texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas
«TABERNA HUMANA», dice el rótulo en la puerta del bar. ¿Y qué suponer? Uno se atreve a acercarse pero, por si acaso, empotra nada más la cabeza allí adentro, como una vaca curiosa en un portón abierto, a ver qué encuentra allá (eso es: como una vaca que se cuela desafiante en una taberna humana). Pero no, no me decido a entrar del todo; lo dejaré para otra vez. Siempre me ha dado un poco de grima ese adjetivo oscuro: humano.

¡Ay, esta luz limonera de octubre, dulcemente cayendo sobre árboles de colores impuros y fachadas aún calientes! Es la hermosa lentitud del otoño, la estación más envalentonada, la única que se atreve a retener en un sollozo sostenido los desbordamientos que no caben en los límites de estos meses. Y siempre ha sido así en mi memoria. Esta luz tan niña me recuerda aquel verso que iniciaba el poema «Dehesa Serena»: «Estos días me llevan a otros días…».
Sean las que sean, suplico siempre a las divinidades comerciales (ramo alimentario) que me orienten bien cuando en el supermercado elijo la cola para llegar cuanto antes a la caja. Pero da lo mismo. Siempre es la más lenta; incluso a veces me cambio a medio viaje de una a otra porque tengo claro que esa va a avanzar más. Iluso de mí. Llegado un momento se produce un atasco inesperado y veo con tristeza cómo me adelantan con suficiencia y descaro guasón los clientes de la cola que abandoné. En cuanto pueden, los dioses se burlan de nosotros en cualquier sitio. Sospecho que nos va ocurriendo a todos.
Cuando en vez de temblor hay habilidad, es que el poeta se ha rendido al oficio. Es lo que tiene escribir por costumbre. Se gana en seguridad, se pierde en incertidumbre. Y el poeta se pasea en busca de versos consultando su guía privada, como esos turistas que miran y escuchan la pantalla del móvil mientras caminan sin poner atención a lo que va ocurriendo en torno a ellos. Igual, igual el escritor cuando ya solo le interesa lo previsible.

La poderosa memoria minera que aún persiste en los lugares que un día entregaron su destino al carbón. Paseamos por Tremor de Arriba. Un domingo por la mañana. Imposible no suponer por aquí la conciencia afilada de Noemí Sabugal tomando notas para su libro. El pueblo se ha ido formando como a regañadientes; allá donde se ha podido, se ha alzado una casa. Se me vienen encima unas palabras recientes de Avelino Fierro evocando una atmósfera parecida de signo ferroviario: «Cielos oscuros de agua sucia […] Casas iguales y una penumbra tan espesa como la sangre». El bar Eliseo ya está a estas horas lleno de hombres tranquilos que beben licores en vasos pequeños; otros, de espaldas al mundo, lanzan dinero a máquinas estrepitosas. En una pared, una lista con los 47 establecimientos de hostelería que hubo una vez en el pueblo. Volvimos a las calles. La iglesia es una nave diáfana, un hangar aprovechado para la liturgia dominical; no hay en ella retablos ni imaginería. Tampoco hay campanario: cuando repican las campanas, comprobamos que es una grabación que emiten altavoces. En un muro público, entre motivos de la minería expuestos como las panoplias en los salones de los aristócratas, hay lápidas que celebran a los centenarios del pueblo (es que aquí la duración de la vida se considera más) y a lo largo del cauce del río alguien ha dejado signos de fantasía (setas de plástico, esculturas de enanos, un pozo con encanto infantil, un banco multicoloreado) como para apiadarse de la falta de infancia en ese escenario. Un poco más allá, como una broma macabra, está el velatorio municipal con ese nombre rotundo y sin reservas: El Suspirón. Y todo en Tremor —hasta su nombre— se ve invadido por la siniestra provisionalidad de lo que puede venirse abajo en cualquier momento, tal como si el pueblo estuviese mal estibado y fuese también una excrecencia del mundo trágico y titubeante de la mina.
En medio del ruido público, unos músicos de calle están interpretando un aria de Bach y todo queda de repente impregnado de esa aérea arquitectura musical que consigue detener la vida. Como si me llamase el flautista de Hamelin, me desvío de mi itinerario y me acerco un poco atolondrado a escuchar de cerca. Pero con tal ímpetu que me tropiezo en el bordillo de la calzada y me voy de cabeza al suelo como un sapo. La gente se para hasta ver si puedo levantarme, y cuando comprueban que no me ha sucedido nada todos siguen su marcha; impertérritos, los músicos continúan a lo suyo y me miran sacudirme ante ellos las rodillas. El aria sigue flotando en el aire como si nada hubiera sucedido y yo, cojitranco y escocido del porrazo, aguanto a pie firmes, suponiendo que Bach me sanará. O que la forzada naturalidad que demuestro ha de reponer el curso de la vida normal que yo mismo interrumpí con mi costalada.

El mundo de Morandi. Esa melancolía de la materia que exhalan sus botellas y sus lozas, que parecen respirar secretamente como para mantenerse así, erguidas en la inminencia de la fragilidad. Morandi abandonó muy pronto el mundo objetual de los cubistas (guitarras, sillas, periódicos) y entró con decisión en esa conformidad del utillaje palpitante que él dispone una y otra vez con variantes muy pensadas, como para disputar el concurso del azar en las cosas. Pertenece a esa órbita de creadores (Giacometti, Trakl, Modigliani, Andrade, Gamoneda…) que nunca abandonan unos pocos motivos con los que son capaces de levantar una y otra vez eficazmente su mundo. Al contrario que ocurre en la desmesura picassiana, hay en ellos el descubrimiento recurrente de lo único en esa conducta serial de unas pocas palabras, de unos pocos objetos —siempre los mismos— que nos hacen pensar que todo está bien ahí pero de paso. Las presencias del mundo de Morandi tienen la fuerza relatora de aquello que invoca un presente parado, pura estancia que obliga a quien mira a asustarse del vértigo de la inmediatez.

Hay un gran hueso de vaca en un banco público. Nadie ha osado tocarlo. Lo veo por la mañana y por la tarde aún sigue allí, mondo y blanco, como una descolgada exageración orgánica. Pasamos ante él mirándolo mucho, con el estupor de quien encuentra algo fuera de sitio y trata de reconstruir su improbable itinerario. Y hay otra sensación incómoda compartida. Lo sé. La de desear que los barrenderos lo quiten por fin de ese lugar impropio, hecho más bien para asentar los mofletes de nuestra carne. Hay algo repelente en ver los huesos francos de los seres; algo como una violación decepcionante que exhibe nuestra última consistencia, el entramado de nuestra verdadera intimidad material. Como quien deja abiertas sin querer las últimas habitaciones de la casa. Molesta el hueso en el banco. Muestra un andamiaje común a los animales y a las personas que se acepta con malestar porque nuestra patria es el rosa de la carne y no esta última munición vertebrada que da cuenta de una bruta identidad costillar.
Vuelvo a la «TABERNA HUMANA». Esta vez entro por fin a beber algo. En un momento dado, le pregunto al camarero por el sentido de ese titular. Se encoge de hombros. «Seguramente —me dice por todo decir— lo ha puesto el jefe en vez de Taberna Urbana». Y sigue a lo suyo, dejando ver cierta complacencia por su extravagante explicación. Bebo, termino, pago. Con perplejidad, abandono el local lleno de olor a esa humanidad enigmática.

HAIKU DE LOS SOMIERES EN EL CAMPO
Ahora lo sé:
desgarrados, los sueños
siguen en pie.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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