdidos».
Sí, el mundo real no nos interesa demasiado. De alguna forma sentimos la vida como un largo nóstos. Las mujeres de mi casta, todas sin excepción, han sido víctimas de su exacerbada sensibilidad. Y no han hecho nada, por cierto, para cambiar esa especie de fatalidad. ¿Por qué? Debe de ser porque, en el fondo, consideran que se trata de una bendición.
Por último, quiero decirte que acostumbro a leer incluso la nota de impresión, y que en este caso deseo reproducirla puesto que se sale de lo habitual: «Es el primer volumen de una colección que espera sobrevivir a la verdadera pandemia de nuestra época: la ignorancia».
Sabía que elegía el peor año de la historia reciente para publicar mi libro y esa idea fortaleció en mí la convicción de que precisamente por eso debía hacerlo: no quiero en mi vida más aplazamientos. En adelante, me he propuesto ser menos restrictiva.
Esta pandemia ha sido excusa para la anulación de muchas cosas y yo necesitaba, en este contexto, justamente una reafirmación, una apuesta por el sí, por la vida, que para mí va unida a la poesía, como lectora, como escritora y, ahora, como editora.
Las rosas terminan existe, es un hecho, pese a todo. Y con esta obra, la colección Aledo, que tiene ya importantes proyectos. El más inmediato, la publicación del último poemario de Manuel García, La quietud, que espero poder presentar en diciembre.

Ada Soriano (Orihuela, 1963), dedicada desde temprano a la actividad cultural, fue codirectora de la revista de creación literaria Empireuma y colaboradora de la revista sociocultural La Lucerna. Ha publicado las plaquetas Anúteba (Empireuma, 1987) y Alimentando lluvias (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2000), así como los libros de poemas Luna esplendente o sol que no se oculta (Empireuma, 1993), Como abrir una puerta que da al mar (Biblioteca Pública Fernando de Loazes, 2000), Poemas de amor (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2010), Principio y fin de la soledad (Cátedra Arzobispo de Loazes, Universidad de Alicante, 2011), Cruzar el cielo (Celesta, 2016) y Dondequiera que vague el día (Ars Poetica, 2018). Asimismo ha publicado No dejemos de hablar, entrevistas a 19 poetas (Polibea, 2019) Ha colaborado en diversas revistas literarias y ha sido incluida en varias antologías.
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