Creación

Sueño de una mañana otoñal

«Sandra estaba parada en una esquina de Central Park West y calle 72, esperando la luz verde. Al mirar hacia arriba del edificio de enfrente, vio la conocida figura, nítida y representativa. Era John Lennon». Un relato de Rodolfo Elías

/ un relato de Rodolfo Elías /

Sandra estaba parada en una esquina de Central Park West y calle 72, esperando la luz verde. Al mirar hacia arriba del edificio de enfrente, vio la conocida figura, nítida y representativa. Era John Lennon que, enfundado en un suéter negro, apoyaba sus manos en el alfeizar de una ventana e inclinado miraba hacia abajo; precisamente en dirección de ella.

Al hacer contacto con la mirada de la muchacha, él asintió con la cabeza. Enderezándose, se quitó los lentes obscuros con aros color marrón y los dos permanecieron así por un largo instante, mientras la luz del semáforo cambiaba de rojo a verde… y a rojo otra vez. Después, Lennon se puso los lentes, que sostenía en su mano derecha, mientras que con la mano izquierda hacía la conocida señal de amor y paz. A la señal de amor y paz le siguió una seña con la misma mano, en invitación a que Sandra viniera hacia él, para luego desaparecer de la ventana. Sobre el edificio Dakota revoloteaban aves de plumaje obscuro como cuervos.

El reloj sonó, despertándome con un gran sobresalto. Había dormido casi doce horas y estaba empapado en sudor; también me di cuenta que me había orinado en la cama. Tanta así era mi pasión por Sandra, que un sueño podía ser el detonador de tantas cosas. A John Lennon tenía tiempo odiándolo, porque lo consideraba un farsante, y ahora me daba un motivo más.

Me cambié inmediatamente de ropa, le di un trago largo a una botella de Black Velvet y me fajé la .38 Smith & Wesson, para salir a la calle. Ni siquiera pensé en tomarme la medicina. Tenía que encontrar a Sandra antes que el sueño se hiciera realidad. Fui a buscarla al restaurante donde trabajaba de noche y me dijeron que ya había salido, agregando algo más en inglés, de lo cual yo sólo entendí «Dakota building». Mi pesadilla estaba haciéndose realidad.

Sandra trabajaba en Central Park West, a un par de cuadras del Dakota, hacia donde me dirigí. Cuando llegué ahí quise entrar, pero el área estaba acordonada y había mucha gente —por no sé qué razón— así que no me dejaron pasar. Algunos en la multitud lloraban, y todo era tan confuso.

Frustrado, me devolví rápidamente al apartamento, a esperar a Sandra. Cuando llegó, se miraba desencajada. «El remordimiento», dije para mí mismo. Nomás alcanzó a proferir unas palabras: «¿Ya supiste lo qué pasó?», preguntó. «¡Claro que supe lo que pasó, perra traidora!», le contesté enervado; y antes de que dijera nada más le presioné el cuello con ambas manos por un largo rato, hasta cerciorarme que ya no respiraba. Esperé a que se hiciera noche y al oscurecer fui a echar el fiambre en uno de los contenedores de basura que había en el callejón, atrás del edificio de apartamentos. Regresé a mi piso, me fumé un carrujo de mariguana y me eché a dormir no sé por cuántos días.  

Cuando desperté, en lo primero que pensé fue en acabar el trabajo que había empezado. Así que, armado con mi 38, dejé el apartamento rumbo al destino concluyente de mi misión. Llegué al edificio Dakota y después de una leve conversación en español con el portero, que dijo llamarse José, le pregunté por John Lennon.

—¿Para qué lo que quieres? —me preguntó con su acento cubano.    

—Para matarlo —le contesté. Y abrí mi sacó para que viera el arma.

—Pues ya se te adelantaron —me dijo en tono burlón—. Hace tres días que lo mató un loco; ahí donde tú estás parado —y soltó la carcajada—. A todo esto: ¿por qué tú traes pistola chico? ¿Acaso eres policía? —me preguntó José ya en tono serio—. Aquí sólo los policías cargan fierro. ¿Eres policía? —preguntaba insistente.

Cuando le dije que no, quiso saber a que me dedicaba y le dije que era actor, lo cual equivalía a muchos oficios a la vez; como guardia de seguridad, por ejemplo. Entonces caminó a la caseta y marcó un número en el teléfono. A los pocos minutos llegó la policía a levantarme. Y es todo lo que recuerdo. De eso hace cuarenta años, y ya no he dejado de tomar la medicina.

Acúsome Padre de ser un asesino. He matado con mis propias manos. Yo creo que no tengo perdón de Dios, pero con su absolución me basta. Ningún otro clérigo ha querido absolverme. ¿Cómo? ¿Qué quiere decir con eso de que yo no he matado a nadie? ¿Entonces que estoy haciendo aquí en Attica…? Eso significa que al no saber porque estoy aquí, nunca alcanzaré la absolución.

A crowd of people turned away
But I just had to look, having read the book

John Lennon/Paul McCartney


Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español.

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