Panis subcinereus, sensu lato

Francisco Abad escribe sobre tres panes cocinados bajo la ceniza o al rescoldo: la alcorza, la torta y el panchón.

/ por Francisco Abad Alegría /

Ciertamente, la cualificación de subcinereus indicaría bajo la ceniza o al rescoldo y abrigado por tal ceniza generada en el mismo fuego de calefacción y cocinado. Desde tiempos inmemoriales, la masa formada por cereales molidos y aglutinada con agua, es la base de estos panes, generalmente cenceños o ácimos, por tanto de escaso volumen a favor de la extensión en forma de torta, aunque también se hacían ocasionalmente con masa fermentada.

Justamente la forma atortada de estos panes permite su cocción directamente sobre el rescoldo o en superficies planas o sin forma de recipiente, como una piedra plana, la pared de un tandoor o la base de un fuego bajo de cocina, aunque una adaptación que ya se acerca al horno es el pequeño recipiente cubierto cerámico de los romanos, denominado clíbano o su evolución metálica de tartera cubierta de hierro fundido, a modo de cataplana portuguesa pero de paredes gruesas.

Como  ejemplos, presentaré brevemente tres variedades de nuestra cultura que se acercan o entran de lleno en el concepto subcinereus (de ahí lo de sensu lato), cual muestreo de guijarros que van quedando progresivamente en las orillas del río de nuestra historia cultural.

La alcorza del gazpacho extremeño

Ya es mencionada en la Roma del siglo I por Apicio, pero se hizo popular, quedado actualmente recuerdos de ella más folclóricos que otra cosa, en medios rurales agropecuarios desde la Edad Media. La alcorza es masa de trigo, muy finamente estirada, que se puede hacer sobre rescoldo o sobre una plancha metálica o pétrea. La torta es similar al matzá plano o los matzo perforados judíos de Pascua, aunque realmente resulta fruto de viejos usos universales, de escaso trabajo y utillaje, que ya menciona Arquestrato en el siglo IV a.C. Una vez cocida, se fragmenta con las manos en trocitos que se cuecen en un caldo vegetal con hortalizas y algo de carne, alargando así el condumio y haciéndolo saciante. Si se piensa un poco en el asunto, resultan auténticos galianos, de idéntico empleo y confección salvo por la utilización de pizcas de masa cruda, que no se han hecho previamente como tortas, pero requieren un tiempo de preparación del que los usuarios más habituales de los gazpachos, que eran pastores de ganado trashumante, carecían para finiquituras culinarias, aún mínimas.

Gazpachos manchegos

La genuina torta peninsular y marinera

Cuando el primer soldado romano o el rústico pobre derramaron un buche de pultes de cereal sobre una plancha de piedra caliente, descubrieron dos cosas: que el producto era sabroso y se podía morder y que era transportable, de modo que se podía confeccionar de antemano y llevar con la impedimenta, sin detenerse para hacer la papilla de cereal que constituían las gachas o puches. Y ampliando el tamaño constituía una comida de emergencia o de descanso. Los salvajes guerreros nórdicos de Europa, hacían largos viajes de rapiña, aceifas salvajes, en barcos que contenían básicamente ladrones asesinos, de ida, y añadían frutos del robo, de vuelta. De modo que aprovecharon la panificación ácima subcinérea o a la plancha, incluyendo cereales distintos del trigo, más habituales en sus tierras, cono escanda, cebada o centeno. Además, algún astuto capitán pirata, descubrió que si la torta de masa se agujereaba por el centro, las tortas resultantes se podían ensartar en tarugos de madera oblicuos, de modo que el transporte era muy fácil y ocupaba escaso espacio en la embarcación de rapiña.

Cierto que también persistieron las tortas subcinéreas, alabadas por el ya citado Arquestrato, que eran comida de morigerados ciudadanos y de ascéticos filósofos, más aficionados a llenar el cerebro de pensamientos sutiles que el buche de mendrugos de pan ácimo.

Pan subcinéreo hecho en Caso

El glorioso e ignorado panchón, o pancha, asturiano

En tiempos de penuria, inacabables, viejos, a punto de renovarse por la acción de dirigentes incapaces y tiránicos y pueblos ovinos, no solo era escaso el cereal, sino también la leña como combustible. El horno comunal fue un invento maravilloso que permitió comer pan, generalmente candeal, al pueblo más humilde, porque el calor generado por troncos y ramullo se aprovechaba durante muchas horas para confeccionar las hogazas. Pero en el ámbito doméstico también se necesitaba calor para cocinar y calentarse. El lar, el llar, el fuego bajo, era centro de reunión de la familia; pero la noche recogía a sus desamparados hijos en el lecho y aún se podía estirar el fuego del hogar para hacer en vísperas de fiestas una suerte de pan subcinéreo maravilloso, anónimo como el invento de la rueda: el panchón.

Amásese, sin levadura, harina de escanda, el trigo norteño que no se extiende por planos inmensos mesetarios, con agua y un poco de sal. Colóquense unas brasas del fuego restantes de la combustión diurna en la base del fuego bajo; cúbranse estas con algunas grandes hojas de col y deposítese sobre ellas un túmulo de la masa, una pequeña colina cereal, moldeándolo. Después, cúbrase el montículo, de tamaño proporcional a los comensales previstos, con más hojas de col y brasa menuda restante y, por fin, envuélvase todo con la ceniza que ha sido ladeada en el llar, haciendo un montículo que recuerda vagamente a la preparación del hamin sefardí. El montículo caliente hará su labor en las 12-14 horas siguientes. Pasado ese tiempo, tras despojar la capa calefactora ya extinta, se frotará la gran hogaza resultante, de la que se eliminará la capa superficial, excesivamente impregnada de aromas vegetales, humos y ceniza. El enorme migajón se desmenuzará con las manos, poniéndolo en un lebrillo amplio y añadiéndole manteca de puerco o mantequilla, según el abasto doméstico, y después azúcar, moviendo todo bien hasta hacer unas migas de color levemente tostado, dulces y untuosas, que se tomarán con cuchara y alguno de los más chicos de la casa con un poco de leche templada encima.

Panchón asturiano

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Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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