/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /
Hasta hace unos días me creía incapaz de una cosa así, pero me equivocaba: lo he hecho. He matado a mi santa esposa. No me preguntéis cómo, porque ni yo mismo lo sé, pero lo sé, tengo constancia de ello, y mi certidumbre la debo a que he estudiado la cuestión a fondo. Sí, la he matado y luego he quemado su cadáver en un lugar apartado y solitario. He recogido después sus cenizas con horror y las he esparcido por el mar, tal y como a ella le habría gustado. Ya sé que es un gesto demasiado tópico y sentimental para un asesino, pero que yo sea un asesino no significa que también sea insensible. De hecho, no lo soy, y si la maté es debido a ello, porque sentía demasiado el dolor de su engaño.
Fue un día de otoño cuando paseaba por el bosque y los vi besándose. Corrí hacia donde estaban para asestarle un puñetazo al ardoroso amante, pero sufrí una caída tan tremenda que me golpeé en la cabeza y quedé allí durmiendo el sueño de los justos y de los cornudos. Cuando desperté, ya no estaban ni los amantes ni ningún dinosaurio.
—Llegas tarde —dijo ella al llegar yo.
—Sí, por supuesto que llego tarde, demasiado tarde: mira —y le mostré el gran chichón que llevaba como consecuencia de su conducta.
—Pero ¿qué te ha pasado, si puede saberse? ¿Es que te has tirado desde algún precipicio?
—Más me valdría.
—¿Qué quieres decir?
—Que os he visto.
—¿Que nos has visto a quiénes?
—A ti y al otro. Os he visto en el bosque.
—Tú estás soñando, querido. Estás un poco ido, seguramente a consecuencia de ese golpe que llevas. Ven que te ponga un emplasto. Pero ¿cómo has podido hacerte semejante chichón?
—No quiero emplastos. Dime que es mentira.
—¿Qué debo suponer que es mentira?
—Os estabais besando como dos amantes, ¿o me equivoco?
—No sé qué habrás visto en el bosque, pero, desde luego, no a mí, y menos aún besándome con nadie. He estado en misa y luego me he confesado y he estado rezando tres rosarios y dos novenas. Cuando he salido, ya era de noche.
Mi mujer nunca aceptó que hubiera otro. Cuando arrojé sus cenizas al mar, a continuación tiré la urna con tan mala fortuna que fue a darle a un hombre que se hallaba en el fondo del acantilado y cuya presencia no advertí hasta que le golpeó la urna, hiriéndole en la cabeza. Cayó al suelo, y yo hui de allí horrorizado y temeroso de ser descubierto. Afortunadamente, no había nadie más. Al otro día, la prensa hablaba de la extraña muerte del hombre solitario, que fue identificado como un intelectual sobresaliente experto en ecuaciones e incógnitas. Sus clases en la universidad, al parecer, eran multitudinarias debido al enorme don de palabra que tenía y al derroche de conocimientos que exhibía en sus clases sin que por ello se mostrara altivo o engreído: al contrario, a pesar de ser un hombre atractivo y elegante, siempre resultaba accesible a todo el mundo y sus alumnas más jóvenes solían rodearlo cada vez que salía o entraba en clase hasta provocar los celos del resto de condiscípulos y compañeros de facultad.
Todo esto comentaba el largo artículo acerca de la muerte absurda del matemático, lo cual me dejó desolado. La policía no había encontrado ninguna pista y eso me consoló, ya que, a pesar de considerarme una buena persona, mi instinto de conservación funcionaba todavía y no me habría gustado tener que dar cuenta de mi conducta ni de qué hacía allí con aquélla vasija mortuoria que había causado la defunción trágica del pobre y eminente profesor, así como de la desaparición súbita de mi esposa.
El cura con quien confesé el asesinato de mi mujer y el accidente del otro fiambre me absolvió de mis pecados y me puso una penitencia de tres avemarías, que yo me negué a cumplir.
—¿Y por qué se niega a cumplirla?
—Porque soy ateo.
—Pero eso es absurdo. Si no cree en Dios, ¿por qué viene a confesar sus crímenes?
—No creo que una cosa tenga que ver con la otra. Si he venido a confesar es porque necesitaba hacerlo: no podía vivir con esa carga. Cuando maté a mi mujer, lo hice movido por los celos que me cegaron la mente, pero no puedo vivir ni dormir. Pensaba que confesándolo tal vez lograría algún alivio a esa carga insoportable…
—Pues tiene que hacer la penitencia o de lo contrario no podré absolverlo, así que usted verá lo que prefiere.
—Lo siento, pero eso es imposible. ¿Cómo voy a rezar a un dios y una virgen en los que no creo? ¿Acaso no se da cuenta de que eso es imposible?
—No es imposible. Usted rece y déjese de pamplinas.
—Me niego a ello. Seré un asesino, pero soy un hombre de sólidas convicciones, de manera que no insista.
—Está bien, allá usted.
Tras esta conversación, salí de la iglesia rebotado y renegando de todo bicho viviente. Aquél ministro de Dios era un ser intransigente y yo seguía sintiendo la culpa que roía mis entrañas como una cruel criatura. Solo pensaba en eso y durante varios días no dejé de darle vueltas al tema de las avemarías. No iba a ceder en contra de mis principios adoptados hacía ya muchos años. Durante mi infancia y primera juventud fui creyente, pero en la Universidad y gracias a la lectura de eminentes filósofos y poetas, así como a largas y frecuentes conversaciones con los compañeros comunistas que entonces abundaban como moscas, casi tantos como curas, comencé a descreer hasta convertirme en un hombre nuevo. Leí mucho y abracé numerosas ideas que, aunque no llegaba a comprender bien, igual que nunca había comprendido la religión más allá de su faceta de historia sagrada, me alojaron en un mundo mucho más atrayente para alguien joven y lleno de vida y deseoso de conocer de cerca la revolución, el amor y demás asuntos relacionados, que no eran pocos.
En resumen, me hice ateo y lleno de pensamientos de todas clases sobre el universo, el hombre la mujer, la libertad, el amor, la guerra y hasta la paz. Ponerme a rezar al dios abandonado hacía siglos simplemente para que me permitiera vivir con un poco de sosiego no me pareció digno de mí, sino rebajarme a tener que reconocer otro error además del asesinato de mi esposa. Una noche esperé al cura que me había confesado y puesto esa ridícula penitencia, y lo trasladé al otro barrio como si él tuviera la culpa del malestar de mi espíritu. Quemé también su cuerpo y arrojé las cenizas de nuevo al océano para que, de alguna manera, quedara compensada la estupidez que ocasionó la muerte del matemático, ya que esta vez me cuidé de lanzar el recipiente de manera que no hiriera a nadie, y menos a expertos en incógnitas.
Poco después de estos acontecimientos, sucedió lo peor. Una mañana, mientras leía el periódico en una cafetería, los vi juntos de nuevo. Eran ellos, aunque su visión era imposible de aceptar, y además estaban en compañía del cura que había escuchado mi confesión, los tres sentados tranquilamente alrededor de una mesa tomando un café con bollos y charlando como si se conocieran de toda la vida. Me aproximé la mesa y miré a mi esposa con ojos de asombro.
—¿Eres tú de verdad?
—Por supuesto, querido, ¿o es que lo dudas?
—Entonces era cierto que estabas con este —y miré a su acompañante, quien resultó ser el experto en incógnitas—. ¡Por Dios! Pero es imposible, ¿cómo habéis resucitado los tres?
—Porque no quisiste rezar las tres avemarías, mira que lo tenías fácil.
—Eso no explica nada, todo esto es una gran incógnita.
—Que yo he encontrado y resuelto. No se preocupe —dijo el amante.
—Malditas incógnitas —dije, y me fui de allí dispuesto a no olvidar aquello jamás, pero me sentía por fin libre como un pájaro y el consuelo de verlos vivos me alivió de la pérdida de mi esposa, quien de todas manera ya no me quería.
Sin embargo, yo a ella sí, y pronto sentí remordimientos de no haber matado de nuevo al amante. Pero tenía tan poca fe en mi capacidad de seguir matando que opté por olvidarlo todo, aunque sin éxito. Una tarde, los invité a los tres a merendar en mi nueva casa.
—Sois felices —dije.
—No —dijo él, y ella lo miró con asombro.
—Pero ¿qué dices, cariño?
—Lo que oyes: eres una aparecida, no tienes sustancia, ¿cómo quieres que te ame, maldita sea?
—También tú lo eres, y a pesar de todo te amo.
—Pero ¿qué quieres? No puedo seguir dando clases de incógnitas, no tenemos nada para comer.
—Ni falta que nos hace, somos resucitados y nada puede ya matarnos.
—Yo sí —dije, comenzando a rezar.
Ellos, al ver mis intenciones, se levantaron y echaron a correr por el jardín hacia las afueras, como almas que lleva el diablo, mientras yo los perseguía intentando gritar al máximo las palabras sagradas, pero como solo tenían efecto a menos de siete metros, lograron escapar rumbo al acantilado.
Ya no he vuelto a ver más a ninguno de los tres, ni he querido volver a ese acantilado insolidario.

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
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