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Drogas: moralidad y legalización

Edu Collin defiende la legalización e incluso normalización del consumo de drogas, cargando contra lo que considera distintos tipos de prejuicios contra dicho uso.

/ por Edu Collin /

Las drogas han sido usadas por el ser humano desde siempre. Hoy por hoy vemos cómo a clanes de simios les gusta hacer guardia alrededor de alijos de fruta caída en estado de fermentación, y la consumen de forma manifiestamente festiva. Existe la hipótesis de que el crecimiento desmesurado del córtex prefrontal en seres humanos estuviera ligado al consumo de setas enteogénicas en las llanuras de África. Chamanes alrededor del mundo han usado plantas medicinales desde la noche de los tiempos, algunas de ellas con efectos psicoactivos patentes. En la Roma capital imperial llegó a haber cerca de 300 negocios donde se vendía opio. Se sabe que sectas espirituales por toda Asia han usado la marihuana en sus ritos y sesiones meditativas desde hace por lo menos cinco mil años.

Hoy, la mayor parte de las sustancias psicoactivas están prohibidas, y en algunos casos, criminalizadas. Un argumento fácil, pero falso, relata cómo esto se hace para proteger al ciudadano de sustancias tóxicas. Es poco conocido el hecho, sin embargo, de que los venenos, entendidos en el sentido tradicional del término, no son ilegales, y se pueden adquirir fácilmente en Internet, igual que lo es adquirir productos químicos de cualquier clase, corrosivos, tóxicos, o precursores de otros productos que sí lo son. Parece que ni al Gobierno ni a la sociedad le importa demasiado esto. Y en verdad tiene su lógica: nadie que sea mínimamente normal le encuentra sentido o ganas algunas de ponerse a comprar arsénico, básicamente porque tiene mejores cosas que hacer con su vida.

No profundizaremos en el largo historial de prejuicios que tiene el Occidente moderno respecto a la mera existencia general de las sustancias psicoactivas, ya que se ha escrito mucho sobre esto. El tomo de más de mil páginas de la Historia general de las drogas, de Antonio Escohotado, es un excelente y profundísimo libro, por ejemplo. Pero hay un hecho que es muy poco comprendido hoy por hoy: la historia moderna de la relación entre la sociedad y las drogas está fundamentada en miedos de raíces religiosas. La fobia general contra las drogas no es un fenómeno netamente transcultural; se ha dado en el cristianismo con mayor virulencia que en cualquier otra parte. El cristianismo es una ideología espiritual que está basada en la idea aristotélica/tomista del individualismo como espíritu encarnado en una materia informada por un Dios trascendente, no inmanente. Para este paradigma, toda experiencia que tenga que ver con la fusión de la propiocepción con la percepción del mundo, o la fusión entre dos individualidades, la experiencia mística de fusión con el universo, o estados de conciencia exóticos mediados por la fusión con elementos materiales… se ve como algo, por definición, satánico.

Uno de los grandes argumentos para la quema de brujas hace unos siglos era que, para un teólogo cristiano, una planta o un hongo que causa un estado mental ajeno al de la sobriedad estándar representaba una mancillación del alma. Esto era resultante de una mezcla con la materia, y por tanto una ruptura con la fuente de gracia divina, una concupiscencia con Satanás, y a efectos prácticos, una supuesta degradación de la capacidad de raciocinio del individuo. Y como tal, era una práctica que debía ser erradicada. Bueno, pues bien, a lo mejor existe aún gente que piense tal que así, que toda interacción con sustancias materiales debe ser evitada en virtud a estas argumentaciones de alto vuelo. La realidad prosaica que hay detrás es que, para esta bóveda argumentativa, el miedo está plenamente justificado: hay ciertas sustancias, sobre todo las psicodélicas, que tomadas de una determinada manera se pueden convertir, en cuestión de minutos (incluso segundos!), en un mazazo cataclísmico para una construcción ontológica que una mente puede haber ido meticulosamente construyendo durante una vida entera, sobre todo si esa ontología está basada en una dualidad artificial entre yo y el mundo aprendida a través de postulados culturales. Y son un mazazo cataclísmico precisamente por la estimulante e innegable validez de esa experiencia, para el individuo que la vive, en el momento.

Pero también hay miedos más vulgares y realistas respecto a una interacción perjudicial con estas sustancias psicoactivas. Por un lado, está el miedo a la locura y la degeneración psicológica. Este miedo está probablemente justificado en lo que respecta al uso de sustancias delirantes, como la datura y el beleño. Incluso los psiconautas más inteligentes, sofisticados, y experimentados, con decenas de drogas a sus espaldas, suelen aconsejar no tomar este género de drogas, por el simple hecho de que constituyen una experiencia que puede llegar a ser muy desagradable; una que no merece la pena vivir. Este miedo ya funciona como muralla: el uso de esta clase de drogas es anecdótico, y es una apuesta segura el pronóstico de que este nivel de uso no va a aumentar en el futuro. La psicosis también puede darse a causa de la interacción con otras sustancias. Sin embargo, cada cuadro clínico para cada droga es tan distinto a los demás que todo lo que no sea un análisis caso por caso es una falta a la verdad.

El miedo principal que hay en la sociedad es el de la adicción, la degradación de la dignidad personal, del propio cuerpo, y del estatus social. Este miedo, visto desde una perspectiva simple, es un miedo comprensible. El alcohol (hace un siglo más que ahora), y sobre todo opiáceos sintéticos y estimulantes potentes, han llegado a causar estragos en determinados sectores de la sociedad. Muchas personas mantienen la memoria viva de una serie de experiencias trágicas y patéticas, relacionadas con un ser querido, un familiar o un vecino. Para toda esta gente, una liberalización del uso de estas drogas es normal que sea visto como una broma hippie de mal gusto, sobre todo después de haber vivido con total impotencia esta clase de dramas, y constatado que la sociedad y el Estado no estuvieron a la altura del momento.

Para toda esta gente puede ser difícil darle una vuelta de tuerca a la comprensión intelectual de este fenómeno, pero hay que hacerlo. Toda droga es, en el fondo, una molécula. Es algo inerte por sí mismo, y nosotros le damos el valor que queremos. Hace ya varias décadas, unos psicólogos hicieron un estudio con ratas a las cuales se les daba un mecanismo de dispensación de heroína en la jaula, y estas ratas se volvieron totalmente adictas. Lo que no se tuvo en cuenta en aquel momento es que las ratas estaban soberanamente aburridas, solas y desquiciadas en aquellas jaulas, sin nada que hacer. Bastantes años más tarde, se repitió el estudio, pero esta vez las ratas tenían decenas de juguetes a su alrededor, y estaban todas juntas. No demostraron tener ninguna conducta adictiva.

Lo mismo pasa con los seres humanos. La adicción a la heroína entre las tropas estadounidenses en la guerra de Vietnam alcanzó cuotas enormes (el treinta por ciento tomó heroína por lo menos una vez). Cuando volvieron a casa, aquellos que tenían un entorno familiar y económico estable dejaron fácilmente las drogas, y los que no, no pudieron. Las drogas han sido usadas como un método de automedicación por parte de un individuo que vive una existencia fundamentalmente desequilibrada. Pero se habla siempre de la culpa de las drogas, o incluso del individuo por tener un sentido deficiente de la moralidad, pero en cambio no culpabilizamos lo suficiente a la sociedad, a la idiosincrasia de la estructura social, a las ideologías, costumbres y expectativas que la sociedad le impone al individuo, que pueden y son muchas veces irrealistas, crueles, o tóxicas en sí mismas… y que en muchos casos no le dejan al individuo mejores alternativas que la de tomar una determinada droga. Despreciar a esta clase de individuos y situaciones es tener una conducta infantil, incapaz de entender la remota posición en la que vive esta gente.

Izquierda, espabila

La izquierda política tiene muchas batallas pendientes por resolver. Una de ellas es la legalización de las drogas. Siendo la izquierda tan multifacética y multisectorial como siempre, no es de extrañar que haya un sector que se posicione en contra de esta legalización, y le ponga palos en las ruedas. Las razones que esgrimen los detractores suelen fundamentarse en una mezcla sui generis de moralismos patriarcales basados en malas experiencias en los barrios y férreas perspectivas marxistas de clase.

Hay una división patente entre actores políticos que se identifican con la izquierda obrera en su sentido más purista y una izquierda cultural que lo que busca es desmantelar la estructura narrativa del conservadurismo occidental. La primera se centra en cuestiones materiales, y la segunda en cuestiones más abstractas y espirituales. En esta izquierda cultural, que hay a quien le gusta llamar posmoderna, los límites entre la agenda liberal individualista y la emancipación socialista se desdibujan. La lucha por la legalización del uso de las drogas se sitúa cerca del corazón de esta vocación política activista, que insiste en reclamar la soberanía del individuo sobre su propio cuerpo y mente.

Por otro lado, en ciertos ambientes pretendidamente obreristas, influenciados por el comunismo clásico, e incluso por la experiencia soviética, se denigra esta batalla particular como, en el mejor de los casos, una distracción de la lucha auténticamente importante, que es la emancipación política y económica de las clases populares, y en el peor de los casos, una desviación ideada por patrones morales burgueses decadentes (una idea francamente paranoica). Además, se suele hacer referencia con gran carga emocional a las epidemias de adicciones a algunas drogas especialmente destructivas que han asolado los barrios pobres en el pasado, sobre todo la heroína.

Esta izquierda está en el bando incorrecto de la historia. La lucha para acabar con las injusticias sociales no son un proyecto político necesariamente suplementario al de terminar con el tabú de las drogas. La percepción del uso de drogas está hoy por hoy al mismo nivel que la percepción de la sociedad hacia el colectivo LGTB+ hace treinta años. La normalización de su uso se va a extender cada vez más, lo quieran o no ciertos colectivos sociales. La guerra contra las drogas ha fracasado. No es realista, o digno, meter a gente en la cárcel por tener según qué plantas o según qué pastillas. Una cultura incapaz de superar el envite de estados de conciencia alternativos es una cultura prepúber. Si un puñado de moléculas son capaces de desestabilizar una estructura social, estamos hablando de una estructura frágil, temerosa y desconocedora de sus propios límites e incongruencias.

La izquierda, además, tiene que entender que la legalización de ciertas drogas le compensa desde un plano estratégico, puesto que actúan de catalizadores para que muchos individuos entren en estados de conciencia distintos que les ayuden a cambiar la forma de ver las cosas, evolucionar en su pensamiento, dejar atrás ciertas creencias o patrones de conducta, y volverse mejores personas. La marihuana desarrolla el pensamiento abstracto y la capacidad imaginativa, y es una excelente distorsionadora de convenciones sociales estériles. El MDMA causa experiencias cumbre y transformadoras en el estado empático y emocional del usuario, que se pueden traducir en su futuro inmediato como impresionantes revulsivos vitales en su vida y en su entorno inmediato. La ketamina ofrece un trance de despersonalización que permite al individuo tomar una mirada neutral sobre el tema que le interese. Los psicodélicos (setas, LSD, etcétera) ofrecen un estado de disolución del ego y una reconexión con la experiencia vital en su sentido más crudo y despierto. Ya hay varios estudios científicos (aprobados por la otrora inquisidora FDA estadounidense) que demuestran su enorme potencial en curar la depresión y la adicción al tabaco con una sola dosis (o una sola experiencia, mejor dicho). Un potencial de magnitud más impresionante que cualquier remedio mainstream.

Estas herramientas son excelentes armas de transformación social, y de debilitamiento del armazón moral del patriarcado tradicionalista, influenciado por viejas teorías basadas en la religión y el capitalismo. La superestructura que ha comandado nuestra civilización no está apoyada solamente por elementos materiales. La población que se sienta en la sala de mandos necesita una cosmovisión sólida para desarrollar la capacidad de empaque en lo cotidiano que ha tenido hasta ahora. Si la narrativa cultural se disuelve en un tejido líquido y multiplístico de paradigmas nuevos que no solo pasan de intentar dar respuesta a los dogmas viejos, sino que son incluso comprados por los propios hijos de esta clase dominante, la voluntad dominadora de esta se acaba desmoronando. Y esta dinámica es algo que le cuesta mucho captar a aquella izquierda que basa su visión intelectual en el materialismo dialéctico del siglo XIX, en parte porque no está acostumbrada a fundamentarse en análisis que parten de lo personal (psicológico, incluso), en vez de lo socioeconómico material; y en parte porque la tradición de situarse constantemente en una perspectiva obrera dificulta mucho un entendimiento empático e íntimo de la forma de pensar de las clases dirigentes.

La legalización de las drogas ofrece la oportunidad a un gran público, hasta ahora cohibido por la situación de ilegalidad de este tema, de empezar a participar de esta clase de experiencias vitales. Si este fenómeno se acelera, seremos testigos de una revolución a todos los niveles en nuestros paradigmas culturales, que, entre otros efectos, también ayudará a eliminar las injusticias sociales que tanto preocupan al movimiento marxista. Los revulsivos a nivel emocional y experiencial que aportan los estados alterados de conciencia serán causa directa y hasta principal de una gran fortificación de la voluntad solidaria del cuerpo social en las próximas décadas. Y en el proceso, nos daremos cuenta de que si unas simples moléculas que cambian el estado de ánimo son capaces de modificar tan sustancialmente la estructura ideológica de la sociedad, será que esta estructura no dejaba de ser un estado social pueril, subdesarrollado y semi esquizoide que necesitaba ser remodelado tarde o temprano.

Derecha, desengáñate

La derecha, por su parte, está hoy por hoy (2021) disfrutando de su momento fetén, tomando la iniciativa frente a unas fuerzas progresistas faltas de un ímpetu que hace diez años era mucho más potente; no solo en el plano táctico sino también, y esto no se suele dar, a nivel ideológico. Es decir, ahora mismo las ideas derechistas de fondo atraen a una parte inusualmente grande del electorado. Uno podría pensar que esto es el inicio de una época de predominio conservador, pero lo más probable es que no sea así. Este nuevo impulso está basado en una energía reactiva (al feminismo, al regionalismo en España, y de castigar incongruencias en los movimientos de izquierda existentes), no es activa por sí misma. Además, la izquierda siempre muta hacia nuevas posiciones con suma facilidad. Y la izquierda, por definición, siempre se cansa menos que la derecha, por representar un electorado más joven y contestatario, y acaba ganando las batallas culturales, aunque sea lentamente y por atrición.

Hemos presenciado este último año cómo la derecha en Madrid ha intentado apropiarse de la palabra libertad, gastando mucha energía en hacerle ver al público que tal palabra se debe entender en base a un paradigma individualista, no colectivista. Esta capacidad discursiva basa su fuerza en el declive del discurso socialista/marxista, derrotado en el ámbito político hace décadas con la caída del Muro de Berlín, y en el plano cultural e intelectual a causa del viraje de la izquierda misma hacia posiciones de contestación social no basadas tanto en un discurso de clase, sino en un discurso de liberación individual de la mujer y el colectivo LGTB+ ante el llamado patriarcado.

Tomando este viraje acentuado, la derecha, sea de ello consciente o no, se está metiendo en el berenjenal de emplazarse en una posición que la obliga a ser tan contestataria como la izquierda. El abanderamiento de la causa de la libertad es una posición esencialmente reactiva porque básicamente le viene a decir a la izquierda que la izquierda es tan mala que ni siquiera sabe ser contestataria y ha caído en un dogmatismo antiliberal supuestamente comparable al fascismo clásico, y que por tanto ha de ser la derecha misma la que le enseñe a la izquierda qué se supone que es el discurso contestatario. Esta derecha se siente joven de nuevo, renovada después de verse machacada y ridiculizada durante una o dos décadas en el plano ideológico, y ha decidido emanciparse de ella misma. Se crece viendo como toma de nuevo la iniciativa política y disfruta vengándose de sus años de humillación anteriores.

Pero para llegar a este punto, esta derecha ha tenido que aceptar las reglas morales del juego político de la izquierda actual, ha tenido que aceptar entrar en una carrera a ver quien es el más rebelde. Y por eso su alma ha partido en dos: una patriarcal, autoritaria, elitista, que sigue siendo la misma de siempre, y una más nueva, de ínfulas anarcocapitalistas, que declara el Estado como el gran enemigo del hombre libre y los impuestos como robo a secas. En lo que respecta a las drogas, esta nueva oleada derechista y masculinista está a favor de la destabuización de las drogas (por lo menos lo está su base social joven y activista), sobre todo con la marihuana. En los partidos políticos, no tanto, ya que esta gran escisión aún no se ha materializado en la política oficial.

Desde que Isabel Díaz Ayuso empezó a manosear la palabra libertad como si fueran los senos turgentes de una puta, no era del todo ilógico esperar que tuviera una posición quizá algo abierta, o por lo menos interesada, respecto a la legalización de la marihuana. El hecho de que hace poco se posicionara firmemente en contra (la llamó «lastre moral que debe erradicarse») tiene que ser una llamada a la acción para el Gobierno actual. Las encuestas revelan que aproximadamente la mitad de la población está a favor de la legalización de la marihuana, y en la izquierda la proporción es muy mayoritaria. Una legalización supondría una gran fuente de ingresos para Hacienda, ayudaría a desmantelar las mafias extranjeras que operan en nuestro país, limpiaría el mercado de productos adulterados con sustancias indeseables, aseguraría una mínima homologación higiénica del producto, representaría una gran victoria para el electorado de izquierdas (igual que lo fue la aprobación del matrimonio homosexual en 2005) y un arma de choque capaz de crear una guerra civil en la derecha y sería una forma de poner a la izquierda de nuevo en la iniciativa.

El bong de Pandora

A Terence Mckenna, el gran padrino de la comunidad psicodélica californiana en los años ochenta y noventa, le gustaba decir que es de necios pretender legalizar la marihuana debido a que «it’s not a big deal». Decía: «Not a big deal? Take 100mg of edibles and lie on the couch, and you’ll see how big of a deal it is. They’ll let gays into the military long before they legalize it, that’s how big of a deal it is». Su predicción se cumplió de forma exacta. Tenía razón. Hay un grupo de drogas cuyo mayor problema para la sociedad no consiste en los efectos nocivos para el usuario, el sufrimiento consiguiente de sus allegados y la general estética desmoralizante y degradante que rodea su consumo. Es otro problema. Es un problema que siempre ha preocupado mucho al sector conservador; de hecho, le ha llegado a poner histérico. Sin embargo, es un problema que nunca ha llegado a explicitar de forma vocal, porque quedaría mal decirlo, y porque en verdad no se atreven a interiorizar de forma consciente y lúcida este miedo.

La mente de cada cual tiende con el tiempo a madurar. La inteligencia personal pasa de ser lo que los psicólogos llaman inteligencia fluida a inteligencia cristalizada. En las vidas de todos llega un punto en que, en mayor o menor medida, cada cual se da cuenta de que ha llegado al límite de su comprensión del mundo, y empieza a forjarse una identidad más basada en los recuerdos del pasado que en las aspiraciones del futuro. Esto suele coincidir con la época de empezar a ser padre o madre, el asentamiento en una carrera profesional en un sector determinado, la forja de unos ideales políticos que intentan estar centrados respecto al sentir de su generación, la coyuntura de su entorno y la aptitud intelectual. Así pues, el nivel de desarrollo de la consciencia de cada individuo sigue rendimientos marginales decrecientes. En cambio, a nivel colectivo, la tendencia es constante, ya que el recambio generacional y el desarrollo tecnológico e institucional no decrece, nunca para.

El efecto que esto causa para la perspectiva individual es que el conjunto de paradigmas sobre los que se asienta su personalidad tiende hacia una separación irremediable y cada vez mayor de los paradigmas de la sociedad. El individuo se enfrenta a su propia muerte no solo cuando está viejo y enfermo, sino cada vez que lee en las noticias el surgimiento de una idea que él no entiende o que directamente deplora. Gran parte de la energía del movimiento conservador consiste en una energía de enfado e incomprensión que frena procesos de desarrollo que, según el bando conservador, van demasiado rápido o sencillamente no deberían existir. Esta actitud tiene su origen en la simple incapacidad o falta de voluntad de una mente humana de relacionar con éxito nuevos paradigmas con los viejos. Esta actitud a veces es sabia, en cuanto a que es capaz de ver, gracias a la experiencia, cuando una idea es simplemente mala, pero también puede ser el resultado de una mente cansada, deslomada por un cúmulo demasiado grande y antiguo de experiencias e ideas, que le imposibilitan flexibilizarse lo suficiente en relación a los nuevos tiempos.

Las drogas son un tema que tiene una relación especialmente intensa con esta dinámica. Primero, simplemente por su condición de elemento cultural relativamente advenedizo, que como cualquier otro elemento tiene que pasar por un proceso de aclimatación social, en el que se van limando los vicios y las catástrofes que puede originar, a través de la inoculación social de nuevos vocabularios, costumbres, conversaciones boca a boca comparando pros y contras, convenciones sociales, etcétera. Pero sobre todo, porque algunas drogas actúan como un acelerador de la dinámica descrita. Actúan como catalizadores de estados mentales alternativos que tienen una gran capacidad de romper convenciones sociales, y este es precisamente el aspecto peligroso que tanto ha asustado a la sociedad tradicional durante este último siglo. Terence McKenna lo describe mejor que nadie, en referencia a la marihuana:

«To my mind all of—by oriental I mean Indian and middle eastern—civilization is steeped in the ambience of hashish. I mean, the mosque of Omar for example is a beautiful example of the aesthetic of hashish at work or the Jama Masjid mosque in New Delhi, or the interiors of the mosques of Isfahan. This ideal of sensual beauty, of the richness of abstract design and vaulting spaces and vast concourses of polished marble and travertine. These seem to be the motifs of hashish in the same way that the gothic vision of black ocean waters sucking at haunted islands is a part of the repertoire of the opium vision that so entranced the romantic poets. Hashish cannabis has an ambiance of its own morphogenetic field. If you enter into that morphogenetic field you enter into an androgynous, softened, abstract, colourful and extraordinarily beautiful world, and in our own time it seems to be the intense hatred of hashish and the efforts to eradicate it that reach hysterical proportions in our own country have nothing do with pharmacological impact of the drug or any deleterious effects that it might be perceived to have… it is sensed as the carrier of a different set of cultural values which I would broadly describe as gayan or gaylanic or feminizing or androgynous and that this is what really brings the program of the dominaters of society upon it. It is profoundly disloyal to the value of modern industrialism where for instance a drug like caffeine, exemplified in coffee and tea has been made very welcome in those same societies. No other drug other than caffeine has ever been written into the industrial contracts of workers as an inalienable right! And yet in the coffee break we encounter contractually defined rights to drug use that seem to work in favour of manager and worker.

»Cannabis is very different. It promotes a dreaminess, an imbibing of the imagination that is the stuff of romantic poetry rather than the stuff of the modern assembly line and I’ve used in that way as a tool for creativity. It’s incredible how just a few puffs of cannabis can carry you over a creative problem or a block in seeing a particular problem so that suddenly the perspective shifts and what was previously occluded becomes patently obvious, so I’m thinking there’s a great argument for—above and beyond the well-known and familiar arguments—for legalizing this drug. It would provide revenue for the governments, it would decriminalize a class of people who if it weren’t for their devotion to cannabis products would be seen to be one of the most law-abiding of all classes within society. These arguments are familiar and have been made very eloquently by other people but behind that there’s a deeper issue which is the zeitgeist, if you will, of cannabis which carries a certain implied danger to establishment values which puts such a premium on clear eyed hard work and presbyterian rectitude».

Vamos a analizar una serie de problemas ideológicos relacionados con el llamado bong de Pandora, es decir, los peligros y fantasías que el sector puritano tiene respecto hacia las drogas, sean estos verdad o no. No nos vamos a referir a los problemas derivados de un uso tóxico de las drogas, como el de un cocainómano patético, sino más bien la tipología de problemas a nivel ideológico, sobre todo derivados de cambios en la forma de pensar relacionados con, por ejemplo, fumar muchos porros aun siendo un ciudadano productivo con un trabajo estable y digno.

-El problema de la vagancia, el apalancamiento, el temor de que un uso alargado de las drogas vuelve al usuario perezoso, que está en casa sin hacer nada y sin contribuir a la sociedad. Esta visión muchas veces no es cierta, pero es hasta cierto punto comprensible que exista. Hay un sector de la sociedad que por encima de todo valora el trabajo y el esfuerzo, no solo como idea fuerza de transformación económica y social, sino como valor moral en sí mismo para cada cual. Ciertos hábitos de consumo de ciertos tipos de drogas promueven un estado mental introspectivo. Lo que visto desde fuera es un apalanque estéril, dentro de la mente del consumidor puede ser en realidad un refulgente torbellino de ideas relacionadas con traumas del pasado, la articulación de ideas políticas, cuestiones filosóficas en general, el ir procesando vivencias y haciendo planes para el futuro, etcétera. Lo cierto es que un sector de la población, ya sea por tener un temperamento determinado, haber nacido en un ambiente familiar y social especialmente bizarro u otras razones necesitan más tiempo que el resto para ordenarse la cabeza de forma que todo cuadre. Sin un proceso de digestión mental, estas personas pueden vivir toda su vida a medio gas. Estas personas, además, son las que luego acaban masticando ideas profundas que son más adelante cogidas al vuelo por otras personas que no tienen tiempo de masticarlas por estar trabajando duro. Pero estos trabajadores, sin estas ideas, se acabarían oxidando por dentro. La sociedad avanza gracias a estas relaciones simbióticas.

El uso de sustancias psicodélicas y la marihuana fomentan una serie de valores que preocupan mucho a la mente colmena, a saber, un gran aumento del aprecio por la naturaleza y el deseo de tener una vida simple y en contacto con esta. Si hoy por hoy todo el mundo empezara a emporrarse masivamente, posiblemente veríamos un gran éxodo al campo y la vida simple de huerto y lecturas. En ese caso es probable que la economía se iría, temporalmente al menos, al carajo. Por tanto, siempre habrá una fuerza reactiva contra estas drogas por estas razones, el no querer echar a perder una economía productiva y capitalista por culpa de que la gente simplemente decida dejar de participar. Igualmente, hay un miedo a que las drogas generen actitudes vitales y filosóficas contrarias a los intereses de la polis. No hay más que ver como opinan los pijos acerca de la gente con rastas, un significante cultural que con más o menos acierto se asocia con la cultura cannábica. Todo lo descrito anteriormente no quita que un consumo excesivo de marihuana desequilibre el cerebro y sus circuitos dopaminérgicos y despeñe el usuario hacia el letargo absurdo, pero esto no significa que no se deba hablar también de la fenomenología cultural.

-El problema de la distorsión espiritual. A la sociedad nuclear le preocupa del extrarradio moral no solamente que la gente deje de ser productiva, sino que abandone los valores éticos y espirituales ancestrales. Las drogas son impresionantes catalizadores de conciencias, que transportan al usuario a un estado mental y emocional que, siendo muy visceral y válido en el momento dado, es también bastante contradictorio con los cánones dogmáticos tradicionales de nuestra sociedad en particular. Esto es especialmente cargante para la doctrina cristiana, no digamos ya la versión particularmente seca, castiza y oscurantista que España en particular ha estilado durante tanto tiempo. En contraste, una experiencia psicodélica ofrece al individuo una extática sensación de comunión con el mundo, libre de culpas y moralinas emparanoiantes. También es apreciable una ausencia total de las construcciones semánticas con las que la religión tradicional encauza sus enseñanzas. Al contrario, en el momento, el ser mismo basta; la sensación de inefabilidad y bienestar acaba por demostrar al usuario que las palabras son innecesarias y las jerarquías aún más, ya que en el fondo todo lo importante está en nuestros corazones.

Por otro lado, una vertiente más oscura de este problema tiene que ver con aquellas veces en las que esta clase de espiritualidad se vuelve demasiado cutre, cargante, pretenciosa y alejada de la realidad consensuada a nivel social, cringe en definitiva. Las ideologías políticas y estructuras institucionales cumplen en parte la función de freno para el acceso del individuo medio a las experiencias místicas. Si todo el mundo estuviera liado con movidas espirituales, lo más seguro es que nadie se pondría de acuerdo con nadie. Además, cuanto más alto se llega en el viaje espiritual, más fácil es equivocarse en el plano conceptual, sobre todo en todos los temas que tratan de elucubrar sobre la naturaleza real de la relación del yo con el cosmos. Cuando vemos a un esquizo que te mira a los ojos con una mirada imperturbable y te dice: «Soy Jesús», pues hombre, no es algo muy agradable.

Lo cierto es que el procesamiento en el cerebro de las experiencias místicas y de los cálculos de posicionamiento en la jerarquía social están ambos mediados por la serotonina. Lo que en el mundillo espiritual se conoce como el estereotipo de un iluminado que se las da de santo pero tiene un ego más cargante que nadie, en el fondo es el producto de una persona que, traumatizada o debilitada, en lugar de adherirse a la jerarquía social existente, en algún momento decidió huir, se formó su propia forma de ver el mundo y decidió que él era la mejor persona del mundo en función de la jerarquía que él mismo se montó. Esa persona, por tanto, ahora anda por ahí totalmente desencadenada y ciega respecto a su alrededor, incapaz de ver que el resto de personas no se configuran bajo su particular jerarquía. Las drogas serotoninérgicas pueden servir de catalizadores especialmente potentes para fortalecer estos estados mentales indeseables. Es difícil encauzar esta clase de personas mediante la terapia, porque suelen tener un cúmulo de racionalizaciones ideológicas bastante impenetrables. La otra alternativa (ir a las malas) es la humillación incontestable en el combate, es decir, usar la burla y el escarnio social, y en el peor de los casos, la violencia física.

Esta clase de actitud acaba derivando al final en la actitud fascista o autoritaria, que se mueve mediante sueños húmedos en los que aplasta a un adversario que considera, con mayor o menor razón, indigno, y que se niega a plantar batalla por operar bajo una lógica maniqueamente pacifista. La percepción que el facha tiene del hippie se parece un poco a la del niño en el patio de colegio que vería como otro se le acerca, le molesta y luego grita «¡Azúcar!», como si eso fuera a salvarle de una justa retribución. La sociedad tradicional siempre tiene el tanque lleno de reservas de energía de mala leche, dispuesta a ridiculizar a adversarios ideológicos, con la mentalidad de un bombero que va apagando fuegos, y usa la propaganda en los medios y la manipulación de convenciones sociales para ir limando todas las excrecencias que considere peligrosas para la supervivencia del sistema. Y en la calle, además, vemos lobos solitarios que se toman la justicia por su mano, creyéndose paladines de la visión correcta del mundo, ya sea agrediendo a homosexuales, o disparando en colegios en Estados Unidos, por ejemplo.

Esta dinámica, que siempre ha existido en la política moderna, es especialmente importante con el tema de las drogas, ya que nuestra sociedad contemporánea está basada en el individualismo metodológico y el contrato social como forma de organización y consenso social. Por otro lado, las drogas enteogénicas abren la mente del usuario a la conexión mística con el todo y la desaparición de fronteras entre el yo y el mundo. Esto puede resultar tremendamente desestabilizador. Por ejemplo, hace un año o dos se hizo viral en las redes sociales un video de una conversación entre dos mujeres jóvenes argentinas, engalanadas con vestimentas y parafernalias pachamámicas y espiritualoides. Una de ellas iba relatando cómo si tomamos una determinada visión sobre la reencarnación y los postulados del alma como una conciencia fractal y compartida entre todos… Si surge un incendio en un edificio y mueren personas, las almas de estas personas escogieron morir de esta forma, que la tierra está transmutando, y hay que dejar fluir los procesos y dejar que mueran. Incluso para un antisistema, esta clase de formas de ver la vida pueden ser irritantes, escandalosas incluso.

-El problema del globalismo emocionalista. Junto con el pack general de apertura de sentimientos, empatía y curiosidad hacia lo que viene a ser el resto de seres humanos de otros países y continentes en general que conlleva la adopción de ideologías así más hippies, uno de los efectos que más nervioso pone al núcleo social es el debilitamiento de la patria, el Estado y la nación, no solamente como vectores culturales importantes e imponentes en la mente del ciudadano medio, sino incluso como ideas fuerza a nivel productivo y logístico. Muchos proyectos políticos nacionales poseen una cierta idiosincrasia propia, un objetivo utópico, una forma de hacer las cosas distintiva, una sensación de tribu, de interior versus exterior, en relación a lugares vecinos donde se hablan otros idiomas o se profesan otras religiones. Las drogas y la fluidificación conceptual que generan transportan al usuario a un espacio mental simpático al internacionalismo, incluso al transnacionalismo, en el que el usuario pierde la fe respecto al proyecto identitario nacional en el que creció.

La preocupación respecto a este fenómeno se ve reflejada, por ejemplo, en el rechazo a la inmigración como concepto, y también la visión de determinados inmigrantes como portadores de un virus idiosincrático despreciable. ¿O es que acaso no sirvió de nada que España expulsara a todos los individuos con creencia islámica hace varios siglos, que los tenemos de vuelta en masa aquí? En cambio, una oleada comparable de noruegos no sería ni de lejos tan mal vista por estas mismas personas. Siguiendo el ejemplo, el islam representa para la ideología española un enemigo directo por una serie de razones culturales e históricas, mientras que el norte noruego se otea en clave aspiracional. Dicho esto, vemos como las drogas pueden fomentar comprensiones que abocan al usuario a la desconexión con el sistema nacional y la apertura de su mirada más allá, hacia una visión más globalista, en la que la tierra es de todos y el concepto de soberanía territorial pierde legitimidad.

Por otro lado, aquellos que se mantienen leales al proyecto nacional tienen muy a mano las razones discursivas que un ente político puede esgrimir para limitar el contacto con el exterior en base a supuestos límites económicos, logísticos (los menas son caros de mantener) o simplemente temperamentales (el velo islámico es un cáncer cultural peligroso para la mujer). Esta clase de razones, aunque son válidas por sí mismas (subjetivamente hablando), en el fondo son excusas que permiten no tener que hablar de los miedos más profundos: el reemplazo étnico, la muerte del linaje, la traición a los antepasados, la humillante sensación como hombre de que no estuviste a la altura de proteger y continuar el proyecto vital de tus ancestros. La pérdida del territorio y el éxodo de las hijas es la más clásica y básica preocupación de un macho alfa primate, y este instinto, se quiera o no, está firmemente encasquetado en la psique de todo homo sapiens. En este contexto, no hay nada que ponga más histérico a un conservador bigotudo que una chica colocada mostrando interés sexual por un apuesto magrebí, y votará en contra de cualquier legalización.

-El problema del uso de drogas en sectas. Las drogas en principio son simples moléculas sin personalidad moral (aunque hay que matizar: muchas comunidades chamánicas insisten en describir los llamados espíritus de las plantas, según los cuales cada planta posee por definición un determinado espíritu contactable mediante técnicas y ritos, y provisto de una personalidad propia). Pero esto no quiere decir que puedan ser usadas como arma por parte de actores con su propia agenda. De hecho, las drogas pueden ser usadas como armas de mistificación masiva, y están a la merced de gente que se aproveche de un uso particularizado de estas, arbitrario y toxificado de ideología, para emplearlas como palanca para formar una congregación espiritual, o directamente una secta, depredando sobre personas ingenuas e ignorantes de que la droga que les enseña la supuesta verdad que el maestro predica, usada de otra forma revelan otras realidades totalmente distintas a la película de este particular vendehumo.

Pero no solamente puede darse una situación de victimización causada por algún esquizo con delirios de grandeza especialmente peligroso, sino que también una comunidad entera puede verse abocada hacia un descubrimiento tristemente sesgado de un supuesto paradigma espiritual, que, faltos de diálogos ecuménicos con la sociedad normal, les puede conducir hacia, sin ir más lejos, el error, y en el peor de los casos, una tragedia, como un suicidio colectivo (Jonestown massacre, Heaven’s gate). En Brasil, es famoso (dentro del mundillo) el Santo Daime, un culto sincrético con unos diez mil adherentes, que mezcla cristianismo con la toma de ayahuasca. ¿Es lícito empujar a individuos a experimentar experiencias cumbre sin ningún anclaje epistemológico sólido ofrecido (aunque dicho así quizá quede burdo) por la ciencia? O por lo menos la tradición filosófica greco-occidental, que tiene mucho recorrido. ¿Hasta qué punto es moral observar de lejos lo que podría ser juzgado como una emocionante mentira, y no hacer nada?

-El problema de la contundente ontología droguil. Cada droga ofrece un estado de conciencia por definición no accesible si no es mediante la interacción con esa droga, y cada estado de conciencia ofrece una realidad ontológica cualitativamente distintiva al resto. Es decir, que la impresionante experiencia mística (o directamente perturbadora) de la salvia se siente como una experiencia que no se puede obviar, y que por fuerza tiene que verse como una parte de la topología ontológica del universo, y sin embargo, es una experiencia que resulta cualitativamente distinta a la experiencia cumbre de, por ejemplo, el 5-MEO-DMT (el sapo) que confiere unos estados de conciencia inefablemente numinosos y particulares. Y lo mismo con cada tipo de droga, a su manera.

Hasta ahora, la humanidad podía contentarse con el emplazamiento monopolizador de una verdad social dominante, ya sea mediante el Dios trinitario, Alá, el Dao, Brahman, o lo que fuere, y descansar bajo eso (no descansar bajo nada tiende a empujar una sociedad hacia el localismo banal). En la época de hoy, sin embargo, nos vemos colectivamente perturbados por la mera existencia de unos paradigmas conscientes, que no solamente contradicen los esquemas de literalmente todas las verdades canónicas establecidas (la experiencia extrauniversal/dimensional del DMT con altas dosis no tiene parangón), sino que, más importante aún, ofrecen una plétora de diferentes direccionalidades de experiencias cumbre, que además es difícil o imposible comparar entre sí si queremos emplazar alguna en un eslabón superior sobre el resto. Es decir, estamos viendo que nuestra conciencia, en lugar de tener una cima blanca y pura, se divide en múltiples ramas como en un árbol (al menos bajo las limitaciones de los paradigmas intelectuales del siglo XXI). Y lo que es peor, estas experiencias están mediadas por objetos físicos (moléculas) y son accesibles para virtualmente todo el mundo, lo que les confiere una característica de innegabilidad material que hasta ahora no era obligado otorgar a las ideologías que le cayesen mal al sistema (como cuando este intentaba ahuyentar el marxismo como si fuera una mosca cojonera indigna de debate, por ejemplo). En definitiva, estamos ante un abismo que ha de ser rellenado y no podemos obviarlo.

Esto es tremendamente preocupante para cualquier ente político que aspire a la dominación y el control de la sociedad, puesto que a lo que equivale esta cuestión es que en el fondo, no existe tal cosa como legitimidad celestial por parte de un actor político: todo es susceptible de ser derrocado con total tranquilidad de conciencia, todo palo ha de aguantarse por sí mismo, toda organización política ha de estar basada en consensos técnicos y no ideológicos, puesto que ahora cualquiera puede crear su propio mito místico. Esto antes no pasaba, porque la mayoría de drogas sintéticas son de reciente creación, y las pocas plantas chamánicas (la mayoría americanas: setas, ayahuasca, peyote…) estaban situadas totalmente fuera del conocimiento popular. Desde hace varias décadas (sobre todo desde los años sesenta) es imposible cerrar la puerta. Aclaración: este cambio a largo plazo seguro que nos beneficia a todos; después de todo, ¿quién no querría un sistema político cuyo consenso técnico fuera impermeable a cualquier tipo de chantaje o engorilamiento ideológico? Pero eso no quita que las actuales estructuras políticas vayan a sufrir un enorme viacrucis, del que ya se encargarán de hacer partícipe a toda la población.

-El problema de la inmadurez institucional e ideológica. Lo cierto es que hoy por hoy, nuestra sociedad no está preparada para una explosión en el uso de las drogas por parte de la mayor parte de la población. Para empezar, hay una falta de educación en un uso correcto de las drogas, prácticas de salud preventiva, combinaciones y dosajes peligrosos, etcétera. Además, hay una gran falta de expertos y terapeutas que conozcan lo suficiente del tema como para, por un lado, establecer terapias vanguardistas basadas en el uso premeditado de drogas como herramienta terapéutica, o por otro procesos de terapia basados en la desintoxicación de usos desafortunados de drogas por parte de pacientes. Por si fuera poco, en el mismo sector profesional se da un gran nivel de prejuicios desacertados respecto a este tema, más en algunas corrientes de pensamiento psicológico que otros (conductismo, la mezcla entre solipsismo onanístico y dogmatismo hecha escuela intelectual).

También se echa en falta en general una estructura institucional capaz de organizar de forma efectiva este tema: en cuanto a políticas públicas, el Gobierno tiene una visión poco desarrollada y focalizada en su casi totalidad a la prevención. La sociedad civil también se encuentra en un estadio incipiente, en el que lo más robusto es la red de asociaciones cannábicas, y la ONG Energy Control, dedicada al análisis de calidad de drogas.

La inmadurez de nuestra sociedad no solamente se da en la falta de espacios organizados capaces de soportar los problemas que las drogas causan en la población. También nos falta un modelo ideológico que esté capacitado para lidiar con las cuestiones acerca de la libertad que las drogas nos ponen enfrente, sobre todo cuando nos movemos en situaciones pantanosas en las que es difícil destilar los límites al respeto al prójimo, la libertad individual, la supuesta capacidad de raciocinio que tiene cada cual, etcétera. Podemos partir de una base bastante sólida según la cual la sociedad o el Estado no tienen el derecho fundamental de intervenir en lo que haga un individuo respecto a la modificación de su propia conciencia, siempre que no haga daño a los demás. Sin embargo, surgen problemas respecto a lo planteado antes en relación a usos de drogas en espacios sociales cerrados en los que el individuo es susceptible de ser manipulado de formas sutiles que a primera vista son inobjetables desde un paradigma liberal clásico.

¿Por qué todo esto?

¿Y por qué querríamos prestarnos a hacer el enorme trabajo moral que supone legalizar y normalizar el consumo de sustancias psicoactivas en nuestra sociedad? Aquellos que han vivido según qué experiencias saben por qué. Los que no, no. Me gustaría pedir una cosa al lector: no estorbar. Hay que aprender de las lecciones de las batallas culturales de este último siglo. Todo lo que no sea legalización y normalización es en el fondo nadar en contra de la historia. Toda victoria reclamada por la oposición a este proceso no conseguirá más que soslayar y retrasar un acontecimiento que de todas formas acabará llegando.

Acabo con unas citas de Terence Mckenna bien bacanas.

«If the words ‘life, liberty, and the pursuit of happiness’ don’t include the right to experiment with your own consciousness, then the Declaration of Independence isn’t worth the hemp it was written on».

«We have been to the moon, we have charted the depths of the ocean and the heart of the atom, but we have a fear of looking inward to ourselves because we sense that is where all the contradictions flow together».

«We can begin the restructuring of thought by declaring legitimate what we have denied for so long. Let us declare Nature to be legitimate. The notion of illegal plants is obnoxious and ridiculous in the first place».

«Psychedelics are illegal not because a loving government is concerned that you may jump out of a third story window. Psychedelics are illegal because they dissolve opinion structures and culturally laid down models of behaviour and information processing. They open you up to the possibility that everything you know is wrong».


Edu Collin Hernández (Amberes [Bélgica], 1995), hijo de belga y española, graduado en economía, y educado en el núcleo duro del Opus Dei catalán, ha vivido su juventud a caballo de entornos frikis interneteros, y comunidades hippies y new age. Psiconauta empedernido, escribe sobre la conexión entre las experiencias místicas y el surgimiento de entramados institucionales, y otros temas relacionados.

2 comments on “Drogas: moralidad y legalización

  1. Pau Comes Solé

    Soy partidario de la despenalización y regulación del cultivo de la droga en general. En el caso de España seria necesario hacerlo con leyes europeas.
    Todas las culturas tienen al menos una droga dura de producción y consumo libre pero mas o menos regulado. Entre nosotros es el alcohol del vino y cerveza principalmente. Por cierto también el cristianismo tiene el vino en unos de sus ritos/misterios mas importantes. La cultura popular sabe y asume sus riesgos dentro de uno limites.
    El problema empieza con la introducción del consumo de drogas del que se desconocen sus riesgos y por la que no estamos educados en un consumo responsable.
    El problema es como se consigue esta educación, pero este otro problema.

  2. Pingback: Drogas: Moralidad y Legalización – Neumatologia

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