/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /
Me acuerdo del mes pasado, pero de hace un año, cuando Madrid reaparecía de nuevo entre los rescoldos de la nevada. Su implacable incendio calcinó para siempre la imagen bucólica y estereotipada que teníamos de la nieve. Tras su paso, quedaba un ejército de pinos con los brazos tronchados; y aceras que parecían perder poco a poco la piel mientras se descongelaba el hielo impreso con nuestras huellas, incrustadas sobre el suelo como el hollín en un caldero abandonado. Recuerdo también haberme reafirmado en que el mejor momento para hablar de lo sucedido era cuando, derretido el velo de los acontecimientos, se podía pensar tanto en lo experimentado como en las consecuencias que entrañaba. En aquel momento, muchas en forma de reflexiones sobre nuestra condición precaria y vulnerable, subrayada en pleno ―y todavía encarnizado― escenario pandémico. Esa fue la orientación del texto que me convocó entonces, «Nieve sucia», aparecido en esta serie del «Cuaderno de espiral». Y, es precisamente este gesto de regresar a los acontecimientos cuando estos se han enfriado, lo que me trae ahora a reparar sobre el hecho de las compras, o lo que vulgarmente se entiende como ir de compras. Porque, casi sin poder evitarlo, y a pesar de resultar ya muy lejanas, confesaré que mientras escribo este artículo reparo inevitablemente en las de las últimas fiestas navideñas. Y en que ahora caigo en la cuenta de que apenas voy de compras una vez al año.
Partiendo del hecho de que los términos de nuestras prioridades se invierten con la facilidad conque una puerta gira sobre sus bisagras, porque ese gesto de ir a un gran almacén, centro comercial o calle bulliciosa salpicada de tiendas para conseguir esa prenda o regalo que buscamos requiere del peculio imprescindible, he preferido recapitular aquí sobre cuanto en este hábito excede lo material, dando por supuesto ―y no es poco suponer― que nos lo podemos permitir. No en vano, rememoro con estremecimiento situaciones en las que ir de compras supuso un periplo inolvidable por los meandros de mi cartografía emocional, que a la postre es también parte de la tierra donde germina la simiente del espíritu, pese a no ser a menudo conscientes de semejante impregnación.
La primera compra de la que me acuerdo sucedió cerca de la madrileña Plaza Castilla, donde vivíamos. No llegaba ni a los seis años cuando trinqué quinientas pesetas ―unos tres euros― que mis padres les habían dejado a mis hermanos mayores, me bajé sin avisar a una tienda avistada al pasar del brazo de mi madre cerca del portal y adquirí un muñeco de unos veinticinco centímetros, rubio, y con el atuendo y pertrecho de un soldado de élite. La travesura acabó, de boca del vendedor, en conocimiento de mis progenitores. Hubo una reprimenda, pero lo que mejor recuerdo es a mi padre arrebatándole las armas a aquel juguete, pero dejando quedármelo. ¿Por qué lo hizo? Este fue uno de los interrogantes de mi infancia. Por qué no me lo quitó, y por qué me lo devolvió desarmado, desposeyéndole de golpe de toda la gracia que para mí tenía. Años más tarde pude saber que no lo había pasado especialmente bien en el servicio militar. No porque tuviera nada en contra del estamento ―en alguna ocasión vi con él a pie de calle, y no con poco entusiasmo, el desfile del Día de las Fuerzas Armadas mientras pasaba cerca de nuestra casa―, sino porque su esencia era la del rebelde, aunque lo ignoraba. Y ya se sabe que un rebelde no detesta la obediencia, sino aquella ejercida sin aparentes razones; o sin razones digeribles a primera vista. Especialmente si, como en el caso de papá, se trataba de una mente inquieta e hipersensible. La siguiente fue ya rayando los nueve o diez años en una pajarería de Majadahonda, cuando todavía era frecuente encontrar pajarerías en los barrios, y estas olían a alpiste y a yacija de ave. Allí acudí a vender mis hámsteres y sus crías recién destetadas ―entonces todavía se podían hacer estas cosas―. Y salí de la tienda con una canaria de color cobre. En realidad, fue un intercambio, aunque el dependiente prefirió vestirlo de compraventa tasada en ochocientas pesetas ―unos cinco euros―. La experiencia, para un niño de esa edad, entrañaba una emoción rayana con el delirio. Aquellos pequeños roedores florecidos como botones rosas delante de mis ojos y sus peludos progenitores se transformaban en una canaria frágil y huidiza, que piaba y me miraba con unos ojos negros y pequeños. Aquel día sí me acompañaba mi padre, que permaneció en silencio y expectante durante toda la escena. ¿Qué pensaría? De hecho, salvo aquella inaudita primera vez del soldado de plástico, su presencia aparece en muchas de mis compras memorables hasta los trece o catorce años. Como en las escapadas a la Escuela de Minas, cuando en alguna exposición eventual se vendían minerales. De ellos recuerdo que tenían nombre de jeroglífico y la fórmula de su componente fundamental impresa en un pequeño papel que guardaba con el mismo celo o más que el propio mineral. Todavía hoy, cuando contemplo alguno de estos pedruscos que aún conservo, me parece estar viendo atrapada en su cristalografía, como uno de los tesoros de mi infancia, el haz de luz filtrándose en la altura de los ventanales de aquel pabellón donde fue adquirido de la mano de mi padre. O como el día que me regalaron un pequeño ordenador personal ―de 48 kB de RAM, rezaba la caja―. Obviaré decir el nombre, para evitarle a este artículo seguir pareciéndose a ese despeñadero de emociones chuscas por el que con frecuencia venimos a precipitarnos los progenitores setenteros. Simplemente aclararé que fueron los primeros inventados para que jugaran y aprendieran a programar los niños en los ochenta. Un cachivache de moda para preadolescentes inquietos de familia acomodada, como lo era la mía. De aquel momento conservo indeleble el enfado de papá al no poder entender nada de lo que le contaban los vendedores. Ira creciente porque a su viva inteligencia no se le ocultaba el potencial de aquel invento que acabaría por cambiar el mundo y traernos, treinta o cuarenta años después, un cambio de era. No en vano, él era un curioso ontológico ―fue investigador y profesor universitario de Bioquímica―, y no poder desentrañar el mensaje de aquellos vendedores tan insultantemente jóvenes le frustraba. El que permanecía entonces en silencio y al acecho era yo, temiendo que con tanta agitación se arrepintiera de querer adquirir aquel cacharro deseado por mí a toda costa. Y aseguraba que sí les entendía, aunque tampoco entendía una mierda. Con el tiempo se convirtió en un objeto sin el cual no se comprende mi infancia y, si me apuras, mi vida. Al menos la laboral. Otras compras merecedoras de ser recordadas no cabe ya describirlas aquí, y podrían dar para un volumen de extensión media. Al fin y al cabo, los libros de argumento autobiográfico siempre me han parecido los mejores, porque nuestra biografía es siempre en algún tramo la de alguien. Y cuando eso sucede, si el libro está bien escrito, el goce de la lectura se multiplica. Quedan pues para otro sitio esas adquisiciones de sellos y belenes en la Plaza Mayor, siempre con mi padre; las visitas a las librerías, que con él eran siempre especializadas en ciencia. Y ya en plena adolescencia, y por mi cuenta, las excursiones frecuentes al rastro a por más pájaros ― también se podían hacer estas cosas―, o a comprar cintas magnéticas con música heavy o vídeo juegos grabados, y una fotocopia en blanco y negro a modo de carátula, que allí se vendían de forma ilegal. Una piratería bastante inocente viendo lo que nos encontraríamos años después. En un segundo volumen, deberían aparecer las compras con los hijos. A menudo acontecen sin el niño presente, pasando a ser compras para los hijos. Tienen otro sesgo y surcan otros paisajes, tan bellos o más como los aquí descritos, pero que requieren tratamiento aparte.
Tras dejar aquí anotadas a modo de anécdotas nostálgicas, aburridas o tiernas, según quién, cómo y cuándo las lea, ay, reflexiones acerca del hecho de comprar, concluyo haberlas venido a convocar como argumento retórico ―por el efecto expansivo de la suma de contrarios― para subrayar aquello que dijeran los filósofos escolásticos cuando afirmaban que lo afectivo es lo efectivo. Sustentándome también en la defensa, tan de Zubiri, del hombre como inteligencia sentiente. «Piensa el sentimiento, siente el pensamiento» dejó escrito Unamuno en su «Credo poético». Pues eso. Porque, quizás, no hay mejor patria para el hombre que la recuperación presente y emocional de cuanto ha sido que, mediado el discernimiento de la experiencia, es la recuperación consciente y espiritual de cuanto somos. Al fin y al cabo, navegamos una existencia cuya corriente nos convoca a una reunión; a alguna forma de vínculo mayor y sagrado de la que nuestros pequeños vínculos cotidianos son signo. Un misterio cuyo esclarecimiento nunca pudimos ni podremos comprar, pero que de alguna manera es como si hubiera sido comprado, en su esencia ulterior y amorosa, para nosotros.

Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.
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