/ una reseña de Andrés Montes /
El libro conserva todas sus ventajas como soporte idóneo frente a la extrema volatilidad del texto periodístico, la forma propicia para darle cuerpo en el tiempo, y sus virtudes superan las de cualquier sistema de almacenamiento con el que la falsa idea de la accesibilidad inmediata de lo digital nos quiera engañar. Esa fijación de la escritura, la que mejor se ajusta a la percepción del primate que seguimos siendo, adquiere un sentido mayor cuando lo que se trata es de salvar como un corpus teórico la obra periodística dispersa. En eso consiste La verdad de Arcadi Espada, una antología de artículos publicados durante los últimos dieciocho años, mayormente en el diario El Mundo. Pese a que por esa procedencia resultaría obligado indicar medio y fecha de aparición, la edición prescinde de esos datos —que también aportan contexto, un elemento imprescindible para la verdad— y presenta los artículos por afinidad temática, aunque todos ellos enhebrados por la centralidad de lo verdadero en el articulismo de Espada.
«Es fama que la verdad me pone», resume de forma explícita el autor en una de las piezas del recopilatorio. Ese afán constante de certezas tiende a transformarse en cruzada cuando se presenta en conjunto, como ocurre con este libro. Espada se encara con la laxitud del periodismo que renuncia a una objetividad que considera aspiración tentativa, pero inútil. Defiende el método periodístico como una forma de aproximación a la realidad cuyo modelo debe ser la fiabilidad del científico y su sostén los hechos confirmados. «El periodismo debe alcanzar la verdad, como la historia y la ciencia», escribe en una de las varias entregas de su encontronazo con Javier Cercas sobre los vínculos entre lo real y la ficción. Por ello critica de forma radical las perspectivas fotográficas que tienden a crear iconos en lugar de mostrar en toda su amplitud lo que ocurre, una advertencia sobre la peligrosa cercanía del enfoque y la manipulación. Cada vez que el periodista elude la indagación rigurosa y se salta los procedimientos canónicos de su trabajo para trazar de formar certera lo real está rompiendo un contrato básico con sus lectores (la mayor parte de su reflexión se centra en el periodismo escrito). Ese compromiso incluye también incomodar a los destinatarios de su trabajo, remover sus convicciones sobre lo que sucede, hacer que el periódico sea un revulsivo, imperativo éste que colisiona con la tendencia a complacer al lector para que mantenga ese hábito diario en trance de desaparición.
El objetivo es que «el periodismo continúe siendo el lugar de lo real». Pero esa pretensión está sometida a la pinza de una doble amenaza: interna, por la mala praxis («el principal problema del periodismo son los periodistas»); y externa, por el cambio tecnológico que ha noqueado a los medios impresos tradicionales («las webs de noticias y las redes sociales han puesto en riesgo de muerte a los periódicos»). «El negocio de la información ha dejado de existir para convertirse en el negocio de la opinión», constata Espada y se sorprende de que la reacción generalizada frente a esa transformación consista en alejarse de lo que es la esencia del periodismo. «El oficio lleva años lamiéndose las heridas de la irrupción digital. Pero extrañamente, y a diferencia de lo que deben hacer los oficios sometidos por la realidad a una crisis devastadora, no lo ha aprovechado para revisar a fondo su naturaleza», escribe. Dibuja así un panorama tenebroso que va más allá del propio futuro de los medios: «La principal amenaza a la democracia moderna no viene del islam, de China o del cambio climático. Viene del debilitamiento del periodismo».
El triunfo de la posmodernidad, que se impone como la forma cultural del capitalismo tardío que Fredric Jameson anticipó hace ya treinta años, es el telón de fondo de tanto tremendismo. En ese gran marco conceptual de nuestro tiempo, la relación ya enturbiada entre el periodismo y su materia prima, los hechos, se vuelve todavía más tortuosa hasta llegar a la posverdad, «el estado de las cosas en que la verdad no importa». La buena noticia consiste en que esa perversión de lo real devuelve el asunto crucial de lo cierto al primer plano del que nunca debió salir: «La verdad es una palabra en alza. Después de la siniestra campaña de Trump, incluso algunos periodistas, gremio refractario a la verdad, a pesar de las apariencias, han descubierto que la verdad no tiene versiones».
Lo anterior queda confinado en los límites inmateriales de la reflexión teórica cuando otros artículos del mismo recopilatorio revelan la verdad de Espada, que rompe la isegoría entre Agamenón y su porquero ante lo cierto. El autor sostiene que sobre los atentados del 11 de marzo en España se han consumado «dos falsas verdades nucleares», la de la conspiración contra el gobierno de Aznar y la de la mentira de este. Con la misma «hipocresía equidistante» que reprocha a otros, el autor elude tomar partido entre esas dos explicaciones de lo sucedido y opta por el irrisorio punto de fuga de que incluso «hay disparidad entre el número de muertos en el atentado… Hay medios que cifran en 191 los muertos y otros en 192». Las armas de destrucción masiva de Iraq son un antecedente de la proclividad de Aznar hacia la mentira, ese recurso del que los protagonistas de la vida pública —y no sólo los políticos— ya ni siquiera se avergüenzan cuando queda al descubierto. Hay además testimonios contundentes sobre el intento del entonces presidente de manipular en su favor el acontecimiento más trágico de la reciente historia de España. Bastaría con los hechos probados de la sentencia que condena a los terroristas. Sin embargo, Espada rechaza toda acotación a la verdad única, también la de «verdad judicial», aunque esta se sustente sobre procedimientos más reglados de los que él reclama para el periodismo y en algún momento afirme que «el gran mérito de los jueces es que restablecen la verdad de las cosas».
Queda así desvelada la impostura del cruzado, cuyo afán de verdad estaba ya en entredicho con su bochornoso «Un buen tío», intento burdo de exonerar a Francisco Camps de toda sospecha de corrupción a través de la crítica a la información de El País sobre su caso. Con el patético resultado de que las reiteradas condenas por delitos perpetrados en el tiempo de su cliente al frente de la Generalitat valenciana lleven a pensar que Camps o es un necio o dejaba hacer. Indefendible en cualquiera de los dos supuestos.
Arcadi Espada —al que la heroína liberal Cayetana Álvarez de Toledo retrata en su reciente Políticamente indeseable como un «empecinado y adorable espíritu de contradicción»— puede pasar en apariencia por alguien que busca certezas a contracorriente, un desfacedor de entuertos, pero nunca por un quijote. Su apego a la verdad tiene demasiado de marca propia, de sello diferencial imprescindible para competir con ventaja en el intrincado territorio de los medios. Y como toda identidad es una carga, la suya lo reduce a árbitro moral, que construye la verdad a la medida de su soberbia intelectual —la peor de todas las soberbias— y de una vanidad que con frecuencia deriva en el exhibicionismo. Justo todo lo contrario de aquello de lo que prescribe para el periodismo, lo que arruina su aspiración de convertirse en el epistemólogo de la profesión. Pese ello, resulta obligado coincidir con su diagnóstico sobre los males que aquejan a esta y la defensa de sus cánones frente a quienes pretenden salvar el periodismo renunciando a él.

Arcadi Espada
Península, 2021
348 páginas
17,95 €

Andrés Montes Fernández (Aramil, Siero, 1960) es periodista. Licenciado en Filosofía, fue redactor jefe de La Nueva España y responsable de su suplemento de cultura.
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