/ por Arturo Caballero /
[…]
La escuela ha volado en pedazos
No más lápices
No más libros
No más miradas sucias del maestro
Fuera durante el verano
Fuera hasta la caída
Podríamos no volver nunca
Fuera la escuela para siempre
[…]
Alice Cooper: Schools out (1972)
Me había impuesto como tarea una vez que se acabase mi labor docente desprenderme de todos los apuntes en los que me había apoyado para mis clases. La voluntad era fuerte, pero diversas incidencias, unas justificables y otras no tanto, habían retrasado el instante hasta hoy, la primera fría mañana de domingo de este otoño en la que ya me he quedado sin excusas. Es verdad que los arrojados al contenedor de papel reciclable ya no eran, en esencia, aquellos primeros con los que iniciaba, inseguro, las clases en otoño de 1979. Veinte años después, había emprendido la transición hacia el mundo digital y, progresivamente, aquellos folios se transformaron en DIN A4 y fueron adquiriendo un acabado más homogéneo y pulcro además de facilitar correcciones, cambios de enfoque, nuevas propuestas prácticas siempre actualizadas…
Reconozco que subyace en gran parte de mi gremio una tendencia a identificarnos con Diógenes y no me ha sorprendido, en consecuencia, que apareciesen, junto con ellos, los temas originales esquematizados con letra microscópica para que cupiesen en una sola página, copias ciclostiladas de elementos arquitectónicos y modelos de plantas, todo el temario resumido de las oposiciones y hasta los apuntes de la carrera que eran específicos de los temarios de mi especialidad.
Así, de repente, han desaparecido los vestigios materiales de mi vida laboral. No soy persona que crea en la casualidad, por lo que he atribuido a un detalle de surrealismo puro la aparición, en un archivador en el que no tocaba, de una fotocopia con un soneto, «Son los ríos», de Jorge Luis Borges cargado de resonancias quevedescas:
Somos el tiempo. Somos la famosa
parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, la que no reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo,
en el cristal que cambia como el fuego.
Somos el vano río prefijado,
rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
La memoria no acuña su moneda.
Y sin embargo hay algo que se queda
Y sin embargo hay algo que se queja.
Y no he podido por menos que preguntarme sobre lo que hay de nosotros, hoy, de aquellos que fuimos hace más de cuarenta años e incluso antes. ¿Podemos decir que somos los mismos? ¿No nos ha afectado en nuestro quehacer cotidiano, y hasta en nuestra forma de ser, el tremendo cambio tecnológico que hemos vivido en el proceso docente? Decía Marx (Miseria de la filosofía, 1847) que
«las relaciones sociales están íntimamente vinculadas a las fuerzas productivas. Al adquirir nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian de modo de producción, y al cambiar el modo de producción, la manera de ganarse la vida, cambian todas sus relaciones sociales. El molino movido a brazo nos da la sociedad de los señores feudales; el molino de vapor, la sociedad de los capitalistas industriales».
La escuela, en su parte tecnológica, ha vivido una época fascinante. Comenzamos, de alumnos, haciendo chirriar la pizarra enmarcada en madera para luego practicar la caligrafía con plumín y tinta sobre cuadernos pautados. El bolígrafo fue una irrenunciable conquista instrumental y luego el rotring sustituyó eficazmente a tiralíneas y bigoteras de tinta. Ya profesores pasamos en un suspiro de los clichés encerados al gran invento por antonomasia: la fotocopia con que se inició el ataque a los derechos de reproducción. Y el libro. El ordenador primero, luego los programas para texto e imágenes, más tarde el mundo de la red con posibilidades de todo tipo y por último los periféricos de proyección hicieron que la pizarra, injustamente, quedase relegada a mero y obsoleto elemento decorativo del aula.
¿Realmente nuestra práctica educativa ha corrido pareja a estos cambios? No se trata de criticar unos sistemas que para algunos perdieron su sentido cuando renunciaron a la instrucción pretendiendo sustituirla por una educación de la que se erigían en únicos y cualificados intérpretes. Decía no sé quién que la enseñanza está en crisis desde Platón y yo me atrevo a pensar que podíamos retrotraernos hasta el propio comienzo de la civilización cuando, de forma organizada, alguien se erigió en maestro de las generaciones que se presumían futuras. Y fue cuestionado él y fue cuestionado el sistema. Y así, desde entonces. En nuestro país, al ritmo de nuevo ministro del ramo. ¡Con lo fácil que lo tenemos recurriendo a la profesión de la madre de Sócrates! Basta con ayudar al desarrollo del niño no poniéndole trabas, sino despejando su camino de estorbos.

Si hay algo que debo agradecer a la peste es que nos obligase a un último reto: impartir las clases de modo telemático por medio de una enorme variedad de canales disponibles, cada uno el que buenamente pudo, y exigir el esfuerzo de planificar la enseñanza desde el punto de vista de quien no debe pedir a sus alumnos una respuesta que fácilmente encuentra en el infinito repositorio digital. Es verdad que ha existido un abismo tecnológico entre unos grupos sociales y otros y que este problema debe resolverse desde otras instancias y no recurriendo a una técnica de esa segunda ola en la que, como Alvin Toffler escribía, a los locos se los encerraba en manicomios, a los delincuentes en cárceles, a los obreros en fábricas y a los niños en escuelas.
Como podéis suponer a estar alturas, ni mi desprendimiento de los apuntes en papel (porque tienen en Internet la vida digital que mis alumnos quieran darles) ni mi abandono de las tareas escolares han sido un trauma o se han desarrollado bajo el síndrome del profesor quemado. Mi experiencia me dice que nuestros alumnos no son peores que los que tuvimos hace cuarenta años: tienen un mundo mucho más complejo de estímulos con el que nuestros sistemas y nuestros profesionales deben estar a la altura.

Coincide que, con independencia de otros aspectos que no me siento cualificado para tratar, este aligeramiento incompleto al que he sometido a mis estantes, puesto que aún conservo los cuadernos con las fotografías y todas las notas de mis alumnos (de las segundas me desprenderé en algún momento; de las primeras no lo tengo previsto) ha coincidido con la finalización de Los vencejos, de Fernando Aramburu. Con su detestable protagonista y supuestamente colega mío, él en filosofía y yo en historia y arte, tengo algún que otro punto en común, dado que llevo algún tiempo desprendiéndome, selectivamente, de muchos de los libros que me han acompañado durante estos años. En el libro, Toni, el profesor creado por Aramburu, se queda solo en su clase y reflexiona sobre su vida y su tarea en el último momento de su actividad docente. Yo, como muchos otros, ni siquiera tuve esa oportunidad. El día antes de mi sesenta y cinco cumpleaños, mis alumnos de segundo de bachillerato me agasajaron con una tarta coronada por el número fatídico y disfrazados de mí mismo. Y yo me reconocí en ellos. Y no porque el problema de los profesores sea que nos aferramos a la escuela porque no queremos abandonar la infancia, sino porque habían captado perfectamente mi aspecto. A esos alumnos no volví a verlos reunidos nunca más, porque al día siguiente se decretó el cierre de los centros educativos, que, siendo en principio temporal, todos sabemos cuánto terminó durando.

Los ritos facilitan los tránsitos de una etapa a otra. Es imprescindible pasar página de forma adecuada. Cumplir convenientemente el duelo. Las despedidas también tienen un protocolo. Lo que no pude hacer de forma presencial me vi obligado a realizarlo a través de la red, que no es lo mismo. Me permito —sin ninguna jactancia— referir algunos párrafos con los que me despedía de mis alumnos y que, ahora, me parecen mucho más valiosos que unos apuntes perpetuadores, en la mayoría de los casos, de contenidos ajenos:
«[…] Como no quiero que lo que pienso y digo se pierda en la lluvia, y más en momentos tan infames como los de la peste que hemos padecido, voy a escribir sobre ello para despedirme de vosotros, recogiendo los sentimientos que os he transmitido en mis dos últimas lecciones.
No digo adiós, derrotado, como Batty (Roy Batty el replicante al que puso rostro Rutger Hauer en Blade Runner de Ridley Scott, 1982). Mi referencia siempre ha sido un dibujito, titulado Aún aprendo, del último álbum de Goya que recoge a un anciano barbudo que apoyándose en dos bastones continúa avanzando en su itinerario vital. Ese dibujo es, para mí, más una referencia de futuro que una reflexión sobre el pasado.
Los recuerdos, ya lo sabéis, suelen ser traicioneros. Y el pasado solemos edulcorarlo para hacer el presente más llevadero.
[…]
Cuando creé este blog (www.artdeliciasexcelencia.blogspot.com) lo hice en el convencimiento de que se trataba de un instrumento para vosotros. Y es a mis alumnos, a todos, aunque ahora os hable solo a los de este primero y este segundo, a quienes va dirigida esta última entrada que habla no de lo que os he intentado enseñar, con mejor o peor fortuna, desde hace cuarenta años sino precisamente de lo que he aprendido con vosotros a lo largo de todo este tiempo.
He aprendido, en primer lugar, a comprender, mientras os daba clase, a mis propias hijas, aunque este ha sido un camino de ida y vuelta porque también vosotros os habéis beneficiado de lo que de ellas he aprendido para trataros de la forma más cercana posible.
He aprendido que son muchos más los buenos que los malos, aunque los segundos suelen dar más guerra y que debemos defender lo que beneficie a la mayoría sin dar un solo paso atrás porque, si lo hacemos, ellos lo darán hacia adelante y ese espacio no lo recuperaremos jamás.
He aprendido que, para ser creíble, hay que poner —como decía Jorge Manrique— muchas veces la vida en el tablero.
He aprendido que hay que trabajar desde la emoción. Los conocimientos expuestos en clase los podéis encontrar en cualquier libro, pero no la experiencia que os he transmitido de ciudades o de obras de arte que os he tratado de enseñar a través de las fotografías, mejores o peores, que yo mismo he realizado y que prolongaban mi presencia allí y los sentimientos que entonces me despertaron y que revivía para vosotros como un asunto personal.
He aprendido que la memoria es fundamental. No creáis a quien la desprecie. Os dirán que las sociedades felices son las que no tienen memoria, pero lo hacen para perpetuar sus infamias. La memoria facilitará el desarrollo de vuestro trabajo. No tiréis nada. En una época tecnológica como la nuestra siempre podréis dar una segunda vida a todo lo que hayáis hecho. El lápiz y el papel son un instrumento imprescindible, pero un móvil, hoy, es uno de los instrumentos más poderosos —si no el que más— de conocimiento y comunicación inventados por el hombre. ¡No presumáis de ignorancia en cuestiones tecnológicas! Sería un viaje a un territorio desconocido y sin billete de vuelta.
He aprendido, sin ironía, que hay que trabajar a través de proyectos y por medio del desarrollo de las competencias básicas. Decía un pedagogo antiguo que lo que se escucha se olvida; lo que se ve, se recuerda y únicamente lo que se hace se aprende. Vuestro proyecto (concluido de unos, recién iniciado de otros) es el campo de batalla virtual en que demostráis y demostraréis qué tipo de generales sois.
He aprendido que, a pesar de que la casualidad es nuestro desconocimiento de una determinada causalidad, debemos estar preparados, humana y tecnológicamente, para cualquier incidencia que pueda acontecernos en la vida. Y ser fuertes ante los reveses que interrumpirán, momentáneamente, nuestros proyectos de futuro. No desmayéis, no abandonéis, no caigáis en la pereza que es el pecado capital que os define como grupo.
He aprendido que el mundo está compuesto de maravillosos seres humanos diferentes y que es una tontería intentar que todos quieran lo mismo, aprendan lo mismo al mismo ritmo y posean las mismas expectativas vitales. No hay normas universales para las personas. Debemos potenciar lo que cada uno tiene de diferente: eso nos hará más ricos como individuos y como sociedad.
He aprendido que una de las cosas más importantes que podéis hacer es ser cariñosos con las personas que tenéis cerca. Está bien luchar por la salvación de la humanidad, pero un beso y un abrazo a vuestros padres, vuestros hermanos, vuestros familiares y vuestros amigos suele tener un efecto más inmediato. La otra se deriva de la opción que habéis elegido para formaros: contribuid a que, día tras día, vuestro entorno sea más bello de lo que os lo habéis encontrado.
Y para concluir, porque esto se está haciendo demasiado largo: intentad convertir vuestra vida, como quería Oscar Wilde, en una auténtica obra de arte».


Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha.
Suerte que tuvieron sus alumnos y suerte que tengo yo por este artículo. Gracias por él.
Muchas gracias!