/ una reseña de Miguel Antón /
Qué vendrá después de nosotros, se pregunta el artista y cineasta alemán Julian Rosefeldt. Y contesta: Penumbra.
Su último trabajo puede entenderse como la continuación del anterior, In the land of drought (2015), donde ya exploraba las consecuencias antropológicas y ecosistémicas de los excesos civilizatorios del antropoceno. Su macrodanza fílmica acompañaba al oratorio haydniano Die Schöpfung (La creación), sugiriendo irónicamente que el futuro de la especie humana no constituye una excepción a las leyes del universo, y que por tanto estará igualmente sometido a los procesos de descomposición que responden a la entropía, segunda ley de la termodinámica. El cénit del capitalismo es solamente una breve alucinación, un momento de la hoguera que acabará dando sus últimos latidos en forma de rescoldos. Concordando con el título de la pieza, todo serán cenizas y sequía.
Penumbra continúa con esa misma estela. En esta ocasión, el motivo musical viene de la mano de Robert Schumann y su Szenen aus Goethes Faust (Escenas del Fausto de Goethe). Un vasto y ruinoso desierto arquitectónico, masivo y sofocante, que no deja espacio alguno para respirar, anuncia un infinito desierto de arena. Las fronteras entre uno y otro están claras, pero las diferencias sustanciales ya no tanto. En ambos paisajes impera el vacío y el silencio, asolados por sombras tenebrosas cuya procedencia no se desvela. Una lentitud kubrickiana recuerda al erial dominado por los simios en el que acontece la elipsis más famosa de la historia del cine.
De pronto, en el desierto aparecen a lo lejos algunos oasis. El verde selvático de un bosque aislado, en cuyas profundidades nos adentramos con un plano cenital, esconde algunos personajes encantados que nos transportan a un posapocalíptico cuento de hadas. Los últimos grupos humanos se esconden entre el follaje, resguardados en el baile y el goce de lo poco que les queda: sus propios cuerpos.
«A nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea. […] Además, nadie sabe de qué modo ni con qué medios el alma mueve al cuerpo, ni cuántos grados de movimiento puede imprimirle, ni con qué rapidez puede moverlo».Todas estas cuestiones que inquietaban a Benito Spinoza no parecen preocupar a los jóvenes raveros que bailan hasta la extenuación en mitad del bosque, como tampoco parecía preocupar a los habitantes de Sion (los últimos humanos de la Tierra) en la fiesta del fin del mundo celebrada en el universo de las hermanas Wachowski. En ambos casos, la cámara lenta coloniza la escena, y reconfigura la experiencia temporal ante un horizonte apocalíptico.
Así ocurre también en el bosque de Anticristo, la inquietante película de Lars von Trier, en la que al ritmo del slow motion los protagonistas se entregan al placer de los cuerpos. Asimismo, en su film Melancholia, el planeta que chocará con el nuestro avanza muy lentamente antes de la gran explosión. La cámara lenta también anunció en 1936 otro apocalipsis, en este caso mucho peor que los anteriores, puesto que acabó siendo real. La cineasta Leni Riefenstahl, al servicio del Tercer Reich, dirigió ese año su largometraje Olympia en los Juegos Olímpicos de Berlín. Allí innovó muchas de las técnicas cinematográficas utilizadas hasta el momento, y sus aportaciones se extenderían después a toda la industria. Algunos de esos avances se materializaron en la cámara lenta y los primerísimos planos de los cuerpos escultóricos de los atletas alemanes. De algún modo, Julian Rosefeldt nos sugiere en Penumbra que el tiempo tiende a pararse justo antes de la tragedia final.
En realidad, no existe una lucha entre el ser humano y las fuerzas de la naturaleza. Desde el momento en el que se comprende que no hay batalla posible porque está perdida de antemano, a los últimos testigos del desenlace solo les queda retirarse al jardín, como los seguidores de Epicuro. También el filósofo griego se marchó a los jardines cuando la civilización que conocía había agotado la superioridad política que tuvo en el periodo clásico. Nuestras ruinas y nuestros cuerpos quedarán finalmente enterrados bajo el suelo, al que Rosefeldt nos conduce con un plano lynchiano que acaba fundiéndose en negro.
Una verdadera lástima que la Galería Helga de Alvear, donde pude ver el largometraje, no se encontrara a la altura técnica que exigía la pieza, y que por tanto tuviera que pasarme buena parte del visionado tapándome los oídos para que no me los rompieran unos altavoces que saturaban y crujían como el demonio, escuchándose parecido a como debe sonar el infierno. Por si fuera poco, acompañaba al son una cinta de embalaje en la sala de proyecciones. Debía estar envolviendo algo extremadamente importante, mucho más que la pieza del cineasta, en cuyo caso estaría del todo justificado porque significaría que era todavía mejor que su obra, lo cual no es nada fácil. Vayan a ver a Julian Rosefeldt, disfruten de Penumbra y ojalá tengan más suerte que yo con la banda sonora.
Miguel Antón Moreno (Madrid, 1995) es estudiante del doble grado en filosofía e historia, ciencias de la música y tecnología musical en la Universidad Autónoma de Madrid, escritor y músico.
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