Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (30)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago la aparición de un caballo blanco, la hipocresía de una cumbre contra el cambio climático o la emergencia de una Internacional de la Insensatez.

textos de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas

¡Sin olor y sin lágrimas! Eso avisa el bote en el escaparate preferente de la droguería. ¿Qué puede ser? Ah, champú de cebolla, de eso se trata. Una vez batido todo el campo de la fruta capilar (champú de kiwi, de melocotón, de plátano macho, de fruta de la pasión…), empezaremos a frotarnos la cabeza con los productos de la huerta. Al fin y al cabo, la sabiduría popular buscó siempre sus remedios en la proximidad natural. Las madres hacían jabón en casa con sosa y manteca de cerdo. Y aún recuerdo a mi abuela Eutimia friendo puñados de ajos para aquella pócima resultona que nos aplicábamos sobre asuntos escabrosos de la piel (diviesos, excrecencias, quemaduras mal curadas…). Era aquella época en que los laboratorios tenían que ver con el humo de las cocinas.


Vuelven los países poderosos —no todos— a juntarse a toda prisa para atajar el drama ya casi irreparable del cambio climático en el planeta. Los mandarines aterrizan en Glasgow. 400 jets privados envenenan el mismo aire que dicen que hay que limpiar. Y, como siempre, hay primeras palabras alarmadas y declaraciones de urgencia. Pero luego, una vez más, se opta por soluciones a largo plazo —en este caso para el año 2030—, como si el estado de la Tierra pudiese esperar. Es la señal de que tampoco ahora hay voluntad verdadera de empezar a cambiar la dinámica económica y actuar sin remilgos para evitar una tragedia que sin duda determinará la vida a las siguientes generaciones. O es que quizás ya se sepa que estas van a ser las últimas.


Viene hacia mí un caballo blanco. Nos quedamos los dos así, frente por frente, separados tan solo por un cercado. Su envergadura y su resplandor lo hacen parecer una criatura que no pertenece al orden de lo terrestre. Por un momento, frente a él, pierdo la noción de mi supuesta superioridad y me dejo invadir por una ingobernable sensación de felicidad, como si ese caballo comportase un signo de redención, una alianza edénica entre los seres desentendidos.

La poesía no tiene que brillar, tiene que iluminar (Ana Blandiana).


Se ha mudado a otro lugar la familia numerosa que vivía en el segundo. Habrán encontrado un piso más espacioso, que ya necesitaban los cinco hijos y la pareja. Se han ido sin despedirse. Echaré de menos a los niños; sus voces alegres sin la pátina de la moderación, sus saludos llenos de espontaneidad cuando coincidíamos en el ascensor. No sabré cómo seguirá creciendo la niña pelirroja, tan graciosa con las gafas de pasta, ni el pequeño Lucas, que siempre perseguía como un autómata a sus cuatro hermanos cuando bajaban en comando a tirar la basura ya organizada en distintas bolsas. Ahora vuelve a quedar un poco más sordo y desalentado todo el inmueble, pendientes los vecinos de insípidas conversaciones sobre el porvenir de la casa, ya tan cansada de nosotros, y sobre el comportamiento de los huesos, que empiezan a escocer más ante la puerta oscura del invierno. Faltan esas voces infantiles, sí, que deshacían tanta gravedad en las relaciones de paso.


Esta Internacional de la Insensatez, cuyos miembros se niegan ostentosamente a vacunarse y procuran hacer ver su peso en el mundo en manifestaciones tumultuosas, ¿no será una reacción para hacer considerar otra vez la importancia efectiva de las masas? Históricamente ha habido ejemplos abominables de movilizaciones que anularon el pensamiento a favor de la fuerza bruta de la multitud, con su poder sugestivo. Otros, en cambio, hemos salido durante años a la calle para protestar por el desprecio a la educación pública, por los negocios que alientan las guerras, por los desahucios inmisericordes, por los recortes en la sanidad, por la subida de la luz… Y, al cabo, ¿qué hemos conseguido? Muy poco. Quizás nada. Por eso, no me espanto de que muchos, alentados de nuevo por discursos sibilinos, hayan visto en la negativa a vacunarse la manera efectiva de escapar a los dictámenes de los gobiernos, aunque sea con este pretexto infame y al margen de la razón solidaria. Desdichadamente, la propuesta de rebelarse contra lo sensato sigue vigente. Son los propios cuerpos pestíferos, con riesgo de infectarse y de infectar a los demás, las armas letales con las que se combate. «Tenednos en cuenta, somos peligrosos, portamos el mal». Eso parecen decir, para eso se reúnen multitudes vociferantes en Viena, en Rotterdam, en USA, en Berlín, en São Paulo… La desatención a las necesidades colectivas reales y el ensimismamiento del poder detrás de leyes que protegen intereses ajenos al bien común han propiciado esta posibilidad nefasta de desafiar la máquina de la democracia, que solo permitía protestar para no tener en cuenta después el malestar ciudadano. Me temo que algo de ello hay en estos fenómenos de rebeldía sin sentido, aunque los manifestantes sepan de antemano que al menear las columnas del templo caerá Sansón junto a los filisteos.


Cuando alguien deja de amar un lugar, en adelante allí le esperará siempre alguno de los modos de la muerte.


Ese alcalde gallego, histriónico y vocinglero como un vendedor de falso crecepelo, que propone al mundo entero ir a su ciudad para verla iluminada por millones de bombillas… En estos tiempos que exigen cautela sanitaria y ahorro energético, este hombre abandera temerarias convocatorias multitudinarias y alardes de derroches. Así son los políticos: jalean lo que sea necesario con tal de ir asegurando su reelección en la memoria de los votantes. Aunque todo ello vaya contra lo que ellos mismos predican. Más adelante, los medios de comunicación se preocuparán de mostrar la rentabilidad económica de esta iniciativa, y eso lo absolverá todo mientras cada día caen avisos sobre nuestras cabezas para evitar las concentraciones multitudinarias y para apagar cuanto antes las luces de nuestras casas.


Puesta sobre las cosas y sobre los actos, puede la mirada del poeta ser inocente o ser crítica; inocua o encrespada. Todo menos servil.


… y uno sigue resbalando por las paredes verticales de la edad hacia la desmemoria, parándose en algunos ángulos a descansar para mirar hacia atrás, a ver qué puede distinguirse aún. Cuando se mezclen los hilos del pasado y del presente y todo se confunda, cuando se pierdan los recuerdos («como en los años se pierden los nombres» decía un verso de aquel soneto, «Ocho de Marzo») vendrá a nosotros otra vez el alboroto indescifrable de la primera inocencia. Ojalá sepamos recibirlo entonces con la extraña naturalidad con que los niños se hacen cargo de todo lo que brilla cerca de sus manos.

Abres un armario y ves allí el orden del calzado estancado en su melodía soñolienta, bien resguardados los pasos en las bolsas azules. Hay algo de esfuerzo forense en esa preocupación por esconder del mundo vivo estas parejas de criaturas que te interpelan de frente y de dos en dos, como los animales del Arca.


Los dos adolescentes, él y ella, están sentados espalda contra espalda en medio del andén de la estación de autobuses. Han debido de regañar porque no se hablan, adoptan posturas displicentes y están así, pegados pero absolutamente desentendidos. Como ocupan un buen espacio, la gente debe sortearlos para seguir su marcha. Pero ellos no parecen advertirlo; al contrario, están a lo suyo, escrutando sendos teléfonos móviles y sin aparente conciencia de estar invadiendo el espacio público. Pero seguramente no es del todo así: eso es lo que desean, molestar para dejar claro que están en el mundo, que ocupan un lugar que los demás deben evitar porque esa es ahora su sede, la sede de dos adolescentes enojados que quieren proclamar con su estadía insolente que ellos también existen y el mundo debe advertirlo. Siempre fue así la reacción desmedida de la adolescencia, esa edad en que no existen las proporciones y todo se va en violentos bandazos de orilla a orilla como para avisarnos a los adultos de que no todo está bajo el gobierno de nuestras decisiones. Al menos ese trozo de suelo de un andén, invadido por dos aprendices de rebeldes llenos de presunción, no es nuestro del todo mientras ellos quieran seguir así, haciendo ostentación de su afrenta audaz. Nuestro deber será pasar de largo a su lado haciéndoles creer que tienen derecho a ese ensayo prematuro de arrebatar algo a los estólidos reglamentos de los adultos.

En mi pequeña ciudad, en el parque de La Marina. Veo a esa mujer ya muy mayor, castigada por un ictus. Apenas puede levantar los pies para andar; apoyada tan solo en un bastón se mantiene firme a duras penas y avanza como puede, metro a metro, con una escandalosa lentitud, hacia donde la espera una silla de ruedas y un hombre también mayor que la mira cuidadosamente sin perder ni uno de sus movimientos. ¿Cuánto tiempo ha tardado en recorrer esos pocos metros? Espero a verla terminar su esfuerzo colosal; al fin llega a la silla y cae derrengada en ella. Ha sido, probablemente, su aventura del día. Cuando me alejo del todo, no quiero que se me olvide la escena y la copio en la libreta. Ese es mi ejemplo, por encima de sermones y preceptivas, para intentar volver a escribir. Paso a paso, centímetro a centímetro, palabra a palabra hasta donde llegue cada día. Sea lo que sea. Aunque el cauce esté seco, lo voy a hacer así. Ella me lo ha enseñado. Gracias, señora.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

0 comments on “Los cuadernos pálidos (30)

Deja un comentario

%d