/ Memorias de un coleccionista compulsivo / José Manuel Vilabella /
Es muy frecuente coleccionar objetos. Creo que forma parte de la condición humana rodearse de cosas por las que te sientes atraído y tratar de conservarlas durante un tiempo o, incluso, durante toda la vida. El ser humano que nunca ha coleccionado nada es una persona extraña, bien porque es un místico, un intelectual, un eremita, un cretino o una persona abstraída por su trabajo que encamina todo su esfuerzo y tiempo a una actividad determinada, como puede ser la investigación, la política o el mundo de los negocios.
Para una persona culta, la primera colección es la de libros, la biblioteca personal. Una casa sin libros dice mucho sobre las personas que viven en ella y además no dice nada bueno. La ausencia de esa colección pone a parir a los habitantes de esa comunidad. Son personas de poca o de nula curiosidad cultural. Si en la estantería del salón donde deberían estar los libros hay una muñeca vestida de flamenca, póngase usted en lo peor. Además de incultos son más cursis que un resbalón. Si hay libros, pero pocos y nuevecitos, hay que echarles una ojeada. Si hay una enciclopedia y poco más, se trata de una familia formada por unos adultos de poca formación —clase media baja— con niños que van a la escuela o el instituto. Los padres compran la enciclopedia en catorce tomos en cómodos plazos, entregan todo el saber humano a sus retoños y les invitan a que, en caso de dudas, se sirvan ellos mismos. En este hogar se trabaja muchas horas. Normalmente en oficio de manos, lo que los americanos llaman de cuello azul. Son proletarios que engendran hijos que, si no les ayuda nadie o el individuo por influencias externas o por su propia inquietud cultural no se redime por su cuenta, están condenados a seguir el camino familiar y formarán parte del proletariado.
La familia en que te deposita la cigüeña es de suma importancia en un mundo, tal y como lo conocemos hasta este momento, de crisis profundas y cambios radicales. La biblioteca es la primera colección. Y la enciclopedia, hoy en decadencia, fue lo que pensó el movimiento anarquista que podía hacer que los pobres dejasen de ser ignorantes, cogiesen las armas y tomasen el poder. En la enciclopedia está el principio de lo bueno y el germen de la cultura y la curiosidad que ésta conlleva y de la primera violencia de la revolución. O sea, la evolución rápida, precipitada de la sociedad, para que los pobres del mundo dejen de ser explotados y reine la justicia. Marx y Bakunin caminaron juntos, aunque después los marxistas y los anarquistas se separaron para hacer, cada formación, la guerra por su cuenta. El análisis de la biblioteca como colección más frecuente nos sigue diciendo mucho sobre los convivientes de esa comunidad. Nos dice si son políglotas e infinidad de datos sobre su carácter, profesión, nivel cultural, etcétera. Cuando los libros pasan de 3000 volúmenes se puede deducir que han recibido aportaciones de otras bibliotecas de padres o parientes. Si la biblioteca llega a 20.000 o 25.000 volúmenes estamos en casa de un bibliófilo que, si degenera en su afición libresca, se habrá convertido en un bibliómano. Llegar a ese tipo de volúmenes implica poseer una colección de referencia en la ciudad o en la provincia y superarlo es ya una marca a nivel nacional.
Lo bueno del coleccionismo es que está al alcance de todos los bolsillos y de todas las clases sociales y culturales. En la calidad de las colecciones es muy importante el nivel económico porque, como todo en la vida, lo básico y primordial es el dinero. ¿Qué coleccionan los ricos muy ricos? Casi todos pintura. Un rico sin pinacoteca es un rico atípico, un nuevo rico. Si no tiene cuadros en su casa es que es un recién llegado a la riqueza, un señor que dio el pelotazo de forma reciente con dineros procedentes de la quiniela única, el bonoloto, la lotería o con oscuros negocios al borde de la legalidad o absolutamente ilegales.
Rápidamente el nuevo rico quiere desprenderse de ser nuevo. Es un señor que vivía tan ricamente siendo un modesto funcionario, un oficinista, un fontanero que la diosa fortuna convirtió en pudiente de la noche a la mañana. Es rico y por lo tanto tiene a su alcance las innumerables cosas que se pueden adquirir con el dinero y que formaban parte de su imaginario personal. Puede comprar tiempo y cosas pero, aparejado a esa independencia, la gente, que es muy mala, le cuelga el sambenito de nuevo rico, que es un apelativo que lleva implícita la burrez, la desorientación de los recién llegados, el despiste de los que han cambiado de condición. Un nuevo rico, si no tiene la cabeza muy bien amueblada y no se planifica con inteligencia, puede ver cómo su dinero se va, se esfuma, desaparece, porque lo que llega sin esfuerzo puede escurrirse entre los dedos y marcharse sin despedirse. Todos los que pasamos de sesenta años hemos conocido a personas que fueron muy pudientes y dejaron de serlo por su mala cabeza.
Otro tipo de rico es el que tiene dinero de toda la vida, el que era hijo de millonarios, el que lleva el dinero en los genes. La riqueza es un término relativo. Un concepto que se forma comparándolo con un entorno. Un rico de aldea es el que tiene más vacas, más tierra, más bosques. En Asturias o en Galicia se nota por los signos externos en forma de paneras o de hórreos. Ser el más rico de la aldea implica una autoridad de facto, aunque no de iure. Don Joaquín delante de su casa tiene una panera de doce pegoyos, lo que indica una capacidad grande para el almacenamiento de maíz y de otros productos agrícolas. Don Joaquín, también llamado el señor Joaquín, puede coleccionar lo que le apetezca y, aunque le fue bien, suele considerar la aldea como una atadura y procurará que los suyos se dediquen a otra cosa, a otra actividad en que es posible que les vaya peor, sí, pero a pesar del riesgo trata de que estudien, se marchen del campo, se conviertan en urbanitas y solo regresen al lugar de sus mayores en verano, de vacaciones. Si don Joaquín vive en el sur y en lugar de hórreos delante de una mansión lujosa y con múltiples dependencias tiene un patio amplio, una cuadra con caballos y una serie de personal que va y viene, ya nos referimos a un agricultor de otra categoría, a un terrateniente.
¿Qué colecciona un señorito andaluz? Nuestras investigaciones nos permiten asegurar que de todo un poco. En la finca, heredada por supuesto, tiene alfarería antigua, coches de caballos, sillones cómodos de cuero ajado. El señorito es un buen jinete y si siente el tirón taurino no lo hará como un diestro corriente. No. Será un rejoneador. La torería del sur es un camino de doble sentido; el que se hace rico a base de cornadas y años de ser un figurón del toreo sueña que, al llegar a viejo, se pueda retirar a una gran finca para criar reses bravas. En el Sur las fincas que merecen la pena no son las de cientos de hectáreas, sino las que pasan de mil. Este tipo de agricultura permite tener casa en Sevilla y eso ya es otro cantar.
Una gran terrateniente andaluz es y lo ha sido la Casa de Alba, que al repartir su cuantioso patrimonio entre sus numerosos hijos se descargó de títulos y de fincas. En este caso el que hereda el título se queda con la parte del león, ya que tiene el derecho y el deber de administrar la fundación. La Casa de Alba, entre sus colecciones, cuenta con una enorme y valiosa pinacoteca y una singular colección de manuscritos entre los que figuran en un lugar de honor las cartas de Cristóbal Colón. Tuve la ocasión de conocer a la difunta duquesa de Alba, a la simpar Cayetana, cuando se inauguró la exposición de Antonio Mingote que organizó el diario Abc y el Ayuntamiento de Madrid puso en marcha en el año 2003. La exposición se convirtió en itinerante y como comisario de la misma me tocó explicarla, además de en Madrid, en Zaragoza y Sevilla a los visitantes ilustres. Acudió la duquesa en su coche, sentada delante, al lado del chofer y durante el exquisito pincheo que se sirvió en el que estaba lo mejorcito de Sevilla, tuve ocasión de hablar un ratito con ella. Me pareció una dama encantadora, muy cordial y cercana. Estuvimos hablando un rato sobre los dibujos del genial dibujante y escritor ya fallecido y ella, con una copa de vino blanco en la mano, escuchaba con atención. Hacía preguntas atinadas e inteligentes y confesó ser una gran admiradora del dibujante.
En España los grandes coleccionistas de arte son, como es público y notorio, Juan Abelló, Alicia Koplowitz, Plácido Arango, Tita Cervera, Elena Ochoa o el futbolista Sergio Ramos, muy aficionado a la pintura y visitante de los museos cuando se desplaza con el Real Madrid o con la selección nacional por las ciudades importantes. Este tipo de colección implica no solo una inversión cuantiosa, sino además una serie de obligaciones que hace que el titular se preocupe y ocupe de la misma a veces de forma obsesiva. Aparte de sus gustos personales, las importantes inversiones que se realizan implican la existencia de un buen número de colaboradores, asesores y empleados. No se compra en un arrebato y si se realiza de esa forma se puede trufar la colección de atribuido a, de la escuela de y otras coletillas que cuando los expertos las pronuncian o las escriben hacen que el valor de la colección disminuya o se desprestigie.
Los museos, las colecciones privadas y las corporativas están, fatalmente y a pesar de las precauciones que se establecen, con el borrón en sus catálogos de las inevitables falsificaciones. Al alcanzarse precios muy elevados, los fraudes y estafas son uno de los objetivos preferidos de los delincuentes de alto rango. Y estos delincuentes forman equipos multidisciplinares de gran astucia y con medios cuantiosos para engañar a los incautos. Es una lucha a muerte entre inteligencias en donde no corre la sangre, pero sí el dinero, por medio del engaño sutil, sorprendente e ingenioso. El cuadro tiene que llevar la historia de su vida para entrar en una colección privada de prestigio. Desde que salió de las manos del pintor hasta que llega al coleccionista tiene que estar todo debidamente certificado con amplio papeleo. La relación de propietarios, las facturas, los catálogos de las exposiciones en las que ha estado, tienen que figurar con claridad para que nadie pueda desautorizar su autoría.
Otros de los grandes coleccionistas de pintura son la familia Masaveu, que cuenta con obras de importancia desde hace generaciones. El fundador de la colección primigenia fue Elías Masaveu Rivell, comerciante catalán que se estableció en Oviedo y llegó a ser el empresario más importante de la provincia. Desde el primer momento Masaveu Rivell abrió una sala de arte, el Salón Masaveu, aunque en sentido estricto fue su hijo Pedro Masaveu Masaveu, tal vez inspirado por el salón paterno, el que inició la colección con obras centradas en los grandes maestros de la pintura antigua que tuvieron su primera sede en el Palacio de Hevia.
Don Pedro tuvo dos hijos, Cristina y Pedro, que continuaron y completaron la colección de su padre. Ambos murieron sin descendencia y la colección, convertida en Fundación Cristina Masaveu Patterson, se convierte en el eje que administra la cuantiosa fortuna de esta familia de empresarios. A la muerte de Cristina, la fortuna pasa a su primo Elías Masaveu, que era un rico-pobre. Me explicaré: era millonario, pero no lo suficiente como para vivir sin trabajar. Era inteligente, laborioso y el más capaz de los Masaveu que pululaban por el Oviedo de los años sesenta. Y, como es lógico, trabajaba para su primo Pedro, que era el rico-riquísimo. En su etapa de titular de la familia y ya en posesión de una cuantiosa herencia, también se ocupa de la colección de arte y, en los pocos años que sobrevivió a su primo Pedro, la incrementa y engrandece. Actualmente es Fernando Masaveu y su esposa Carolina los que capitanean, después de pleitos, tiras y afloja con su madre y hermanos, el cuantioso patrimonio. He tenido, por contar con buenos amigos dentro del clan Masaveu desde hace muchos años, ocasión de ver y examinar con calma gran parte de esta colección. La he visto crecer y asistí desde la barrera de la amistad a cómo se formaba la gran biblioteca de arte que complementa este tipo de colecciones singulares.
El Palacio de Hevia, que albergó durante muchos años el fondo que compró el primer Masaveu coleccionista, hizo que se llevasen las manos a la cabeza los primeros estudiosos de prestigio que lo examinaron. Aquello era un desastre, no contaban ni con las mínimas medidas de seguridad y los estudiosos que visitaron el palacio rural que la albergaba se quedaron estupefactos. Fue un verdadero milagro que estas irremplazables obras de arte no hayan ardido por un cortocircuito eléctrico. La instalación era decimonónica, con los cables al aire y los cuadros al cuidado de un empleado de edad que solo se podría defender a escobazos de los posibles asaltantes. Pero Dios ayuda más a los ricos que a los pobres y eso sucedió una vez más.
El que escribe estas líneas se ganaba la vida, allá por los años sesenta y setenta, como delegado de las instituciones financieras de una importante empresa de informática y tuvo ocasión de tratar al grupo duro de este holding de empresas que capitaneaba Pedro Masaveu. Le vendí ordenadores, terminales y cajeros automáticos a la primitiva Banca Masaveu y al grupo de sucursales que se abrieron por aquellos años, aquella banca familiar que con la expansión bancaria llegó a formar una red de sucursales y terminó engrosando el grupo de Rumasa. Pero antes de que eso sucediese, el artífice de la colección, Pedro Masaveu, no salía jamás en los periódicos; su fotografía no aparecía en ningún medio. Era una persona totalmente anónima con pocos amigos y escasas relaciones. Durante años tomó decisiones que afectaron a mi patrimonio sin que yo supiese qué aspecto tenía; sin conocer su imagen. Recuerdo que en una ocasión estábamos negociando la compra de un ordenador y cuando sonó un carraspeó al otro lado del tabique llegamos rápidamente a un acuerdo. La decisión la había tomado el caballero que estaba en el despacho de al lado. Cuando al periodista Graciano García se le ocurrieron los Premios Príncipe de Asturias y le propuso su puesta en marcha al general Sabino Fernández Campo, entre los socios protectores estaba Pedro Masaveu.
Los premios fueron para este hombre discreto un capricho que con su inmensa fortuna patrocinó y dotó del dinero suficiente. Su imagen entonces fue conocida. Los residentes en Asturias pudimos ver por primera vez al discreto caballero más rico de la provincia. Se trataba de un hombre alto, barbado y con una salud quebradiza. Era un hombre con unas manos extrañas, deformes, que le avergonzaban. La leyenda de que estaba muy malito circulaba por los mentideros. Su fortuna se decía que estaba colocada en varios sectores. Pasaba por ser el primer accionista del Banco Español de Crédito y de ser el rey del cemento en nuestro país. Su banca tuvo durante cerca de un siglo su sede en un primer piso de la calle Cimadevilla. Cuando empecé a visitarla era como entrar en un mundo donde no había pasado el tiempo. Los empleados estaban sentados en altos taburetes, todo se llevaba a mano y no se admitían clientes nuevos. La correspondencia se copiaba con escrupulosidad en un copiador de cartas y telegramas.
Aquella instalación era como una reliquia del siglo XIX. Inasequible al desaliento, empecé a visitar aquella oficina y a ser conocido por sus empleados, que me miraban con una sonrisa irónica cuando preguntaba, con tierna ingenuidad, por don Pedro Masaveu. Me contestaban una y otra vez que don Pedro no estaba en ese momento en el despacho. Yo preguntaba cuál era la mejor hora para hablar con él y me decían que no tenía un horario fijo; que iba y se marchaba del despacho sin ninguna rutina establecida. Así estuve varios meses y nadie me dijo que don Pedro nunca, jamás, me recibiría; que yo, un miserable comercial, jamás entraría en la cripta que habitaba el poderoso financiero. Un buen día ficharon a un empleado nuevo, al señor Muñoz, un hombre joven y distinto de mirada inteligente que sobresalía en aquel grupo de empleados que se habían mimetizado con el paisaje oficinesco después de décadas de estar allí. Muñoz salía a tomar un café y yo le hablé de nuestros productos. Se interesó por ellos y en una ocasión me enteré que teníamos un pequeño equipo de segunda mano y a un precio muy bueno y se lo ofrecí. Lo que parecía imposible ocurrió. Lo compraron. Y la informática entró como un elefante vanguardista en aquel mundo anacrónico. En realidad, la banca era solo una gestoría para don Pedro y su familia. La clientela estaba formada por sus numerosos primos, la mayor parte con escaso poder adquisitivo, que formaban parte de ese núcleo central de Oviedo, conocido como los de Oviedín del alma o los de Oviedo de toda la vida. Si los Masaveu necesitaban dinero, por cualquier apuro imprevisto, en lugar de pedírselo a él lo solicitaban a la banca y todo quedaba en casa.
Pedro Masaveu Patterson me pareció siempre un personaje de novela. Al estar vinculado al grupo por los negocios y a los empleados que le rodeaban por amistad de varios años, pude enterarme de algunas de las manías de este buen señor. Su forma de ser y peculiares costumbres me parecían fascinadoras. Era un hombre singular y raro, muy raro, excéntrico hasta la exageración. Para no ser secuestrado por ETA o por cualquier desaprensivo, cuando viajaba iba por distintas rutas. Cuando salía a tomar vinos por Oviedo, solía hacerlo en compañía de su capellán y de su amigo Jelucho Botas y, esporádicamente, con cualquier otra persona de su círculo cercano. Iba siempre a los mismos sitios y al marcharse no pagaba como todos los hijos de vecino. Don Pedro, no. Tenía cuenta abierta; cuenta que saldaba al día siguiente uno de sus colaboradores, el señor Peris, que había heredado el cargo de su progenitor. El señor Peris era un hombre misterioso y algo siniestro. Él veía, oía y callaba, nunca se pronunciaba, jamás opinaba. Un día le dije: «¿Qué tal, Peris, cómo va la vida?» y me taladró con la mirada; nunca volví a dirigirle la palabra; era el dueño y señor de un enorme llavero con todas las llaves de la casa, el fiel asistente que le servía para sufragar todas las compras personales que hacía.
El mundo que rodeaba a don Pedro era peculiar y misterioso. A su amigo de la infancia, Jelucho Botas, lo tenía en nómina para poder estar juntos de la mañana a la noche. Lo quería de verdad y fue la persona que llegó a conocer todos sus secretos y complejos de aquel gran tímido, timidez que enmascaraba una astucia poco común y una buena vista para los negocios. Cuando el carismático y aplaudido Mario Conde se hizo cargo de Banesto, Pedro Masaveu vendió su enorme paquete de acciones. Con un olfato extraordinario, puso su dinero a salvo. Jelucho Botas estaba con él en todo momento; si había que veranear se veraneaba y periódicamente ambos amigos adelgazaban y se libraban de los kilos de más en una temporada en la Clínica Incosol, en Marbella.
Cuando allá por los años ochenta la red del Banco Masaveu se estableció en Madrid, don Pedro montó una oficina encaminada a hacer negocios con los árabes, que era de un lujo desconocido en la casa. La inmensa instalación se cubrió de alfombras persas y lo más granado de la colección de pinturas se centralizó en aquella oficina. La visité en varias ocasiones y siempre me pareció una experiencia fascinante. Sobresalían los cuadros de Dalí de gran tamaño, los Picasso estaban presentes aquí y allí, El Greco, entre otros maestros de relevancia universal. Varios de los más conocidos y bellos cuadros de Joaquín Sorolla formaban parte del abigarrado espacio, que era una mezcla de arte exquisito y al mismo tiempo de mal gusto, de exceso, de instalación ideada con el propósito de epatar a los millonarios que lo visitaban para hacer negocios. En la mesa un elefante de oro de Dalí descansaba a modo de bibelot. Quién te ha visto y quién te ve. Parte del patrimonio artístico que había sobrevivido a la humedad e incuria del Palacio de Hevia había encontrado nuevo acomodo en aquella morada defendida noche y día por guardias de seguridad. Lo que ahora estaba blindado había permanecido indefenso hasta hacía unos pocos meses.
Don Pedro había alcanzado con astutas maniobras entre su variopinta parentela una cosa que había apetecido hacía años: la casa en que nació. Por cuestiones del cruce de herencias la propiedad de ese bien inmobiliario tenía varios dueños a los que el banquero fue permitiendo algún descubierto que otro hasta que, al fin, todos se pusieron a tiro y se hizo con la propiedad total del inmueble, un palacio rural con su correspondiente finca. Para cuidar de la mansión se contrató a un matrimonio y se le advirtió que don Pedro iría a esa casa y que debería estar siempre lista para ser habitada, perfectamente limpia y preparada. «Don Pedro es muy friolero», dijo el enviado al matrimonio que escuchaba con atención. «Es tan friolero que todos los días deberá estar encendida la chimenea». Los consejeros que fueron a dar las instrucciones eran personas de confianza del banquero y lo conocían bien. «Yo diría que, incluso en verano, enciendan ustedes la chimenea», apostilló el segundo. Se despidieron y dejaron a los guardeses. Pues bien, don Pedro nunca pisó esa casa; ni un solo día tuvo la ocurrencia de pasar a verla. Sabía que estaba allí limpia y calentita, que los guardeses esperaban su visita con una ansiedad que nunca les había abandonado. La despensa estaba con las viandas preferidas del financiero y los leños crepitaban en el hogar. Pasaron los días y los meses y don Pedro nunca hizo acto de presencia. Y ellos se jubilaron algunos años después sin haber podido conocer a su patrón.
Un caso parecido ocurrió con una península que Masaveu adquirió entre Celorio y Barro. Una enorme propiedad que había pertenecido a la familia del joven Héctor Vázquez Azpiru y en la que el futuro escritor sufrió la traumática experiencia de ser secuestrado por el bandolero Bernabé, que hacía tropelías en Llanes y su entorno. Por ser un bandolero escurridizo, se convirtió en mítico y, aunque era un hombre vulgar, algunos lo consideraban una especie de Robín de los Bosques. Bernabé secuestro a Vázquez Azpiru y lo tuvo de un sitio para otro hasta que su familia pagó el rescate. Fruto de esos días de angustia fue su primera novela, Víbora, que quedó finalista del Premio Nadal. Unos años después publica La arrancada, El cura Merino, regicida y La navaja. Gana el premio Alfaguara con su novela Fauna y después se marcha a México, donde continúa su carrera de escritor.
La propiedad que adquirió Pedro Masaveu precisaba de alguien que estuviese permanentemente allí. Múñiz, uno de los hombres de confianza de don Pedro, concretamente el que tenía a su cargo las cementeras, estaba buscando a ese empleado idóneo para el cargo. Se lo comentó a un camarero del bar La Paloma, cuando este conocido establecimiento había anunciado su desaparición y el camarero, que se quedaba sin trabajo le dijo: «Me dan ganas de aceptar el empleo». «Pues si te apetece es tuyo», contestó Muñiz. Y allí se fue el hombre.
La propiedad era enorme, con una casa estupenda desde la que se divisaba el Cantábrico en todo su esplendor. Tenía teléfono, uno de los pocos de la zona. El excamarero se mudó con su mujer y sus hijos y todos tan contentos. Aquello era un paraíso. ¿Que qué es lo que tenía que hacer? Nada. Estar atento al teléfono e informar de las incidencias. Se adquirieron varios perros cuya misión era ladrar de forma amenazadora por si algún incauto se acercaba, quería hollar con sus pisadas la finca o intentaba merodear por la propiedad que contaba, entre otros lujos, con playas propias a las que solo se podía acceder por el mar. Lo que empezó siendo un lujo se convirtió en un martirio. El camarero, acostumbrado al trajín de un bar de moda, pasó de hacer una actividad frenética a no tener nada que hacer. Su única obligación era estar. Si había que hacer alguna reparación se contrataba a alguien que la hiciese y él solo tenía que vigilar que se hiciese bien. Era un trabajador que no trabajaba y cuya única función era estar allí. La mujer y los hijos le acompañaron unos años, después solo iban los veranos y el camarero se convirtió en un Robinsón sin un Viernes con el que conversar. El teléfono nunca sonaba. Jamás lo visitó ningún ejecutivo del grupo. Nunca apareció nadie por allí. La verdad es que no sé qué habrá sido del excamarero. Me temo que continuará allí, él, si vive, o su espíritu si se fue al más allá. Ahora será un alma errante esperando ocupar algún día un puesto a la diestra de Dios Padre.
En el mundo latino hay grandes coleccionistas de arte entre los cuales se encuentra Andrés Blaisten, que posee más de 8000 obras de arte. Y la venezolana Ella Fontal-Cisneros, Eugenio López, la familia Yaconi y la familia Santa Cruz. Pero, como es lógico, los más grandes coleccionistas de arte están en América del Norte, en Estados Unidos. En este país hay unos treinta coleccionistas que poseen miles de los cuadros más relevantes de la pintura universal y que superan con mucho lo que se atesora en los museos y que puede contemplar el común de los mortales.
Hasta aquí el capricho de los ricos, en qué se gastan el dinerito que les sobra los poderosos, pero el arte llega a todas las esferas y economías y muchas veces en las familias burguesas se guardan como reliquias que van pasando de generación en generación obras que sus propietarios consideraban valiosas y que no lo son. Es más frecuente de lo que parece. A la familia Masaveu las familias asturianas venidas a menos le proponían la venta de su pinacoteca. Llegaban, me contaban mis amigos, con el propósito de convertir en dinero lo más preciado que les quedaba de su perdido esplendor. Los expertos analizaban la veintena de cuadros que ofrecían y se quedaban sorprendidos de que tuvieran mucho menos valor de lo esperado, bien porque les habían timado al principio o porque la leyenda de su mérito artístico se había ido exagerando a medida que pasaba el tiempo y aquella colección de verdes paisajes y de retratos de solemnes caballeros no cumplía, ni de lejos, las expectativas que habían puesto en ella. La cruda realidad se impone en el mercado del arte cuando un experto cualificado las examina. Las cosas valen lo que te dan por ellas y el mercado del arte es uno de los más cambiantes y variables de todos los mercados. Cuando se cae la bolsa, las crisis se agudizan, la necesidad se convierte en hambruna y llegan las épocas de vacas flacas, el mercado del arte disminuye, las transacciones se paralizan y el que se ve abocado a vender tiene que olvidarse de las tasaciones anteriores y malvender. Es la ley de la bolsa, la ley de la oferta y la demanda, la cruel ley de la jungla.
Hemos dicho que el coleccionismo no entiende de clases sociales, culturales o económicas. Es un lujo al alcance de reyes y pelagatos. Y como todas las actividades lúdicas y maravillosas, el que las practica puede encontrar en poseer las cosas que apetece y en el hecho de buscarlas una fuente de satisfacción inexplicable para el que no ha caído en esa afición, que algunos consideran vicio. Para empezar, hay que distinguir entre coleccionistas y coleccionadores. Los coleccionistas pueden ser estrictos que buscan la colección completa de una revista, de un álbum de cromos o de determinado tipo de objeto. Al otro lado están los que buscan y se conforman con tener una representación suficiente. El que colecciona navajas no puede pretender tener todas las navajas del mercado, pero el que colecciona sellos puede apetecer los ejemplares de un país a partir de una fecha o trabajar por temas, como pueden ser los que se especializan en flores, monumentos históricos o animales. Las limitaciones, las fronteras, los campos de actuación los fija cada coleccionista con su criterio de búsqueda y de forma un tanto caprichosa y personal.
Hay colecciones clásicas como las de sellos o monedas, colecciones triviales como las de llaveros, cajas de cerillas, ceniceros, colecciones raras como las de palilleros o sifones, colecciones peligrosas como las de armas de fuego, colecciones militares como las de bayonetas, puñales o machetes, bellas colecciones como las de cerámica, colecciones que se ponen de moda como las de búhos, colecciones viajeras como la de postales, colecciones de melómanos que atesoran miles de discos y de cinéfilos que cuentan con un sinfín de películas. Y también hay coleccionistas que miran al pasado y, como contrapunto, los que otean el futuro. El firmante, que se define a sí mismo como compulsivo, colecciona, por ahora, cuarenta y tres cosas cuya posesión y búsqueda le producen gran satisfacción y divertimento. Y siempre mira al pasado. El presente no le interesa y el futuro le tiene sin cuidado.
Un coleccionista tiene el privilegio de no aburrirse nunca. Cuando la galbana aparece una tarde de domingo con la perspectiva poco grata de trabajar el lunes, allí está la colección que con la simple contemplación nos hace felices. Pasar revista al álbum de sellos, mirar las monedas, acariciar los preciados objetos, es un placer que solo está al alcance del afortunado que siente esa pasión. El coleccionismo es una afición, un hobby, para la mayoría de las personas. Entra dentro de los llamados pasatiempos, como hacer crucigramas o buscar las siete diferencias de dos dibujos aparentemente iguales. Excepto para algunos, los coleccionistas compulsivos, que son aquellos desdichados, entre los que me encuentro, que convierten lo que para la mayoría es anécdota en categoría. A mí mis colecciones me han interesado mucho más que mi trabajo.
Un servidor siente la vocación de escribir desde la más tierna infancia y después, poco tiempo después, aparece la de coleccionista. Si el que esto escribe hubiese nacido en una familia pudiente habría dedicado todos los afanes a escribir y nutrir las colecciones con nuevos ejemplares. Lo malo es que procede de una buena familia venida a menos. Mi abuelo materno tuvo la suerte de ganarme por la mano y se gastó el dinero de sus mayores en alegres cuchipandas y largas y plácidas siestas. Yo no tuve ocasión de despilfarrar nada de nada y tuve que, como cada quisque, trabajar para vivir y eso es lo que hice, trabajar para vivir en un oficio que requería vivir para trabajar. Después de ejercer varios oficios, que no vienen al caso, en que los esfuerzos para sobrevivir fueron muy tolerables, encontré el empleo ideal. Trabajé para una compañía informática muy importante. Para ello entré en la central, en Madrid, y comprobé que en las centrales el control, las reuniones inútiles, el aparentar que haces, los resultados que obtienes y toda la parafernalia y teatralidad que eso conlleva no eran para mí. Yo no quería ascender, yo quería ganarme la vida con el menor esfuerzo posible y pronto manifesté mi deseo de irme a provincias, donde no tenía ningún jefe que mi vigilase ni ningún subordinado que aspirase a ocupar mi puesto. Me destinaron a Oviedo y mi territorio era Asturias, Galicia y León. Y allí fui feliz durante treinta años.
La informática es una actividad que requiere, como todas las profesiones muy tecnificadas, un gran esfuerzo para estar al día. Yo no le dediqué ninguno y muy poco tiempo. Fui aprendiendo la música del negocio pero la letra, esa letra que con sangre entra, la obvié porque no era de mi agrado. No fui madrugador a la hora de entrar a trabajar pero sí lo fui para salir. Nunca mis posaderas estaban en la silla de trabajo después del horario laboral. Transgredí normas, instrucciones de obligado cumplimiento y me iba a nadar o al cine en horas laborables. Me compré un estudio para poder escribir con tranquilidad y tuve mucho cuidado de cubrir la cuota que me asignaban cada año. Eso, con los americanos, es vital. Y también es preciso tener suerte y habilidades comerciales, saber ser simpático por dinero, no darse nunca por vencido y luchar por el éxito de una operación con todos los trucos a tu alcance. Y también es muy importante el momento en que naces: hay que venir al mundo en una época con pocos controles.
Cuando yo ejercía mi profesión no existían buscas, ni teléfonos móviles, ni sofisticados mecanismos de control encaminados a detectar lo que hace un trabajador que ejerce su oficio en la calle. O sea, para vivir bien tienes que escoger cuidadosamente en qué época vienes al mundo. Posteriormente aparecieron mecanismos que tienen a los comerciales tan controlados que ni siquiera cuentan con el tiempo de tomarse un café y leer el periódico con tranquilidad. Qué horror. Los coches de los comerciales, unos años después de mi época como tal, podían tener instalado un mecanismo que controlaba las veces que se abría y cerraba la puerta y mis sucesores tuvieron que ingeniárselas y aprender a salir por la ventanilla para tener algún tiempo de asueto.
En la actualidad el perfil de mi puesto de trabajo ha desaparecido, ya no existe. Los caballeros no se dedican a vender cosas directamente. Cuando yo vendía informática tenías que ser culto, educado, elegante y con una conversación que fascinase a la gente. Tenías que ser divertido y nunca pesado. A todo el mundo le encanta perder el tiempo en horas laborables. Eso requiere ser divertido, con una conversación chispeante, y saber ir al grano cuando lo requiera el negocio y, sobre todo, saber resolver los problemas que surgen en una instalación en marcha. Parte de mi experiencia laboral la recogí en el libro La jungla enmoquetada, que Alianza Editorial me publicó y que escribí poco después de marcharme de la multinacional americana.
Los yanquis de entonces, y también los de ahora, no soportan que envejezcas. Hacerlo está considerado un crimen nefando. Y aunque tú les decías y les jurabas por tu madre que no era nada personal, que solo se trataba del paso del tiempo, los directores no te creían. No podías engordar, ni ser bajito. Si no tenías pelo lo mejor era hacerse un trasplante y si engordabas lo recomendable era pasarse por una clínica y someterse a una liposucción. El envejecer, la experiencia acumulada, son patrimonios que no valoran las direcciones generales. La gente joven no tiene familia, ni hijos en la universidad. Se conforman con ganar una miseria y son fácilmente manipulables. Los comerciales no se jubilan. Yo aguanté hasta los 56 años. Lo mío fue una heroicidad. Naturalmente me echaron, me pusieron en la calle con una cantidad bastante superior a la legal y, desde que cumplí los 65 años, cobro una pensión muy decentita en que yo no he necesitado hacer aportaciones porque la compañía las pagó en mi nombre.
Yo no podría haber ejercido una profesión absorbente, que te esclavice y a la que tengas que dedicar todas tus horas, porque mis prioridades eran escribir y coleccionar. Como escritor he sido poco prolífico: unos dos mil quinientos artículos y una veintena de libros. Eso sí, bien pagados. Que qué lugar ocupo dentro del mundo literario. Un puesto modesto. La escritura puede prescindir de mí tan ricamente, pero yo no habría podido vivir sin la literatura. He dedicado tiempo a la gastronomía, pero también he escrito ensayo, narrativa, costumbrismo. El ser un reputado crítico gastronómico, con una página en la revista especializada de más tirada del país, me ha permitido ir de congreso en congreso y ser jurado en múltiples concursos de cocina. He procurado hacerme un nicho y ocupar en el mercado el papel de escritor gastronómico, no de técnico en gastronomía. Preferí, en los medios en que he colaborado y colaboro en la actualidad, ocuparme de los temas periféricos de las cosas del comer, como las miguitas del mantel u otras cuestiones triviales en lugar de hacer críticas complacientes o laudatorias. Si me he metido con alguien de forma dura ha sido con los de arriba, nunca con los jóvenes que empiezan o con los cocineros de brazo. He escrito libros muy bien pagados que todavía no se han publicado y dedicado cientos de horas a proyectos como La Quijana, un pliego de cordel, un libro por entregas que iba escribiendo a medida que se publicaba en una modesta revista mensual en la que no percibía ningún ingreso. Las horas que hurté al trabajo las dediqué a holgazanear y a buscar objetos para mis colecciones en mercados, casa de antigüedades y mercadillos. Una colección me llevaba a la otra y la última se encadenaba con la primera y compartía objetos con otras varias.
Naturalmente, para llevar esa vida ociosa tienes que mentir, engañar, cubrir informes de actividad falsos. Pero todo eso tiene que tener un fondo moral. Para hacer ese tipo de vida tienes que ser profundamente honrado. Si yo hubiese sido un jefe de contabilidad, que lo he sido, y no trabajase, se notaría mucho y mi empleador me pondría en la calle por ser ineficaz. Cuando yo engañaba fue cuando trabajé para los americanos. Ahí sí que podía medir mi rentabilidad con los beneficios de la empresa. Y yo fui un profesional rentable que en los treinta años que ejerció su oficio derrotó en su territorio al líder del mercado, a IBM, logró vender miles de millones con un beneficio espectacular; formé, antes de la existencia de 4B o de otras corporaciones de cajeros, una que funcionaba exclusivamente entre mis clientes, los bancos Herrero, Gijón, Pastor, Asturias, Masaveu. Vendí los primeros cajeros automáticos del mercado. La compañía para la que trabajaba, como es lógico, me empleó para vender, no para trabajar. Y ella se llevó la parte del león, ganó gracias a mi gestión cientos de millones de pesetas y yo algunas decenas, cantidades que me permitieron llevar una vida de clase media alta, mandar a mis hijos a estudiar al extranjero y vivir de forma espléndida.
Soy un hedonista y me gustan los placeres de la carne, sobre todo los de la carne asada. La buena comida, el lujo, el buen vino, me agrada que estén en mi mesa y no desdeño hincarle el diente a una buena cigala o a un lubrigante con mahonesa. No me agrada demasiado viajar, creo que esa actividad está claramente sobrevalorada, pero he viajado mucho, conozco medio mundo y al hacerlo en convenciones y como premio o con mis clientes para ver instalaciones, siempre me he hospedado en hoteles de lujo. Actualmente tengo 83 años y gozo de buena salud. No sé lo que me deparará el futuro, que necesariamente tiene que ser corto aunque sea largo, pero en estos momentos puedo asegurarles a ustedes que cuando me marche, que no quisiera prolongarlo demasiado, podré decir que me he divertido, he reído, vagueado mucho y dedicado las horas más felices de mi vida a coleccionar los objetos de los que me ocuparé en los capítulos siguientes. El trabajo lo he conocido solo de refilón; en sentido estricto debería decir que me iré de este valle de lágrimas sin catarlo.

José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Recientemente ha publicado Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
Excelente y divertido artículo de un estupendo prosista, amigo de sus amigos y estupenda persona.
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