/ una reseña de Fermín Herrero /
Me lo he pasado como un enano (nunca mejor dicho, pues como tal me he sentido en el plano del conocimiento y del pensar) con Biofilia, reunión de escritos de varia ascendencia del naturalista norteamericano Edward O. Wilson, uno de los biólogos fundamentales de nuestro tiempo, que aplicara en otro libro, publicado también por Errata Naturae en su excepcional colección Libros Salvajes, el sintagma sexta extinción como indicativo del desastre medioambiental al que nos enfrentamos, en el que estamos sumidos.
A la manera clásica, circular, Biofilia principia y concluye en Surinam. De entrada se nos adelanta una epifanía en una aldea de este país, unos veinte años antes de su publicación original, en 1984, durante la que el autor comprendió el sentido último del término que tomó como título. Para cerrar, se acerca al lugar de promisión para los naturalistas, un paraíso original, en particular para los ornitólogos, con una reserva forestal única, «un fragmento de la América tropical tal y como era hace diez mil años», convertido por aquel entonces, tras el llamado golpe de los sargentos, en una dictadura bananera dirigida por un golpista que cuarenta años después, tras episodios guerrilleros, sigue en la primera línea política, a la cabeza de una democracia muy inestable.
Los capítulos constituyen diversas catas en su experiencia personal, con una niñez decisiva, bastante asilvestrada, entre Florida y Alabama, pues no deja de ser, relativamente, un libro de memorias, enfocado siempre hacia una defensa a ultranza de la ética conservacionista, en cuya fundamentación recuerda al pionero Aldo Leopold, autor del inolvidable Un año en Sand County. Convencido de que «la preparación para las futuras generaciones es una muestra de la moralidad más elevada del ser humano», llama la atención de que, por encima de la guerra nuclear, el colapso económico, el agotamiento energético o la expansión imperial de los totalitarismos, la catástrofe que nos amenaza más directamente deriva de «la pérdida de diversidad genética y de especies a causa de la destrucción de hábitats naturales perpetrada por el ser humano», tesis plausible que argumenta desde numerosos ángulos.
El ensayo central y de mayor extensión se titula La especie poética (definición de la humanidad debida a Richard Rorty) y solo el cotejo que hace entre la esencia de lo científico y lo artístico, sobre todo en su vertiente visionaria, emparentándolos, valdría por un libro. Me permito espigar alguna de sus reflexiones, tan lúcidas como atinadas: «Los científicos no descubren para saber, saben para descubrir», matización que escapa al común de los mortales y que me parece tan sutil como clarividente; o «los humanistas son los chamanes de la tribu intelectual: los sabios que interpretan el conocimiento y transmiten el folclore, los rituales y los textos sagrados. Los científicos, por su parte, son los exploradores y cazadores». Y en cuanto a lo lírico: «La innovación científica a veces se parece a la poesía; yo diría que es poesía, al menos en sus primeras fases. Podríamos decir que el científico ideal piensa como un poeta, trabaja como un oficinista y escribe como un periodista. El poeta ideal piensa, trabaja y escribe como un poeta».
Por lo menudo, en «el ámbito de lo salvaje», dedica sendos escritos al ave del paraíso y a las hormigas cortadoras de hojas. Si lo relativo a estas últimas es harto curioso, en extremo sorprendente, no menos maravillosa es la descripción de aquella, aunque nunca la viera, por poco, en libertad. Y lo mismo podría decirse, verbigracia, con el bonobo, la salamandra pigmea o diferentes ofidios entre los animales o la calabaza blanca asiática, la palma de babasú y el frijol alado en el reino vegetal. Como muestra de la complejidad de nuestra relación con la naturaleza, nos ilustra sobre «el fenómeno de la serpiente», en su confluencia entre «la ciencia y las humanidades, la biología y la cultura», y sobre la imagen mágica, simbólica, de la Sierpe, «rodeada por un halo de miedo y sobrecogimiento», innatos, entre la fascinación ante la belleza y la aversión ancestral, la veneración y el pavor, aplicable como arquetipo a todas las tradiciones.
Singular interés científico tienen, a mi juicio, la errónea refutación por parte del heredero fundamental del trascendentalismo, Louis Agassiz, de la teoría de la evolución de Charles Darwin, las perspectivas de colonización del espacio extraterrestre mediante estaciones autónomas o la reproducción, a modo de resumen, de sus diálogos con Robert H. MacArthur, la máxima autoridad sobre ecología de su generación, origen de la crucial formulación de la heurística del equilibrio dinámico de las especies, «rama fértil y sofisticada de la ecología».
El entomólogo Wilson, para muchos el biólogo vivo más destacado e influyente, que se retrata como «un cazador civilizado», aplica sus minuciosos conocimientos con una capacidad narrativa poco común, a la vez que se ciñe a lo divulgativo, por lo que su prosa instruye, entretiene y es de mucho provecho. A mayores, desde su humildad —creo que es un sabio—, llega a citar a Bertrand Russell, las Meditaciones de Marco Aurelio como colofón e incluso al Ortega y Gasset de Sobre la caza nada menos que en torno a la atención, que según nuestro filósofo «consiste en no fijarse en lo ya presumido, sino precisamente en no presumir nada y evitar la desatención». No cabe duda de que Wilson ha llevado este principio al terreno laboral y nos lo transmite con amenidad y solvencia.

Edward O. Wilson
Errata Naturae, 2021
256 páginas
20 €

Fermín Herrero Redondo (Ausejo de la Sierra [Soria], 1963) es un poeta que circunscribe la mayor parte de su obra al paisaje de su pueblo natal, en torno a la presencia de la naturaleza y sus ciclos unidos a la existencia, la belleza de lo humilde, la recuperación del tiempo pobre y agrícola de los padres, el recordatorio del horror de las ideologías que calcinaron el siglo XX, la lentitud y la espera. Hasta la fecha, ha publicado los libros Anagnórisis (1994), Echarse al monte (1997, Premio Hiperión), Un lugar habitable (1999), Paralaje (2000), El tiempo de los usureros (2003), Endechas del consuelo (2006), Tierras altas (2006), La lengua de las campanas (2006), De la letra menuda (2010), Tempero (2011), De atardecida, cielos (2012, Premio Ciudad de Salamanca de Poesía), La gratitud (2014), Sin ir más lejos (2016, Premio Nacional de la Crítica) y Alrededores (2019). Figura, entre otras, en las antologías Cambio de siglo, Animales distintos y Fuera de campo.
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