/ un relato de Eduardo García Fernández /
El sonido de la vibración del móvil me despertó de un sueño pegagoso del trankimazin que me había tomado la pasada noche. Vi que llegaría tarde a trabajar. Caliento el café en el microondas mientras veo la mirada de mi perro: algo no termina de encajar cuando el mejor amigo del rey de la creación tiene una expresión tan triste. Observo en el reloj digital del horno que definitivamente llegaré tarde. Subo al ascensor con una vecina y tengo la extraña sensación de que le caigo mal, pero la verdad es que no sé absolutamente nada de su vida, ni me importa. Al llegar al garaje, recuerdo que olvidé el USB que necesitaba. Me consuelo diciéndome en voz alta: «Ya lo resolveré allí sobre la marcha». Arranco el todoterreno y un pensamiento fugaz me sorprende preguntándome por qué narices compraría este coche que consume tanto, si además jamás anduvo por una pista, solo anda por ciudad y autopistas, una contradicción más en mi vida. Decido conducir sin encender la radio, pero al llegar al primer semáforo me invade la sensación de ir tan absolutamente apartado y protegido que la angustia me hace presa en la boca del estómago. No soporto el silencio amortiguado del vehículo, así que enciendo la radio y evito las emociones que siento; no quiero pensar, ni sentir, solo ir hacia adelante, a pesar de lo que dijo el cardiólogo: «La vida después de sobrevivir a un infarto cambia». Sí, pero para peor, con más ira contenida, más desesperación y mayor soledad. Decido volver a fumar, una decisión inmediata, como un rayo que cruza el cielo y golpea de nuevo. Aparco en doble fila cerca del estanco y me dicen que no puedo entrar sin mascarilla, saco la que llevo varios días en el bolsillo trasero del pantalón y me la coloco (sorprende la cantidad de años que llevamos usando mascarillas y que, sin embargo, continúe sin habituarme). Pido un paquete de Camel y pago de mala gana; el dependiente me observa con cara de pocos amigos. A pesar que su mascarilla tiene dibujada una sonrisa, le mantengo la mirada y de inmediato cruzan por mi mente las imágenes de una película de los años ochenta del pasado siglo: Un día de furia. Me identifico por unos instantes tanto con el protagonista que me asusto de mí mismo, así que decido de inmediato abandonar esta escalada de ira. Al salir a la calle, percibo que estoy sudando a mares. Se avecina una nueva crisis de ansiedad, respiro, me quito la mascarilla percibo una oleada de tensión y un miedo desbocado me inunda, me abandono y decido sentarme en un banco cercano al automóvil. El miedo continúa su paseo por todo mi ser y recuerdo la habitación de mi casa donde me siento a salvo y protegido. Respiro más lento, como me enseñó un amigo, hasta que la sensación de angustia decae. Por lo menos, consigo distinguir una crisis de ansiedad de un ataque al corazón. Me animo con mi diagnóstico diferencial. Un vagabundo se acerca a preguntarme si me pasa algo. Le contesto: no, simplemente me pasa de todo, no nada. Me mira estupefacto, me levanto lentamente y le doy las gracias; no sé de dónde me ha salido, pero siento de repente una ternura hacia este hombre que me desarma. Percibo una debilidad en las piernas y unas enormes ganas de llorar, abrazo al vagabundo desconsoladamente y siento su abrazo, he tocado fondo y sus brazos me reconfortan, ahora no me siento solo y entonces una oleada de autocompasión me inunda. A lo lejos, el tráfico sigue su frenético ritmo y de los zapatos una colilla con carmín contiene todo un pasado.

IMAGEN DE PORTADA: Ansiedad, de Maksim Krapht

Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es licenciado en psicología clínica y máster en modificación de conducta. En 1999 abrió una consulta de psicología clínica en la que aborda todo tipo de patologías y adicciones. Entre sus aficiones se encuentran la literatura y el cine. Y acostumbra a vincular éstas con su profesión dando lugar a artículos con un enfoque diferente. Ha realizado y participado en programas de radio en Radio Vetusta, ha colaborado con la revista digital literaturas.com y en la actualidad colabora esporádicamente con artículos y reseñas en el periódico La Nueva España.
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