Últimas flores para Laura

Donde no crecen las rosas

«Yo visité la jeque en su ciudadela, pues a veces los sueños son poderosos. En una noche del mes de la Peregrinación llegué y bajo el creciente contemplé su reino». Un relato de Agustín Vidaller.

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Yo visité al jeque en su ciudadela, pues a veces los sueños son poderosos. En una noche del mes de la Peregrinación llegué y bajo el creciente contemplé su reino, que se componía de un desierto de arena plateada en cuyo centro había un palmeral, un pozo y una ladera de casas de adobe a la sombra del alcázar. El jeque —me dijo el chambelán de adusto ceño— me estaba esperando.

En un umbroso y fresco salón perfumado con incienso y sándalo él me dijo, con la grave voz que su cargo demandaba, que era sayyid —o descendiente directo de Mahoma— porque su bisabuelo había falsificado el pergamino que acreditaba su linaje. Que era jeque porque su abuelo había venido del otro lado de las arenas con una partida de mercenarios para conquistar con sangre el castillo. Que era rico porque su padre había administrado celosamente los rebaños y los huertos del oasis, aumentando la pobreza de los habitantes. El había enmendado en parte esto último, por lo cual sus súbditos lo amaban, ignorantes de cuán poco ello le importaba.

«Sí —me dijo—, ya conozco lo que vosotros llamáis progreso. Una vez cierto aviador francés tuvo que aterrizar cerca de aquí y me mostró lo que era un avión, pero ya antes un mercader hindú me había hablado con mayor convicción de ciclos implacables al final de los cuales el hombre vuelve a sentarse sobre sus excrementos. También sé que no creéis ya en Dios porque según decís sois capaces de alcanzar los astros sin su ayuda, pero si volviéseis a sufrir hambre pensaríais de nuevo en Él.

—prosiguió tras un silencio meditativo—, también he tenido noticia de que ya no os gobiernan emperadores, y que a esto lo llamáis libertad. Una vez sembré doce rosas en el jardín y le dije a mi cadí que quería darles a mis súbditos un sistema similar. Siempre he gustado de explorar la conducta de los hombres. Los preparativos legales duraron tres meses. Un mendigo a sueldo me informaba sobre los secretos trabajos de las distintas facciones, y sobre la influencia de ciertos instigadores que siempre me habían mostrado gran envidia. El día de los comicios los doce candidatos se alinearon sentados en el zoco y la población pasó ante ellos arrojando un guijarro delante del preferido. Desde las celosías de mi alcazaba sonreí porque no vi entre los aspirantes a los amañadores, que se limitaban a cuchichear al oído de los que aún decidían su voto. Entonces, sin importarme el vencedor, fui al jardín y vi marchitas mis rosas. A su sombra, robándoles su savia, crecían pegadas a la tierra varias plantas menos esplendorosas, viles, aunque más tenaces.

Mas esperé. El elegido comenzó ardorosamente la edificación de una más bella mezquita, ante lo cual sus paisanos se mofaron porque ellos prefieren la magia y rezan poco, y cuando el nuevo pozo que excavó con afán resultó ser salobre quisieron lapidarle, animados por los empedernidos agitadores que antes lo habían aupado. A él lo protegí porque había cierta bondad en sí. A los que aspiraban a gobernar desde la sombra en cambio les di en pago el mandato, que fue breve porque no tardaron en matarse entre ellos. Después los lugareños, temerosos de tener que pensar por sí mismos, volvieron a rendirme homenaje y a pagar los diezmos. Dime: ¿acaso pueden los hombres creerse libres allí donde no crecen las rosas?».

Así habló el jeque en su ciudadela, tras lo cual, agradeciéndole con deseos de larga vida su presente de dátiles y leche de camella, partí hacia el fin de la noche.

Adenda:

Guardándome de indeseables suspicacias, atribuyo fielmente lo trascrito al jeque, al cual no he vuelto a ver. Buscando alguna remota relación con la realidad, he conjeturado coordenadas de latitud y longitud sobre exhaustivos mapas de Mauritania, no encontrando más que puntos en blanco. El arriba aludido Saint Exupéry podría dar mejor razón de él. Desgraciadamente yace desde 1944 en aguas de Fréjus, en la Costa Azul, tras ser abatido por un FW-190 alemán durante su séptima misión de reconocimiento. De otros tiranos más septentrionales he escuchado quejas similares a las del sayyid. Se lamentaban de que en sus fríos países no se diese la cicuta o la coloquíntida, circunstancias a las que achacaban consecuencias políticas similares. Parece ser, por tanto, que la democracia solamente resulta verosímil en el interior de ciertos jardines botánicos.


Agustín Vidaller (Pomar de Cinca [Aragón], 1967) es escritor, autor, hasta la fecha, de tres libros publicados por Trea: Costas perfumadas (2005), Oasis: una odisea negra (2017) y el libro de relatos Exotique (2020).

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