/ por Mario Martínez Zauner /
Un fantasma recorre Europa: el fantasma del cualunquismo, de la clase media conservadora. En ocasiones adopta un aspecto más liberal, en figuras detestables como, en España, las de Cristian Campos o Pedro Herrero; en otras, una apariencia rojiparda con tintes socialdemócratas, en figuras con pretensión provocativa como las de Víctor Lenore o Ana Iris Simón. Pero el sustrato de su lamento es común, puesto que hace intercambiables neoliberalismo y progresismo, buscando culpables del derrumbe social actual en la izquierda posmoderna y oponiéndole sin remedos una cultura proselitista basada en la patria, el trabajo, la propiedad y las buenas costumbres.
No hay mucha distancia de su discurso respecto al elogio de las cañas y las terrazas que condujo a Isabel Díaz Ayuso a su victoria en Madrid. El cualunquismo, por definición, defiende la vida de los cualquiera que no son cualquiera, puesto que con el fruto de su trabajo y esfuerzo (nunca de la herencia y el privilegio) merecen conquistar una posición social estable, la del rentista feliz. Un rentismo popular basado en las hipotecas a interés fijo durante treinta años, defensora de la educación concertada y, por qué no, del pin parental. Una colección de tópicos costumbristas que mira a la sociedad actual y solo ve degeneración, un paisaje lleno de feministas histéricas, de militantes decadentes de lo no binario y poliamoroso, de nacionalistas periféricos exaltados, de caóticos okupas anarquizantes y de una juventud carente de orden y disciplina.
Pero sobre todo lo que siente el cualunquismo es que su época dorada ha terminado y que la compuerta de la clase media aspiracional se cierra a marchas forzadas, arrebatando la promesa a la que debería agarrarse cualquier español de bien: con trabajo y esfuerzo podrás saltar de la condición obrera a la de propietario, y de esta a la de rentista. Las condiciones materiales necesarias para poder formar una familia, honrar la bandera y hacer barbacoa los domingos sin que la sociedad civil se agite en exceso reclamando condiciones de vida dignas y provechosas para todos, no solo para los cualquiera que quieren dejar de serlo. Así es como el cualunquismo entona un gran ¿qué hay de lo mío? que se adapta perfectamente al fundamento meritocrático de la sociedad neoliberal: la propiedad para quien la merece.
Su lamento interpela a una base social que no es ni de izquierdas ni de derechas, ni machista ni feminista, ni de rojos ni de azules, cuya representación política es difícil puesto que maneja una ideología difusa, liberal pero no mucho, socialista pero no demasiado. Sucesivos intentos políticos por parte de UPyD o Ciudadanos, de manera moderada, o de Vox y los autodenominados jacobinos de manera más radical, intentan conquistar el espíritu de los cualquiera que no son cualquiera apelando ante todo a la unidad nacional. Aunque de todos modos la tendencia de ese espíritu cualunquista es retornar una y otra vez a la matriz bipartidista original, una parte entregada al desparpajo nihilista de Ayuso (aun teniendo miles de ancianos muertos a sus espaldas) y la otra permaneciendo fiel a la fórmula del PSOE que tan bien resumió el ministro Ábalos, al designar la vivienda simultáneamente como derecho social y como bien de mercado.
Cañas y terrazas, un pisito y que viva España. Desde el más simple de los sustratos afloran relatos anhelantes de la facilidad de acceso a la vivienda de la que disfrutaron generaciones anteriores sin poner en cuestión el modelo que condujo a su imposibilidad actual, y antes que señalar a sus responsables políticos y económicos se proyecta la mirada incriminatoria hacia una juventud enganchada a Netflix y al turismo low cost. La perspectiva cualunquista es poco amiga de los análisis en profundidad y traza una vaga crítica al neoliberalismo sin entrar a debatir sus raíces capitalistas.
En lo que respecta al problema de la vivienda, el establecimiento de bonos fiscales para los propietarios del alquiler podría considerarse un gesto más en una larga lista de despropósitos inmobiliarios en España que se remonta al periodo desarrollista del franquismo, donde ya se impulsó el modelo de vivienda en propiedad, de nueva construcción frente a rehabilitación, de promoción de un mercado expansivo como fuente de acceso directo a la vivienda vía crédito hipotecario. Un modelo que en democracia proseguiría una senda de liberalización progresiva basada en burbujas en las que la proporción de vivienda protegida y la intervención de cooperativas resulta cada vez menor, y por las que el precio se va inflando a la par que los créditos se flexibilizan, hasta llegar el estallido salvaje de 2008.
Y en lo que toca a la izquierda respecto a las políticas de la vivienda en particular y las sociales en general, habría al menos tres factores a destacar: en primer lugar, los partidos en un principio socialdemócratas se mostrarían cada vez más indisimuladamente como partidos socioliberales sin ninguna intención de intervenir el mercado. En segundo, y como complemento de lo anterior, se manifiesta en el seno de la izquierda institucional una tendencia corrupta que va del escándalo de las PSV en el que se vio implicada la UGT de Nicolás Redondo a comienzos de los años noventa a la participación de dirigentes de IU en el entramado de las tarjetas black de Bankia, una de las principales cajas que tuvo que ser rescatada por el Estado y cuyo parque de viviendas pasó a gestionar la SAREB. En tercer lugar, en contraste también con lo anterior, no cabe olvidar una tendencia combativa en la izquierda que abarca desde colectivos como la PAH o Juventud sin Futuro hasta acciones directas de paralización de desahucios y okupación de viviendas, que demostrarían que la lucha material en ningún caso se vio abandonada, y que si acaso tal abandono se produjo en la política institucional y representativa, no en la de la sociedad civil y las manifestaciones callejeras, desde el 15-M hasta la actualidad.
A pesar de estas evidencias sobre la izquierda socioliberal y corrupta y la izquierda efectivamente combativa, desde el cualunquismo se promociona una narrativa reaccionaria, conservadora y resentida que, lejos de apuntar a los límites sociales y económicos del liberalismo y la socialdemocracia, se empeña en mostrar su rechazo a cualquier forma de avance social, material o cultural, banalizando la lucha por derechos civiles (feministas, LGTB, antirracistas, etcétera), denunciando su deriva neoliberal y globalista con un tono conspiranoico, y añorando una especie (inexistente) de capitalismo regulado y sensato, de orden y de ley antes que de costumbres degeneradas, de crédito barato antes que de expropiación y socialización de bienes comunes como la vivienda. La apuesta material del cualunquismo no llega siquiera a igualar la de la izquierda parlamentaria, y ya no digamos la de una izquierda combativa en busca de las vías necesarias para el acceso a una vivienda digna en confrontación directa con su estructura de propiedad actual. Así, mientras en Berlín se plantea un referéndum para expropiar viviendas a fondos de inversión, en España hemos de leer sobre las aventuras y desventuras del cualunquista medio en un PAU madrileño.
Ni las opciones más radicales ni las más imaginativas forman parte entonces del repertorio del cualunquismo. De hecho, en gran medida le producen urticaria, dado que atentan contra su modo de ser definitorio, aferrado a la repetición de un esquema muy básico: trabajo-propiedad-renta. La radicalidad cualunquista asume y reivindica el marco meritocrático del capitalismo, y bajo su retórica obrerista solo es capaz de ofrecer una vaga promesa al trabajador, que consiste en que algunos (pero no demasiados) puedan alcanzar una posición de seguridad mediante su esfuerzo, sin poner jamás en cuestión las lógicas de la valorización constante que condenan a la gran mayoría a una vida en precario. Cuando todo falla, siempre quedan la patria y sus mitos como consuelo.
De ahí que en su discurso solo encontremos la constatación, pero no un intento de explicación serio más allá de pobres metáforas culturales, de la destrucción de los servicios públicos y de cualquier posibilidad de mejora de las condiciones de existencia del conjunto de la clase obrera, incluido un acceso universal a la vivienda, a la energía, al alimento, al trabajo digno y a todo lo que debe incluir una economía basada en el bien común. Bien común, apoyo mutuo, solidaridad…, son términos por completo ajenos al universo cualunquista, que prefiere apelar al honor, a la certeza, a la seguridad de sus individuos por separado, reunidos a posteriori bajo el paraguas nacional. Se produce así una disimulada inversión de los valores sociales de emancipación, a la vez que cualquier atisbo de respuesta social se reorienta por sistema hacia las formas hegemónicas del Estado corporativo, sea en sus brazos mediáticos, en sindicatos perfectamente integrados (ya desde la firma de los pactos de la Moncloa) o en actividades culturales de promoción de la hispanidad. Y aun con todo no pueden evitar giros retóricos clasistas sobre las cajeras más listas del Mercadona para retornar al leitmotiv más propio del capitalismo: la propiedad y el privilegio para quienes lo merecen.
Llegados a este punto, cabe hacer un breve apunte para anticiparnos al chantaje que plantea el cualunquismo: con toda la crítica que exponemos no nos estamos oponiendo de ningún modo a la mejora de las condiciones de vida de las clases trabajadoras, sino, por el contrario, a la supuesta solución que ofrece la añoranza del crédito disponible y de la educación como motor de ascenso social. Ambos mecanismos comparten la lógica del mercado y la desigualdad, y por tanto están desde su punto de partida trucados. Y de este tipo de trampas no solo participa el cualunquismo reaccionario, sino en general toda la articulación socialdemócrata de la demanda social, también la progresista. En ningún caso este marco propone una oposición frontal a las lógicas del mercado y del Estado corporativo, y por ello no es capaz de formular una alternativa genuinamente socialista e igualitaria, dispuesta a poner en jaque a la empresa privada sin tener por ello que sacrificar o despreciar la lucha por los derechos civiles. En este sentido se hace urgente e imprescindible renovar el proyecto populista de izquierdas y empujarlo decididamente hacia soluciones socialistas para la economía, la política y la cultura, dejando atrás el sentido común capitalista de la vivienda en propiedad, el beneficio empresarial, el ascenso meritocrático y la idolatría de la patria.
Puesto que, además, si observamos con algo de atención las dinámicas históricas del capital, y no sin más de su desarrollo neoliberal, podremos comprobar que ese tiempo añorado del crédito accesible y la educación como motor de la promoción y el ascenso social no va a retornar. Aquí los fundamentos del marxismo siguen vigentes: la tasa decreciente de ganancia constituye un factor económico irreversible que se traduce en un grado de explotación cada vez mayor de la fuerza de trabajo, a la vez que conduce al capital a explorar vías de rentabilidad que ya no se ocupan de la esfera productiva sino de la reproductiva: vivienda, alimentación, sanidad, educación, etcétera. Por esta lógica imparable, el sueño socialdemócrata se vuelve social y económicamente imposible, y añorar su retorno, más allá de un breve parcheo, supone ante todo liquidar cualquier imaginario político que desborde los límites ya marcados por el propio capitalismo. En este contexto, el cualunquismo aparece como una retroactividad muy pobre en su propuesta: al qué hay de lo mío le acompaña un virgencita que me quede como estoy (y no por casualidad algunos citan a Camus para señalar resignados que si no podemos transformar este mundo, al menos evitemos que se deshaga).
Toda esta línea de pensamiento, que por su debilidad ideológica ni siquiera merece el epíteto de rojiparda, es la expresión más acabada de la derrota de la clase obrera y de la falta de propuestas para afrontar la tremenda crisis social y ecológica que el desarrollo del capitalismo conlleva. Es una respuesta vulgar y faltona, más encaminada a la provocación que a la propuesta, y que cuando se digna a lanzar algún tipo de alternativa no pasa de una vaga apelación al Estado, el trabajo y la familia. En su reivindicación de lo material no hay ninguna propuesta distinta u original que no figure ya en un programa como el de Podemos, y en su formulación cultural y política no encontramos nada más consistente que la mera anécdota tradicionalista. Se expresa así un fin de la historia retroactivo, motivado en parte por el vértigo de una sociedad capitalista en descomposición, pero también en gran medida por una fe premoderna que paradójicamente se reivindica como auténtico estandarte de la racionalidad ilustrada.
Ante el yermo ideológico que supone aspirar a una repetición sin diferencia alguna, al proyecto cualunquista reaccionario solo le queda lanzar vagas apelaciones a los peligros que nos acechan como una exterioridad respecto de la sociedad civilizada, en la forma de peligrosas sectas cuir y perversos departamentos universitarios financiados por la CIA, o, aún peor, en la de masas de inmigrantes asiáticos y africanos que podrían acabar suponiendo la sustitución étnica de una Europa blanca y civilizada. Es aquí donde asoma con más fuerza el fantasma protofascista del cualunquismo, cuando se habla de no importar la natalidad de fuera, de asegurar la reproducción de la nación biológica, de proteger fronteras y levantar muros, de reivindicar la hispanidad frente al peligro francés y anglosajón. Mientras tanto, en el plano geopolítico se suceden vagas apelaciones a Rusia y China como modelos alternativos a lo neoliberal, como si esos países no contaran con su propia política imperialista y autoritaria, con sus propios mecanismos de explotación de recursos naturales y humanos en pos de la ganancia y el poder territorial.
Mucho ruido y pocas nueces cabe esperar de posturas políticas tan tremendamente indefinidas como la del cualunquismo español, que al fin y al cabo no dejan de compartir el sustrato moral y nacional del capitalismo. Solo pueden alcanzar un consenso amplio en la confrontación con una fantasmagoría progre y posmoderna que amenaza con degenerar la racionalidad occidental, como si esta no estuviera ya lo suficientemente degenerada por su pasado y presente colonial y su vergonzosa operativa de mercados, intervenciones militares, patentes y fronteras. Lo que encontramos en los promotores del cualunquismo, más allá de un indisimulado oportunismo, es una función inversa del gatopardismo: que nada cambie para que todo siga igual. De hecho, casi nunca les vemos confrontando con sus homólogos liberales tipo Juan Ramón Rallo o Daniel Lacalle, y ni mucho menos les vemos enfocar sus esfuerzos hacia la reconstrucción de una potencia social y comunitaria combativa y emancipadora: todo lo que pueda pasar pasará bajo el signo de la patria, la familia y el Estado.
Sin duda, encontramos mucha más dignidad en los cualquiera que no son cualquiera por su confrontación directa con el martillo capitalista, sean las kellys o los riders formando sus propios sindicatos, sea el alcalde del municipio de Batres plantando cara a las empresas eléctricas. Es ahí donde hemos de buscar el futuro de la imaginación política, y no en la añoranza de un pasado que en todo caso no fue como nos lo intentan contar.

Mario Martínez Zauner es escritor, divulgador y doctor en antropología social y cultural por la UAM tras realizar su investigación en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC. Es autor de Presos contra Franco: lucha y militancia política en las cárceles del tardofranquismo y, junto con Jorge Martínez Reverte, de De Madrid al Ebro: las grandes batallas de la guerra civil española.
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