Pensamiento para la acción: el vigor de ‘El manifiesto comunista’

El clásico de Marx y Engels vuelve muy acompañado en la edición de José Ovejero. Andrés Montes lo reseña para EL CUADERNO.

/ por Andrés Montes /

La contemporaneidad de ciertos clásicos reside en su capacidad para explicar cosas de hoy desde la profundidad del tiempo pasado en que se gestaron, en la vigencia de lo que nos dicen. Después de más 170 años, El manifiesto comunista conserva todo el potencial de un texto que instaura una forma sólida de interpretar la sociedad y la historia, fija como objetivo de ese devenir el fin de la mercantilización de la vida, la búsqueda del ideal ilustrado de la autonomía personal dentro de un proyecto colectivo, la conquista de un nuevo humanismo. Que los intentos de consumación de dicho proyecto se hayan cerrado con el fracaso y el trauma histórico en nada altera el modo en que esa visión transformó el modo de acercarse a la realidad, su consistencia para entender lo que ocurre y su fecundidad teórica.

En esta nueva edición en español del panfleto de mayor difusión y repercusión histórica, José Ovejero, traductor y editor, busca reponer en el estante de las novedades un texto que «ha transformado de forma drástica nuestra manera de mirar el mundo, incluso la de quienes no saben lo que es el materialismo histórico». El clásico vuelve muy acompañado: una reflexión de Saramago extraída de sus Cuadernos de Lanzarote, el prólogo de la ministra Yolanda Díaz y dos bloques de comentarios, uno de ellos histórico y otro contemporáneo. Las acotaciones históricas, en su mayoría prefacios a las sucesivas ediciones del panfleto en distintos idiomas, dibujan su evolución en los primeros años y constatan ciertas divergencias de los propios autores respecto al texto primordial, como consecuencia de los cambios de la situación política, así como su decisión de mantener el original por fidelidad histórica.

El segundo bloque de comentarios se mueve entre la visión personal y autobiográfica de Marta Sanz y la completa lectura de Santiago Alba Rico, que profundiza en los tres impulsos del Manifiesto: «La síntesis de pensamiento, un programa de acción y una pieza literaria». La nómina de firmas se completa con la visión caribeña que aporta Iván de la Nuez y la perspectiva feminista de Wendy Lynne Lee.

El «fantasma que recorre Europa» dejó de ser una amenaza hace más de tres décadas, con el colapso de todo lo construido sobre la interpretación torcida de la extensa obra de Marx, hasta transformarla en un corpus marmóreo, labrado con las exégesis inapelables de los guardianes de la doctrina del Partido y el castigo, tantas veces mortal, de toda discrepancia. Tras esa caída, se cierra el tiempo de las concesiones, los años centrales del siglo pasado, en los que, con un mínimo reparto de la prosperidad, el sistema aparentaba tener su lado virtuoso.

El neoliberalismo rampante desembocó en los máximos niveles de depredación. La mitad de la riqueza global está en manos de un exclusivo dos por ciento de la población y la severa desigualdad que ello genera constituye un creciente peligro potencial para el propio sistema. Warren Buffett, ese oráculo de aquellos para los que el único valor que importa es el de las acciones, dictamina: «Hay una guerra de clases, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra y vamos ganando». El núcleo de la afirmación es marxista, su envoltura puro cinismo. Desde la orilla opuesta, el profesor y politólogo italiano Marco Revelli confirma el diagnóstico con el título de un libro tan breve como claro: La lucha de clases existe… ¡y la han ganado los ricos! (Alianza, 2015). Marx todavía nos habla de hoy.

El capitalista se revela de nuevo como un lobo para el capitalismo, cuyas mutaciones multiplican su potencial autodestructivo hasta convertir su propio impulso en una fuerza antisistema. Sin amenaza exterior, el enemigo está dentro. «La sociedad moderna burguesa, que se sacó de la chistera tan colosales medios de producción y de transporte, se asemeja al hechicero que es incapaz de dominar las fuerzas del inframundo que él mismo ha conjurado». La magnífica prosa de Marx describe en estos términos el momento histórico en que ve la luz el texto fundacional por excelencia, pero esas mismas metáforas contribuyen a explicar la Gran Recesión de 2008, resultado de los alambicados procedimientos financieros, de la desconexión entre producto y dinero, cuyos efectos escaparon al control de sus creadores. El Manifiesto establece ya, como pauta inherente al propio sistema, esa tendencia a explosionar desde dentro que se irá ratificando en las sucesivas crisis.  

A esas encrucijadas sistémicas se llega siempre por acumulación y excesos («la sociedad posee demasiada civilización, demasiados alimentos, demasiada industria, demasiado comercio»), lo que supone una novedad respecto a las épocas en que las crisis sobrevenían por las carencias. Hay mucha admiración en esa descripción del capitalismo, una cierta atracción fatal hacia los logros de aquello a cuyo conocimiento entregará la mayor parte de su vida, pero mostrando a la vez el precio que la humanidad paga por ello y marcando el camino hacia la superación de ese estado de las cosas.

La doble autoría del panfleto no oculta el distinto peso en su elaboración de cada uno de los firmantes. «Hay mucho de Engels en el contenido del Manifiesto, es evidente, pero la respiración es claramente marxiana. Engels siempre fue más pragmático, más generoso y menos puritano que Marx, pero siempre supo que el talento literario, y no sólo el filosófico, correspondían a su barbudo amigo de Tréveris», apunta Alba Rico. La mano de Marx da forma a un texto en el que aflora el provechoso lector de Shakespeare, desprendido de la pesada prosa de la filosofía alemana, a la que reemplaza una escritura combativa a la busca de públicos amplios: densidad de ideas tamizadas por el lenguaje periodístico.

Engels siempre estuvo cerca para desenredar a Marx de la tarea inabarcable que se había propuesto. La muy germánica pretensión de un pensamiento sistemático, que lo integre y explique todo, marcará la obra del autor de El capital, desbordado por su propia exigencia y por un método de trabajo que hacía interminable el proceso de acercamiento a las fuentes, la lectura, los resúmenes, las notas que solo alcanzaban a descifrar el amigo y la esposa. En el prólogo a la edición inglesa de 1888, el eterno socio ideológico reconoce sin ambages: «Aunque el Manifiesto es obra de nosotros dos, me siento obligado a afirmar que la idea central, la que forma su núcleo, pertenece a Marx». Ese eje teórico sostiene que «en todas las épocas históricas la forma dominante de producción y comercio, así como la estructura social forzosamente resultante de aquella, constituye la base para la historia política e intelectual de dicha época y solo se puede explicar a partir de esa base».

En el momento de escribir el prólogo, con Marx muerto ya desde hacía casi cinco años, Engels anticipa con clarividencia el potencial de esa concepción al afirmar que «está destinada a significar para la ciencia histórica lo que significó la teoría de Darwin para las Ciencias Naturales». Era el máximo logro teórico: había alumbrado un explicación rigurosa y universal sobre el devenir de la humanidad, capaz de poner en pie de igualdad la ciencia social con la natural, de dar a su interpretación de la historia una consistencia en condiciones de medirse con el saber científico, que siempre fue un referente sobre la forma de construir el conocimiento.

En el Manifiesto confluyen las pulsiones que marcan el pensamiento de Marx. La muy repetida Tesis XI sobre Feuerbach («los filósofos no han hecho más que interpretar los diversos modos del mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo») no debe entenderse como una negación de la filosofía sino como un corte con el idealismo alemán. «Marx participó de la concepción moderna que rompe con el ideal de la vida contemplativa y reconoce el valor de la acción», explica Eduardo Álvarez en su reciente Las ideas filosóficas de Marx (Tecnos, 2021). El de Tréveris toma distancia de la desoladora conclusión hegeliana de que «la filosofía siempre llega tarde». «El búho de Minerva solo emprende el vuelo con la irrupción del atardecer» y «cuando la filosofía pinta con sus tonos grises ya ha envejecido una figura de la vida que sus penumbras no pueden rejuvenecer, sino solo conocer», escribía Hegel en el prefacio a su Filosofía del derecho. Esa dispar visión sobre el vínculo entre el pensamiento y el mundo se traslada también a la manera de intervenir en su tiempo. El autor de la Fenomenología del espíritu no permaneció ajeno a los conflictos de la época y, pese a la muy extendida idea de que es la encarnación filosófica del absolutismo prusiano —que Jacques D’Hont se esfuerza en desmontar en su reeditada biografía (Tusquets, 2021)—, su entierro se convirtió también en una protesta contra aquel régimen. Pero la fricción de Hegel con su circunstancia histórica dista mucho del permanente batallar marxiano.

En Marx, el vínculo entre pensamiento y acción adopta una forma muy distinta. «La teoría tiene que transformarse en fuerza material… la crítica se hace revolucionaria», resume Fernández Buey en su Marx (sin ismos) (El Viejo Topo, 1998). El título del libro expresa con claridad la obligada decantación entre la teorización marxista y la ejecutoria de sus epígonos, la importancia de que esa estrecha imbricación entre la reflexión teórica y el actuar en el mundo no lleve a arrojar al niño con el agua sucia. Sin esa cautela acabamos en confusiones, sin duda interesadas, como meter El manifiesto comunista en el mismo cajón que Mi lucha, el vademécum hitleriano de efectos devastadores.

El Manifiesto responde a esa materialización del pensar, lo que hace que sea mucho más que una reliquia, un documento para la historia o una deliciosa lectura decimonónica.  De vuelta a las palabras de Fernández Buey, «el que muchas de sus afirmaciones nos sigan conmoviendo se debe a que en él hay verdades sobre la historia de los hombres, sobre la evolución de la industria y el capitalismo, sobre la lucha entre las clases y sobre cómo intervenir en ella desde abajo que rebasan, todas, lo que era la intención inmediata de sus autores».


El manifiesto comunista
Karl Marx y Friedrich Engels
José Ovejero (trad. y ed.)
Galaxia Gutenberg, 2021
16,50 €

Andrés Montes Fernández (Aramil, Siero, 1960) es periodista. Licenciado en Filosofía, fue redactor jefe de La Nueva España y responsable de su suplemento de cultura.

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