Crónica

Sobre el devenir de la cultura: España, entre la emigración y el exilio. Francia, primera mitad del siglo XX

Mariano Martín Isabel evoca la historia de un grupo de españoles intentó preservar una cultura auténtica en medio de tantas adulteraciones en la Francia del primer tercio del siglo XX.

/ por Mariano Martín Isabel /

1.

Justiniano Bravo se crió en Almería. Su padre, aunque humilde, era maestro porque entonces cualquiera que supiera escribir, a poco que supiera un par de cosas, podía enseñar a los chiquillos. Por la noche recuerda que pasaba frío; entonces no lo supe pero ahora pienso que debía vivir en la sierra. También recuerda que la guardia civil entró en su casa, así, a caballo, como los bárbaros del norte, como lo cuenta García Lorca en su famoso poema.

Después lo encontramos en Madrid. Trabajaba de aprendiz de tipógrafo en una imprenta. Por allí pasaban los poetas y artistas del 27: Lorca, Alberti, Buñuel. Los recuerda alegres y bulliciosos y queriéndose en animada camaradería; vivían una fraternidad que lo dejó marcado para toda la vida.

La siguiente escena fue en la guerra. Cargó el cuerpo de un amigo herido y lo llevó, sorteando las balas, hasta un lugar seguro. Cuando le dije que aquello me parecía heroico me contestó que de ninguna manera: «Cuando tienes a un amigo herido entre tus manos lo llevas hasta donde haga falta y no piensas en más; ni siquiera tienes conciencia del peligro».

Francia. Quet-en-Beaumont. Los españoles sobreviven hacinados en barracones. Perdieron sus casas, cruzaron los Pirineos, moral de derrota. Había un capataz que trataba a los refugiados con especial brutalidad. Algunas personas parecían sádicas. Era un campo de concentración porque los españoles estaban amontonados, no porque fuera campo de exterminio. El vigilante sádico recibió un empujón y cayó en el cemento de la pared en construcción y allí debe estar ahora, como los emparedados del ejército asirio. La guerra saca lo peor de nosotros, incluso de la gente buena. Eso es lo que tiene la guerra.

Los españoles estaban desmoralizados: de ahí la importancia de las bromas. Uno llevaba una lagartija sujeta con un hilo y un lacito al cuello. La ignorancia de un hombre al que otro llamó «mi querido anfitrión», creyendo que le había insultado, le hizo contestar: «¿anfitrión yo? ¡Anfitrión lo serás tú!». Pero Bravo se dio cuenta de que aquello no bastaba. Había que ir más allá de las fantochadas. Y se inventó una macarrónica emisora de radio a la que dio por nombre La Caraba. Canosa, que luego sería profesor en la universidad, le dio la réplica con una emisora rival: El Picotazo. Desde allí estuvieron lanzándose pullas, y con sus bromas consiguieron elevar la moral de los derrotados.

Y llegó la liberación. En París desfilaron los españoles a las órdenes del general Leclerc. En Grenoble vivieron los de Quet-en-Beaumont lastimados por la nostalgia del país perdido. Y decidieron agruparse, como herederos de La Caraba y El Picotazo, en lo que acabó llamándose la Asociación para la Difusión del Arte y la Cultura Españoles: ADACE; un lugar de encuentro donde seguir adelante para darse ánimos. Un apéndice de la ADACE fue el grupo artístico, cuyo objetivo era doble: recordar, renovar, empaparse de la cultura del país, y combatir el folclore falso que se practicaba en España. A los años cincuenta les siguieron los sesenta. Y vino la emigración. Era la ciudad de St. Martin d’Hères una de las poblaciones satélite de la aglomeración de Grenoble. La emigración empezó a juntarse con el exilio.

2.

En los años sesenta pasaron cosas raras en Puertollano. Un día apareció colgada del puente de la Virgen de Gracia una bandera republicana. Quizá fuera roja, no sé. A veces se llenaba el pueblo de octavillas. En el congreso de abogados de León se discutió también una petición de amnistía. Con el tiempo me enteré de que muchas de esas cosas las había hecho mi padre. Un día vino de la fábrica y nos dijo que tenía que marcharse. Y otro día, dos años más tarde, nos escribió para preguntarnos si queríamos irnos con él a Francia. Y nos fuimos. Para mí fue un viaje que duró catorce años.

Conocí a Alfonso Gutiérrez. Su mujer lo llamaba Albert, que era su nombre de guerra. Albert había sido guerrillero en el maquis. Un día me pidió que le tradujera su currículum y era impresionante: lo necesitaba, creo, para su jubilación; sabotajes a trenes, ataques, avanzadillas y huidas rápidas sazonaron su juventud, naturalmente destinada al placer, pero trágicamente orientada hacia la guerra. Un día se partió un testículo saltando entre unos peñascos y sacó la pistola para acabar con aquel dolor insoportable; afortunadamente, sus compañeros se lo impidieron.

También conocí a Marconé, que había estado en Mauthausen; me enseñó su papel de identificación, con la cruz gamada y el águila del Reich; me habló de las inyecciones de gasolina que les ponían a los presos, me habló también de las escaleras de la muerte. También supe de aquel hombre que tenía un autógrafo de Lenin. De aquel otro que guardaba una paloma de Picasso, dibujada y firmada por él. Ninguno les daba mayor importancia a esas cosas… Seguramente esas cosas habrán desaparecido a medida que ellos se hayan muerto. El bueno de Sebastián tuvo que esconderse bajo las mesas cuando el local donde se reunían fue asaltado por la OAS (el ejército secreto, una organización extremista que nació con la guerra de Argelia).

Un día Alfonso me dijo que si quería ir con él a recoger nueces. Me fui, con toda su familia, a Saint Marcellin, donde se hacen los quesos, y nos alojaron en una casa de campo, solitaria y agradable, pero fría; hicimos fuego de leña. El labrador se llamaba Alexandre Dumas, pero no sabía que había un escritor que se llamaba como él; y su hija no había salido más allá de donde estaba el colegio, a diez kilómetros del caserío, y su padre tenía dinero, sí, mucho dinero, pero poca, muy poca cultura. Recogimos nueces, vendimiamos y cuando llovía nos metíamos en las cuadras con unas horcas a limpiar el estiércol.

Un día me llevaron al grupo artístico, que ensayaba todos los sábados en el foyer (el hogar) Texier, en St. Martin d’Hères. A mis hermanas les gustaba bailar (jotas, sevillanas, zambras), sobre todo a la pequeña. Allí conocí a Paco Osete. A las hermanas Avilés. A Marité y a Pepe. Paco tenía una voz privilegiada y era muy buena persona; andaba por los bares cantando por Manolo Escobar, Rafael Farina y Antonio Molina y un día lo cogió Bravo por banda y le habló de Víctor Manuel y de Juan Manuel Serrat: desde entonces se olvidó del folclore prefabricado y se convirtió en el portavoz incondicional de la canción protesta. Bravo nos hablaba de Gabriel Celaya, de Blas de Otero y de Carlos Álvarez, que había estado en la Casa de la Cultura de Grenoble.

En los primeros años se atrevieron con Tierra roja, de Alfonso Sastre. Y había un albañil, de nombre Patiño, que luego fue muerto por la Guardia Civil cuando volvió a España, que era esquemáticamente ateo; no entendía que hubiera que recitar a Lorca cuando hablaba de la Virgen, ni que hubiera que cantar villancicos en Nochebuena, y Bravo se esforzaba en vano por hacerle comprender que las cosas de la religión formaban parte de la intrahistoria popular, pero él no lo quiso entender nunca; no entendió por qué decía Lorca que «la virgen cura a los niños con salivilla de estrellas».

3.

Los inicios del grupo artístico fueron firmes en su motivación, decididos en su energía y vacilantes y algo torpes en su orientación. Al principio fue un caos donde se juntaban la paja y el grano; canción española, francesa, brasileña y mejicana, a menudo trufada de estereotipos: en Méjico sólo había corridos; en Andalucía, sólo flamenco; la única jota que existía era la aragonesa y en Argentina no había más que tangos; a veces se cantaba por Sarita Montiel… Con las rancheras se predicaba el desprecio a la mujer (y no nos dábamos cuenta). Hasta que poco a poco el repertorio se fue depurando. Entraron vientos de autenticidad con un cerebro (que era Bravo) y un corazón (que eran las hermanas Avilés). Pasados los primeros momentos de tanteo, lo folclórico se desnudó de oropeles falsos y se buscó la autenticidad.

Fueron las reuniones los viernes por la noche en casa de Dolores o de Bravo: sobre todo a la vuelta del verano; cada uno traía de sus vacaciones lo que había descubierto en su tierra y se discutía, se peroraba, se aprendía, y el resultado de aquellos debates fueron números nuevos que se fueron incorporando al repertorio. El punto de partida fueron siempre García Lorca y Antonio Machado. Conocimos a Pepe Menese, nos recreábamos en Bernardo el de los Lobitos, en sus nanas, nos empapábamos bien de los dos gruesos volúmenes de García Matos, que había recorrido la geografía española buscando canciones entre los más viejos de los pueblos (yo entonces no conocía a Agapito Marazuela); no se buscaba lo verdadero sino lo auténtico (pues Manolo Escobar existía de verdad, pero no representaba la autenticidad de España). Al hilo de la autenticidad también se habló un poco (nada, un ligero tanteo) de Heidegger, a la vez que de Georges Politzer. Y fue una escuela nocturna al amparo de una taza de café que nos enriqueció a todos.

Y vino Guillermo, un profesor colombiano enamorado de España. Se representaron los Títeres de cachiporra, El retablillo de don Cristóbal, y se llevó a escena el Romance de la guardia civil española. Pero no todo era García Lorca, también era Jordi Teixidor (Un féretro para Arturo) y Valle-Inclán (Los cuernos de don Friolera). Se representó el romance de El Pernales (que conocimos por el Nuevo Mester de Juglaría). Alguna obra de Francisco Curto. Algunas imitaciones de cantatas de producción propia como el Prendimiento de Antoñito del Camborio, otras sobre Chile, y siempre se terminaba con un cuadro flamenco: polos, fandangos, bulerías, tangos, sevillanas, rumbas, siguiriyas y peteneras.

Hay que hacer mención especial del romance de la Guardia Civil, que incorporaba cante, danza y recitado. Empezaba con un fragmento del Camina Burana que recreaba una atmósfera inquietante, y terminaba con otro que resolvía de manera trágica la masacre de los gitanos; el poema lorquiano era recitado a veces por una voz, a veces por un coro. El resto era recreación de la vida cotidiana siguiendo el poema fragmento a fragmento: aparecía un herrero trabajando en la fragua y se cantaba un martinete; jugaban los niños y se cantaba «El lagarto» (Lorca musicado por Paco Ibáñez); peteneras, tarantas, mujeres lavando en el río al son del «Arroyo claro», el «Érase una vez» de Goytisolo y Paco Ibáñez… Se intentaba plasmar la autenticidad del lugar y del momento pero, poniendo la autenticidad entre paréntesis, se pretendía también sugerir una visión de España utilizando canciones que no eran andaluzas; era una suerte de sincretismo cultural, similar (salvando las distancias) al que introducirían después gentes como Santana y Paco de Lucía.

El grupo fue telonero de Paco Ibáñez, Pepe Menese y algún otro que ahora la memoria no sabe evocar. Entrañables fueron los momentos en que Bravo y Pedro compartieron conversación con Alejo Carpentier y Nicolás Guillén (el negrito de las Antillas). Pero lo más triste fue el encuentro con Herrera Petere. Fue en Gienbra, en los últimos años del franquismo. Petere había pasado el exilio en Méjico antes de llegar a Suiza; no estaba solo pero allí vivía en su soledad, y parecía triste; en aquel bar estaba ya viejo, ensimismado, solo en una mesa, y en una mano, un vaso de vino. Uno de sus amigos lo llamaba «el poeta geógrafo» por el uso que hacía de la toponimia en sus versos («entre Trijueque y Brihuega»…). Pertenecía al último aliento de la generación del 27, que se moría con él antes de que a Aleixandre le dieran el premio Nobel; otros dicen que perteneció a la del 36.

También tuvo cabida la zarzuela: una danza inspirada en La boda de Luis Alonso fue parte del repertorio; La espigadora. Canciones populares de toda la geografía española como El Vito, Valencia, El tribulete, Los campanilleros, A los árboles altos, Inés… Pedro nos enseñó que la jota navarra tenía cierto aire de recogimiento solemne, y a caballo sobre la jota aragonesa les cantaba a los héroes de Jaca. Siempre se hizo un guiño a Iberoamérica, pero esta vez en tono social y reivindicativo, siempre sin renunciar a la fiesta: Duerme, negrito, La llorona, Jalisco, Tengo una pena, Corrido de Juan sin tierra.

Había, sí, canción social. Víctor Manuel, Serrat, Labordeta, Luis Llach, Elisa Serna, Patxi Andión, Aguaviva, Ricardo Cantalapiedra, Jarcha, Nuestro Pequeño Mundo. Rondalla: Carrascosa, Virgen de amor, canciones de la tuna, Sebastopol. Unos jóvenes (me acuerdo de Reynald) cantaban canciones cuya autoría desconozco (A tu casa, El socavón). Pero la mayor parte de la emigración española en el Isère era andaluza: de ahí que la última parte de los espectáculos fuera siempre un cuadro andaluz: con cante jondo, sobrio, desgarrado y dramático, pero también bailes enérgicos y coloridos que reconstruían un tablao flamenco.

El grupo artístico recorrió durante más de treinta años el sudeste francés (el Isère, la Drôme, l’Ardèche y la región Ródano-Alpes), y lo siguió haciendo cuando buena parte de la emigración volvió al país. Fue la fête du travailleur alpin (cuya traducción correcta era «fiesta del trabajador alpino», pero que la poca familiaridad con el idioma convirtió en «fiesta del pan del trabajador», porque la palabra alpin se pronunciaba algo así como alpán). Fueron fiestas españolas en Lyon, Grenoble, Paray-le-Monial, Chambéry, Aubagne, Burg-en-Bresse, algún festival antirracista junto a Colette Magny. Con la llegada de la emigración en los años sesenta acabaron formándose asociaciones en la aglomeración de Grenoble; todas se juntaban para organizar las fiestas de Navidad, luego la fiesta regional de la emigración española durante varios años; el Ayuntamiento de St. Martin d’Hères organizaba anualmente la fiesta de los pueblos y los trabajadores, donde confraternizaban españoles, portugueses, argelinos, italianos. Un elemento central de todas aquellas fiestas lo constituían las grandes paellas que tenían una enorme aceptación: las preparaba Serrano. Todo el ambiente festivo era un telón de fondo en el que se expresaba la solidaridad con España, se recogía dinero para los presos, se daba a conocer nuestra cultura a los franceses y, sobre todo, se creaba en los exiliados y emigrantes un conflicto entre un folclore inauténtico que les gustaba y una cultura de la autenticidad que aprendían poco a poco, año tras año, y que a menudo les gustaba menos. En este contexto surgió la controversia entre Pedro Jerez y Justiniano Bravo.

4.

Jerez vestía de negro. Un traje negro de diario y camisa blanca, pero sin corbata. No sé si también llevaba sombrero pero mi memoria así lo ve; y si no es verdead, debería serlo. Era un poco excéntrico y dicen que  en la comisaría le habían pegado mucho; en España, claro, porque era un luchador antifranquista. Le gustaba el flamenco de lunares, de volantes y de ambiente tabernario; mucha castañuela, mucho rizo falso y mucho cante bonito; el cante bueno debe tener la voz rota y el cante bonito es, por el contrario, el cante malo: eso dicen los entendidos. Le gustaba Antonio Molina. No era de los de Manolo Escobar, no, Jerez era flamenco, no de la copla mundana aunque fuera un poco aflamencada. Copla de las de entonces, de las de Miguel Molina, y rumba y faldas con mucho vuelo y mucho jaleo y palmas. En aquel tiempo Jerez estaba empeñado en cantar La niña de fuego.

Bravo peleaba por las esencias. Buscaba lo que salía del pueblo, no lo que le llegaba al pueblo después de haber sido prostituido, falseado, adulterado, folclore para turistas; de clichés, de mujeres, de sol, de playa y de viva España. Bravo buscaba cantares de siega donde los segadores decían sus penas entre sudores, cantares de forja con el único acompañamiento de un martillo, jotas, seguidillas y paloteo donde la alegría no brotaba de moldes prefabricados. Bravo buscaba la pureza, a Jerez le gustaba lo postizo. A Bravo le exaltaba el mal gusto de Jerez y Jerez le reprochaba a Bravo su intransigencia. Jerez admitía la crítica, porque no le quedaba más remedio, pero «entre col y col, lechuga», decía; para agradar al público había que poner algún estereotipo fácil en medio de tantas esencias que le aburrían; porque al público, según Jerez, era el folclore del régimen lo que le gustaba.

Durante algún tiempo, Bravo contemporizó con aquello. Y se ponía de los nervios, porque a cualquier concesión hecha a Jerez Jerez respondía pidiendo más de lo mismo. Y hubo un día en que Jerez ya no aguantó más y formó su propio grupo. Desde entonces daba pena cuando oía hablar de él. Se juntaba con gente no ya inculta, ignorante; donde la tónica dominante era ser chulo, donde el exceso de castañuelas, lunares y volantes dejaba la calidad pisoteada; la alegría se perdía en la indecencia y las guitarras se convertían en símbolo de tabernas donde reinaban la copla y los toreros. Fue el flamenco de Jerez una escisión minoritaria a la que acudía no ya gente inculta, sino gente que no quería salir de su incultura. En el lado de Bravo estaba la gente que no había ido a la escuela, sí, que no sabía historia ni geografía, pero que entendía de lo suyo y lo sabía distinguir de lo falso; y se reconocía en el cantar de siega, en el cante de las minas, en la castañuela sobria, y que tenía, aunque le gustara Manolo Escobar, aunque no fuera muy precisa, una cierta idea de España. Tampoco los cantaores habían ido a la escuela y sin embargo se sentían, cuando se arrojaban en brazos del cante jondo, partícipes, dentro del flamenco, de la más depurada aristocracia. De no haber aprendido no tenemos culpa; pero de no querer aprender con quienes saben es de donde viene nuestra ignorancia.

5.

Y un día descubrimos al Nuevo Mester de Juglaría. La brecha que se había abierto entre generaciones empezaba a cerrarse gracias a ellos. Los jóvenes con el rock, el pop, la música moderna; los viejos con el bolero, la canción ligera, el pasodoble, el tango y el flamenco; pues ellos consiguieron que viejos y jóvenes bailaran juntos, al son de la jota, en las fiestas de los pueblos.

Pudimos aprovechar una gira por Rusia. Aceptaron tocar gratis, dormir y comer en casa de la gente, fuimos a buscarlos a Satolas, el aeropuerto de Lyon, y la fiesta española vibraba, por una vez, al son de la música castellana; los andaluces descubrieron que fuera de Andalucía también había música trepidante y enérgica. La fiesta española fue un éxito, pero para mí fue mejor cuando cenamos con ellos en la asociación de Grenoble. De repente Fernando sacó la guitarra, el líder del Mester; y, tras él, Luis, Llanos, todo el grupo se puso a cantar y aquello fue un recital para nosotros solos. Flotábamos en una nube y por aquella nube corrían ya los vientos nuevos. Castilla y León tenía estatuto de autonomía; o de preautonomía, creo. Y hablando y cantando desfiló aquella noche, y en ella se juntaron los hilos que luego quedarían tejidos para siempre en el recuerdo. Qué pena que el bueno de Bravo ya no pudiese verlo.

6.

Corría el rumor de que los Guerrilleros de Cristo Rey andaban dando palizas por el sur de Francia; y a pesar de que hubo miedo, nunca hubo ataques cuando actuaba el grupo artístico. Las postrimerías del franquismo fueron tiempos de incertidumbre. Pero Dolores siguió buscando material artístico en Los Alcázares, el pueblo de Murcia donde iba los veranos a pasar las vacaciones; se fijaba en los pasos de las bailarinas, se compraba los discos y se los llevaba a Francia; cada año se renovaba así al menos uno de los números de baile, generalmente flamenco, del grupo artístico. Elvira seguía trayendo canciones de Aguaviva, Patxi Andión o el Nuevo Mester de Juglaría. Paco se fijaba en todo lo nuevo que hacían Víctor Manuel y Joan Manuel Serrat. Y todos se sumaban a la efervescencia que experimentaba el interés por la cultura, Bravo con sus libros, verano tras verano.

El corazón de la emigración ansiaba volver al país; y lo ansiaba más el exilio, que vibraba con la próxima amnistía, con la apertura de la frontera (por entonces soplaban vientos nuevos). Cuando pudieron volver a casa se quedaron perplejos. Regresaron a España, sí, pero no buscaban aquella España, buscaban la España que estaba en su recuerdo; descubrieron que Francia, que durante treinta años fue lugar de paso, era en el fondo el lugar donde estaban a gusto: sin estarlo. No, tampoco se sentían en casa al volver a Francia. Atrapados entre el ayer de sus raíces y el hoy de las otras raíces nuevas, estuvieron sin estar; se pasaron la vida sin patria creyendo que allí tenían una patria y no la encontraron cuando volvieron.

Bravo había muerto años antes. La familia me pidió y yo lo hice, y lo hice con gusto pero sobre todo con cariño, que dijera unas palabras en su entierro. Tiempo después, cuando los cambios del retorno deshicieron el grupo, todavía siguió cantando para que los franceses conocieran España. Con la familia Avilés, que era española hasta la médula pero francesa hasta las trancas.

El año pasado murió Jeanine. Dolores murió hace poco, luego la siguió Paco. Pedro el vasco me imagino que moriría hace tiempo. Las cosas pasan porque tienen que pasar y con el tiempo desaparece todo sin que nadie tenga la culpa: sólo porque es ley de la naturaleza, porque el tiempo pasa; porque todo pasa y todo queda como decía Machado y aunque haya cosas que se queden, el destino de Heráclito es pasar siempre y marcharse lejos. Sobre todo si no hay camino. Cuando se hace camino al andar. Porque se renueva lo viejo.


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Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).

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