/ por Pablo Batalla Cueto /
Martes, 27/7/2021. Circulan por las redes sociales unas imágenes de los Juegos Olímpicos de un entrenador de gimnasia que agarra a una de sus deportistas antes de que salte al ¿ring?, ¿cuadrilátero?, ¿cómo diablos se llama el espacio en el que los gimnastas hacen sus piruetas?, zarandeándola y dándole dos tortazos muy brutos en las mejillas para algo así como animarla, ponerla a tono.
Si no quiere abolir el deporte de élite, no es mi revolución.
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Cuenta Edgar Straehle en Twitter que en la Edad Media las reliquias de los santos tuvieron tanto valor que hubo un tráfico de ellas, a menudo se robaron para revenderlas y, según Patrick Geary, si alguien se ganaba fama de santo en vida, se le podía llegar a intentar matar para apropiarse de sus despojos: así, «los restos de Simeón Estilita y Francisco de Asís, por ejemplo, fueron buscados afanosamente incluso antes de que se produjera su fallecimiento; siempre estuvo presente el peligro de que asesinaran a los santos o, al menos, de que robaran los despojos una vez acaecida su muerte para apropiarse de las reliquias».
Miércoles, 28/7/2021. De un iluminado llamado Vanché cuenta Albert Londres en Terrorismo en los Balcanes, de 1931, lo siguiente, que leo citar a Gregorio Luri:
«Bien mirado, no es el diablo. A fin de cuentas, sólo tiene un defecto: mata a todos aquellos que no comparten su opinión. Y ya está. Ni está loco, ni es un iluminado, ni es un impulsivo: es un lógico. Puesto que no puede tolerar los obstáculos, los suprime. Denle lo que desea: enseguida guardará sus bombas y sus revólveres. Él mismo lo escribe en su diario. De momento advierte que le resulta imposible parar. ¿Qué ocurriría si dejase de asesinar? ¡Bulgaria se llenaría de gente que no piensa como Vanché!».
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Me descubren un texto precioso de David Graeber, donde el difunto antropólogo vindicaba los cuidados y rechazaba la rispidez utilitarista, materialista y obrerista en nuestra mirada del mundo del trabajo. Explica por ejemplo Graeber que
«Incluso en los tiempos de Karl Marx o de Charles Dickens, los barrios obreros albergaban muchas más criadas, limpiabotas, basureros, cocineros, enfermeras, conductores, profesores de escuela, prostitutas y vendedores ambulantes que obreros en las minas de carbón, en las plantas textiles o en las fundiciones de hierro. Y esa diferencia es aún mayor hoy en día. Lo que consideramos como trabajo arquetípicamente femenino —cuidar de personas, velar por sus deseos y necesidades, explicar, reconfortar, anticipar lo que el jefe quiere o está pensando, por no mencionar el cuidado, la supervisión y el mantenimiento de plantas, animales, máquinas y otros objetos— representa una proporción mucho mayor del trabajo realizado por las personas de clase obrera que martillear, tallar, cargar o cultivar.
»Esto es así no solo porque la mayoría de las personas de clase trabajadora son mujeres (ya que las mujeres son mayoría en el conjunto de la población), sino porque tenemos una visión distorsionada incluso de lo que hacen los hombres. Tal y como los huelguistas del metro han tenido que explicar recientemente a los usuarios indignados, los revisores no solo se dedican a comprobar billetes: de hecho, pasan la mayor parte de su tiempo explicando cosas, arreglando problemas, buscando a niños perdidos y cuidando de ancianos, enfermos y desorientados».
Graeber señala también, y me parece muy interesante, cómo
«los que están en el nivel inferior de cualquier acuerdo social no igualitario tienden a pensar más en los que están arriba —y por lo tanto a preocuparse más por ellos— de lo que los de arriba piensan o se preocupan por los de abajo. Las mujeres de cualquier procedencia tienden a pensar más en las vidas de los hombres, y a saber más de ellas, que los hombres respecto a las mujeres. De igual manera, los negros saben más sobre los blancos, los empleados sobre los jefes y los pobres sobre los ricos».
Nunca he leído más que textitos sueltos de Graeber, a quien gente a la que admiro mucho me ha recomendado siempre muy encarecidamente. Creo que ya va tocando ponerme con sus libros. Me recomiendan mucho En deuda: una historia alternativa de la economía. Me lo voy a comprar.
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La laureada gimnasta Simone Biles ha declinado participar en varias pruebas de los Juegos Olímpicos para cuidar de su maltrecha salud mental, cuestión lacerante, esta de la devastación psicológica que generan el deporte de élite y el turbocapitalismo en general, que la atleta ha contribuido de este modo a lanzar al centro del debate público. Pues bien, Charlie Kirk, un enfant terrible de la ultraderecha estadounidense, miembro del Partido Republicano, clama que Biles es una «vergüenza para el país» y una «egoísta sociópata» y que estamos criando débiles y cobardes. Jónatham Moriche dice que el Partido Republicano, y por extensión sus aliados internacionales, son el ISIS de Occidente; el Mal teológico encarnado en un partido político. Visto está que no le falta razón.
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Es lo corriente que la parte delantera de mi coche vaya llenándose de mosquitos aplastados por la velocidad del vehículo, que dejan en él unos rayones de sangre que cuesta muchísimo limpiar. Pero hoy mi bólido ha aplastado un bichejo distinto: una mariposa que se ha quedado pegada a la matrícula, pero con dos hermosas alas intactas y desplegadas. Un pequeño cadáver exquisito. Nunca he sentido pena por los mosquitos, aunque la imagen de mi coche masacrando enjambres completos sí ha acudido a veces a mi mente como una alegoría del turbocapitalismo. Pero esta otra imagen sí me ha perturbado. La utilidad arrasando la belleza.
Jueves, 29/7/2021. Me dice un amigo con quien converso sobre la desasosegante estampa de división, inutilidad y sálvese quien pueda que ofrece hoy la izquierda alternativa, y con quien bromeo que llega uno a pensar en votar al PSOE, que él lo ha hecho algunas veces, que no pasa nada y que lo considera algo así como limpiar el baño: una actividad desagradable pero que de vez en cuando toca. Yo nunca lo he hecho, me resisto a hacerlo y creo que no lo haré, pero confieso que, últimamente, la posibilidad se me pasa por la cabeza. Nos merecemos un castigo.
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Abre Jorge Tamames un debate interesante en Twitter:
«Reacciones bastante peregrinas al tema Simone Biles. Sí, su gesto es muy respetable. Sí, hay que poner en valor la salud mental en cualquier ámbito. Pero de ahí a que el deporte de élite está mal por ser competitivo hay un abismo. La idea de que todo lo relacionado con la competición merezca una condena. Que te regañen por disfrutar boxeando porque la violencia esto y la masculinidad tóxica aquello. Son planteamientos que me producen una pereza descomunal. Soy un gran hater de actividades que considero estúpidas o estéticamente poco agraciadas. Parkour, skate, golf, paddle-surfing, trail running, los cursillos de defensa personal. Todo esto disfruto detestándolo. ¡Pero no hay que convertir tus manías en prescripciones sociales!».
Le comento que a mí hay algo que me resulta muy curioso en las reacciones al asunto Simone Biles y en quienes la están acusando de algo así como traidora por su renuncia a competir: no se explicita traidora a qué, no es a la patria y creo que es al deporte en sí; al deporte divinizado como tal. Lo que me repele a mí del deporte de élite es eso: no la competición, que es algo sano en una proporción sensata, sino la sacralización, la conversión del deporte en un dios celoso al que hacer sacrificios y por el que sacrificarse. Entra entonces Jon U. Salcedo en la conversación aportando esta cita de Antonio Rivera en La segunda realidad del totalitarismo:
«Para Pascal, no obstante, divertissement es un concepto ambiguo. Por un lado, tiene una saludable función pragmática, en la medida que nos impide caer en la desesperación. Mas, por otro, resulta perjudicial cuando se transform el objeto del divertissement —el juego— en lo serio, en el fundamento de nuestra existencia. O en otras palabras, cuando la realidad del juego sustituye a la primera realidad —la que desvela nuestra insuficiencia y límites— y pensamos que la posesión de las cosas que buscamos nos harán verdadera y definitivamente felices».
Víctor Muiña comenta que «hay un aspecto que está quedando en segundo plano y es clave en el conjunto de reacciones: estas cosas, hoy día, solo las hace o denuncia quien puede permitírselo. Es lo mismo de siempre one more time», y le respondo que estoy de acuerdo y que me recuerda a cuando murió la duquesa de Alba y en sus obituarios se la alabó como una mujer rebelde e iconoclasta que vivió como quiso. Es fácil ser rebelde cuando eres multimillonaria.
César Rendueles entra también en esta charla que demuestra que Twitter puede ser un lugar luminoso y enriquecedor si sabe uno poner los filtros y diques adecuados, que impidan que la idiocia anegue su timeline. Dice: «Lo que es inaceptable del deporte de élite es que sus objetivos colonicen el deporte de base. De hecho, la denominación deporte de base ya sugiere que su objetivo es alimentar el embudo de la élite». Esos partidos de alevines en los que padres enloquecidos insultan al árbitro o a los niños rivales del suyo y al suyo envenenan con el credo infame de la competición.
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OKDiario publica una entrevista póstuma con Menchu Álvarez del Valle, la recién fallecida abuela asturiana de la reina Letizia Ortiz. No he querido leerla por no darle ni una sola visita al pútrido libelo de Eduardo Inda, pero he visto algunos titulares. La conversación consistió básicamente, parece ser, en una retahíla de insultos clasistas y soeces a Pablo Iglesias, a quien Álvarez del Valle se refiere en todo momento como el Coletas y califica de «gilipollas» y de quien dice que Protocolo no debería haberlo admitido en Zarzuela en mangas de camisa. Y bueno. Yo de protocolo no entiendo, pero me parece que pedir que no se publique una entrevista hasta después de que te mueras porque en ella te dedicas a injuriar a una persona como un borracho de taberna es de un precipitarse hacia la deselegancia bastante importante, la misma carencia galopante de savoir être que ella critica en Iglesias. Pijos: siempre un dios para ellos y otro para los demás.
Viernes, 30/7/2021. Anoche soñé que se acababa el mundo. Me hallaba en una posición elevada desde la que vislumbraba un amplio paisaje costero. Grandes y bruscos agujeros devoraban pueblos enteros y el mar se precipitaba por un sumidero enorme. El suelo se iba inclinando también hacia él. La gente chillaba horrorizada y trataba de huir. Me desperté. Después volví a dormirme y a soñar, esta vez, un viaje por las repúblicas exsoviéticas centroasiáticas: Kazajstán, Uzbekistán, Tayikistán, Uzbekistán. En Tayikistán nos alojábamos en una casa de Arturo Pérez-Reverte en la que dormíamos en jergones de paja en el suelo bajo un gran retrato de Joseph Conrad, y de la que yo me marchaba antes que mis compañeros, en plena madrugada, porque tenía cita para algo así como un masaje en León. En el camino de vuelta, en Kazajstán, y tras recorrer una sucesión de caminos pedregosos y atravesar una enorme fiesta de prau, me encontraba en una estación de tren a Rubivi, un compañero del instituto del que hace años que no sé nada. Era vendedor ambulante de algo así como alfombras persas. En el momento en el que me desperté de nuevo, charlaba con él mientras, en el fondo de la escena, un reactor nuclear descalabrado vomitaba cinco caudales de humo naranja que amarilleaban el cielo. Qué cosa tan fascinante son los sueños.
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Subrayo este pasaje de Si la adelfa sobrevive al invierno, la novela que estoy leyendo, que versa sobre la decadencia de la lengua arrumana, un idioma romance emparentado con el rumano pero hablado en diferentes puntos del norte de Grecia y el sur de Albania y Macedonia: «En una ocasión me echaron de la escuela griega por hablar mi idioma —dijo Alcibiades […]—. ¡El cobarde del profesor también lo hablaba en casa! Cuando se lo dije, lo admito, con cierto descaro, me gritó que para eso estaba hecho. Un idioma para hablar en casa. ¿Verdad que tampoco cagas en público? […]».
La diglosia: una lengua para el hogar y otra para las cosas importantes. Me acuerdo de esto de Pachu’l Péritu en 1921, que recogía años ha Ramón d’Andrés en un artículo titulado «Una güeyada a les referencies escrites so la vitalidá del asturianu»:
Los dialectos son perbonos
pa falar col vecín cada paisanu,
pero non pa dise con sos tonos
más allá del llinderu provincianu.
[…] Y el bable, manque ye llingua galana
sirve pa… falucar pela quintana.
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Leo que —según Heródoto— el oráculo de Delfos podía ser sobornado, y de hecho lo era con frecuencia. Leo también que el rey asirio Senaquerib dividía a sus adivinos en grupos, y sólo se fiaba de las profecías unánimes. Un hombre sabio.
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Leo una historia que me divierte. El boxeador cubano anticastrista, nacionalizado español, Enmanuel Reyes, se enfrenta en las Olimpiadas al también cubano, pero leal a la Revolución, Julio César de la Cruz, a quien promete «arrancar la cabeza» y gritar después «¡patria y vida!». Gana, sin embargo, De la Cruz, que entonces grita el famoso lema revolucionario: «¡Patria o muerte! ¡Venceremos!». Los riesgos del bocachanclismo.
No sabía, lo descubro así, de este «patria y vida» con que los anticastristas replican el famoso lema revolucionario. Me ha hecho acordarme de una campaña que conocí en Chile y que pide cambiar el lema del país, «por la razón o la fuerza», por «por la fuerza de la razón». Son curiosas estas batallas lemáticas.
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Pienso últimamente en la libertad; en cómo reivindicar desde la izquierda ese concepto valioso del que la derecha neoliberal se ha apropiado con desparpajo. Creo que la fórmula es la siguiente: entender la libertad como un bien o un recurso que, como todos, debe repartirse equitativamente entre toda la población, de tal modo que no ocurra que unos tengan mucha libertad a costa de que otros tengan poca o ninguna.
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Últimamente escucho a Joan Baez en bucle. Me ha acompañado toda mi vida, desde la infancia, cuando mi padre ponía en casa un elepé de sus canciones en español o, en el coche, una cinta de cassette pirata que comenzaba con su versión de Blowin’ in the wind, que conocí primero cantada por Joan que por Dylan. Cuando estoy triste o angustiado, Sweet sir Galahad, su versión de Let it be, Sad eyed lady of the Lowlands, Prison trilogy, Diamonds and rust, obran un efecto casi mágico en mí; me calman como nada lo hace.
Hace unos años fui a un concierto suyo en la Laboral, en Gijón. Me gustó, pero salí de allí un poco acongojado: la vi anciana, apagada, melancólica. No tenía por qué esperar otra cosa en una persona de casi ochenta años. No la esperaba. Pero el choque entre la Joan Baez de mis cintas, mis discos y mis listas de Spotify, entre su voz juvenil congelada en el tiempo, y la Baez real no dejó de sorprenderme y de desasosegarme. Me pasó lo mismo con Paco Ibáñez. Fui a dos conciertos suyos, uno en Avilés y otro en Gijón. Lo vi anciano, apagado, melancólico. No se pueden tener ídolos medio siglo mayores que uno.
Sábado, 31/7/2021. Simone Weil en El desarraigo:
«La oposición entre pasado y futuro es absurda. El futuro no nos aporta nada, no nos da nada; somos nosotros quienes, para construirlo, hemos de dárselo todo, darle nuestra propia vida. Ahora bien: para dar es necesario poseer, y nosotros no tenemos otra vida, otra savia, que los tesoros heredados del pasado y digeridos, asimilados, recreados por nosotros mismos. De todas las necesidades del alma humana, ninguna más vital que el pasado. El amor por el pasado nada tiene que ver con una orientación política reaccionaria. La revolución, como cualquier actividad humana, toma todo su vigor de una tradición. Marx así lo comprendió cuando, al hacer de la lucha de clases el único principio de explicación histórica, hundió esa tradición en los tiempos más lejanos. A principios de este siglo pocas cosas en Europa estaban más cerca de la Edad Media que el sindicalismo francés, único reflejo entre nosotros del espíritu de los gremios. Los débiles restos de este sindicalismo son las chispas que con más urgencia hay que avivar».
Domingo, 1/8/2021. Hay una anécdota de cuando era pequeño que tengo grabada. Sobre el odio de clase. Fue durante un verano aprendiendo inglés en Inglaterra. Teníamos una profesora que era una señora mayor muy entrañable, muy dulce. Por lo que allí nos contó, se deducía que era también una señora de posibles. Tenía un piso en Londres y una casa de veraneo en Capri. Bien. En una ocasión, nos puso el ejercicio de hacer una pequeña disertación sobre algún personaje al que admiráramos; y nos pidió, en primer lugar, que comunicáramos a la clase a quién habíamos escogido y por qué. Yo y mis ínfulas revolucionarias adolescentes escogimos al Che Guevara. «He fought and died for a better world for everyone», argumenté, o algo por el estilo. No olvidaré nunca cómo a aquella señora siempre sonriente se le demudó, entonces, bruscamente el gesto. Frunció el ceño en evidente gesto de profunda indignación, me miró con ojos fulminantes y me espetó: «He was a terrorist!».
Lunes, 2/8/2021. Curiosa sucesión de modestas disidencias de la fe competitiva en los Olimpiadas: al abandono de Simone Biles se suma cómo Ana Peleteiro, bronce en triple salto, celebra eufórica y dando saltos de alegría el oro de su rival y amiga, la venezolana Yulimar Rojas; o los saltadores de altura Essa Barshim, de Qatar, y Gianmarco Tamberi, de Italia, empatados y que deberían seguir saltando para dictaminar el ganador, deciden detener la competición y compartir la medalla de oro y se abrazan efusivamente. Se alzan voces antipáticas contra todo ello; militancias del sufrimiento ajeno que claman que el deporte va de competir implacablemente, de querer pisar al otro sin cuartel. Son los mismos que compadrean con el fascismo renaciente o se adhieren directamente a él y pienso que tal vez esta insurgencia de odio sea la reacción a una primavera de la justicia, de la empatía, del desbarajuste de jerarquías y órdenes establecidos, igual de impetuosa, o que puede llegar a serlo. Tal vez haya esperanza después de todo.
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Leo que Habermas dijo en un debate, en 2011, que la única manera de liberarse por completo de influencias nazis es ser firmes ante el anticomunismo. Sabias palabras: la sutil diferencia, que no todo el mundo comprende, entre no ser comunista y ser anticomunista. Como comentaba hace tiempo Germán Cano, «hay muchos tipos de comunismos, algunos totalmente deleznables, pero desde hace décadas hay un solo anticomunismo ideológico: y tiene a sus espaldas las mayores regresiones e involuciones históricas. Esto también ha de tenerse en cuenta». Ismael Saz comentaba a su vez la paradoja
«de que el final de la guerra fría y la desaparición del comunismo haya supuesto el inicio de una formidable ofensiva anticomunista. Por supuesto, tal ofensiva es, hasta cierto punto, tan justa como necesaria, pero si se observa más el cómo y cuándo de la misma se podrá convenir con facilidad que el gran objetivo no eran tanto los comunistas como los amigos de los comunistas, no tanto la cultura comunista como la cultura del antifascismo».
Tengo para mí que es importante explicar esto último a cierto obtuso tipo de socialdemócratas. Decirles: no van a por nosotros. Van a por vosotros.

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).
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Magníficos estos apuntes sobre la conocida frase de la habitación de Pascal, una de las estancias del pensamiento occidental más visitadas con citas y comentarios. La habitación de Pascal sigue vacía.
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