/ por Francisco López Porcal /
Los imaginarios, sueños e ilusiones, literatura en sí, habitan en recónditas y minúsculas veredas de la memoria, y aunque el tiempo se convierta en el mayor enemigo de su fragilidad, el narrador, en su esfuerzo por llegar a ellos, recompone aquellos episodios borrosos dañados por el extravío en un difícil equilibrio entre ficción y realidad. Gazeta de la melancolía (2020, Libros Canto y Cuento), de Víctor Colden (Madrid, 1967), es un ejercicio de la reminiscencia, de la menudencia azoriniana y del relato corto que bebe en las fuentes de Cunqueiro, en ese articulismo literario que incluye relatos y divagaciones tan propios del escritor gallego. Y Colden lo hace de manera muy bella y cuidada en una prosa que es poesía, o en una poesía que es prosa, anotando en su cuaderno momentos de gran expresividad y color otoñal, como «árboles de oro café», o invernal, el frío, la niebla, la nieve suave, «los tonos delicados del liquen», sin olvidarse del estío, detalles insignificantes a los que dota de un gran lirismo: «Y allí, a la sombra del Urbión, solo y en silencio, ausculté un goteo menudo como de plata y cristal».
En realidad, Gazeta de la melancolía es todo un elogio hacia el silencio y la soledad de las carreteras secundarias, las preferidas por el espíritu vagabundo del narrador que en la insignificancia cree encontrar la esencia de la verdad oculta, de lo auténtico, lejos del trampantojo y del teatro del mundo, en espacios de silencio perfecto, de murmullos líquidos, de ermitas y humilladeros. Pues como recordaba Octavio Paz en su poema «El pájaro», «la transparencia del espacio era la transparencia del silencio». Toda una menudencia perdida en la inmensidad del cosmos, y que Colden eleva a lo sublime mediante rasgos azorinianos, con «palabras sencillas, bien cortadas, significantes», como confiesa el propio autor madrileño, teñidas quizás de verde oscuro, la tonalidad del bosque, atributo de la profundidad del propio ser, porque «bosque era otro nombre del laberinto».
El texto adquiere en ocasiones un tono de confidencia utilizando la segunda persona, un reproche hacia su propio yo interrogándose sobre sus creencias y sus escepticismos, su apuesta por la verdad, a la usanza de autores como Cervantes, Galdós, Zambrano y su particular manera de ver el mundo, como la del propio narrador, en la conversación apacible, en la quietud de las montañas o en la levedad de los copos de nieve: «Absurdamente, tu fe también incluye el murmullo de los aspersores en un parque vacío, los barrancos de la estepa aragonesa en que se refugia el verdor y todos los rincones donde alguien cuida un huerto o riega unas plantas. (Ese cariño y ese empeño ha de salvarnos a todos, si es que algo ha de salvarnos)».
En esa constante búsqueda de la verdad, Colden hurga con minuciosidad en lo proustiano; en esa capacidad de describir fragancias y sensaciones incrustadas en los recovecos del recuerdo. Porque buena parte de la actitud del individuo ante su entorno puede estudiarse, como nos recuerda Georges Matoré, a través de las concepciones espaciales potenciando el efecto visual y sensorial de los objetos albergados en el espacio narrativo. En este sentido, el lexicógrafo francés señala que:
«Les manifestations tactiles des écrivains les plus originaux ne constituent pas des mondes fermés et isolés les uns des autres mais semblent s’orienter autour de certains polarisations collectives. […] Alors que les couleurs peuvent jouer le rôle d’archétypes, mais conservent toujours un caractère de gratuité esthétique ou d’option intellectuelle, les sensations thermiques et tactiles liées davantage à notre moi profond et notamment à la sexualité, et se trouvant en quelque sorte au centre de notre être sont associées de manière plus intime (de même que les sensations gustatives) à l’ensemble des faits de conscience».
Unas sensaciones, las que indica Matoré y llevadas a la práctica por Colden, que informan del marco espacial en un intento por atrapar la vida que se escapa como el agua entre los dedos de las manos, resonancias manriqueñas presentes en el espíritu del autor. Fogonazos de regreso al pasado en los sorbos de licor de la petaca a la que alude Cunqueiro «concede al que lo toma la facultad de revivir cualquier momento de su existencia». Y ese licor del recuerdo arrastra al narrador a ciertas divagaciones propias del Romanticismo, porque en el fondo Colden es un romántico en su constante alusión a la naturaleza, en ese ascenso a Peñalara una madrugada cristalina, o en la nostalgia de los paraísos perdidos de juventud: «Nos desnudábamos al sol y nos metíamos en el agua helada dando gritos de dolor y alegría, nos bebíamos las cervezas puestas a remojo y yo miraba tu cuerpo blanco. Esos días se fueron, sí, pero el recuerdo permanece».
Pero también se encuentra presente en la predilección del autor por los ambientes nocturnos rodeados de misterio. Constituyen en sí una llamada a lo fantástico. ¿Podríamos decir que el Romanticismo inventó la noche? Novalis encontró en sus Himnos encontró en la oscuridad una caudalosa fuente de inspiración. Colden también sigue los pasos del escritor alemán y siente el impulso de la soledad y la clausura en su escapada a un monasterio en la ribera del Duero. Un cenobio envuelto de fantasmagóricas nieblas cerradas, donde la mitología parece colmar la oscuridad en criaturas herederas de los espíritus del agua y los bosques de la tradición celta. Ya lo apunta Gilbert Durand: «La noche viene a reunir en su sustancia maléfica todas las valoraciones negativas». Y Colden no deja dudas al respecto sobre su relación con el medio físico que le rodea:
«He pasado el día escribiendo. Pero lo primero, antes del desayuno, ha sido la caminata por el frondoso bosque de Valvanera. Que me busquen aquí si alguna vez desaparezco. En mi cuartito hace un poco de frío, pero trabajo abrigado y con la manta por los hombros. […] Impresionante subida, esta mañana, a los Pancrudos que cierran el valle. Empecé a caminar a las siete y media, a oscuras. Frío, nieve, silencio, soledad. […] Miedo, de nuevo, en mi paseo nocturno por la carretera. Se oían gruñidos en la espesura».
Todo un misticismo que el autor madrileño identifica con el otoño, o el invierno, el tiempo que se escribe con tinta de melancolía y con luz de azabache, un oxímoron perfecto para describir su íntima fusión con ese «ambiente dulzón y ligeramente picante que pedía una fogata, castañas, vino tinto (a ser posible, mencía gallego o del Bierzo)». Y de nuevo la niebla en las fragancias de otoño, que emborronan el contorno de los recuerdos hasta convertirlos en vagas sensaciones perdidas en un lugar de la memoria de cuyo nombre el narrador a veces no es capaz o no quiere acordarse. Quizá porque su petaca secreta de esencia memorial excluye del pasado aquello que no gusta y por ello decide «convocar a voluntad lo mejor de lo vivido».

Víctor Colden
Canto y Cuento, 2020
292 páginas
15 €

Francisco López Porcal (Mislata, Valencia, 1957) es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Valencia (1998) y doctor por la Universidad Cardenal Herrera-CEU de Valencia (2014), con una investigación acerca de la noción de imaginarios en el espacio ciudadano y sus conexiones con el discurso ficcional de la novela. Colaborador habitual en prensa diaria y en publicaciones especializadas, como Revista de Letras, La Vanguardia.com y Makma, revista de artes visuales y cultura contemporánea. Ha colaborado en libros como Santos Juanes: diversas publicaciones sobre esta Real Parroquia (Ayuntamiento de Valencia, 2002) y 101 relatos de la publicidad antigua (Vinatea, 2018). Recientemente he publicado el ensayo La Valencia literaria desde el espacio narrativo (UNED Alzira-Valencia, 2018) y la novela Atrapados en el umbral (Sargantana, 2019).
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