Creación

Papeles

«Levanté la mirada del suelo y no tuve más remedio que detenerme, asombrado, ante lo que veía. Inmóvil, mirando por encima de las gafas que se sostenían en la punta de la nariz, presencié el caos. Cientos de papeles volaban por toda la oficina». Un relato de Fernando Prado Eirin.

/ un relato de Fernando Prado Eirin /

Llegaba tarde, así que, en lugar de esperar por el ascensor, opté por las escaleras. Subí las tres plantas, accedí al pasillo principal con la respiración agitada y unos pasos después abrí la puerta de cristal de la oficina. Levanté la mirada del suelo y no tuve más remedio que detenerme, asombrado, ante lo que veía; ni siquiera pude articular los buenos días que pronunciaba de manera automática cada mañana, nada más entrar. Allí, inmóvil, mirando por encima de las gafas que se sostenían en la punta de la nariz, presencié el caos. Cientos de papeles volaban por toda la oficina. Me acerqué a Roberto, que estaba a mi derecha, arrodillado, haciendo un montoncito de papeles, y le pregunté qué era todo eso. Me contestó que las ventanas se habían abierto de repente dejando entrar fuertes ráfagas de viento, y que lo mejor que podía hacer era ponerme a recoger papeles como los demás. En eso apareció Claudia, que venía corriendo hacia mí tambaleándose sobre sus altísimos tacones, tratando de capturar una hoja y gritándome “¡cógela, cógela!”; entonces sus piernas kilométricas se enredaron y se precipitó al suelo aparatosamente. “¿Te has hecho daño?”, le pregunté, preocupado, pero Claudia me apartó de un manotazo el brazo que le había extendido para ayudarla a levantarse. Atravesé la oficina como pude hasta llegar a mi mesa, dejé la mochila en el asiento de la silla y ahí, a mi derecha, en el suelo, Nicolás hacia otro montón con los papeles que había recolectado. No pude reprimir mi curiosidad y quise saber por qué los estaba colocando boca abajo y el muy borde me espetó que no era asunto mío. Estuve a punto de llamarle gilipollas, porque en realidad lo era, pero me lo guardé para otra ocasión. Me giré hacia las ventanas y comprobé, sorprendido, que permanecían abiertas. Por lo visto, a nadie se le había ocurrido que lo primero que había que hacer para que cesara el caos desatado en la oficina era cerrar las ventanas. La situación era ridícula. Avancé negando con la cabeza hacia las ventanas, las fui cerrando una tras otra y, casi al instante, se detuvo el vendaval y los papeles fueron posándose en las mesas, en las sillas, en el suelo. “¡Ya está, ya está!”, exclamó aliviada Rosa, con los cabellos negrísimos y alborotados pegados a su rostro enrojecido.

La algarabía fue disminuyendo progresivamente y la frenética persecución de folios cesó. Nicolás se levantó y, peinándose el flequillo con la mano derecha, pidió que le dejaran todo en su mesa inmediatamente. Yo permanecía cerca de las ventanas, arrimado a una columna, viendo cómo todos los empleados iban desfilando hasta la mesa de Nicolás, cada uno sujetando una pila de papeles. Luis salió del lavabo y por la expresión de su rostro redondo supe que no se había enterado de nada; sus visitas al lavabo eran frecuentes y cada estancia solía durar entre diez y quince minutos. Se detuvo junto a mí y me preguntó, moviendo la cabeza como si estuviera afirmando, qué estaba pasando. Le dije que, al parecer, se abrieron las ventanas y los papeles salieron volando, y que todos se pusieron como locos a recogerlos y ahora se los estaban entregando a Nicolás. «Ah, ya», dijo, y después de una pausa meditativa soltó: «Fíjate que Nicolás coloca los papeles boca abajo tan pronto como se los entregan». Yo lo miré de arriba a abajo; estaba de pie, en actitud indiferente, con los pulgares colgando del cinturón y con una sonrisa maliciosa dibujada en su boca de labios imperceptibles. Entonces me crucé de brazos y le conté que había visto a Nicolás girando papeles antes y cuál había sido su respuesta al preguntarle por qué lo hacía. «Aquí huele a chamusquina», sentenció Luis, y me dejó ahí plantado con la columna. Yo volví a mi mesa, bajé la mochila de la silla y me senté. El ordenador ya estaba encendido; eso era algo que me exasperaba, no entendía por qué debían encenderlo. El desfile había terminado y se habían sentado todos en sus respectivas mesas; comenzó a escucharse el habitual traqueteo de las teclas, el sonido robótico de las impresoras funcionando y los teléfonos, que antes sonaban sin parar, dejaron de hacerlo, pues los trabajadores contestaban las llamadas con celeridad. Nicolás, ligeramente encorvado, revisaba los papeles minuciosamente y los iba separando, no sé bajo qué criterios, pero lo cierto es que aparentaba dedicar la máxima concentración a dicha labor. Por encima del monitor vi que Aura me hacía señas desde el otro lado de la oficina. Me subí las gafas, miré el reloj digital de la pared, me levanté y me dirigí hacia la cafetera. Una vez allí, encendí la máquina y enseguida llegó Aura. Tenía la mirada inquieta, más de lo habitual, y tras saludarme con una palmada en el hombro, me susurró que tenía algo muy importante que contarme. «Cuéntame, cuéntame», le insistí, pero se cubrió los labios con el dedo índice y miró por encima del hombro en el más absoluto silencio. «Aquí no», dijo. Yo resoplé, llené mi taza de agua y la metí en el microondas. A mí todo aquello me estaba resultando un tanto extraño, la verdad, ¿es que todos se habían vuelto paranoicos? Aura introdujo una cápsula en la cafetera, presionó el botón y el café comenzó a manar como si fuera un milagro. Yo saqué la taza del microondas y sumergí una bolsita de té en el agua humeante. «Quedamos a las cinco en el Morris», me dijo Aura entre susurros, antes de guiñarme un ojo e irse con el café a su mesa.

Decidí no perder más tiempo y sentarme a trabajar el resto de la mañana, pues a las tres tenía una reunión en la que debía presentar las nuevas propuestas para la imagen corporativa de una marca de productos de limpieza ecológicos. Me habían pedido hacer algunas modificaciones sobre la propuesta original y aún me faltaba decidir la tipografía. Me senté delante del ordenador, pero solo pensaba en qué sería lo que me tenía que contar Aura. Sin embargo, me las arreglé para terminar el trabajo a media mañana, y eso me tranquilizó. Rosa se movía en su silla como si fuera una pianista abordando una pieza de Rachmaninov, solo que, en lugar de un piano, lo que tenía entre sus manos era el teclado de su portátil. Se había recogido el pelo con un lápiz amarillo y unos auriculares de diseño cubrían sus orejas. Su habilidad con el teclado me impresionaba tanto que, en ocasiones, me quedaba embobado observándola. El reflejo de la pantalla en sus gafas de pasta hacía que los cristales de estas emitieran destellos verdes; el sol, que entraba por las ventanas y se posaba directamente en su espalda hacía que su silueta brillara, y yo imaginé que era un holograma. Luis se levantó de nuevo y se dirigió hacia el lavabo. Roberto hablaba por teléfono, se le escuchaba en toda la oficina arrastrando las eses y con su peculiar cadencia gregoriana. Claudia se paseaba por el pasillo central con un caminar de pasarela y Antonio no le quitaba el ojo de encima, moviendo su cabeza como si estuviera viendo un partido de tenis a cámara lenta. La mañana estaba transcurriendo con normalidad después del singular episodio que se había vivido a primera hora. Entonces, mi teléfono, que estaba sobre la mesa, al lado del teclado, vibró. Era un wasap de Aura: «Míster Jagger no ha venido en toda la semana». Era cierto, pero yo no había reparado en ello. Estiré el cuello y nuestras miradas se encontraron por encima de las pantallas. Me encogí de hombros y le escribí, preguntándole qué me quería decir. Me contestó de inmediato reprochándome que era demasiado ingenuo. La volví a mirar y estaba moviendo sus pulgares sobre el teléfono a la velocidad de la luz. «Es igual. Déjalo. Hablamos esta tarde», me dijo finalmente. La actitud enigmática de Aura comenzaba a inquietarme, pues ella era una mujer con una templanza casi inquebrantable; además, nunca se había comportado así. No me quedaba más remedio que esperar.

Nicolás hablaba por teléfono. No se le escuchaba, pero de vez en cuando se tapaba la boca para que nadie pudiera leerle los labios. Ya había ordenado los papeles separándolos en varios montones y guardándolos en carpetas de diferentes colores. Tenía los codos apoyados en la mesa y la espalda rígida, separada de la silla. Me levanté y fui a la cafetera. La encendí, introduje una cápsula violeta y presioné el botón. Volví con la taza a mi mesa y me senté a observar. Era como estar viendo una película en la que sospechas que alguien está tramando algo turbio y ese alguien parecía ser Nicolás. Tal vez era eso de lo que me quería hablar Aura. Nicolás era como un maniquí, vestía de manera impecable y siempre, siempre, llevaba una americana distinta. Imaginaba que tenía un gran vestidor lleno de americanas perfectamente ordenadas por colores, tejidos y estilos. Estaba claro que esa era su prenda fetiche, como para mí lo son las chupas de cuero estilo biker: la diferencia es que yo tengo la misma vieja y raída chaqueta desde finales de los noventa. Claudia apareció en mi mesa de pronto. Moviendo la mandíbula en círculos y mascando un chicle con sus dientes blanquísimos, me dijo que habían llamado los de EcoCP para cancelar la reunión de esta tarde y posponerla para la próxima semana. Emití un chasquido de fastidio, refunfuñé y le agradecí por haberme transmitido el mensaje, a pesar de considerar que debían haberse puesto en contacto conmigo. En fin, que entre una cosa y otra ya era mediodía y tenía hambre. Fui a la mesa de Aura, que estaba sumergida en una hoja de cálculo y jugaba con los cordones de la capucha de su sudadera verde. Le propuse ir a comer algo y aceptó de inmediato. “¡Qué buena idea! Así aprovecho para contarte”, me dijo sonriendo. Se colgó la mochila de eterna adolescente de su hombro derecho y salimos de la oficina. Descartamos el ascensor y bajamos por las escaleras al trote. Abandonamos el edificio y en la calle todo era un alboroto de gentes y un tráfico bullicioso.

Llegamos al Morris y nos sentamos en una mesa al lado del ventanal. Ella dejó su mochila en el suelo, entre sus pies, como si custodiara un tesoro, y yo la imité. Me instó a mirar el menú cuanto antes porque no tenía mucho tiempo. Yo me decidí por la crema de espinacas y la ternera con setas, y ella optó por la ensalada de temporada y la hamburguesa de pollo con brotes tiernos. «Bueno ¿qué es lo que me quieres contar?», le pregunté después de que el camarero nos tomara nota. Aura, con sus enormes ojos de antílope, echó un vistazo a las mesas cercanas y, tras comprobar que nadie podía escucharla, pues era temprano y estábamos prácticamente solos, comenzó pidiéndome que prestara mucha atención. «No te lo vas a creer», dijo, al fin. Le supliqué, a punto de perder la paciencia, que me dijera de una vez de qué se trataba. Entonces me contó que fue a trabajar más temprano; que aún no había amanecido y no esperaba encontrarse a nadie y que, sin embargo, Nicolás ya estaba en la oficina sentado en su mesa delante de montones de papeles que revisaba a conciencia; que lo saludó, pero que él la ignoró; que le pareció preocupado y nervioso, aunque no le dio mayor importancia; que al cabo de aproximadamente cuarenta y cinco minutos llegó Rosa y le preguntó «¿este que hace aquí tan temprano?» y que ella le contestó encogiéndose de hombros; que continuaron llegando el resto de los trabajadores, que de repente se abrieron todas las ventanas y que el viento levantó los papeles de la mesa de Nicolás haciéndolos volar por toda la oficina; que Nicolás se puso como un loco a recogerlos, gritando que qué estábamos mirando, que dejáramos lo que sea que estuviéramos haciendo y que lo ayudáramos, que eran documentos muy importantes. Se hizo el silencio cuando apareció el camarero con los primeros platos y una minúscula cesta con pan. “¿Eso es aquello tan importante de lo que me querías hablar?”, le pregunté cuando volvimos a quedarnos solos. Aura suspiró girando la cabeza hacia la ventana y al cabo de unos segundos continuó con el relato, explicándome que se agachó para recoger los papeles que habían volado hasta sus pies y que tuvo que apartar la silla para llegar a una hoja que se había quedado atrapada debajo de su mesa, y que no pudo evitar leerla; que tras la rápida lectura el corazón se le puso a mil y hasta sintió un calor repentino, y que se la guardó en el bolsillo de la sudadera. El restaurante se estaba llenando y le insinué que si no se daba prisa tendríamos que irnos a otra parte para que nadie nos escuchara. «No jodas, que esto es muy serio», me reprochó, molesta. Le pedí que fuera al grano, que ya no soportaba más tanto misterio, que lo soltara de una vez, fuera lo que fuera. Ella siguió adelante con el relato diciéndome que lo que llevaba guardado en el bolsillo de la sudadera era la página número 51 de algo, pues estaba enumerada como tal, pero que estaba escrita en inglés y no entendió nada porque su inglés era de pollo-chicken, gallina-hen, lápiz-pencil y pluma- pen; en ese momento yo no pude reprimirme y una carcajada estruendosa brotó desde mis entrañas provocando algunas miradas y el enfado de Aura.  «¿He contado un chiste o qué?», me pregunto; yo le contesté que no, y antes de que tuviera tiempo de explicarme se levantó y se colgó la mochila. Cuando estaba a punto de irse la sujeté del brazo izquierdo y le dije: «yo tengo la página número 23». «¿Por qué no me lo habías dicho?», inquirió, histérica, y a continuación se sentó. «¿Todo bien por aquí?», preguntó el camarero, un chaval de 2 metros y cuerpo de nadador antes de retirar los platos vacíos y la cesta de pan en la que solo quedaban migajas. Entonces quise saber cuáles eran los motivos por los que Aura había concluido que aquellos papeles eran tan importantes. Ella argumentó que Nicolás llevaba varios días comportándose de manera extraña; que nunca, en los años que llevaba trabajando en la agencia, había visto a Nicolás llegar antes de las diez de la mañana; que el día anterior al incidente la mesa de Nicolás no sólo estaba perfectamente ordenada, como era de costumbre, sino que, además, no había rastro de los papeles; que no se le había visto el pelo a Míster Jagger en toda la semana y ya mañana era viernes. La interrumpí y le pedí que me enseñara la dichosa página 51, pero ella se negó rotundamente, alegando que estábamos en un lugar público. Casi me da la risa otra vez, pero haciendo un enorme esfuerzo me controlé.

Llegó el camarero con los segundos, los dejó encima de los manteles de papel y se fue después de desearnos un buen apetito. Comimos en silencio y de prisa. Cuando terminé, apoyé la espalda en la silla y me dispuse a beber agua. Aura recorrió el local con su mirada de gran angular y me preguntó dónde tenía guardada la página 23. «Doblada, debajo del teclado», le respondí después de beber un trago. «¿Estás tonto o qué te pasa?», se indignó. Eso me terminó de descolocar. Aura estaba de lo más rara con todo este asunto de los papeles; se comportaba de manera irracional, algo completamente impropio en ella, y para ser sinceros, su actitud comenzaba a molestarme. Le propuse un descanso. «Mira. Volvamos al trabajo y acabemos la jornada. ¿Por qué no vienes a cenar a mi casa? Allí, si tú quieres, podemos hablar con calma, traducir tu página 51 y mi página 23, enterarnos de qué dicen y descubrir si guardan alguna relación entre sí». Ella aceptó entusiasmada y confirmó que a las 20:00 estaría allí.

Regresamos a la oficina hablando de cosas triviales que nada tenían que ver con el trabajo. Eran poco más de las dos de la tarde y las calles estaban abarrotadas de gente que iba y venía moviéndose de manera frenética. Aura y yo parecíamos ajenos a todo aquello, caminábamos despacio sin que nos importaran los tropezones, los empujones y las protestas de algunos transeúntes a quienes estorbábamos. Ella me contó que quería pintar el apartamento para darle un lavado de cara, cambiar la distribución del salón y quizás comprar plantas, pero que no disponía del tiempo para hacerlo ella misma, ni del dinero para contratar a un pintor. Yo me ofrecí desinteresadamente a ayudarla cualquier fin de semana. «¿Tú no tenías una reunión a las tres?», me preguntó alarmada mirando el reloj. Le contesté que no, que Claudia me dijo que habían llamado para posponerla hasta la próxima semana.

De vuelta en la oficina, cada uno se dirigió a su mesa. Yo me senté delante del ordenador sin tener ni idea de qué hacer el resto de la tarde; no es que no tuviera trabajo, pero lo había organizado todo teniendo en cuenta la reunión de las tres, así que me dediqué a observar. Roberto estaba de pie delante de la mesa de Claudia, con la mano derecha en el bolsillo del chino de color azul piscina y gesticulando con la mano izquierda. No sé qué le debía estar contando, pero Claudia lo miraba con atención y con esa sonrisa suya de luz de neón. La camisa de Roberto era casi tan blanca como la dentadura de Claudia y pensé que podrían hacer una buena pareja de no ser por esas cosas aburridas de la clase social, pues Roberto era el típico pijo de libro y Claudia, por el contrario, era una barbie de barrio. Roberto, además de ser un borde, era una de esas personas que no da un paso sin antes analizar todas las consecuencias posibles y, en definitiva, no hacía nada que se antepusiera a sus intereses. Claudia, sin embargo, era una mujer que se había inventado a sí misma en varias ocasiones, una luchadora que había sabido mantener la balsa a flote durante los temporales y que, detrás de su apariencia de muñequita, que en no pocas ocasiones era malinterpretada por los babosos, había una bondad sincera. Antonio, que los estaba viendo conversar, se subió el cuello del jersey de punto negro, se pasó una mano por el cabello canoso y se levantó; caminó por el pasillo central tieso como una estaca, pasó al lado de la mesa de Claudia mirándola con altivez y rozando a Roberto de manera intimidatoria. Roberto se giró con expresión desafiante y Claudia cortó la tensión dando golpecitos sobre la mesa con sus uñas de gel. Antonio casi tropieza con Luis, que salía del lavabo, para variar. Los teléfonos apenas sonaban. Nicolás miraba el móvil, de vez en cuando tocaba la pantalla. A mi lado, Rosa comía de un táper de cristal con la mirada puesta en el trocito de cielo que se veía por las ventanas, ensimismada. Al otro lado de la oficina, Aura parecía estar trabajando. Un trozo de papel asomaba por debajo de mi teclado, era la página 23 que según Aura formaba parte de un algo enigmático. Abrí el traductor en el navegador y cuando me disponía a teclear el texto Nicolás se levantó, se puso la americana gris pizarra, cogió las carpetas de colores y salió de la oficina con paso decidido. Todos lo observamos sorprendidos, intrigados, preguntándonos adónde se iría con los dichosos papeles. Aura, con su vocación innata de periodista de investigación y paparazzi, fue corriendo hacia las ventanas, abrió una de ellas y asomó medio cuerpo, al cabo de unos segundos comenzó a disparar. Rosa continuaba comiendo como si nada, escuchando seguramente una sinfonía de Mahler. Antonio salió del lavabo y se fue detrás de Claudia, que se dirigía hacia las ventanas. Roberto se quedó sentado sobre la mesa de Claudia. Luis se puso de pie y se subió los pantalones casi hasta la cintura. Todos mirábamos a Aura. Yo me quedé sentado viendo la escena, que me recordó a la época del instituto; en ese momento éramos como alumnos adolescentes en un aula sin profesor.

Nicolás no era nuestro jefe, se suponía que no había jerarquías, pero era la mano derecha de Míster Jagger y eso hacía que todos nos comportáramos de una manera más seria o adulta cuando él estaba. Aura siguió haciendo fotos o vídeos con el móvil, Claudia se situó a su derecha, Antonio se arrimó al lado de Claudia, inmediatamente llegó Luis acomodándose el cuello de su camisa hortera, y Roberto, que no pudo aguantar la curiosidad, se unió finalmente al grupo. Rosa se quitó los auriculares y los dejó encima de la mesa. “¿Me he perdido algo?”, me preguntó, con el moño a punto de desmoronarse. Le contesté que no tenía ni idea, que llevaba todo el día perdido. Doblé la página 23 y me la guardé en el bolsillo trasero del pantalón, me puse la chaqueta, me colgué la mochila y me subí las gafas. «Me voy a casa, Rosa», dije, aburrido. «Creo que yo también haré lo mismo», replicó ella con el táper vacío entre sus manos pecosas. En eso se escuchó un frenazo, un golpe mudo y un agudo coro de gritos. Rosa y yo nos levantamos enseguida y nos fuimos corriendo hacia las ventanas para ver qué había pasado. Claudia se tapaba la boca con una mano, Luis se puso pálido y se fue al lavabo agarrándose la tripa, Antonio apretujaba a Claudia contra sí y seguía igual de tieso, Roberto intentaba comunicarse con el 112, Rosa emitió un grito ahogado y Aura continuaba grabando con el pulso tembloroso y mordiendo uno de los cordones de la sudadera. Allá abajo, en la calle, el tráfico estaba detenido y un círculo de curiosos rodeaba el cuerpo de Nicolás que estaba tirado en el suelo como un muñeco. Yo no daba crédito a lo que estaba viendo. Desde el otro lado de la calle Míster Jagger se abrió paso y consiguió llegar hasta Nicolás, cuyo pecho se hinchaba y deshinchaba a un ritmo angustioso. Una lluvia de papeles caía sobre ellos.


Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela) pero afincado en Barcelona, es escritor, músico e ilustrador. Colabora con la web de ilustración Boreal y ha participado en varios experimentos musicales.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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