Creación

Cupido en la librería

«El último curso del instituto empecé a frecuentar las librerías de Estella. [...] Aquel año habían abierto una librería nueva, Cal y Canto; nada que ver con las que había hasta entonces con mostradores, vitrinas y trastiendas. Allí podías pasear entre las estanterías sin que nadie te molestara [...] Había otra razón por la que iba tan a menudo a Cal y Canto: me gustaba la librera». Un relato de Jesús Arana.

/ un relato de Jesús Arana Palacios /

El último curso del instituto empecé a frecuentar las librerías de Estella. Todas las tardes debía esperar dos horas desde que acababan las clases hasta que salía el autobús para volver a Sesma. Era un tiempo muerto que pasaba jugando a las cartas con mis amigos en algún bar. Aquel año habían abierto una librería nueva, Cal y Canto; nada que ver con las que había hasta entonces con mostradores, vitrinas y trastiendas. Allí podías pasear entre las estanterías sin que nadie te molestara. Además, había música ambiental, como se decía entonces. Iba siempre solo y se me pasaban las horas sin darme cuenta, escuchando a Miles Davis y leyendo cuentos de Juan Carlos Onetti. Más de una vez tuve que salir con el tiempo justo, cruzar corriendo la Calle Mayor y el Paseo de la Inmaculada y llegar jadeando a la estación cuando el autobús ya se había puesto en marcha.

Había otra razón por la que iba tan a menudo a Cal y Canto: me gustaba la librera. Bueno, en realidad la cosa era más complicada. De quien estaba enamorado desde hacía meses era de su hermana pequeña, que estaba en mi clase. Era la única chica que se había incorporado ese curso, los demás nos conocíamos desde primero. No es que fuera una belleza, pero tenía algo. Era bastante más baja que yo y desde el principio me gustaron sus ojos verdes, su pelo negro alborotado, sus escotes, que dejaban ver una piel muy morena, y su acento catalán, que para nosotros era algo bastante exótico.

En el instituto nos conocíamos todos y no me costó enterarme de cuanto quería saber sobre Itziar. Sus abuelos eran de Estella, pero su padre se había casado y vivía en Barcelona desde hacía treinta años. Sus dos hijas habían crecido allí. La razón por la que ahora habían regresado era porque la mayor se había hecho cargo de la vieja imprenta familiar, la había reformado y convertido en la librería luminosa a la que yo había empezado a ir dos o tres veces por semana.

La hermana de Itziar, mi librera, se llamaba Montse y en poco tiempo se convirtió en mi asesora literaria. Al principio estaba algo perdido. Me dedicaba a sacar de las estanterías los libros que me llamaban la atención y a leer las solapas y las contracubiertas. A esa edad mis intereses eran de lo más variados. En realidad, no había ninguna sección que no me interesara, así que las recorría todas. Cuando llegaba el momento, elegía algún libro de bolsillo barato, me acercaba a la caja y pagaba. Casi siempre con la sensación de estar pagando no por el pequeño volumen de Argos Vergara o de Bruguera que me llevaba sino por el tiempo que había estado allí. 

Las dos primeras veces las cosas ocurrieron con normalidad, pero la tercera, antes de devolverme el cambio, alargó la mano, me sonrió y dijo: Soy Montse.  

Desde ese día nuestra relación empezó a cambiar. Ella se daba cuenta de mi timidez y me dejaba a mi aire. Alguna vez me preguntaba si la música me parecía bien y poco más. Lo que cambió fue que ahora esperaba el momento de acercarme a la caja con nerviosismo y elegía los libros tratando de no decepcionarla. Solía hacer algún breve comentario, pero no siempre me hablaba de literatura. A mí lo que me gustaba era verla sonreír porque me recordaba a su hermana con la que, después de cuatro meses de curso, aun no había conseguido hablar a solas.

No sé cuando empezaron las recomendaciones. Siempre lo hacía después de que hubiera pagado. Ya nos habíamos despedido y cuando me dirigía hacia la puerta me llamaba y me ponía un libro en las manos. Tienes que leer esto, me decía.

La primera vez me ruboricé. Le dije que no tenía dinero para pagarlo.

No importa, es un préstamo. Sólo cuídalo porque después tengo que venderlo.

El primero fue Reencuentro de Fred Uhlman en una edición argentina, y a éste le siguieron muchos más. Entonces estaban de moda los bolsos militares de color caqui y yo llevaba uno en bandolera lleno de libros: los del instituto, los pequeños volúmenes que me compraba y, cada vez más, los préstamos de Montse. Estos eran los primeros que empezaba a leer en cuanto subía al autobús para devolvérselos cuanto antes.

Fue un invierno de lecturas febriles. Un día me ponía en las manos Rey, dama, valet de Nabokov, otro El gran Gatsby de Scott Fitzgerald o Los cuentos de Odessa de Babel. Se los devolvía siempre con agradecimiento y con miedo de no estar a la altura. Habría querido hacer un comentario inteligente pero casi siempre me limitaba a decirle que me había gustado. Mi forma de demostrarlo era comprar otros libros de los autores que me recomendaba.

Fue más tarde cuando me decidí a comentarle que su hermana Itziar estaba en mi clase. Debió de ser después de las vacaciones de Semana Santa. Me daba cuenta de que iba a terminar el curso sin atreverme a abordarla y me empezaba a preocupar. Un día sin venir a cuento le dije a Montse que era compañero de su hermana.

Sí, ya lo sé.  Vienen pocos chicos del instituto por aquí. No tuve más que describirte y me dijo que solo podías ser tú.

Noté cómo me ruborizaba. Me habría gustado alargar la conversación, preguntarle cualquier cosa sobre su hermana, pero me limité a meter en el bolso el libro de cuentos de Cortázar que acababa de comprar (creo que Octaedro) y salir de la tienda. Me sentía avergonzado y exultante al mismo tiempo. En el autobús fui incapaz de leer como hacía siempre.

Tardé dos o tres semanas en volver por la librería. Aquel día, Montse apenas me prestó atención. Pensé que estaba enfadada. La música que puso aquel día me pareció más bonita que otras veces. Estuve rebuscando durante casi una hora. Finalmente me acerqué a la caja con un libro de Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto que me habían gustado por el título y por la foto de la portada. Suelo poner la fecha en los libros que compro, por eso sé en qué orden los fui adquiriendo durante aquel curso tan lleno de descubrimientos.  

Mientras envolvía el libro, me dijo que me había echado de menos. Le expliqué que habíamos estado de exámenes. Sacó del cajón de su mesa dos libritos de Steinbeck: La perla y Tortilla flat, me los puso en la mano y me dijo que me guardaba dos pequeñas joyas. Le respondí que se los devolvería en cuanto los leyera. No hace falta, son un regalo. No pude protestar porque en ese momento entró un hombre con melena y barba canosas que se acercó a Montse y le saludó con un abrazo. Aproveché para escabullirme. En el año que la librería llevaba abierta se había convertido en un foco cultural en Estella. Por Cal y Canto pasaban todos los artistas locales, sobre todo los poetas. Mientras miraba libros, escuchaba sus conversaciones y me hacía una idea de las cosas que ocurrían allí, generalmente a última hora de la tarde.

El curso seguía avanzando. Empezaba a hacer calor y ahora en vez de pasar el tiempo de espera en los bares jugando al chinchón o al póker, íbamos a los Llanos a tumbarnos en la hierba y a estudiar. No faltaba más que un mes para los exámenes finales y teníamos que ponernos las pilas. Mis visitas a la librería se fueron espaciando, pero nunca dejaba de ir al menos una vez a la semana. Debió de ser a finales de mayo cuando Montse me habló de la revista de poesía en la que llevaban trabajando desde hacía meses. Estaban a punto de publicar el primer número. Aquel día me dijo que le encantaría que fuera a la presentación y luego añadió: quien sabe, quizás te animes un día a colaborar o puede que termines por mandarnos algún texto o a lo mejor te conviertes en uno de los nuestros. No recuerdo las palabras exactas, pero me sentí halagado porque era verdad que había empezado a escribir algunas poesías, aunque me habría dejado torturar antes de dejar que nadie las leyera.     

La presentación iba a ser dos semanas más tarde, un viernes a las nueve y estaba ilusionada porque en el primer número iban a aparecer varios poemas de un poeta que había recibido un premio nacional y había prometido asistir.

Cuando le dije que me resultaba imposible quedarme en Estella más tarde de las siete, la hora a la que salía el último autobús, me contestó que era una pena porque estaría Itzi. Me di cuenta de que se me presentaba la oportunidad que estaba esperando. Pasé unos días obsesionado con esta idea. Al final fue mi abuelo Sixto quien me echó un cable. No había previsto contarle lo de la presentación de la revista, pero de algún modo terminé hablándole de la librería, de lo mucho que significaba para mí estar allí ese día y de que no sabía cómo volver a casa. ¿Por qué tienes tanto interés?, ¿es por una chica? Le dije que sí. Entonces no te lo puedes perder. Se incorporó con dificultad, se sentó al borde de la cama y del cajón de la mesilla sacó un sobre lleno de billetes. Cuando termine la presentación de la revista coges un taxi, me dijo.         

Ese curso después de los exámenes finales teníamos la selectividad, así que estudiábamos a todas horas. Después de clase nos quedábamos por los alrededores del instituto, terminando trabajos e intercambiando apuntes. Y a pesar de todo, aun saqué tiempo para acercarme una de esas tardes a la librería. Nada más entrar le dije a Montse que iba a poder asistir a la presentación de la revista y me pareció que se alegraba sinceramente.  

Después de eso, me perdí entre las estanterías. Volví al rato con un libro algo raro, La conquista del pan, de Kropotkin. A tantos años de distancia me pregunto cuánto había de pose en aquel joven anarquista. Supongo que era una manera de distanciarme tanto de los grupos abertzales que proliferaban en el instituto y no me gustaban nada como de los que repartían el Nuevo Claridad, un periódico de las juventudes socialistas, que me gustaban menos aún. Lo cierto es que de aquella época conservo libros de Bakunin, Qué es la propiedad de Proudhon, La sociedad contra el Estado de Pierre Clastres y unos cuantos títulos sobre el campesinado y los movimientos libertarios de una editorial que se llamaba Acracia. Le pregunté por la música que estaba sonando.

Es Chet Baker, ¿te gusta?

Me cobró el libro de Kropotkin, lo envolvió y lo puso en una bolsa en la que metió también la cinta de Chet Baker después de sacarla del equipo de música. Me dijo que me la grabara y ya se la devolvería.   

Cuando me iba, volvió a recordarme la hora de la presentación y en ese momento como si se hubiera acordado de repente, me pidió que esperara un minuto. Abrió la puerta de detrás de la mesa en la que solía estar sentada y volvió en seguida. Me imagino que ahora no tienes tiempo para leer, pero quiero que lo tengas y lo leas cuando puedas. Me puso El barón rampante de Italo Calvino en las manos y, por primera vez, se despidió dándome dos besos.             

Los días siguientes pasaron sin darme cuenta. El mismo día de la presentación de la revista teníamos los dos últimos exámenes. Los que aprobaran tendrían una semana para preparar la selectividad. Había hecho la preinscripción en Historia, con intención de terminar estudiando historia del arte. Durante un tiempo pensé en matricularme en Bellas Artes porque se me daban bien la pintura y el dibujo, pero por alguna razón en el último momento lo descarté.

El viernes llegué a la librería con bastante antelación. La persiana estaba a medio bajar. Dentro estaban Montse e Itziar terminando de organizarlo todo. No las había visto nunca juntas y el corazón me empezó a bombear a lo loco. Cuando me estaba preguntando si no sería mejor ir a dar una vuelta volver más tarde, me vieron a través del escaparate y me indicaron con gestos efusivos que entrara.

Estaban nerviosas. Itziar me sonreía con timidez. Entre los tres, en poco tiempo terminamos de transformar la librería en una pequeña sala de conferencias. Aún puedo vernos, desplazando las mesas de novedades y poniendo sillas de tijera mirando hacia un atril que habían colocado allí. Al fondo, detrás de las estanterías, había un espacio en el que había dispuesto dos tableros sobre unos caballetes. Montse nos pidió que colocáramos unos manteles y encima, unas botellas de vino y cervezas, vasos de plástico y platos con frutos secos. Mientras hacíamos todo esto, Itziar me contó que su hermana había encargado unos cojines de colores porque quería hacer ahí sesiones de cuentos durante el verano. Se iba a ocupar ella de hacer esas sesiones.

En ese momento Montse llamó a su hermana para que subiera a casa a buscar algo que había olvidado y a mi me pidió que le acompañara al almacén a ayudarle con las cajas de ejemplares de la revista. No pude continuar la conversación con Itziar hasta más tarde. Para entonces la librería se había llenado de gente. Nunca la había visto tan concurrida. Las sillas estaban ocupadas y había muchas personas de pie. El poeta que había recibido el premio nacional estuvo hablando durante casi media hora sobre la nueva poesía. Luego fueron saliendo uno tras otro los poetas que habían colaborado en la revista a recitar sus poemas. Yo me las había arreglado para situarme al lado de Itziar. Éramos con diferencia los más jóvenes. A las diez de la noche seguían saliendo poetas a recitar. Aquello parecía que iba para largo. Itziar se volvió hacia mí y me dijo al oído: esto es un muermo, ¿salimos a tomar el aire?

En cuanto estuvimos en la calle, me pidió que nos sentáramos en un banco que había en la acera de enfrente. Se había hecho completamente de noche. Desde donde estábamos sentados observábamos el ir y venir de los poetas al atril que Montse había colocado junto a su mesa. Los veíamos como si estuvieran dentro de un acuario, colocándose las gafas y gesticulando con las manos mientras recitaban, y después escuchábamos los aplausos.

No creo que haya una ciudad con más poetas por metro cuadrado. Mi hermana es que tiene mérito… Los comentarios cínicos de Itziar me vacunaron contra una parte ridícula que casi siempre tienen estos actos, y muchos años después aún seguía escuchando su voz cada vez que asistía a uno, incluso a los que yo mismo organizaba.  

Joder, el que faltaba, dijo Itziar cuando vio salir al hombre de la barba y la melena blancas. Más vale que nos ha pillado aquí afuera. Pobres. ¿Quieres que demos un paseo?

Fuimos caminando hasta Los Llanos. Hacía calor y había mucha gente por las calles. Se me hacía raro ir a su lado. Recorría las calles de siempre, pero nunca lo había hecho de noche, acompañado por la chica que me gustaba y sin prisa por volver a casa. Por supuesto, recuerdo mucho mejor las emociones que sentí aquella noche que las palabras que nos dijimos. Sé que estaba muy nervioso durante ese paseo que no debió durar más de diez minutos pero que se me hizo eterno. Hasta que no estuvimos sentados en la hierba, bajo un enorme platanero, no me relajé. Estábamos en penumbra, al lado de un sendero de grava bordeado de farolas por el que no paraban de pasar parejas. 

Le conté las peripecias que había tenido que hacer para no perderme la presentación de la revista. Se reía de mis problemas. Le dije que finalmente había podido quedarme gracias a mi abuelo, que me había dado dinero para el taxi, algo que en mi casa era un lujo asiático. Le hablé de su enfermedad y de lo importante que había sido para mí. Se me pasó por la cabeza dejar de andarme con rodeos y decirle que ella era la única razón por la que había tenido tanto interés en estar esa noche allí, que la poesía me daba igual. Por supuesto no se lo dije, pero estoy seguro de que ella lo sabía. No sé si fue la penumbra, el tono de voz o qué, pero en algún momento empezó a contarme cosas que me daba cuenta de que no había contado antes a nadie; al menos a nadie de clase. Me dijo que no había venido a Estella a hacer COU por propia voluntad. Su familia quería separarla de un hombre mayor que ella con el que estaba saliendo y del que estaba enamorada. Entonces empecé a entender muchas cosas. Su tristeza, sus silencios, lo sola que se le veía a veces. Le había costado mucho superarlo, me dijo.

Intenté cambiar de tema y le pregunté por los cuentos. Me había sorprendido que fuera a encargarse ella de contarlos. Quise saber si lo había hecho antes y entonces dijo aquella frase: «No sabes nada de mí, ¿verdad? Pasamos todo un año juntos y qué poco nos conocemos». La recuerdo como si la estuviera pronunciando en este momento, quizás porque yo también lo había pensado muchas veces, aunque nunca lo habría expresado así. Pero era verdad, después de cuatro años con ellos, no sabía casa nada de mis compañeros de clase. Ni siquiera sabía lo que pensaba hacer ella si aprobaba la selectividad. Se lo pregunté. He hecho la preinscripción en Magisterio, pero lo que me gusta en realidad es el teatro. Por eso me ha propuesto Montse lo de los cuentos. En Barcelona estaba en una compañía. A veces contábamos cuentos en campamentos de verano.                       

¿Fue ahí donde lo conociste, en la compañía de teatro?         

Se quedó en silencio. Pensé que no quería contestarme. Seguía pasando gente sin parar. Me preocupaba que terminara pasando alguien del instituto porque no quería compartir con nadie ese momento.    

Era el director.

Me contó que había entrado en el grupo por casualidad, a los quince años. Todo había empezado con una representación en el colegio. Una tontería, dijo, pero se dio cuenta de que en ningún sitio se había sentido tan bien como encima de un escenario. Con la ayuda de sus padres encontró una asociación en el barrio que tenía un grupo de teatro, y ahí empezó. Después, cambió de grupo varias veces hasta que dio con uno más profesional y con más ambiciones. Me gustaba verla tan parlanchina. Me habló de las obras en las que había trabajado, de sus papeles, del ambiente de los ensayos. Cuando miró al reloj eran las once y media. Llevaba media hora sin callar.

¡Qué vergüenza! ¿Por qué me has dejado hablar tanto? Ahora tendrías que contarme tú tu vida, pero nos tenemos que ir. Montse se estará preguntando donde estamos. 

Mi vida no tiene mucho interés.

No digas tonterías. Quiero que me hables de ti, pero no ahora. ¿Qué vas a hacer la semana que viene?

Estudiar

Podemos estudiar juntos.

¿Dónde?

En mi casa.

Me sorprendió tanto su propuesta que estuve a punto de decirle que no, pero le dije que sí sin tener ni idea de lo que suponía. Mi intención había sido quedarme en el pueblo toda la semana y organizarme. Podía ir a la biblioteca de Estella, pero allí no me sentía cómodo. En temporada de exámenes siempre estudiaba en casa, aun sabiendo que no rentabilizaba el tiempo. Mi madre se levantaba a las cinco de la mañana para ir a coger espárragos con mi padre, volvía agotada a las doce y tenía que ocuparse del abuelo y de mis hermanos pequeños, que estaban ya de vacaciones. Así que yo tenía que echar una mano.

No le acompañé a la librería. Pasamos por la parada de taxis, junto a la estación de autobuses y me aconsejó que cogiera el único que estaba allí esperando. A partir de las doce había que llamarles por teléfono y te podían hacer esperar durante horas. Faltaban diez minutos para las doce.

No te preocupes. Me despediré de tu parte. Te espero el lunes en la puerta de la librería. Vivimos justo encima, lo sabías, ¿no?

Le dijo que no.

Bueno, pues ya lo sabes ¿Te va bien a las nueve?

Me va genial.

Pasé el fin de semana encerrado en casa, sin hacer otra cosa que estudiar y pensar en la conversación que habíamos tenido. Estaba impaciente porque llegara el lunes. A mis padres les dije que la semana siguiente seguiría con el mismo horario. Saldría de casa a las ocho de la mañana y volvería a las ocho de la tarde. Estudiaría en la biblioteca del instituto para tener cerca a compañeros a los que consultarles dudas. No me preguntaron nada.

Quien sí preguntó fue mi abuelo. El sábado por la mañana estábamos los dos solos sentados junto al balcón, mirando hacia el salobre y las montañas de Castilla, el mismo paisaje que él llevaba viendo desde hacía más de setenta años. Me dijo que estaba despierto cuando llegué. Me preguntó si había merecido la pena. Le contesté que sí, que nos habíamos salido a mitad del acto y nos habíamos ido a pasear. Entonces mereció la pena, concluyó. Aún lo puedo ver. Parecía una efigie inca. Era muy moreno y tenía una gran nariz y la cara llena de arrugas.

La semana siguiente vino cargada de descubrimientos. Cuando llegué a las nueve a la puerta de la librería, Itziar estaba allí. Llevaba una chaqueta gris que le llegaba hasta las rodillas. Hacía frío y se cubría las manos con las mangas.  Me dijo que Montse nos esperaba para desayunar.

Me explicó que tenían acceso desde la librería a la vivienda, pero ahora no tenía las llaves. Fuimos por el portal de al lado. Me gustó la decoración. Había muchas fotos en las paredes y posters, pero sobre todo había libros por todas partes. Es asombrosa la claridad con la que se me quedaron grabadas algunas escenas de aquel día, como la de Montse cepillándose el pelo y viniendo a darme dos besos nada más entrar en el apartamento y diciéndonos que en un minuto estaba.

De aquel primer día lo que recuerdo es la extrañeza, la incomodidad y el miedo a decepcionarles, ahora que podían observarme de cerca y a placer. Estoy casi seguro de que durante el desayuno hablamos de la revista. No me cuesta imaginar a Montse preguntándome si había tenido tiempo de mirarla y a mí respondiéndole que la había hojeado por encima y me había causado muy buena impresión el diseño, tan cuidado, las fotos en blanco y negro, la tipografía. Pero no creo que me atreviera a hacer comentarios sobre ninguno de los poemas. No tenía el desparpajo de Itziar, que el viernes me había impresionado al definir la revista como asquerosamente veneciana.

De lo que estoy seguro es de lo que ocurrió después. Hablábamos de toda la gente que había asistido a la presentación y de los poetas que habían salido a recitar, un desfile que nos había parecido interminable. Entonces, como de pasada, dijo que después habían estado tomando copas por Estella hasta las tantas. En ese momento tuve un ataque de celos brutal. A partir de ahí fui incapaz de prestar atención a nada de lo que decía. Llevaba varios meses colado por Itziar, pero era la primera vez que me veía sacudido así, con esa violencia. En cuanto nos quedamos solos le pregunté si también ella había salido el viernes con los poetas. Estábamos recogiendo las tazas del desayuno para ponernos a estudiar. Trataba de que no se notara mi ansiedad cuando le hice la pregunta. Qué va. Estaba agotada. Me fui a la cama nada más irte tú, me dijo. Y en ese momento sentí unas ganas locas de abrazarla. Como un gilipollas, que diría Javier Krahe. 

Itziar era muy responsable. Trazó un programa cuartelero que fuimos cumpliendo a rajatabla. La mañana la dividíamos en dos periodos de noventa minutos, con un descanso hacia las once y media. A la una y media dejábamos de estudiar y preparábamos la comida. Esperábamos a Montse, que solía llegar a las dos, cuando cerraba la librería, y comíamos los tres juntos. Por la tarde, estudiábamos hasta las seis. Después, me acompañaba a la estación.

Aprovechamos el tiempo, esa es la verdad. Durante las horas de estudio apenas nos dirigíamos la palabra y, sin embargo, mientras repasaba los apuntes de clase, no dejaba de observar y de descubrir aspectos íntimos de Itziar. Era un ejercicio de voyerismo solo en parte involuntario. Me daba cuenta del cuidado con que trataba las cajas donde guardaba los anillos y pulseras. Otras veces veía montones de ropa planchada sobre la cama y la recordaba en el instituto el día que llevaba alguna de esas prendas. O me quedaba fascinado observando en el baño sus cepillos, sus diademas y horquillas, sus frascos de colonia. Las comidas fueron otro descubrimiento. Mi madre era una cocinera con un repertorio bastante limitado, así que durante aquella semana probé por primera vez algunas variedades de pasta, ensaladas de arroz y platos fríos, que no había comido nunca.

Pero lo que mejor recuerdo son los descansos de media mañana. Era entonces cuando hablábamos de todo. Itziar sacaba el café que había sobrado del desayuno y nos sentábamos en las butacas del cuarto de estar. Hablábamos sin parar. De dónde nos gustaría vivir, de adónde viajaríamos cuando tuviéramos dinero, de cómo nos gustaría que fueran nuestras parejas. El tiempo se nos pasaba deprisa. Aquel primer día le hablé de mis padres, de mis hermanos, de mi abuelo y de lo doloroso que resultaba verlo morir a cámara lenta. Se mostró sorprendida cuando le dije que había estado a punto de matricularme en Bellas Artes.

Una mañana me preguntó si de verdad se me daba bien dibujar. Le dije que más o menos, pero que sobre todo me relajaba, como me había contado que le pasaba a ella con el teatro. Fue aquel día cuando me habló de otra de sus aficiones. En mi casa, cuando yo era niño, no había libros. Las ediciones de bolsillo que llenaban ahora la estantería de mi habitación, las había ido comprando yo. Por eso me sorprendió tanto la colección de álbumes infantiles ilustrados que tenía Itziar en su habitación. Nunca había imaginado que hubiera tal variedad de libros para niños.

Le pregunté si los compraba ella. Me dijo que a veces. Otras, se los regalaban o se los encargaba a amigos que viajaban al extranjero. Me contó que su madre era bibliotecaria, y les regalaba libros con cualquier excusa, y si no tenía ninguna, se la inventaba. Para alguien que terminaría dedicándose a escribir e ilustrar libros infantiles aquello fue una epifanía. Me acerqué a la estantería y leí los nombres de los autores. Nunca había oído hablar de Maurice Sendak, de Leo Lionni, de Tomi Ungerer, de Tony Ross, Quentin Blake, de Arnold Lobel, nombres que terminarían acompañándome durante años.

Me dijo que estaba tratando de convencer a su hermana de que pusiera una sección infantil en la librería. Lo de contar cuentos en verano era parte de su campaña. Montse no terminaba de ver claro que hubiera un mercado para ese tipo de libros.

Recuerdo el momento en el que me pidió que me sentara en la alfombra porque quería leerme uno sus libros favoritos: Oliver Button es una nena. Me di cuenta en aquella ocasión de que era una actriz extraordinaria, capaz de transmitir un abanico de emociones con la voz y valiéndose de unos efectos especiales rudimentarios.  

Los descansos se nos pasaban en conversaciones como éstas. Nos descalzábamos, poníamos los pies sobre la butaca y ella se abrazaba a un cojín mientras me hablaba. Me deslumbraba con unas reflexiones que ya entonces me parecían de una madurez sorprendente, y que se prolongaban durante los paseos que dábamos por la tarde, mientras nos dirigíamos a la estación, dando mil rodeos. Cada día me costaba más separarme de ella. En la estación se quedaba en el andén hasta que el autobús se ponía en marcha. Eran apenas uno o dos minutos en los que nos hacíamos gestos a través del cristal, como si después de estar todo el día juntos, se nos hubiera olvidado contar algo importante.  

Me pregunto cómo nos dio tiempo para todo lo que hicimos, porque ahora me acuerdo también de los dibujos. Me pidió medio en broma que le hiciera un retrato. Empecé dibujando a vuela pluma sus manos. Otro día dibujé sus ojos. Eran bocetos bastante malos, pero a ella le gustaban, supongo que porque incluían guiños a lo que estábamos haciendo. Había alusiones tontas a los libros que leía para mí: Donde viven los monstruos, Los tres bandidos, Frederick. Estábamos fascinados con Tommie de Paola. Un día me leyó Abuela de arriba y abuela de abajo y me emocioné pensando en mi abuelo, que no tardaría en morir.

A finales de esa semana, Montse me dijo que estaba terminando de leer un libro, que quería regalarme después. Lo llevaba en el bolso. Miré el título: El jardín de los Finzi-Contini de Giorgio Bassani.

Fue después de eso cuando me hizo una proposición que me pilló desprevenido. Me preguntó si quería trabajar en la librería durante el verano. Me explicó que necesitaba a alguien que estuviera con ella las dos primeras semanas de julio para enseñarle cuatro cosas y que después se quedara solo durante la segunda quincena de julio. Quiero hacer un viaje, me dijo. Para cuando terminen las fiestas Itziar y yo estaremos de vuelta y empezaremos con lo de los cuentos. A ver cómo nos va. 

A medida que pasaban los días, estábamos más nerviosos. Éramos conscientes de que si suspendíamos tendríamos que dedicar el verano a estudiar. Aparte de que se reducían las posibilidades de acceder a las facultades que habíamos elegido. Ahora, mientras estudiábamos, dábamos paseos alrededor del cuarto de estar y nos ayudábamos a repasar los temas, preguntándonos mutuamente. También nuestras conversaciones fueron cambiando. Había más urgencia en las confesiones, como si intuyéramos que se nos echaba el tiempo encima. Una tarde, cuando estábamos a punto de llegar a la estación, nos sentamos en un banco y me dijo algo que me conmovió. 

¿Sabes? No había estado en todo el curso tanto tiempo sin pensar en él. Horas enteras en las que me olvido de lo que he sufrido. Y te lo debo a ti. No sabes cómo te lo agradezco.  Lo pasé mal de verdad. Ojalá hubiera empezado a hablar contigo mucho antes.

Me cogió la mano apenas unos segundos, después se levantó y se fue sin mirarme. Sentí una tristeza inmensa. En el autobús no dejé de mirar por la ventanilla y de pensar en ella. Eso ocurrió el jueves y el sábado teníamos la selectividad. El viernes fui como todos los días a su casa. Imaginaba que en algún momento volveríamos a hablar de lo que había dicho en el banco junto a la estación, pero no lo hicimos. Era el último día que íbamos a pasar juntos estudiando, y estábamos tan nerviosos, que no pensábamos en otra cosa que no fuera el examen.

¿Crees que seguiremos siendo amigos cuando ya no estemos juntos?

Estábamos tomando la que seguramente sería nuestra última taza de café en el descanso de media mañana cuando hizo esa pregunta a bocajarro. Estaba sentada en un cojín en el suelo, muy cerca de mí. Le dije que ojalá, pero aquella pregunta me deprimió. Itziar terminó de tomar el café y sin decir nada más se levantó y volvió con un libro. Te voy a leer unas historias que hablan de amistad.  Quiero que la nuestra sea una de esas amistades que duran para siempre.

El libro era de Arnold Lobel y se titulaba Sapo y Sepo inseparables. Se trataba de una colección de historias breves de dos sapos amigos. Me parecieron una maravilla. Era una amistad ingenua y generosa, y lo que les pasaba era divertido, pero me rompió el corazón que nos viera así. Lo que quería era que se enamorara de mí, no que me considerara un amigo para toda la vida. Mucho más tarde, en un viaje a Alemania, descubriría un libro que me habría gustado tener ese día para explicarle lo que yo estaba sintiendo. Como el protagonista de Sapo enamorado de Max Velthuijs habría dado saltos mortales para demostrarle mi amor, aunque me hubiera roto la cabeza en el intento.

Itziar siempre notaba mis raptos de tristeza y hacía esfuerzos por animarme. Tenía que darse cuenta de lo que pasaba dentro de mí porque repetíamos una y otra vez el mismo patrón. Debía resultarle transparente. Me dejaba destrozado, pero al mismo tiempo sabía lo que hacer para recomponerme.

Este verano quiero ir un día a tu casa. Me gustaría conocer a tu familia y que me muestres tu pueblo.

Cuando me hacía sentir que le importaba me olvidaba de lo triste que había estado poco antes. Lo cierto es que era muy atenta. Todos los días me preguntaba por la salud de mi abuelo y se interesaba por mis hermanos pequeños y por mis padres.

El día de la selectividad apenas tuvimos tiempo de despedirnos. Estábamos en un instituto de Pamplona. A la salida, en medio del bullicio, solo pude acercarme y preguntarle si lo había hecho bien. Hacía mucho calor. Me dijo que sí, que le había parecido fácil. Me dio dos besos y me señaló el coche de su hermana, mal aparcado. Ella la llevaría a la estación de RENFE y allí cogería un tren a Barcelona.

Nos vemos el mes que viene, dijo. 

Me entristecía separarme de ella por tanto tiempo. Durante los días siguientes, me dediqué a repasar los momentos que habíamos pasado juntos, a visualizar a Itziar en distintos rincones del piso, en el sofá abrazada a los cojines, con sus camisetas de tirantes, sus pantalones cortos, sus faldas largas, sus sandalias, sus brazos desnudos, su melena recogida.

Solo tardaron una semana en corregir y darnos los resultados. Le había prometido llamarle por teléfono. Nos habían dicho que la mañana del viernes, justo una semana después del examen, a las diez estarían las notas en el tablón de anuncios del instituto y desde una hora antes ya estábamos esperando. Cuando las colocaron, hubo un gran revuelo. Después, apenas me dio tiempo de despedirme de algunos compañeros a los que seguramente no volvería a ver. No sé si era muy consciente de que se trataba de un adiós definitivo. Algunos hablaron de ir a tomar algo, pero les dije que no podía. Me moría de ganas de buscar una cabina y hablar con Itziar.

Le dije que sus notas habían sido de las mejores de la clase. Le felicité. Me preguntó por las mías y las de algunos compañeros. Hablamos animadamente durante un rato y poco antes de colgar me dijo que echaba de menos nuestras conversaciones. Me quedé un rato en la cabina con el teléfono en la mano, llenándome de premoniciones. Era un pensamiento irracional, pero en aquel momento pensé que no volvería a verla. No fue hasta más tarde, cuando estuve con su hermana en la librería y vi lo contenta que se había puesto con mi visita y la noticia de nuestras notas, cuando empecé a tranquilizarme. 

¿Historia del arte?

Hasta entonces no me había preguntado por lo que iba a estudiar. Me dijo que le parecía una muy buena opción. 

Entonces, ¿puedo contar contigo durante este mes?

Le dije que sí, que por supuesto, que me apetecía un montón. Me explicó el horario, lo que había pensado pagarme y el plan para las semanas siguientes. Me propuso comer con ella en su casa, durante el tiempo que íbamos a estar juntos, pero le dije que prefería hacerlo por mi cuenta. Traería mi comida y, si ella me daba permiso, me quedaría en el cuarto que había detrás de su mesa. Allí podía comer y después, leer en el sillón de orejas o dormitar. Le pareció bien.

Tres días más tarde, el lunes, empecé a trabajar. Montse me dio unas nociones de contabilidad y me explicó a grandes rasgos cómo funcionaba el negocio. Disfrutaba tanto como ella abriendo las cajas de novedades, cambiando el escaparate y organizando los expositores. Me animaba a perderme entre las estanterías para conocer el fondo, aunque me lo sabía de memoria. Ahora me hacía recomendaciones sin parar. Durante aquella semana me habló de dos libros que fui leyendo en las casi tres horas que tenía por delante desde la comida hasta que abríamos a las cinco de la tarde: El mensajero, de H.P. Hartley y Las señoritas de Wilko de Jaroslaw Iwaszkiewicz.

Los primeros días me daba consejos sobre cómo tratar a los clientes y qué recomendarles cuando venían despistados en busca de algo para leer en vacaciones. Los libros que pedía todo el mundo eran El nombre de la rosa, Los mares del sur, Los renglones torcidos de Dios y los de Alberto Vázquez Figueroa, Frederick Forsyth y John Le Carré, pero ella insistía en que debíamos intentar ampliar sus horizontes, darles alternativas, proponer otras cosas que también podrían gustarles. Esa era nuestra tarea. Pero no sólo hablábamos de libros. Un día me preguntó a bocajarro si estaba enamorado de Itziar. Debí ponerme de todos los colores porque se apresuró a disculparse. Perdona si te ha molestado mi indiscreción, no tienes por qué contestarme. Y por supuesto no le contesté.

A finales de esa semana todo se complicó.

El viernes mi madre llamó a la librería a media mañana. Habían ingresado a mi abuelo en el hospital de Estella. Llevaba dos días con una infección que parecía no tener mucha importancia, pero esa mañana le había subido mucho la fiebre y el médico había llamado a una ambulancia. Ahora estaba sedado. Esperé a que volviera Montse que había salido y le expliqué lo que pasaba.

Cuando llegué estaba dormido. Me llamó la atención lo pálido que estaba, pero sobre todo me impresionó su delgadez. Estaba cubierto solo por una sábana y apenas ocupaba sitio. Se está quedando en los huesos, susurró mi madre a mi lado, como si me hubiera leído el pensamiento.

Las dos semanas siguientes mi vida fue un torbellino. El tiempo que no estaba trabajando en la librería lo pasaba en el hospital. Por la noche me quedaba hasta que se iba el último coche. Mi abuelo pasaba la mayor parte del tiempo dormido. Había un momento a primera hora de la tarde en que nos quedábamos solos y hacía esfuerzos por mantener una conversación, pero en seguida perdía el interés.

Dos veces llamó Itziar para preguntar por mi abuelo. Eran llamadas breves que le agradecía, pero me dejaban peor de lo que estaba. Al final prefería comunicarme con ella a través de su hermana. Durante ese tiempo, Montse se portó muy bien conmigo. Aplazó sus vacaciones y no solo me animaba a ir al hospital en cuanto surgía cualquier complicación, sino que muchas veces era ella quien me acercaba con su coche cuando cerrábamos.

Mi madre y yo habíamos tenido dudas sobre si mi abuelo saldría de aquello, pero lo hizo. En una semana los médicos habían conseguido detener la infección y la fiebre desapareció. Dos días más tarde le dieron el alta. Fue el mismo lunes que me quedé solo en la librería. Tuve que insistirle a Montse para que se fuera como tenía previsto. Hasta el último momento estuvo dudando sobre si no sería mejor cerrar y volver a abrir la segunda semana de agosto, después de fiestas, como hacían muchos comercios. 

La hospitalización de mi abuelo me había dejado agotado, pero tengo un recuerdo maravilloso del tiempo que me quedé al cargo de la librería. Me gustaba el momento de abrir. Llegaba hacia las nueve, cuando aun no había empezado a hacer calor. Todavía puedo revivir el ambiente que se respiraba en las calles recién barridas, el ruido de las persianas de las tiendas de alrededor. Después, llegaba el desfile de camionetas de reparto y los saludos de unos y otros. Todo era nuevo para mí. 

Me gustaba la libertad que empecé a sentir en seguida. Descubrí que disfrutaba atendiendo a la gente, aconsejándoles; aunque lo cierto es que no eran muchos los clientes que entraban durante esas mañanas de julio y disponía de mucho tiempo para mí.

Empecé entonces a leer libros sobre pintura. Estudiaba las láminas con reproducciones, algunas de muy buena calidad, de cuadros de pintores clásicos. Me enamoré entonces de los impresionistas. Me quedaba extasiado observando cada detalle. Y también leí algunos ensayos de Kandinsky, la biografía de Roland Penrose sobre Picasso. Fue durante esas semanas cuando se despejaron todas las dudas que podía haber tenido hasta entonces sobre si había acertado en mi elección de carrera.

Por aquellos días fueron llegando también a las librerías algunas cajas con álbumes ilustrados para niños y también los estudiaba detenidamente durante horas.

Montse me llamaba casi todos los días. Esa primera semana la estaba pasando con Itziar en Menorca. Me las imaginaba a las dos en la playa y me llenaba de nostalgia. Era siempre Montse la que hablaba conmigo en primer lugar para preguntarme por la tienda. Yo tenía preparada una lista de cosas que quería consultarle. Eran conversaciones prácticas. Después me pasaba a su hermana y me daba cuenta de que no sabía qué decirle. Me sentía cada vez más apocado. 

Uno de los días me quedé tan mal después de colgar, que se me ocurrió dibujar una historia para ella. Recordé su colección de álbumes infantiles y empecé a dibujar láminas acompañadas por un breve texto. Me costó encontrar un personaje que me convenciera. Hice y rompí muchos bocetos, imaginé diferentes situaciones y finalmente me quedé con un pequeño canguro que se había caído de la bolsa de su madre cuando esta huía desesperada de unos cazadores. Era una historia tierna y triste. Los dibujos tenían una luz de atardecer porque era a esa hora, cuando cada día el pequeño canguro buscaba un lugar para dormir que le recordara la bolsa de su madre, y se dormía mirando una luna que iba cambiando de forma en cada lámina. La ironía estaba en los disparatados lugares que encontraba para dormir. Pero de lo que me sentí más satisfecho fue de la expresión de tristeza que tenía el pequeño canguro en la mirada. Quizás esa expresión era lo único que merecía la pena. Eso y la forma en que se consolaba a sí mismo. Todas las noches se dormía dándose ánimos, contándose cuentos, y prometiéndose que mañana sería otro día. 

En una de aquellas llamadas telefónicas, Montse me había propuesto que siguiera ayudándoles unas horas al día durante lo que quedaba de verano y yo había aceptado. Me ilusionaba la idea de ver a Itizar contando cuentos a los pequeños. Imaginaba que ahora tendría oportunidad de estar más tiempo con ella y retomar nuestros cafés en su casa y nuestros largos paseos.

El lunes llegué a las nueve a la librería. Nada más doblar la esquina, vi las luces encendidas y cuando me acerqué pude observar a Montse a través del cristal del escaparate. Estaba muy morena. Cuando entré, se me acercó y me dio un abrazo.

Tengo un regalo para ti.

Eso fue lo primero que me dijo. Desapareció un momento y volvió con un paquete envuelto en un papel rojo brillante. Lo abrí. Era una caja de acuarelas. Me sentí tan emocionado que no supe qué decir. Me dijo que lo había elegido su hermana para mí.

Le pregunté por ella.

Se ha quedado en Barcelona. Me ha prometido que vendrá esta semana.

Apenas pude disimular mi decepción.

¿Pero seguís adelante con lo de los cuentos?

Claro que sí.

Le mostré el lugar en el que había colocado los libros infantiles que habían ido llegando. 

Está quedando muy bien. Tenemos que anunciar por todo Estella que contaremos cuentos en la librería durante lo que queda de verano. Los carteles son cosa tuya. 

Me puse a ello enseguida. Los hacía a mano, poniendo cuidado en que fueran llamativos. Apenas hablaba con Montse. De vez en cuando se acercaba, miraba lo que estaba haciendo y me hacía algún cumplido, pero casi todo el tiempo estaba ocupada atendiendo el teléfono y a los clientes que habían dejado de venir mientras ella estaba fuera y ahora volvían a aparecer. Al mediodía nos íbamos a poner carteles por las calles.

Así fue transcurriendo la semana. Todos los días me despertaba con la esperanza de ver a Itziar cuando llegara a la librería, pero eso no ocurrió. El jueves, cuando llegué, Montse estaba muy alterada.

Itzi ha desaparecido. 

Llevaba dos días sin ir a dormir a casa y sus padres no sabían nada de ella. Estaban muy preocupados. Me dijo que esa misma tarde se iba a Barcelona.  Me quedé tan angustiado que no supe reaccionar.

¿Crees que le habrá pasado algo?

No sé qué cara debí poner o qué tono de voz me salió al preguntarlo porque a Montse se le llenaron los ojos de lágrimas casi en el acto. Después vino hasta adonde estaba yo y me abrazó.

Te importa mucho, ¿no?

Y al poco rato añadió:

Tenemos que hablar.

Cerró la puerta de la librería y me pidió que la siguiera. Subimos al piso. Era lo que menos necesitaba en ese momento. Allí todo me recordaba a Itziar. No tenía que hacer ningún esfuerzo para verla, igual que tres semanas atrás, a la luz de un flexo, inclinada sobre sus apuntes.

Voy a preparar un café, dijo.

Estaba nervioso. No sabía qué era lo que Montse me iba a contar, pero intuía que me iba a hacer daño.

¿Estos dibujos son tuyos?

Me sobresalté. Montse estaba detrás de mí con la carpeta en la que había guardado la historia de mi pequeño canguro. La había dejado en la trastienda, confiando en que no la encontrara.

Era un regalo para Itiziar.

Pues le va a encantar. Es una historia preciosa.

Quería hacer algo especial. Una vez me dijo que se podía expresar cualquier cosa con unos dibujos destinados a los niños pequeños. Y creo que tiene razón. Me leyó algunos álbumes ilustrados, ¿sabes?

¿Alguna vez te contó por qué vinimos a Estella?

No me apetecía hablar con ella de lo que me había contado su hermana.

Me dijo que se había enamorado de un hombre mayor. Del director de la compañía de teatro.

¿Y no te dijo nada más?

Negué con la cabeza.

Las cosas fueron más complicadas. Itzi se quedó embarazada y tuvo que abortar. Estaba casado y tenía sus propios hijos. Se desentendió de todo, como si la cosa no fuera con él. Eso desequilibró a mi hermana. Sólo tenía dieciséis años.

Me quedé como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Yo aun no había tenido relaciones sexuales y descubrir que la chica de la que me había enamorado había pasado por todo eso, me hizo sentir fatal. Me moría de celos y al mismo tiempo imaginaba lo sola y lo abandonada que se debió sentir y tenía unas ganas enormes de estar con ella, de darle un abrazo.

Todo eso le costó una depresión, siguió contándome Montse. No podía aceptar ese rechazo. Fueron meses terribles. Nos temimos lo peor. Eso ocurrió hace dos años. Nos costó mucho conseguir que remontara. Suspendió en junio todas las asignaturas y con clases particulares y mucho esfuerzo logró aprobar en septiembre. Pensábamos que ya había empezado su recuperación. Pero al final del verano nos enteramos de que había vuelto a verle. Una amiga suya nos llamó para decírnoslo. Mi padre amenazó con denunciarle por abusos. Mi hermana juró que, si le denunciaban, se suicidaría. Y le creímos. Eso pasó a mediados de septiembre. Entonces se me ocurrió que lo mejor sería poner tierra por medio. Me acordé de la imprenta de los abuelos y nos vinimos. En un mes hicimos algunas reformas y abrimos la librería. Lo demás ya lo conoces.

¿Y crees que ahora ha vuelto con él?

Hace unos meses nos enteramos de que se había divorciado.

Después de aquella conversación estuve caminando durante horas por la orilla del Ega, abatido. Los recuerdos que tengo de aquella mañana parecen sacados de un poema de Antonio Machado. Terminé por aceptar, qué remedio, que no tenía motivo alguno para sentirme engañado. Me había enamorado y ahora tendría que olvidar a Itziar. Eso era todo.

Volví a quedarme solo en la librería durante unos días. Traté de leer algo de Justine de Lawrence Durrell, que había empezado una de esas noches, pero fui incapaz de concentrarme. Luego, cuando abría la tienda, pasaba las tardes escuchando, con un volumen más alto de lo normal, un disco de baladas de John Coltrane. Se me había quedado un poso de tristeza que no era capaz de sacudirme por más que sonriera a la gente que venía a preguntarme por algún libro. En algunos momentos imaginaba que Itziar volvía con su hermana, pero tenía la intuición de que eso no iba a pasar. Y era mejor así. Estaba claro que debía tener un vínculo muy fuerte con aquel hombre con el que volvía una y otra vez.

Ahora iba atando cabos. La recordaba durante las primeras semanas en clase. Estaba casi siempre sola. Era esa mezcla de tristeza y de ternura, de misterio y vulnerabilidad la que la hacía, al menos para mí, tan atractiva. Recordaba los meses que pasé sin atreverme a abordarla. Reviví la tarde que me dijo: «Ojalá hubiera empezado a hablar contigo mucho antes». Y aquella primera noche que nos salimos de un recital de poesía y en un parque a oscuras me dijo algo que ahora me parecía una señal que no supe interpretar: «que poco sabemos los unos de los otros». Me lamentaba por esas oportunidades perdidas.

El fin de semana salí con mis amigos, como siempre. Los sábados en verano íbamos a las fiestas de los pueblos, a Lerín, a Lodosa y nos emborrachábamos. Hablábamos con las chicas, bailábamos, pero yo no podía quitarme a Itziar de la cabeza. Tampoco en casa me sentía mejor. Imaginaba la vida tan intensa que había tenido ella, y me preguntaba qué estaba haciendo yo con la mía. Todo lo que me rodeaba me parecía anodino y vulgar.

El lunes por la mañana Montse aun no había vuelto. Me llamó a mediodía y me dijo que no la había encontrado. La había buscado por todas partes, había preguntado a todas sus amigas, pero nadie sabía nada. La policía tampoco les había hecho mucho caso. La noté cansada y deprimida. 

El tiempo se me iba en ensoñaciones dolorosas. Me imaginaba a Itziar despertándose al lado de un hombre al que odiaba sin conocerle. La imaginaba abriendo los ojos en la cama de un hotel, bellísima y divertida, enamorada. Eran visiones que me dejaban hecho polvo. 

El martes a las nueve cuando llegué a la librería, Montse ya estaba allí. Fue la primera vez desde que nos conocíamos que no dio muestras de alegrarse al verme.

No he podido encontrarla. 

Me lo dijo como si tuviera necesidad de justificarse. Me fijé en sus profundas ojeras. Había tenido la esperanza, si no de que volviera con ella, al menos de que trajera noticias. Estaba decepcionado.

Está tirando su vida por la borda. Ese hombre le volverá a fallar una y otra vez, me dijo.

¿Lo conoces?

Lo suficiente. Es egoísta e inmaduro. Se cree el centro del mundo.

En ese punto cortó la conversación. Me quité el bolso militar que llevaba en bandolera, con El cuarteto de Alejandría dentro, y lo colgué en un perchero. Me puse en seguida a recoger.

¿Qué vamos a hacer ahora con los cuentos?, le pregunté más tarde.

Habíamos llenado Estella de carteles y el día siguiente estaba previsto que empezara la primera de las seis sesiones que habíamos anunciado. Se iban a hacer los miércoles y los viernes durante las tres semanas que quedaban de agosto. 

Tendremos que suspenderlas. Ella era la única razón para hacerlas. Si tengo que pagar a alguien, no me compensa.

¿Y por qué no lo haces tú?, le pregunté.

Porque no lo he hecho en mi vida.

Seguimos en silencio, concentrado cada uno en sus tareas. Al rato fue ella la que me devolvió la pregunta.

¿Y tú?

¿Yo qué?

¿Estarías dispuesto a contarles cuentos a los niños?

Supongo que fue el deseo de aproximarme a Itziar lo que me hizo responder como respondí. Debí pensar que, si hacía algo que ella quería hacer, de algún modo estaríamos más cerca.

Podría intentarlo.

¿De verdad?

Con una condición

Me miró tratando de averiguar si hablaba en serio.

Que no haya adultos cerca.

Por eso no te preocupes, los echaré a patadas si hace falta.

Era la primera vez que la veía sonreír esa mañana. Sólo por eso habría merecido la pena. Pero aquella experiencia me dio otras satisfacciones. Más aún: creo que aquellas sesiones de cuentos y la colección de álbumes de Itziar marcó el rumbo de todo lo que vino después.

Nunca me había encontrado delante de un grupo de treinta niños y niñas mirándome, esperando que les hablara. Durante aquellas sesiones fui descubriendo con ellos personajes que también a mí me ayudaron a entender lo que estaba sintiendo. En casa no me habían contado muchos cuentos; en realidad toda mi experiencia se reducía a las lecturas que Itziar había hecho para mí de los libros de su colección. La tenía presente en todo momento y supongo que imitaba su manera de hacer distintas voces, de golpear con los nudillos en la cubierta del libro si en el cuento alguien llamaba a una puerta o de silbar para imitar el sonido del viento. Los cuentos de cada sesión los elegía cuidadosamente, pero sólo me daba cuenta de hasta qué punto hablaban de mí cuando los leía en voz alta. Me imagino que, por eso, leyendo las historias de Babar o las de Arturo y Clementina, se creaba una atmósfera que a mí mismo me sorprendía.

Uno de los días, al terminar la sesión, mientras una nube de madres venía a recoger a los críos, se me acercó Montse y me dijo que acababa de hablar con Itziar.

Me ha dado recuerdos para ti.

¿Dónde está?

No me lo ha dicho. Sólo quería que supiéramos que está bien.

No seguimos hablando. Ese era el momento de los saludos y, si había suerte, de las ventas. A muchas madres les gustaba venir y decirnos lo contento que venía su niño o su niña y para demostrarlo compraba alguno de los libros que habíamos leído. 

Fue más tarde cuando Montse me dio algunos detalles más.

Me ha dicho que algún día te llamará. Quería pedirte perdón.

Cumplió su promesa, pero tardó años en hacerlo.

Seguí trabajando en la librería hasta principios de septiembre. Hice las seis sesiones de cuentos previstas y, para ser la primera vez que lo hacía, creo que no estuvo mal. Al menos no fue bajando la afluencia de público de sesión en sesión, que era lo que me había temido. A mí me ayudó a superar mi primer desengaño amoroso y terminó por convertirme en un entusiasta de las narraciones infantiles y de los álbumes ilustrados.

Me resultó duro decir adiós al trabajo en la librería. Por muchas razones. Durante aquel año me había enamorado por primera vez y había descubierto lo que quería hacer en el futuro. El día que me despedí de Montse, supe que ya nada iba a ser igual. A partir de entonces vendría algún sábado a verla, seguramente, pero serían visitas de cortesía. Nunca podría agradecerle cuanto había hecho por mí. Me había orientado en mis primeras lecturas, desde luego, pero sobre todo me regaló momentos inolvidables. Lo pudo hacer porque me fascinó desde el principio. Todavía ahora recuerdo la felicidad de algunas tardes de invierno cuando estábamos ella y yo solos en la librería, escuchando la música de Chet Baker.

Ese otoño murió mi abuelo. Sólo llevábamos dos semanas de curso cuando una tarde me llamó mi madre para decirme que acababa de morir. Volví para el entierro y me quedé en casa una semana. A pesar de que había estado enfermo mucho tiempo y de que nunca nos habían dado esperanzas respecto a su curación, su muerte nos afectó mucho. Fueron días en los que apenas hablábamos entre nosotros. Cuando no recibíamos la visita de parientes y vecinos, pasábamos el tiempo mirando la televisión, en silencio. Tampoco hablábamos mucho durante las comidas. Me imagino que hacíamos el duelo cada uno a su manera. Incluso a mis hermanos, habitualmente tan ruidosos, se les veía alicaídos. Al final de la semana volví a la universidad.

Aquellas primeras semanas de curso pensé muchas veces en Itziar. Me preguntaba qué habría sido de ella. Seguía echando de menos nuestras conversaciones erráticas, ingenuas y sinceras. Podíamos hablar durante horas, unas veces dándole vueltas y más vueltas a lo mismo, y otras, saltando atolondradamente de unos temas a otros. Tardé mucho tiempo en encontrar a alguien con quien poder hablar de esa manera. No es que estuviera solo. Al contrario: siempre tenía cerca compañeros de la universidad o de piso, pero me pasaba como en el instituto: era la clase de amigos con los que salir a los bares del barrio a tomar una cerveza y un bocadillo mientras veíamos un partido de fútbol por la tele.

A menudo, cuando quería hacer algo que me interesaba de verdad, como ver una exposición o una película, me iba solo. Fue precisamente en una sala de exposiciones donde me encontré una tarde con Sergio. Nos conocíamos desde que éramos unos críos, pero habían pasado varios años desde que nos viéramos por última vez. Era un año mayor que yo y no estábamos emparentados, pero teníamos primos en común, por eso habíamos coincidido en varias celebraciones familiares. Incluso habíamos salido juntos en la misma cuadrilla. Últimamente había dejado de venir al pueblo, pero seguíamos al corriente de lo que hacía. Sabíamos que había ganado un premio de poesía y que con veinte años había publicado su primer libro. Ahora estaba estudiando segundo de arquitectura y, por las noticias que nos llegaban, con unas notas excelentes.  

En aquel primer encuentro apenas hablamos. Él iba con una chica y tenían prisa porque habían quedado con alguien. Le dije que había querido leer su libro pero que no lo encontraba por ningún sitio. Me invitó a ir una tarde a su casa. Te regalaré un ejemplar. Quiero que me cuentes qué está haciendo todo el mundo, me dijo. Me apuntó su dirección y el teléfono en un papel y nos despedimos.

Tardé algunas semanas en ir a visitarlo. Vivía con sus padres, pero era como si viviera solo. Habían acondicionado para él una buhardilla con una puerta independiente de la vivienda, así que entraba y salía sin dar explicaciones. Era un espacio luminoso, lleno de libros y con una mesa enorme junto a la ventana. También tenía unas butacas de cuero en las que me invitaba a sentarme cada vez que le visitaba. Porque después de esa primera vez le seguí visitando regularmente cada dos o tres semanas. Establecimos una especie de ritual que incluía, no sé por qué razón, tomarnos un té.

Solíamos recordar nuestras andanzas adolescentes. Cuando teníamos quince o dieciséis años, Sergio venía en verano con sus amigos a pasar algunos fines de semana al pueblo. Se quedaban en la casa de sus abuelos, deshabitada desde hacía años. Como venían de la capital nos sorprendían con su forma de vestir y con los discos que traían, para nosotros completamente desconocidos. Todavía recuerdo esos veranos cada vez que escucho en cualquier sitio la música de Pink Floyd. En aquella casa casi sin muebles fumamos nuestros primeros porros y muchos de nosotros besamos a una chica por primera vez. Pero si ahora me gustaba ir a charlar con él no era solo por eso.

Hablábamos a menudo de dibujo. De hecho, él me dio algunas nociones y me convenció de que debía tomármelo en serio. Me recomendó un profesor que le había estado enseñando durante años. Y sin embargo las conversaciones que mejor recuerdo son las que manteníamos sobre literatura. Desde que había ganado el premio y había publicado su libro, algunos escritores mayores lo habían adoptado y le invitaban a sus correrías nocturnas. Me gustaba que me contara anécdotas de sus borracheras con Miguel Sánchez Ostiz y Ramón Irigoyen, pero sobre todo quería que me hablar de los libros que ellos le recomendaban y que yo me apresuraba a comprar y a leer. Así descubrí La marcha Radetzky, La lección de lengua muerta, El hijo del astro y otros muchos.  

¿Y no te planteas escribir una novela?, le pregunté un día.

Nunca hablábamos de poesía, lo que me parecía raro, teniendo en cuenta que era conocido como una joven promesa y que colaboraba asiduamente en Río Arga y otras revistas por el estilo. No teníamos ni veinte años, pero yo sentía tanta admiración por él, que le creía capaz de cualquier cosa. Me dijo que estaba escribiendo una.

No llegué a leerla, ni sé si consiguió terminarla y publicarla, pero a partir de entonces me daba detalles del argumento. Era una historia que transcurría en Budapest y me pedía mi opinión sobre algunos pasajes, lo que me complacía sobremanera.

En realidad, quien de manera más entusiasta y generosa me orientó, también por esos años, en los misterios de la poesía, fue mi primo Antonio. Junto con Sergio y con Montse fue la tercera persona decisiva en mi formación lectora. Sospecho que me ocurría como a tanta gente, que, a pesar de haber asistido a muchas clases de literatura a lo largo de mi vida, el verdadero gusto por la lectura me llegó por vías muy indirectas y, por supuesto, muy informales.

Mi primo era diez años mayor y cuando yo aun estaba en primaria había puesto a mi disposición su pequeña biblioteca, que a mí me parecía maravillosa. Me insistía para que fuera a su casa y me llevara lo que quisiera. Él era maestro y cambiaba de destino con frecuencia, por ese motivo los libros que ya había leído los iba dejando en el pueblo.

No es fácil comprender lo que aquello suponía para un chico aficionado a la lectura, que vivía en un lugar sin librerías ni bibliotecas. Recuerdo con claridad la alegría que experimentaba cada vez que venciendo todas las reticencias, iba a la casa de mis tíos. Tenía que pasar por la cuadra, en la que resoplaba una mula viejísima, y subir unas escaleras empinadas y por fin llegaba a la alacena donde se amontonaban unos doscientos o trescientos libros. Aun puedo ver los lomos de las novelas de Hermann Hesse una tras otra, Sidharta, El lobo estepario, El juego de los abalorios, los de Kafka, de la editorial Edaf, los libros de Dostoyevski, los primeros de Gabriel García Márquez, en la editorial Bruguera. Eran malas ediciones que, sin embargo, a mí me fascinaban.

El primer año de carrera coincidí con mi primo Antonio en el funeral de un familiar y terminamos hablando de literatura, seguramente porque, hojeando una antología de nuevos poetas navarros, había visto dos poemas suyos. Le confesé que me consideraba un pésimo lector de poesía. Me dijo entonces algo que sigo recordando tantos años después: no eres tú quien tiene que entrar en la poesía. Ese es el primer error de muchos lectores, que se empeñan en derribar un muro. Es al revés. Hay que dejar que sea ella la que penetre en ti, y eso requiere una predisposición.

A partir de entonces, durante cierto tiempo, me estuvo escribiendo unas cartas muy largas donde me descubrió poetas de los que nunca había oído hablar y que analizaba para mí. Así leí por primera vez los nombres de Guillermo Carnero, de José María Álvarez, de Jaime Gil de Biedma, de Martínez Sarrión, de Luis Antonio de Villena… He buscado inútilmente esas cartas en las que incluía versos de poetas como e.e.cummings o Gregory Corso.

Durante mis años de universidad me sentía como si viviera en dos mundos paralelos al mismo tiempo. Iba a clases, estudiaba en la biblioteca y salía con mis compañeros, pero había una parte de mí a la que todo eso no terminaba de satisfacerle. Me avergonzaba de los álbumes infantiles que dibujaba y rompía una vez acabados para no tener que esconderlos. A nadie podía decirle que las clases de dibujo a las que iba dos veces por semana las quería para perfeccionar esos álbumes. También las visitas a Sergio o las cartas de mi primo Antonio pertenecían a esa esfera casi clandestina de mi vida.

Los fines de semana continuaba yendo al pueblo. Mi madre no remontaba. La muerte de mi abuelo, después de haberlo cuidado durante tanto tiempo, y los cambios que habían supuesto en casa el que yo me fuera a la universidad, la habían dejado cansada y en un estado de ánimo taciturno. Me preocupaba que todos los síntomas de los que me advertía mi padre estuvieran anunciando una depresión. Ya había pasado por eso años atrás y queríamos evitar a toda costa que volviera a repetirse.

Muchos sábados cogía el autobús que tan bien conocía de mis años de instituto y me iba a pasar la mañana a Estella. Cualquier pretexto me servía. Seguía yendo a la misma peluquería a cortarme el pelo una vez cada mes y medio y también me sentía más cómodo comprando ropa en las tiendas a las que había ido desde niño. Y por supuesto, siempre que iba a Estella terminaba haciendo una parada en la librería de Montse. Ella se alegraba de verme. Cada vez que me veía entrar, se abalanzaba hacia mí y me abrazaba, y sin embargo de visita en visita veía cómo nos íbamos distanciando. Los sábados por la mañana era cuando más clientes había en la tienda, y no me sentía igual que aquellas tardes de invierno en las que estábamos solos y ponía una música preciosa para mí. Yo era tímido y no me gustaba molestar. Rebuscaba un poco y si había mucha gente, me iba con mi nuevo libro a tomar un café a un bar cercano a la estación.

¿Ya te vas?, me decía siempre, como si de verdad le sorprendiera y le apenara que me fuera tan pronto.

Pero no era sólo que no me hiciera mucho caso. Había otras cosas que también me alejaban. Si alguna vez era yo quien le recomendaba alguno de los libros de los que me había hablado Sergio, veía en ella cierta condescendencia que me retraía y me avergonzaba.

No siempre, pero a veces le preguntaba por su hermana. Un sábado a principio de curso me dijo:

Está bien, ha vuelto a casa y se ha matriculado en magisterio.

Otras veces me decía que Itziar me mandaba saludos. A eso se reducían las referencias a su hermana.

Y a pesar de que Montse me decepcionaba cuando me recomendaba un libro que ella misma me había regalado hacía tiempo o cuando miraba para otro lado si le hablaba de mi último descubrimiento, lo cierto es que cada día me parecía más atractiva. Llegué a preguntarme si no sería solo por eso por lo que iba una y otra vez a visitarla. Me sorprendía a mí mismo espiándola cuando estaba seguro de que no podía verme. Un día que me pareció más hermosa que otras veces estuve a punto de decírselo. No podía dejar de mirarla. Debía de tener entonces veintisiete años, ocho más que yo. Una distancia casi insalvable a esa edad.

Uno de aquellos días cuando fui a pagar los dos libros que había elegido, Montse me dijo algo que me dejó temblando.

Itziar se casa el mes que viene.

Estábamos a finales de curso, en abril o en mayo, no puedo precisarlo con exactitud. No sé si durante aquellos meses había tenido la esperanza de reanudar nuestra amistad. Quizás pensé que en verano volvería a Estella y podríamos vernos de nuevo. Lo cierto es que la noticia que acababa de darme Montse me dolió profundamente. Y lo que dijo a continuación fue la puntilla:

Se ha vuelto a quedar embarazada.

Debí de quedarme blanco.

Le felicitas de mi parte cuando la veas, fue lo único que pude decir antes de salir a la calle hecho una piltrafa. Esa fue la última vez que fui a la librería. De hecho, fue la última vez que vi a Montse. Aquel día algo se terminó de romper dentro de mí.

Pasaron varios años antes de volver a tener noticias de ellas. Para entonces ya había terminado mis estudios y había empezado a trabajar en un pequeño museo de provincias dedicado a un pintor poco conocido. Me sentía razonablemente satisfecho. Los últimos años de universidad había tenido que hacerme cargo de mis hermanos pequeños. Cuando les llegó el momento vinieron también ellos a estudiar a Pamplona y compartieron piso conmigo. Estaban tan mal acostumbrados que me causaban más preocupaciones sus estudios que los míos.

Durante toda la carrera había seguido con mi doble vida de escritor e ilustrador secreto por la noche, haciendo escapadas en solitario para tomar cafés con Sergio o con algún otro lector o lectora enfebrecidos como yo (con el tiempo llegaron a ser varios) y mis búsquedas en librerías a las que dedicaba horas, sin dejar de ser al mismo tiempo un estudiante con una vida social más o menos activa. Todo eso me obligaba a madrugar para llevar mis estudios al día. La recompensa la obtuve el último año. Conseguí una beca para estudiar ilustración en una universidad alemana, lo que me dio la oportunidad de conocer la obra de algunos maestros. Me fascinaron autores como el holandés Max Velthuijs, la checa Kvéta Pacovská o el japonés Mitsubasa Anno a quien estudié (literalmente) lupa en mano. De allí vine con dos álbumes infantiles que no tuve problemas para publicar a mi regreso. 

¿Seguía pensando en Itziar? No lo sé. Con el paso del tiempo el recuerdo del curso en el que convivimos se fue haciendo más tenue y al mismo tiempo más hermoso. Y sin embargo cuando vi mi primer álbum en el escaparate de una librería fue en ella en la primera persona que pensé. ¿Seguiría coleccionando libros infantiles? ¿Habría vuelto a contar cuentos para niños? De lo que estaba seguro era de que su hijo (o su hija) que por entonces debería tener cinco años sería afortunado por tener una madre a la que se le daba tan bien la narración. Una madre tan dulce, porque estaba seguro de que Itziar con el tiempo no habría perdido su dulzura.

Quien de manera esporádica había empezado a leer cuentos en público fui yo. A raíz de un premio que me había concedido una asociación de amigos del libro infantil, me fueron llegando invitaciones para ir a distintos colegios a leer y charlar con los pequeños. No era un negocio lucrativo. Me pagaban los viajes y la estancia en distintas ciudades y pequeñas cantidades de dinero. Aceptaba estas invitaciones porque me gustaba el contacto con los niños. Les leía mis dos álbumes publicados y alguno de mis trabajos inéditos, hacía algunos dibujos y sobre todo me dedicaba a responder a sus preguntas. Mi única condición era que estos encuentros fueran en lunes, que era mi día libre en el museo.    

Tenía la sensación de que mi vida estaba bien encarrilada. El trabajo en el museo me gustaba y me dejaba bastante tiempo libre para dedicarlo a dibujar y a escribir. Mis ambiciones artísticas se iban viendo más o menos cumplidas. Estaba al corriente de los álbumes ilustrados infantiles que se estaban publicando y me daba cuenta de que mi estilo si no completamente original era al menos diferente. Sabía que, si me esforzaba y me lo tomaba con seriedad, podía hacerme un nombre entre los ilustradores españoles. Pero no tenía prisa. De momento, vivía en una ciudad pequeña y agradable, a media hora de la costa. Me llevaba bien con las otras cinco personas que trabajaban conmigo y empezaba a conocer gente allí. A mis padres los tenía a menos de dos horas de distancia, y seguía visitándolos siempre que podía.

Tampoco con mis amigos de la universidad había perdido el contacto. Cada trimestre solíamos organizar una cena en Pamplona o pasábamos un fin de semana en una casa rural. Fue así como intimé con Lorena. Nos conocíamos desde hacía tiempo, porque era hermana de uno de mis compañeros de clase, pero no empecé a hablar con ella hasta después de terminar la carrera. El grupo que formábamos cuando hacíamos escapadas al monte era heterogéneo, algunos venían con sus nuevas novias y otros con sus parejas de toda la vida, incluso con sus hijos recién nacidos, así que Lorena y yo tuvimos cada vez más ocasiones de estar juntos y terminamos siendo inseparables.

Un día estábamos charlando de una película que había visto en el cine sobre la vida de Camille Claudel y su tormentosa relación con Rodin, que le había impresionado. Yo también la había visto. Así fue como terminamos hablando de arte y sin pensarlo le propuse:

¿Por qué no vienes el próximo fin de semana a ver el museo donde trabajo? Tienes un tren directo desde Pamplona y puedes quedarte en mi casa. 

Me gustaba estar con ella y estaba convencido de que ella también se sentía bien conmigo.

No sé si podré.

Me decepcionó su respuesta, pero no me rendí.

Con que me avises el día anterior es suficiente.

Le di mi teléfono y cambiamos de tema.

La estuve esperando un fin de semana tras otro, pero no apareció. Tampoco me telefoneó. Llegué a convencerme de que si siempre terminábamos juntos era porque estaba sola, no porque tuviera el menor interés en estar conmigo. Finalmente, un viernes, casi dos meses después de aquella conversación, llamó. Había perdido toda esperanza de que viniera. Ya habíamos puesto fecha para la siguiente cena de compañeros, que sería dos semanas más tarde, y me estaba preguntando si ella vendría a esa cena. Y ahora la tenía al otro lado del teléfono.

¿Te va bien si voy mañana?

No me iba bien, pero no se lo dije.

Por supuesto, te estaré esperando en la estación.

De la estación de autobuses fuimos al museo, donde le presenté a todo el mundo y le hice una visita guiada. Después fuimos a comer a un restaurante que estaba de moda. Cuando terminamos, le pregunté:

¿Quieres descansar? Vivo cerca.

Habíamos bebido bastante y de momento no se me ocurría nada mejor que pasar dos horas tumbados en el sofá, sin hacer nada. Luego ya haríamos planes. Nada más entrar en el piso empezamos a besarnos. Mi vida sexual había sido bastante desastrosa hasta entonces, por eso me extrañó la naturalidad con la que ocurrieron las cosas.

Había dejado de esperarte, le dije al día siguiente. Ella me contestó que no se había atrevido a venir antes porque sabía qué iba a ocurrir.

Lo cierto es que no hubo necesidad de hacer planes. Pasamos el fin de semana entre la cama y el sofá, viendo películas en la tele y charlando como no había charlado con nadie desde que me separé de Itziar. Habían pasado seis años y me acordé muchas veces de ella durante ese fin de semana. Pero Lorena me gustaba. Y de esa manera un poco imprevista y casi inevitable fue como las cosas se precipitaron. Yo vivía solo en un piso pequeño, con mucha luz y vistas a un parque, y ella estaba preparando unas oposiciones. Le convencí de que viniera y se instalara conmigo. Nadie le molestaría mientras estudiaba y se ahorraría el dinero que estaba pagando por un piso que compartía en Pamplona con otras tres chicas. Me pidió una semana para pensarlo, pero me llamó al día siguiente para decirme que sí, que se venía.

Tuvimos que soportar toda clase de bromas cuando en la siguiente cena les informamos a nuestros amigos comunes de que estábamos viviendo juntos. A su hermano se lo habíamos dicho apenas unos días antes.

Me alegro por los dos, fue su respuesta. Lorena me diría después que la noticia le había emocionado. Eran cinco hermanos y en las siguientes semanas los fui conociendo a todos, y a su madre, que vivía sola en un piso enorme con dos gatos y cuadros de flores pintados por ella. Su padre había fallecido algunos años antes. También yo llevé a Lorena un domingo a comer a mi casa y tuve la certeza de que a mi madre le gustó nada más verla.

Aquel fue un año feliz. No tuvimos ninguna dificultad para compenetrarnos. Ella dedicaba a estudiar todas las horas que yo estaba trabajando en el museo y pasábamos juntos casi todo nuestro tiempo libre. Teníamos gustos parecidos. Disfrutábamos con la comida poco sofisticada y dábamos largos paseos por la orilla del río. A los dos nos encantaban las películas de Cary Grant, de James Stewart, de Ingrid Bergman, de Audrey Hepburn. Y los dos leíamos mucho. Para entonces ya me había habituado a hojear las reseñas de los periódicos y de algunas revistas y fui haciendo mis propios descubrimientos. Durante un tiempo me dediqué a leer de manera compulsiva a los autores sudamericanos. Pasaba semanas enteras enfrascado en novelas interminables de José Lezama Lima o de José Donoso. Me dejaba deslumbrar por la pirotecnia verbal de Rayuela o me quedaba hasta tarde para concluir un capítulo de La guerra del fin del mundo o de Cien años de soledad. Después, fueron autores españoles como Álvaro Pombo quienes me fascinaron y porque Pombo las recomendaba siempre que tenía ocasión, empecé a leer las novelas de Iris Murdoch, que también me fascinaron. Supongo que es así como se contagia todo el mundo.

Casi todos los días dedicaba un tiempo, no mucho, a dibujar.  Hacía montones de bocetos, que eran como hilos de los que ir tirando. Cualquier cosa que veía por la calle, cualquier noticia me hacía imaginar una posible historia. La mayor parte de mis dibujos no eran más que apuntes, pero de vez en cuando había un personaje que se apoderaba de mí. Sólo tenía que dejar que eso ocurriera.

A Lorena le gustaba verme dibujar. Era respetuosa. Sabía que, durante ese tiempo, media hora cada día, una hora como mucho, necesitaba concentrarme y aislarme de algún modo. Era importante para mí que todos los días tuvieran ese momento. Ella se sentaba en un taburete con una infusión en las manos y me observaba, mientras yo me inclinaba sobre mi mesa de dibujo. Podía olvidarme de que estaba allí. Era como si la luz del flexo perfilara un círculo mágico y yo me desentendiese de lo que quedaba fuera. 

Ese año publiqué mi tercer álbum y el que tuvo más éxito: El viejo aeroplano. He perdido la cuenta de los ejemplares que se han vendido. Es la historia de una transformación y a los niños les gusta ver en qué se puede convertir lo que en apariencia no es más que un montón de chatarra. Cuando pienso en ese libro, lo que recuerdo sobre todo son aquellos momentos en los que yo dibujaba y Lorena, en la penumbra, tomaba un té y me miraba o miraba por la ventana. A veces poníamos música con el volumen muy bajo. Cuando me levantaba, ella se acercaba a ver lo que había hecho. 

Durante aquel año me siguieron llegando invitaciones para hacer lecturas en colegios. Lorena me acompañaba algunas veces, pero no siempre. Cuando iba a lugares que ella conocía, me decía que no le compensaba perder el ritmo de sus estudios. Entonces reducía mi tiempo de estancia. Buscaba combinaciones de trenes y autobuses que me permitieran estar fuera de casa el menor tiempo posible.

En una de esas ocasiones pasó algo extraño. Había ido a un colegio del centro de Barcelona y cuando estaba en mitad de la lectura se me ocurrió pensar que uno de aquellos niños de seis años que me miraban con los ojos muy abiertos podía ser hijo de Itziar. Era una idea descabellada pero cuando terminé la sesión y me despedí de la directora y de la profesora que había venido a buscarme al hotel por la mañana, en lugar de ir directamente a la estación, me quedé merodeando por el barrio, esperando la hora de la salida de los niños a mediodía. La remota posibilidad de que Itziar apareciera por allí, me llenaba de inquietud y me ilusionaba también de un modo extraño.

Naturalmente no apareció. Luego, en el tren, tuve tiempo de preguntarme si realmente había querido verla. Esa noche, en casa, cuando le conté a Lorena cómo me habían ido las cosas por Barcelona, tuve la impresión de estar ocultándole algo.

Algunas semanas después, un sábado, fui solo a ver a mis padres y de camino, entré en Estella. Habían pasado siete años desde la última vez que había estado en Cal y Canto, la librería de Montse. Fui allí impulsado por el mismo deseo de saber algo de Itziar que había experimentado en Barcelona. Desde la calle noté que había cambiado. El escaparate, que Montse cuidaba como una pieza esencial del negocio, se veía ahora en un estado de abandono. La parte central lo ocupaban artículos de papelería y sólo en una de las esquinas había unos pocos libros polvorientos de la editorial Austral. Me acordé de cómo me había sorprendido la primera vez que vi el escaparte entero dedicado a una sola novela repetida hasta el infinito. Había colocado unos veinte ejemplares de La conjura de los necios como si fueran piezas de dominó, serpenteando a lo largo de todo el escaparate, y en los extremos de la fila, unos espejos. Era una idea sencilla con la que se conseguía un efecto óptico de profundidad e infinitud muy llamativo.

Entré en la librería y en la mesa en la que solía estar sentada Montse había un hombre con unas gafas de cristales amarillentos que nada más verme, se puso de pie. Recordé la primera recomendación que me había hecho Montse cuando me dejó solo al cargo de la tienda: deja que entren, no les agobies, tienes que pasar desapercibido, como si no te dieras cuenta de que han entrado. Si son de los clientes que necesitan ayuda, ya te la pedirán, pero si pertenecen a la clase de los que necesitan espacio y tiempo, solo conseguirás alejarlos si te apresuras a ofrecerles tu ayuda.

El hombre me dijo que Montse ya no trabajaba allí. Debió notar mi decepción, porque me explicó que le había traspasado la librería hacía un año.

Sentí que había ido en busca de algo que había desaparecido para siempre. La librería seguía allí, era evidente, pero me había bastado una mirada para comprobar que aquella no era la librería en la que yo había sido feliz y en la que había hecho tantos descubrimientos. Por supuesto no había ni rastro de la sección de libros infantiles que con tanto entusiasmo y tanto mimo habíamos creado. No sé por qué había imaginado que Montse estaría siempre allí y ahora no tenía ni idea de a quien recurrir para encontrarla. Lo único que sabía era que había abierto la librería por ayudar a su hermana, sin haberlo planeado, y parecía haberla cerrado de la misma manera.

Volví a casa con la sensación de hacer puesto punto final a un capítulo de mi vida.

Pasaron dos años, Lorena aprobó las oposiciones y empezó a trabajar en la escuela de un pueblo de la costa al que debía desplazarse todos los días. Yo publiqué Tardes de lluvia en el desván, mi cuarto álbum, con el que obtuve un premio importante. Me invitaron a dar un curso de ilustración en San Sebastián y acepté sin pensármelo. Nunca me había dedicado a la enseñanza, pero me gustaban esa clase de retos. Me sentí orgulloso e intimidado cuando me enteré de quiénes eran los otros ilustradores que se alternarían conmigo dando clases y dirigiendo talleres. Asun Balzola, Antton Olariaga y Juan Carlos Eguilor eran autores con una obra muy consolidada y a los que yo admiraba desde hacía tiempo.

Aquel curso de ilustración se prolongó durante varios meses y terminé haciendo amistad con la persona que lo organizaba, Xabi García Vaquero. Había publicado su tesis doctoral sobre literatura infantil y daba clases en la universidad. Estaba lleno de vitalidad y simpatía y era uno de los mejores conversadores que he conocido nunca. Empezamos quedando algunos sábados a cenar con nuestras parejas y poco después nos pidieron a Lorena y a mí que nos uniéramos a las cenas que hacían cada dos semanas con sus amigos.

Son encantadores, lo pasaréis bien con nosotros, nos dijo.

Aun recuerdo la voz de Begoña tratando de convencernos. Nos hicimos de rogar durante una temporada y al final aceptamos.

Éramos cinco parejas jóvenes y las reuniones se hacían cada vez en una casa distinta. Quienes peor lo teníamos para asistir a esas cenas éramos Lorena y yo, que teníamos una hora de viaje hasta casa, pero nunca nos importó coger el coche a las tres o las cuatro de la madrugada. Cuando nos tocaba invitar a nosotros, los demás lo vivían como unas pequeñas vacaciones y tratábamos de estar a la altura, teniendo en cuenta que eran siempre encuentros de lo más informales. La pareja anfitriona se encargaba de todo y por supuesto no había grandes lujos en lo que comíamos ni en lo que bebíamos. Lo que era un lujo era el despliegue de inteligencia, el ingenio, el buen humor y las discusiones apasionadas en las que nos enzarzábamos. Fumábamos como locos y nos emborrachábamos sin darnos cuenta mientras hablábamos del terrorismo, que nos tocaba tan cerca, de la invasión de Kuwait, de la reunificación alemana.

Estoy leyendo La consagración de la primavera.

Siempre que alguien hablaba de libros yo sacaba las antenas.

Alejo Carpentier hace un repaso extraordinario a la historia del siglo XX en esa novela.

Retazos de conversaciones como ésta surgían continuamente y yo tomaba mentalmente notas sin parar. Entre quienes nos sentábamos alrededor de la mesa había tres periodistas, una médica, un abogado, varios profesores… pero lo que los hacía especiales era que se trataba de personas con curiosidad por todo. Nos disgustó que le dieran el premio Nobel a Camilo José Cela y nos alegramos de que al año siguiente lo recibiera Octavio Paz. Discutíamos sobre si Cinema Paradiso o El club de los poetas muertos eran o no buenas películas. Y porque allí alguien las había elogiado leí novelas que me deslumbraron como El buen soldado, Ada o el ardor o Retorno a Brideshead.  

Aquellos encuentros, sin embargo, no estaban destinados a durar mucho tiempo. En poco más de dos años el grupo se desintegró. Una de las parejas se trasladó a Madrid y dos de las mujeres se quedaron embarazadas al mismo tiempo. Eso fue suficiente para que las cenas se fueran aplazando y una vez que nacieron sus respectivos hijos, se cancelaran definitivamente. 

Os tomamos la palabra, nos dijo riéndose Begoña.

Habíamos retomado la costumbre de salir con Begoña y Xabi y nos acababan de dar la noticia de que también ellos esperaban su primer hijo para la primavera. Habían expresado su miedo a no poder hacer las escapadas que hacían de vez en cuando y Lorena se había ofrecido a quedarse con el niño algún fin de semana. Nadie nos preguntaba si teníamos intención de tener hijos, y tampoco era un asunto que Lorena y yo abordáramos abiertamente, pero me daba cuenta de que era un interrogante que estaba ahí. Llevábamos casi tres años viviendo juntos, íbamos a cumplir pronto los treinta, los dos teníamos trabajo fijo, y a nuestro alrededor todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo y no veíamos más que amigas embarazadas por todas partes.

Ay Dios, ay Dios, me da miedo que se me caiga.  

Xabi me acababa de poner a su pequeña hija en brazos. Se llamaba Ane y era una criatura de nueve meses y ocho kilos que sonreía por cualquier cosa. Se quedó con nosotros un sábado y parte de un domingo, pero le bastó eso para encandilarnos y para que a partir de esa visita tener nuestro propio hijo se convirtiera en un objetivo en nuestras vidas.

Durante los primeros cinco meses del embarazo de Lorena las cosas fueron bastante bien, pero una mañana al despertarnos vimos una mancha de sangre en las sábanas que nos asustó. Fuimos a urgencias y después de varias pruebas su ginecólogo le dijo que debía guardar reposo absoluto. Si era posible, que no se levantara siquiera de la cama. A partir de entonces Lorena entró en una espiral devastadora. Lloraba y montaba unas escenas que a mí me encogían el corazón. Un médico nos dijo que tenía algo conocido como labilidad emocional y le recetó unos ansiolíticos, que no solucionaron el problema.

Aquello ya era bastante malo. Nada más entrar en casa me caía encima una catarata de reproches y yo era bastante torpe intentando consolarla. Llevábamos ya un mes en una situación cada vez más insostenible cuando para empeorar las cosas, mi hermano Marcos tuvo un accidente de coche en el que no murió de milagro. Estuvo en coma una semana y yo tuve que abandonar temporalmente a Lorena y dedicarme a cuidar a mi madre, que estaba hundida. Completando el efecto dominó, la madre de Lorena se instaló en nuestra casa para cuidarla.

Recuerdo aquella temporada como una pesadilla. El tiempo que no estaba trabajando lo pasaba en el coche, en el hospital, con la angustia de no saber si Marcos saldría vivo del coma y qué secuelas podían quedarle, o tratando de levantarle el ánimo a Lorena, que se pasaba el día peleando con su madre. Y mientras tanto el que se iba hundiendo sin darse cuenta era yo.

Fue en medio de esa locura cuando recibí un día en el museo una llamada completamente inesperada:

Soy Itziar, ¿te acuerdas de mí?

Había estado esperando esa llamada durante años y ahora se producía en el momento más inoportuno.

Tenemos que hablar.

Le expliqué que me encontraba en una situación caótica. Le dije que mi hermano estaba en el hospital en coma y Lorena en cama con riesgo de perder el hijo que estábamos esperando. No me dejó continuar.

No te robaré mucho tiempo, pero es importante que nos veamos. ¿Te va bien mañana? Estaré en Pamplona durante todo el día.

Quedamos en el bar del hotel donde se alojaba, en la calle Iturrama. No le hablé a nadie de esa llamada. Tampoco a Lorena. Al día siguiente, cuando salí de trabajar, comí con ella y su madre y a primera hora de la tarde, me fui a Pamplona, como hacía muchos días desde que Marcos estaba ingresado. Estuve un rato con mi madre y con mi hermano Daniel, tratando de darles ánimos a pesar de que los médicos se mostraban cada día más esquivos. A las siete les dije que tenía cosas que hacer y me fui.

Era de noche cuando llegué a la puerta del Ciudad de Pamplona. Hacía mucho frío. Pedí un café. Itziar llegó diez minutos más tarde. Vino hasta donde estaba, nos dimos dos besos y después me abrazó. Fue un abrazo largo. 

No has cambiado, me dijo.

Ella también estaba igual a como la recordaba, pero ni siquiera me dio tiempo a decírselo.

Montse murió la semana pasada. Por eso te he llamado. Me pidió que me pusiera en contacto contigo y te diera algunas cosas. Las tengo en la habitación.

¿Tu hermana ha muerto?

No podía creer lo que acababa de escuchar.

Ha estado muy enferma.

Los dos nos quedamos en silencio. Me sentí rodeado de tragedias. Mirara adonde mirara no veía más que tristeza y preocupaciones por todas partes.   

Le conté que había ido a la librería hacía algún tiempo y que me dijeron que ya no trabajaba allí.

La traspasamos cuando le diagnosticaron el cáncer.

Nos sentamos en unas butacas, en un rincón de la cafetería y durante mucho rato nos estuvimos contando lo que habíamos hecho con nuestras vidas. Me dijo que tenía dos hijos, un chico de nueve años y una chica de seis. Le conté que una vez había estado contando cuentos en un colegio de Barcelona y a la salida, sin saber muy bien por qué, la había buscado. Me hizo una caricia en la mano.

Sigues siendo un cielo.

No podía creerse que hubiera terminado escribiendo álbumes ilustrados para niños.  Me sentí decepcionado porque no los conociera. Trató de justificarse. Al parecer vivían aislados del mundo en una especie de comuna. Su marido y ella estaban en una compañía de teatro y vivían en una masía prácticamente todo el año, excepto en verano que hacían largas giras. Sus hijos estaban casi siempre con sus abuelos.

No me habrías encontrado, aunque hubieras recorrido todos los colegios de Barcelona

Estaba guapa y en forma. Parecía estar cómoda consigo misma y eso le hacía más atractiva que cuando tenía dieciocho años. Y sin embargo no despertaba en mí ni deseo sexual ni ninguna de las violentas emociones que había imaginado. Era una amiga a la que había querido mucho, eso era todo. Nada que ver con las últimas veces que había estado en la librería y me quedaba espiando a Montse con unas ganas tremendas de tocar su piel. Por primera vez me pregunté si no habría sido siempre de su hermana de quien había estado enamorado.

La culpa de que haya terminado dedicándome a escribir esta clase de libros es tuya, le dije.

Le hablé de lo que había significado para mí su colección de álbumes infantiles y la posibilidad de contar cuentos a los niños durante aquel verano. Recordamos con nostalgia el curso en el que habíamos estado juntos y las conversaciones ingenuas y entusiastas que habíamos mantenido aquellos últimos días. Después de una hora de charla, en la que me contó las largas conversaciones que había tenido con su hermana durante los últimos meses de su enfermedad, subió a la habitación.   

Me sentía triste y cansado. No dejaba de recordar a Montse y todo lo que se había despertado en mí durante las horas pasadas en su librería. Para alguien que no lo haya sentido es difícil imaginar lo que sentía un joven de diecisiete años entre las estanterías, las promesas que encerraban los lomos de aquellos libros, la felicidad de descubrir en ellos autores, artistas, épocas, la emoción con que hojeaba un libro de Nietzsche y a continuación uno de César Vallejo y luego una biografía de Mozart y después un libro de historia del siglo XIX de Miguel Artola. De ahí pasaba a un tomo de conversaciones con Marguerite Yourcenar, a las cartas de Van Gogh a su hermano Theo, a las memorias de Mircea Eliade y llegaba finalmente a un libro que se llamaba Poema pedagógico y del que era autor Makarenko.  Era como el vuelo de una mariposa, y en cada parada se producían a veces verdaderos flechazos.

Itziar bajó en seguida con una caja de cartón. Prometí no curiosear y no lo he hecho, me dijo. Me puse la gabardina y nos abrazamos una última vez antes de despedirnos, esta vez, sí, seguramente para siempre.

Pasaron dos semanas antes de que me decidiera a revisar el contenido de aquella caja. Quería encontrar el momento de poder hacerlo despacio, sin tener la sensación de estar escondiéndome.

La ocasión se presentó cuando a mi hermano Marcos le dieron el alta. Una noche me llamó mi madre para decirme que había salido del coma. No hacía más que llorar en el teléfono. No la había visto llorar ni una sola vez desde el accidente, pero esa noche no podía parar. Toda la ansiedad que había acumulado se le desbordó de pronto.

A mi hermano lo tuvieron unos pocos días en observación. Nos dijeron que no parecía que hubiera secuelas. En su cabeza todo funcionaba bien. Otra cosa eran sus huesos. Entonces empezó un penoso proceso de rehabilitación. Y para complicar las cosas mi madre se desmoronó. Mi hermano Daniel estaba en plena temporada de exámenes y mi padre tampoco podía estar atendiendo a todos en esa casa de locos. Así que pedí una semana de vacaciones y me instalé en la casa de mis padres. Lorena estaba bien atendida, ella misma me animó a ir a echarle una mano a mi madre.

Sin embargo, no le fui de mucha ayuda.

Dos días después de instalarme en la casa de mi infancia, mi hermano empezó su rehabilitación. Todas las mañanas venía una ambulancia y lo llevaba a Estella. No volvía hasta las tres de la tarde. Fue entonces cuando me instalé en las cuevas con la caja de Montse.

Antes de que mis padres construyeran la casa ya existían aquellas cuevas que, con el tiempo, fuimos acondicionando. Primero convertimos la que estaba más cerca de la vivienda en un trastero en el que tenía cabida todo lo que nos sobraba. La del fondo, me la apropié cuando tenía dieciséis años como estudio. Tenía una temperatura constante durante todo el año. Allí coloqué una mesa, una butaca y una estantería y pasaba tardes enteras, estudiando, leyendo, escuchando música. Nunca venía nadie a molestarme. Y allí me encontré ahora, quince años más tarde, leyendo la larga carta que me había escrito Montse poco antes de morir.

Al principio de la carta me explicaba que les estaba proponiendo realizar con ella un último viaje a doce personas que habían sido importante en algún momento de su vida. «Te estarás preguntando que por qué a ti. Quizás porque me caíste bien desde que te vi entrar por primera vez en la librería con un bolso militar y ese aire desvalido. Durante aquellas tardes a veces con las calles nevadas o con la lluvia golpeando en el cristal de la ventana, te observaba mientras mirabas los libros, tan concentrado».

Pero no era esa la parte que me dejó con la amarga sensación de no haberla conocido. Cuando vino a Estella por ayudar a su hermana pequeña, decía, era una persona nueva. Tenía ya veintiséis años, y estaba completamente rehabilitada. Pero entre los diecisiete y los veintidós su vida había sido un desastre. Había estado enganchada a la heroína y aquello fue una experiencia demoledora. «No hay nada lo bastante horrible ni lo bastante sórdido que no pueda llegar a hacer una yonki, y que yo no hiciera aquellos años. No quiero entrar en detalles, lo único que importa es que al final, después de muchas entradas y salidas de centros de desintoxicación, de empezar y abandonar toda clase de terapias, conseguí dejarlo. Durante años no he hecho otra cosa que agradecer a mi familia por no haberme abandonado y pedir perdón, aunque la verdad es que yo misma no he podido perdonarme. Aún me muero de vergüenza pensando en cosas que hice entonces». Y añadía: «de todas formas lo que estoy viviendo ahora no creo que sea ajeno, así que quizás estoy pagando con algo de retraso y con intereses de demora todo el dolor que provoqué».

Me acordé de la frase de Itizar: vivimos rodeados de gente, nos observamos a todas horas, nos comunicamos y, sin embargo, qué poco sabemos de los otros. A medida que leía, la veía a con mayor claridad, bellísima y misteriosa como era cuando la conocí. No sé por qué Itziar tampoco me habló nunca de una experiencia que debió marcarle profundamente. Ahora empezaba a intuir los verdaderos problemas de las dos hermanas. Era como si cobraran una nueva dimensión y fui consciente de que mis recuerdos tan hermosos de aquel año se levantaban sobre un fondo siniestro. Quizás la misma época era así: hermosa y siniestra al mismo tiempo. Me sentí mal por no haber formado parte de sus vidas de una manera más plena y a tantos años de distancia, las admiré por su valentía, por su lealtad, por su determinación de ayudarse mutuamente. 

Seguí leyendo. Me decía que los libros le habían ayudado mucho, y quizás por eso había decidido hacer conmigo de Pigmalión. Quizás lo hizo, aunque no lo dijera en su carta, porque entonces yo tenía la edad a la que ella se perdió y debió verme lo bastante inocente y vulnerable como para querer ayudarme. Continuaba diciendo que ella a los diecisiete años había dejado de leer, no porque le hubiera dejado de gustar sino porque a su padre, que era profesor universitario (no lo supe hasta aquel día), le gustaba que leyera. «Así de retorcida fui en la adolescencia».

En la carta me contaba otra cosa que me impresionó: la imprenta de su abuelo, el mismo local que ella había acondicionado y convertido en nuestra librería, había sido durante la guerra civil la sede de los requetés de Estella. Allí se imprimía la revista Montejurra y de allí salían las órdenes que acataban con entusiasmo los matones que en aquella época atroz no faltaban. Ella lo había descubierto poco después de abrir Cal y Canto, un homenaje, ironías del destino, al poeta comunista Rafael Alberti. Me preguntaba cómo era posible que el mismo lugar en el que yo había descubierto tanta belleza escondiera tanta abyección, que lo sublime estuviera allí tan cerca de lo terrible. 

La lectura de esa carta me iba dejando una sensación de injusticia y de vacío.

Me gustó descubrir que conocía mis álbumes ilustrados. «Veo que no has olvidado al niño que fuiste». Leía cosas como éstas y me invadía una nostalgia insoportable. Me habría gustado escuchárselas en persona. «Me di cuenta de que eras especial cuando te escuché contándoles cuentos a aquellos niños que revoloteaban a tu alrededor». Recordaba bien las mañanas de aquel verano, igual que yo. Entonces estaba tan pendiente de todo que apenas le prestaba atención. Además, creía estar enamorado de Itziar. Ahora me preguntaba si no era ella, Montse, quien me había gustado siempre y solo el convencimiento de su inaccesibilidad me había impedido darme cuenta.

Cuando terminé la carta, exploré minuciosamente el contenido de la caja.

Lo que ocurrió a continuación es lo más extraño que me ha ocurrido nunca. Durante tres días y tres noches tuve alucinaciones, vi fantasmas y hablé con ellos. Después he tratado de buscar una explicación. Tuve una gripe monumental y fiebre, pero no era la primera vez que me quedaba en cama con gripe y cuarenta de fiebre y nunca me había pasado nada parecido. Durante setenta y dos horas en las que apenas dormí, miré una y otra vez una fotografía de Montse que encontré entre las páginas de uno de los libros. No sé si la había dejado allá deliberadamente o se trataba de un olvido. En todo caso, estaba bellísima, igual a cómo la recordaba. Durante tres días y tres noches escuché todos los discos y leí fragmentos de todos los libros que había en aquella caja.

Fui sacando de allí las cintas de casette y los LPs que había escuchado en su librería, los de Louis Armstrong, Duke Ellington, Billy Holiday, Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Miles Davis, Chet Baker, Sarah Vaughan, una música que me ponía los pelos de punta. Y junto a los discos, una veintena de novelas y colecciones de relatos: obras de Mark Twain, William Faulkner, las del joven Truman Capote, las de Harper Lee, las de Carson McCullers, las de Eudora Welty, las de Flanery O’Connor, las de William Styron, las de Erskine Caldwell, las obras de teatro Tennessee Williams. Ponía discos sin parar y leía, picoteando aquí y allá. No me interesaban tanto las historias sino la atmósfera común a todas ellas y en cada escena descrita estábamos siempre ella y yo bebiendo, paseando de la mano, bailando en la calle. Eran tan reales los campos de algodón, las calles de Nueva Orleáns, las orillas del Mississippi por las que bajaban barcazas con sus grandes ruedas de paletas que era como estar en un cine. Recuerdo a mi madre entrando en la cueva y trayendo vasos de leche y aspirinas, cubriéndome con mantas y después descubriéndome, la recuerdo exclamando «lo que nos faltaba», la recuerdo tocándome la frente, poniéndome termómetros, y mientras tanto yo seguía sudando con Montse, besándola como en una de esas tórridas películas de Elizabeth Taylor.

Finalmente me ingresaron con una neumonía que a punto estuvo de llevarme al otro barrio. Nunca he sabido qué ocurrió realmente durante aquellos tres días. Dos meses más tarde nació mi hija, una niña preciosa, y algo después, en muy poco tiempo, hice los dibujos de Caleidoscopio, mi quinto álbum, el más personal, el más extraño y en el que están destiladas algunas de las cosas que me habían ocurrido aquellos días. Y sin embargo no me quedé del todo satisfecho. Necesitaba contar esta historia de fantasmas, que nunca he sabido si fue o no una infidelidad.


Jesús Arana Palacios es licenciado en ciencias de la información y bibliotecario. Es autor de los libros La biblioteca colaborativa: un manifiesto (Trea, 2019), Embarquen por la biblioteca: una aproximación a los viajes literarios (Trea, 2013) y coautor de Leer y conversar: una introducción a los clubes de lectura (Trea 2009). Es también autor del capítulo dedicado a los clubes de lectura en La lectura en España: Informe 2017, editado por la Federación de Gremios de Editores de España y coordinado por José Antonio Millán. Precisamente a los clubes de lectura ha dedicado una buena parte de su labor profesional. Ha dado un curso de formación sobre clubes de lectura en Montevideo (Urugauy), en 2017, y participado en un Encuentro de clubes de lectura en Cologno-Monzese (Italia), en 2012, con una ponencia sobre los clubes de lectura en España, además de haber participado en jornadas de formación y encuentros en varias ciudades españolas. Ha dirigido la revista TK de la Asociación Navarra de Bibliotecarias y Bibliotecarios desde el primer número y colaborado con artículos sobre biblioteconomía en revistas como Mi Biblioteca, Clij y Leer, entre otras. También ha colaborado con artículos de crítica literaria en La línea del horizonte, Príncipe de Viana, Cuadernos de Etnografía y Etnología de Navarra o Revista de Occidente. En 2010 obtuvo el premio Alejandro Casona por su obra de teatro Twice.

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