Poéticas

Viajero en Nueva York

Álvaro Valverde reseña 'Días en Nueva York y otras noches', un diario de Fernando Sanmartín, culto y pleno de emotividad.

/ una reseña de Álvaro Valverde /

Fernando Sanmartín (Zaragoza, 1959) es autor de los libros de poesía Manual de supervivencia —consejos inútiles— (1993), Noches de lluvia en el embarcadero (1994), Antes del hielo (2001), Infiel a los disfraces (2008), El llanto de los boxeadores (2012), El peligro de los círculos (2017) e Ir al norte (2020); de los dietarios Los ojos del domador (1997), Hacia la tormenta (2005) y Heridas causadas por tres rinocerontes (2008); del libro de memorias La infancia y sus cómplices (2002); de las novelas Te veo triste (2012) y Os contaré la verdad (2020); así como de los libro de viajes Apuntes de París (2000), Viajes y novelerías (2004), Notas sobre Zaragoza del capitán Marlow (2014) y Ciudades que se posan como pájaros (2017). A esta lista se une ahora Días en Nueva York y otras noches. Lo publica Newcastle Ediciones, que, poco a poco, y de la mano del placentino Javier Castro Flórez, ha ido conformando un sugerente catálogo en el que figuran nombres y títulos imprescindibles de la diarística y el memorialismo patrios.

Fernando Sanmartín

Más de uno pensará que de Nueva York poco más puede decirse. Capital por antonomasia del siglo XX, los atentados del 11-M la convirtieron, a su pesar, también en la del siglo XXI. Sobre ella han escrito numerosos españoles, de Lorca o JRJ a Hierro y de Camba o Pla a Muñoz Molina, por citar solo a unos cuantos. Los poemas que esa ciudad febril inspiró han dado para rigurosos estudios y antologías, como los libros del profesor Julio Neira: Historia poética de Nueva York en la España contemporánea (Cátedra, 2012) y Geometría y angustia: poetas españoles en Nueva York (Vandalia, 2012).

Se podría hacer otro tanto, si es que no se ha hecho ya, con los autores en prosa, y ahí incluiría a los narradores, los ensayistas y, como Sanmartín, a los diaristas (García Martín e Hilario Barrero, por ejemplo).

Días en Nueva York y otras noches está escrito («sin cronómetro») por «un escritor que recuerda» y que «duda». Por alguien que defiende que «la escritura es mirar a otros». Porque «uno es —como dijo Brodsky— aquello que mira». Por quien, como Argullol, afirma: «lo peor es el turista que no sabe que lo es». Un hombre «frágil» que escribe «para no olvidar». Que cree que «escribir es escarbar».

Sus anotaciones (sin fecha) flotan en «la claridad de lo explicable». Sus apuntes nos sorprenden porque «viajar nos saca del tiempo y de la rutina». «En casa —confiesa— soy otro y me enfrento conmigo mismo». Y: «Yo veo mejor cuando estoy de viaje».

La primera parte del libro es la que se sitúa en Nueva York, donde vuelve después de veinte años. Antes pasa por Zúrich y Chicago, donde admira una de sus pasiones: la arquitectura. Y los arquitectos: Renzo Piano, Rafael Moneo… Y, claro, los rascacielos. Sanmartín es un viajero culto. Visita con frecuencia bibliotecas y museos y habla de éstos y de las obras que albergan con conocimiento de causa. Eso no significa que escape al destino de cualquier turista: hacer colas interminables y ver cuadros y esculturas rodeado de nubes de excursionistas.

Que es culto se demuestra también porque constantemente hace alusión a otros escritores y a libros que tienen relación con aquello que en ese momento siente o ve. A Simic, pongo por caso, le cita bastante, y no tanto por sus poemas como por sus artículos. O a su paisano Conget, otro escritor en Nueva York. Y a Dylan Thomas, Anne Sexton, Bruce Chatwin, Murakami, Zagajewski, Levrero, Camus, Silvina Ocampo, Nooteboom, etcétera. Y a pintores («Yo nunca seré pintor»): Arroyo, Charris, el «monótono» Warhol, Cerdá… He subrayado una frase de este: «Nada hay más verdadero que el bisonte de Altamira».

Sus citas, por lo demás, siempre son pertinentes. Obedecen a un motivo concreto y no figuran para su lucimiento personal, como apreciamos con demasiada frecuencia en textos de semejante jaez.

En la segunda parte, titulada «Nada de lamentos», viajamos con Sanmartín a Bruselas, Lovaina, París (una ciudad que conoce muy bien), Dublín o Jaca (un lugar fundamental en su vida) y alrededores (sur de Francia incluido: Pau u Oloron-Sainte-Marie…).

Me dio un vuelco el corazón al leer unas pocas palabras sobre su breve estancia en el monasterio búlgaro de Rila.

Son «viajes sentimentales, repetidos» (aunque siempre sueña «con ir al Ártico»), donde las anécdotas son elevadas, con la debida naturalidad, a categorías. Y eso sirve para hablar de aviones, helados, relojes, espejos, peceras, fotografías, mariscos, tatuajes, billares y balones, pistolas, playas, navegaciones, batiscafos, restaurantes y menús, maratones, historia, lluvias y tormentas, rostros («cada rostro es un tendedor de ropa»), etcétera. De la vida, en suma, que es tanto como decir «de una biografía». Existencia que «es, en ocasiones, un balón al poste». «Interpretar la realidad —anota— es algo esencial».

La emotividad aflora sin remedio. Cuando menciona a su hijo Yorgos (que cumple 18), a Félix Romeo (al que «aún echamos de menos»), al bibliófilo Melero, al periodista Antón Castro o, en fin, al vasco y malogrado bebedor Jabier. Sí, Sanmartín es un solitario con amigos. Y con familia.

No cabe duda de que el que escribe es ante todo un poeta. Cuando dice: «Soy un herido al que le gustan los vendajes del silencio». Algunos párrafos pasarían, en efecto, por poemas, como el segundo de la página 56. Versos que a veces parecen aforismos, o viceversa: «La naturaleza es un revólver que dispara». «Beber es como tomar analgésicos». «Viajar es lo mismo que tomarte unas pastillas en un tratamiento médico».

A lo largo del dietario son muchas las observaciones que empiezan: «Escribir es…». Sería curioso reunirlas todas. Formarían una suerte de poema borgeano, a la manera de las enumeraciones caóticas que estudió Spitzer. «Escribir es un tipo de ginebra». O «jugar al billar».

Pero no nos equivoquemos: el narrador brilla con la fuerza necesaria y, entre col y col (que, por cierto, tanto detesta), no deja de regalarnos deliciosos relatos. Sabe contar.

Los libros de Sanmartín suelen ser delgados, breves. Este se adapta perfectamente al pequeño formato de la humilde colección murciana. No por eso carecen de la necesaria enjundia, al revés. Tal vez por aquello de que lo breve si bueno…

En la página 69 leemos: «Yo escribo porque de lo contrario mi vida sería incompleta y me conocería peor». Cabría añadir, para terminar, otra reflexión que desvela los fundamentos de su escritura: «Quiero escribir mejor para escalar ese muro que es la buena literatura». En ello está. A punto de hacer cima.


Fragmentos de Días en Nueva York y otras noches

Estoy en Zúrich. Acabo de subir a un avión para ir a Chicago. Es sábado y ha comenzado a llover. Las gotas se deslizan por la ventanilla igual que los esquiadores sin miedo. Y hago recuento: ayer perdí un avión y salgo con veinticuatro horas de retraso; tuve que efectuar gestiones, reconducir el fastidio, desenfadarme. Lo imprevisto forma parte del viaje porque el viaje es como la vida: una colección de lo que no esperamos.

*

Viajar es lo mismo que tomarte unas pastillas en un tratamiento médico. Suele ser curativo y se rompen las costumbres que uno ha hecho suyas. Y se especula con lo irreal, con la forma de vida que llevaríamos si Nueva York fuera nuestra casa, nuestro lugar de trabajo, el fortín contra la monotonía o el champú que nos lava y nos irrita los ojos.

*

Hay quienes toman una pastilla antes de dormir. Yo no lo hago. En su lugar escribo. No me gustan, eso sí, las palabras frías, que están en la nevera, ni las que huyen de los aprendizajes. Y hay palabras que parecen un actor secundario. «Menos palabras sin sustancia», me decía el conductor de un taxi la otra tarde, antes de ofrecerme datos sobre el PIB, cifras de exportación y los efectos que produce no subir el impuesto de sociedades. Hablaba como un secretario de Estado y yo lo miraba a través del retrovisor, que es como se observa a los taxistas cuando se charla con ellos.


Días en Nueva York y otras noches
Fernando Sanmartín
Newcastle, 2021
148 páginas
10 €

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.

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