Creación

Fuimos verano

«Isidro Arango no creía demasiado en la fortuna, o quizás sí, o solo de vez en cuando. Bien mirado, los azares del Señor son inescrutables y acaso esta vez, por fin, le estuviesen sonriendo». Un relato de Pablo González.

/ un relato de Pablo González /

Isidro Arango no creía demasiado en la fortuna, o quizás sí, o solo de vez en cuando. Bien mirado, los azares del Señor son inescrutables y acaso esta vez, por fin, le estuviesen sonriendo. Si fuese así, justo sería reconocer que aquel hombre flaco y desgarbado, que ya empezaba a mostrar arrugas en las comisuras de sus invictos ojos verdes y hondas cicatrices en las manos, había comprado un montón de boletos. Poco acostumbrado a regalos y holganzas, que no a cuitas y calamidades varias, habían sido sus incontables horas de yugo, dedicaciones y preocupaciones las principales responsables de espantar, al menos de un tiempo a esta parte, las no pocas estrecheces materiales que venían atosigándolo desde la cuna. El caso es que, recién cumplidos los treinta, y harto ya de exprimir una modesta hacienda que apenas daba para alimentar a esposa e hijo, un vecino y conocido suyo le había anunciado que la cercana factoría siderúrgica, situada apenas al otro lado del collado que despuntaba al norte de su pequeña aldea, necesitaba personal para un nuevo alto horno. La fábrica andaba buscando peones de producción a tres turnos con ganas de trabajar, y como Isidro andaba sobrado de eso y el horno a estrenar requería montones de brazos, terminó siendo contratado por la flamante compañía, orgullo de la industria regional. Así, Isidro llevaba ya unos cuantos años entre toberas, arrabios y escorias, bregando lo suyo y cumpliendo lo mandado sin tacha alguna a pesar de que últimamente se mentase la crisis más de lo deseable. Él, que solo conocía la vida en crisis, solía resoplar resignado ante la machacona cuestión y, por si acaso, seguía laborando sus parvos y fatigosos terruños cada día. Cierto es que la combinación resultaba agotadora, que el campo apenas daba para gastos y que el trabajo en la fábrica era un poco esclavo, peligroso en ocasiones y regular pagado siempre, pero al fin, poco más o menos, las cuentas comenzaban a cuadrar. En el banco se adivinaba algún ahorro y, durante aquel tiempo, Isidro había comprado una pequeña motocicleta y casi pagado a plazos un tractor de segunda mano; además, su mujer, el niño y él mismo estrenaban de cuando en cuando y ya tenía planificados diversos remiendos en su deslucida casa, parca herencia de sus padres que, ciertamente, se caía a pedazos. ¿Quién lo iba a decir? Finalmente los habituados a recibir nada parecían ir mereciendo algún que otro sobrante.

Isidro se sentía especialmente dichoso a principios de aquel verano, pues su hijo Miguel, ya en los últimos cursos de la educación básica, había obtenido unas notas espléndidas. El chico era curioso y aplicado y, en opinión de sus maestros, tenía madera para los estudios. Su padre, que aguardaba el futuro con esperanza, juraba y perjuraba que haría todo lo necesario para costear la educación superior del chico: doblaría turnos, vendería en el mercado de la villa los excedentes de la huerta y ahorraría cada céntimo para que su hijo se hiciese médico, abogado o, mejor aún, ingeniero. Sí, Miguel sería uno de aquellos ingenieros de aspecto altivo que dirigían la fábrica, sería todo lo que Isidro no había podido ser y con él se acabarían las privaciones y penurias familiares. Henchido de orgullo, y dispuesto a recompensar el arduo esfuerzo de su hijo, le propuso un regalo:

—Miguel, este verano haremos una excursión, tú y yo. Cuando terminemos la hierba, iremos a la playa. Te lo has ganado.

El muchacho escuchó la promesa con una mezcla de ilusión y desconfianza; no era la primera vez que un ofrecimiento así se disipaba. A sus once años ya conocía el peso de las ataduras campesinas, siempre dispuestas a arruinar el más mínimo asueto. A decir verdad, las obligaciones nunca escaseaban, y si el tajo no era en la siega, era en el maíz, la escanda o las patatas. Las vacas tenían la pertinaz costumbre de comer todos los días y Miguel ya parecía ir comprendiendo que el trabajo de sol a sol también sería su severo sino, pese a que su padre le hablase continuamente de estudiar, de la universidad y de escapar de la ingrata aldea. El pequeño solía escuchar las frecuentes retahílas paternas con cierto descreimiento, no acabando de entender qué podría necesitar saber un hombre más allá de leer y escribir de corrido, aplicar debidamente las cuatro reglas y manejar mal que bien decimales y quebrados. La universidad, realmente, esperaba lejos e indiferente; ningún habitante de aquellos lares la conocía y, a ojos de Miguel, todos parecían arreglárselas bastante bien: eran fuertes cual gigantes, conocían los prados y caminos del valle mejor que sus propias manos y, por si fuera poco, entendían y atendían los animales de aquel humilde edén con la más perfecta de las destrezas. ¿Para qué más? No obstante, el muchacho no dejaba enfriar el asunto y cada dos o tres días recordaba la cuestión.

—Papá, no te olvides de la playa. ¿Verdad que esta vez sí iremos?

Isidro mantenía la promesa ante su incrédulo hijo. Sus cálculos, esta vez sí, parecían cuadrar: el tractor había sido una buena inversión y adelantaría un gran número de tareas campestres, le habían concedido un par de semanas de vacaciones en la acería y Miguel, casi a las puertas de la adolescencia, ya ayudaba como uno más. Si el tiempo era el esperado y nada se torcía, a fines del mes de julio la hierba descansaría en el pajar e Isidro Arango podría dedicar un día entero a su chico.

El tiempo, a causa de una primavera seca y un junio pasado por agua, no terminó de acompañar y la familia hubo de esperar a la semana de San Juan para dar inicio a la gran labor estival. La siega y recogida de la hierba, palmaria demostración de que el labrador en aquellos campos había leído a Esopo, exigía consagrar los días de abundancia veraniega a la ardua recolección, a interminables jornadas de polvo y calor que Isidro y los suyos afrontaban animosamente, conscientes de que al exuberante julio habría de seguirlo, más pronto que tarde, el sufrido diciembre. Cual abnegada hormiga, Miguel solía ayudar a su madre en las tareas reservadas a mujeres y niños, esparciendo los jirones de hierba que dejaba tras de sí la estridente segadora, volviéndolos para que el implacable y vertical sol los secase por ambos lados y rastrillando los prados una vez que el curado forraje era apilado por Isidro en enormes bálagos. En ocasiones, habida cuenta de que ya iba dejando de ser un niño, intentaba emular a su padre en los trabajos más hercúleos, aunque su faena preferida era la de pisar el heno amontonado en el remolque del tractor. El gran fardo, que terminaba por alcanzar una altura considerable, era posteriormente asegurado mediante un sofisticado sistema de sogas que venía a conformar el firme asidero del muchacho durante el glorioso viaje de vuelta. Miguel, elevado sobre la mullida y picante atalaya, y embriagado de jugos y aromas veraniegos, observaba agradecido la plenitud vital del valle, hogar de tantos como él desde tiempo inmemorial. Una vez en el pajar, el seco pasto era descargado, distribuido y pisado nuevamente para regocijo del muchacho, que llegaba a tocar la caliente techumbre del granero al final de la cosecha.

Julio avanzó venturoso, pletórico de canículas y la afanosa recolección se completó, al fin, el día de Santa Ana. Entonces Miguel escuchó de su padre las palabras más esperadas:

—Hijo, mañana trabajo en el turno de tarde, pero pasado mañana es sábado… ¿nos vamos a la playa?

Durante aquel viernes plomizo, de larga espera, el reloj pareció caminar más lento que de costumbre. A pesar de estar a tan solo una hora de camino, Miguel llevaba tres años sin ver el mar y un éxtasis indescriptible lo acompañó durante todo el día. Envuelto en ensoñaciones de doradas arenas y azules marinos, ya casi podía sentir el vaivén de la marea, el empuje de la espuma y sus vibrantes rompientes. Su madre, tan cariñosa como consciente del crudo pragmatismo de la vida vivida, contemplaba al atolondrado muchacho ensimismado ante cada flor, cada riachuelo, cada cruce de caminos.

—Chico, aquí no hay tiempo para la vida contemplativa. ¡Espabila!

Miguel, sin prestar demasiada atención a los reproches maternos, evocaba el pueblo marinero de pintorescas casas colgantes, gaviotas cantoras y efluvios de salitre que había visitado con su padre en la lejana última vez. En su pequeño puerto había presenciado el atraque de varios barcos pesqueros, coloridas cáscaras de nuez comandadas por resueltos pescadores que finalizaban la ardua jornada. Sus mujeres, tejedoras de redes, contadoras de historias, aguardaban en el muelle la llegada de las capturas y organizaban sus pequeños cobertizos bajo el sordo alivio del regreso sin sobresaltos. De las aguas porteñas, calmadas y de luz violácea y cambiante, emergía una escarpada peña desde la que se zambullían con pasmosa habilidad unos cuantos muchachos. Miguel, que apenas sabía nadar, observaba asombrado los valientes saltos, el elegante descenso a las profundidades y el grácil y despreocupado buceo que los devolvía a la superficie. Tan bella y natural era la sublime danza que uno no podía dejar de imaginar a hombres de otro tiempo habitando las aguas, y a aquellos menudos y bronceados jóvenes, sus hijos, intentando regresar a ellas.

Mas aún faltaba un día para la deseada excursión, y la realidad no tardó en imponer su adusta presencia. El atardecer de aquella víspera avanzó perezoso, aturdido por un húmedo bochorno que iba abarrotando el horizonte de oscuros nubarrones. La luz de la vega, cada vez más menguada ante la amenazadora tormenta, apenas acertaba a iluminar los remansos del río, convertidos ahora en inquietantes profundidades verdosas, guardianes de abismos insondables. La tempestad, que comenzó liberando pesados goterones sobre el polvoriento asfalto, pronto descargó una colosal película de agua que, inexorable, anegó regueros, cunetas y sedientos prados recién segados. Imponentes relámpagos estallaron en el estremecido valle, ahora tan insignificante como el propio Miguel, que, cobijado tras la pequeña ventana de la cocina y amedrentado por el fantasmal viento que ululaba por la casa, observaba el prodigioso despliegue rogando a Santa Bárbara. Y a pesar de tal ferocidad, quizás por la firme palabra de su padre y la justa recompensa al buen trabajo, un sentimiento de abundancia y bienestar, de confianza en el futuro embargó el espíritu del muchacho durante aquella tarde. A la postre, el aguacero acabó yéndose casi tan rápido como había venido y el último sol, acostándose bajo un cielo recién lavado, se despidió recortando una tenue silueta naranja en las calizas del castro de San Julián.

Miguel apenas probó bocado durante la cena; cada vez más inquieto ante la llegada del padre, tenía el estómago repleto de revoltosas mariposas y solo pudo comer medio cuenco de sopa. Su madre, hastiada ya de los trabajos y los días, llegó incluso a perder una pizca de su inmensa paciencia. ¡Aquellos que desconocían la escasez y el hambre y osaban dejar comida en el plato! Tras beber apresuradamente el tazón de leche, Miguel pidió permiso para subir al alto de La Tablada, una loma desde la que se divisaba la carretera por la que, según sus cálculos, su padre aparecería en media hora. Y en cuanto lo viera, ¡pies para qué os quiero! ¡Había tanto que planear! La hora de salida, la visita al puerto, las pleamares y bajamares, la comida campestre…

La noche lo alcanzó llegando al alto, inundando el valle de tinieblas y siniestras siluetas que agitaban la imaginación. El refulgente firmamento y la menguada luna albeaban levemente las límpidas praderas, durmientes al arrullo de los sapos y su croar nocturno. Miguel afinaba el oído ante cada sonido que creía percibir, tratando en vano de vislumbrar alguna luz en la solitaria carretera, tan blanquecina y vacía que parecía yacer bajo la última escarcha de marzo. Los minutos avanzaron lánguidos, atragantados, y solo un par de coches y algún lejano ladrido alteraron el opresivo silencio. Pasadas las once, Miguel desanduvo el camino con un nudo en el estómago. Notó que su madre se turbaba un poco al verlo llegar solo.

—Papá se está retrasando.

—No pasa nada. Habrá tenido algún trabajo de más en la fábrica.

Conforme el reloj se arrastraba hacia la medianoche, Miguel iba sintiendo cómo la feliz esperanza que le había acompañado durante todo el día se tornaba en un temor impreciso, indómito, que ahogaba su garganta. En la cocina, bajo una sepulcral calma tan solo alterada por el periódico zumbido de la nevera, el muchacho pudo percibir la creciente y mal disimulada inquietud de su madre, que intentaba mantenerse ocupada zurciendo unos viejos pantalones.

—Tu padre no tardará en llegar. Estará trabajando en algo urgente o habrá parado a tomar algo con algún amigo.

Los argumentos no sonaron demasiado convincentes, pues Isidro Arango gustaba de acostarse pronto y levantarse temprano, y no era muy amigo de bares ni nocturnidades. Y si estuviese haciendo horas extraordinarias, habría llamado a casa; el teléfono en la zona fallaba a menudo, pero Miguel acababa de comprobar la línea.

—A la cama, Miguel. Ya es hora.

—Pero yo quiero esperar a papá.

—¡A la cama! Y no te preocupes.

Aquella noche, Miguel no rezó sus oraciones con el descuido acostumbrado. Cada plegaria fue formulada con voluntad férrea, pidiendo ser escuchado al menos esa vez.

—Padre nuestro, que estás en el cielo…

Y olvidado una vez más de la promesa del mañana, tantas veces esquiva, y de los turquesas y azulados mil veces soñados, Miguel apagó la luz del dormitorio. En la penumbra, incapaz de dormir y pendiente de cada ruido, el pequeño intentaba no sucumbir a los funestos presagios. Algún suceso plausible explicaría la ausencia, y cuando su padre regresara y contara lo ocurrido, todo tendría sentido: quizás una avería inesperada en la fábrica, tal vez la moto no arrancase o algún tramo de carretera estuviese cortado por los estragos de la tormenta… ¿O no? ¿Y por qué su padre no llamaba? ¿No habría ningún teléfono? Al final, siempre terminaba por desesperar, por entregarse al pesimismo, a la asfixiante conciencia de que, en el tumultuoso río que nos lleva, la felicidad solo es excepción, una luz fulgurante y momentánea que pronto se apaga entre las sombras. Hacia las dos de la madrugada, Miguel escuchó el llanto breve de su madre; había estado llamando a la fábrica sin éxito. Nadie cogía el teléfono.

Nada alteró la angustiosa vigilia hasta que, ya casi en el acabar de la madrugada, y mientras una tímida niebla desparramaba su lengua de plata sobre la durmiente vega, Miguel oyó el ruido de un motor acercándose a su casa desde la carretera de la villa. ¡Por fin! ¡Era su padre! Saltó de la cama y fue corriendo a asomarse al corredor. Tras la balaustrada, su corazón dio un vuelco al ver que lo que aparcaba delante de la casa no era la ansiada motocicleta azul, sino un gran coche negro del que se bajaron Olivo, el de casa Dolores, un vecino del pueblo y compañero de trabajo de su padre, y un hombre adusto, de rostro serio, finas facciones y elegante traje de tres piezas. Su madre salió a recibirlos, tambaleándose ante los ojos vidriosos y desencajados de Olivo. Miguel aguzó el oído, como un animalito indefenso, y así se enteró del fatal accidente, y de la maldita esquirla de acero que había segado la vida de Isidro Arango.

De repente sintió frío. El invierno comenzó aquella noche.


Pablo González (Grau [Asturias], 1985) escribe sobre tecnología, sociedad y política y ha colaborado en diversos medios digitales. Entusiasta defensor del software libre, ha asesorado al Ayuntamiento de Grau en materia de nuevas tecnologías. Fue cocreador de Moshtown, una app buscadora de conciertos para dispositivos móviles. Ingeniero técnico de telecomunicaciones por la Universidad de Oviedo y máster en Dirección y Administración de Empresas por la Universidad Europea Miguel de Cervantes, actualmente trabaja como consultor de sistemas y seguridad en el sector tecnológico. Además, es aprendiz de músico y gaitero y toca el bajo en la mundialmente desconocida banda de punk The New Ones.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

2 comments on “Fuimos verano

  1. José Manuel Ferrández

    Un hermoso relato contado de un modo ejemplar, enhorabuena

  2. Aunque muy triste, magnifico relato añadiendo el bálsamo de la poesía a la dureza de la realidad.

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