/ por Edu Nauram /
Las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado español, estructuradas mediante el Concordato con el Vaticano, llevan mucho tiempo estancadas en un limbo temporal. Sin embargo, la Iglesia está sumida en una clara y continua decadencia que se acelera cada década: ve disminuir sus fieles, y desaparece de la vida pública mainstream (por ejemplo, las noticias sobre lo que ha dicho no sé cuál obispo, que hasta el cambio de milenio generaban gran expectativa, ahora tienen poco peso). Además, presencia procesos de reagrupamiento de sus sectores más activos en organizaciones sociales radicalizadas y escondidas de la sociedad en su conjunto. Este proceso debería tener como consecuencia lógica que la Iglesia vaya perdiendo el capital político necesario para sostener en el tiempo su situación de excepcionalidad legal y los privilegios que tiene en materia impositiva y consuetudinaria.
Pero tal ruptura del statu quo no tiene pinta de momento que vaya a suceder, por lo menos durante varios años más. El PSOE, la fuerza hegemónica de la izquierda moderada, renuncia a día de hoy por prudencia política a tener una relación crispada con la Iglesia, y aunque está teóricamente interesado en derribar privilegios que no tienen ya cabida en la sociedad de hoy, lo cierto es que muchas de estos privilegios, cuando se miran de cerca, están firmemente enraizados en la infraestructura profunda de los principios rectores de la filosofía del derecho. Es un sistema que está construido bajo una lógica que la oposición progresista no es capaz de pinchar.
La izquierda actual no ha sido capaz de penetrar este ensamblaje normativo porque su pensamiento político está basado en tesis materialistas, que obvian cualquier tipo de teología, cristiana o en general de cualquier tipo, y por tanto directamente no entra en el fragor del replanteamiento de aquellas perspectivas que están relacionadas con la experiencia espiritual del ser humano y el encauce que la civilización española le ha implantado a través de los siglos mediante el derecho civil, eclesiástico, etcétera.
Lo que la izquierda no entiende en el fondo es que la Iglesia católica en España no está únicamente actuando como representante de sí misma, sino como un actor que monopoliza la organización de la experiencia espiritual en nuestro país mediante la codificación de normas y ritos, del mismo modo que el Estado monopoliza la violencia mediante el uso de la policía y el Ejército. En este sentido, desguazar el aparato eclesiástico en general equivaldría a arrancar de cuajo la estructura normativa de una cierta área de la experiencia humana.
Esto no parece que constituya un problema para mucha gente que hace alarde de tener una vida laica, y nada en contacto con temas espirituales. Pero hay que estar preocupados. El ateísmo materialista no es el novamás de la experiencia humana. No es el estado final en el que la sociedad se instalará apaciblemente por los siglos de los siglos, sino que es una respuesta, quizá parcialmente patológica, de una psique humana que se ancla en una posición frontalmente antitética a la posición cristiana, y como tal, está destinada a ser objeto de una posterior posición antitética que aún desconocemos (excepto la subcultura new age: ellos ya están preparando el terreno). Esta posición atea niega la preeminencia de una entidad divina monoteísta, y al negarla, como esta entidad monopoliza lo inefable, la posición acaba negando también lo inefable en sí.
Lo que el ateísmo materialista no se atreve a tocar es el ecosistema amplísimo de paradigmas espirituales animistas, chamánicos, naturalistas, orientales, etcétera, que a su vez suele relegar a condición de patología. Pues bien, lo sean o no, el problema de cara las consecuencias políticas que conlleva la existencia de esta área de la experiencia humana es que esta está fuertemente interrelacionada con cuestiones acerca de la libertad y de sus límites. No existe hoy en día, por ejemplo, una legislación fuerte que sea capaz de romper organizaciones espirituales que presenten condiciones sectarias, y sumen a sus miembros en un estado de conciencia posiblemente sumiso.
El problema de fondo consiste en que es imposible dictaminar cuándo un individuo con conciencia libre obra en plena libertad (sea lo que sea que signifique eso) y cuándo no es libre sin meterse de cabeza en debates filosóficos y espirituales en los que es muy fácil descarrilar conversaciones enteras solo con mover ligeramente el significado semántico subtextual de una palabra cualquiera. Además, está la cuestión de que hoy por hoy la libertad que se estila tiene un componente muy individualista, pero no hay ninguna doctrina filosófica que pueda sentar cátedra de forma incontestable sobre si es libertad o no entregar tu vida entera, junto con otras personas cercanas, en pos de erigir una nueva individualidad compuesta de varios cuerpos humanos; en definitiva, de establecer una mentalidad tribal con un objetivo idiosincrático particular. Es decir, hoy por hoy, la tradición normativa filosófica y espiritual de occidente es demasiado inmadura como para dirimir si la libertad es una propiedad enteramente situada dentro de una sola individualidad humana o si existe verdadera libertad en lazos de amor colectivos en los que se fusionen identidades de más de un cuerpo a la vez.
Delante nuestro vemos una selva de experiencias espirituales, tanto de religiones tradicionales como new age y otras nuevas que están por venir, que demanda una estructura normativa que sea capaz de proteger al individuo contra los peligros y excesos en los que se podría ver metido. Hay que evitar a toda costa una nueva masacre de Jonestown y hay que salvar a todos los niños que actualmente están naciendo y creciendo en entornos familiares sectarios y esquizoides. Hay en España tenemos varias decenas de sectas de mayor o menor tamaño que persisten impunemente, por la incapacidad del Estado de ir en su contra a causa del carácter aconfesional de las instituciones públicas. Además, hay sectas que no tienen por qué tocar temas espirituales, sino que se basan en ideologías comerciales, por ejemplo, pero cuyos mecanismos de captación psicológica y los dilemas filosóficos sobre la libertad que plantean son los mismos.
El racionalismo ilustrado propone que cada individuo sea por su cuenta el decisor sobre este tema: una mentalidad anterior a los descubrimientos de la psicología, que hoy por hoy se torna una visión falsa e ingenua sobre la naturaleza humana. Puede ser una visión incluso cruel, porque bajo el regalo envenenado de su supuesta autonomía de acción total, le empuja a un desamparo social que obvia que no todo el mundo es capaz de estar siempre a la altura de los ideales, ya sea por flaqueza interior o por desempoderamiento. Hay un hilo conductor que une a las feministas que creen que las mujeres islámicas deberían ser libres de decidir si se ponen el velo (obviando cobardemente que la enorme mayoría de ellas está atrapada en un estado de total subyugación ideológica y logística) y los neoliberales que inciden en que la única vía legítima fuera de la pobreza es vía el esfuerzo individual y los frutos del trabajo (obviando cobardemente que, a gran escala, el ascensor social en España es casi inamovible). Bajo este estilo de pretensión liberal supuestamente emancipadora se esconde una voluntad resentida e infantil, y sobre todo, irresponsable respecto a todo aquello que sucede en la Vida Real, más allá de los templos masturbatorios y platónicos de las ideas.
Si decidimos atrevernos como sociedad a solucionar esta clase de cuestiones, y a fundamentar estas acciones con una base ideológica solvente, la mejor forma de erigir un statu quo conductivo a estas soluciones es usando una estructura de tipo eclesiástico. Debemos plantear conceptualmente la Iglesia como justamente aquello fue cuando nació en el Imperio romano tardío: una asamblea ciudadana, y dedicarla a mantener un espacio de discusión profunda sobre la intersección entre los temas existenciales y los temas políticos. No es sano seguir pretendiendo como sociedad que podemos seguir haciendo ver como que los temas no tocan. No todas las cuestiones sociales tienen un origen material.

La Iglesia católica española está acabada como institución viva, dado que sus preceptos en gran medida no se sostienen, y menos para el gran público. Sin embargo, tiene un bagaje enorme, institucional por un lado. La estructura jerárquica eclesial ha sido históricamente una gran innovadora en la concepción de formas institucionales y nomenclaturas de elevada sofisticación. También tiene un corpus intelectual y teológico muy complejo y puntilloso, enraizado en el método escolástico. Tiene además una firme y profunda implantación a nivel territorial, y en ciertos lugares actúa aún de pegamento social. En la mayoría de pueblos y aldeas es la propietaria del único edificio institucional público espacioso. Y posee un gran conocimiento del territorio rural de la península y los diversos puntos más sagrados, bellos, y herederos de santuarios paganos; una herencia de gran valor para la gente con sensibilidad espiritual. Nada de eso debe perderse, sino que debe usarse para trasladar la organización espiritual de España a la siguiente época histórica.
La separación entre Iglesia y Estado es una gran idea que ha llevado a Occidente a un enorme progreso sociopolítico, pero en nuestra nueva época moderna y globalizada, la sociedad en su conjunto está teniendo un acceso súbito a un acervo espiritual muchísimo más variado que nunca, y se está dando cuenta lentamente de que la cantidad enorme de paradigmas espirituales sepulta cualquier pretensión de la Iglesia católica de ser el único mediador con lo divino. Desaparecido este monopolio ideológico, también se evapora la sensación de peligro que empujó a Europa a incidir en esta separación Iglesia Estado. ¿Qué hacer ahora, entonces? ¿Cómo puede España trascender de este tinglado tradicional eclesiástico y su concordato vaticano sin volverse un país activamente laico, como Francia? ¿Cómo evitar que la incapacidad de transgredir el paradigma racionalista de la plen libertad de culto suponga abandonar a su suerte a sus ciudadanos al privilegio de ser impunemente captados por organizaciones religiosas? ¿Cómo evitar también una explosión ideológica y espiritual que astille en mil pedazos irreconocibles entre sí a la sociedad española?
Básicamente se podría encontrar una forma de integrar una estructura institucional ocupada de asuntos espirituales dentro del aparato estatal, de forma parecida a como lo está el Ejército: que se sitúa fuera del ejecutivo, pero cuenta con un ministerio dedicado a la administración pública de los asuntos relacionados con las Fuerzas Armadas, o el sistema judicial, pero que también tiene un ministerio adosado. En definitiva, y dicho de forma burda, hay que inspirarse en los ingleses y su modelo de Iglesia anglicana, que no acepta la preeminencia de ninguna autoridad religiosa exterior (el Papa, ostensiblemente), pero llevar el esquema más lejos. Tal estructura estaría diseñada de tal forma que se continúe respetando e incidiendo en la diferencia cualitativa entre asuntos seculares y espirituales en el seno del Estado. En definitiva, España podría intentar hacer proselitismo de una Iglesia propia y laica que le haga la competencia al Vaticano, entendiendo el Vaticano aquí no como un set de creencias sino como una estructura política que organiza un larguísimo set de instituciones culturales, sociales, etcétera.
La mejor forma en que se podría llevar a cabo esto sería erigir, quizá mejor en Toledo que en Madrid, una nueva institución: la Iglesia española. Esta ha de ser una institución que sea una cáscara vacía, que no profese ninguna fe, sino que simplemente sea una infraestructura organizativa neutral que detente el monopolio de la organización religiosa en el territorio nacional, con capacidad para regular las distintas creencias que pueda haber en el país. Esta Iglesia ha de tener una institución legislativa en su seno, el concilio permanente, o Concilio a secas, que podría funcionar como un parlamento votado por los ciudadanos. La gran virtud de este parlamento es que se podría ocupar de encauzar en su seno el debate de todos los temas ideológicamente espinosos del panorama político español, y sacarlos del Congreso de los Diputados. Podría establecer una serie de consensos en la definición de preceptos y conceptos de filosofía moral y en una tipificación más profesional de los principios rectores de la filosofía del derecho, que hoy por hoy soportan los textos constitucionales desde una posición demasiado nebulosa. Tales consensos no tendrían efecto legal, pero actuarían como una fuente de derecho precursora al texto constitucional y a las leyes orgánicas y ordinarias.
Durante muchos siglos la guía moral última de la tradición legal occidental estaba fundamentada en las Sagradas Escrituras, además del derecho romano, pero en nuestra época corremos el peligro de quedarnos sin esa conexión religiosa. Por otra parte vemos como en la civilización islámica la sharia, interpretada en base al Corán, sirve monolíticamente tanto de fuente de religión como de fuente del derecho. Los musulmanes tienen un grave problema ante sí: como el típico ejemplo, hace unos años salía en las noticias como el ayatolá iraní intentaba sentar jurisprudencia sobre la moralidad de los videojuegos en base al Corán y los hadices, unos textos escritos hace 1300 años más o menos. Eso es, cómo decirlo, desaconsejable, incluso ridículo y esquizoide, y eso que el régimen iraní es de lejos el más valiente: la filosofía estatal iraní combina la tradición teológica nacional, que es muy profunda, con autores modernos como Heidegger, mientras que los ideólogos árabes por lo general, por no explorar, ni se dignan a consultar a Newton. Pero todo esto no quita que haya una cierta sabiduría y atrevimiento profundos por parte de los musulmanes, que deciden no renunciar a establecer un intento (ingenuo y trasnochado, pero en última instancia de enorme altura intelectual) de mantener unidos el sistema legal con las grandes preguntas existenciales.
En España no debemos caer en el lío de cortar totalmente este hilo conector. Un parlamento dedicado a dirimir las tensiones ideológicas que revuelven alrededor de las fuentes del derecho, pero separado de la acción legislativa como tal, bien puede ser un perfecto punto medio. Por una parte hay un trabajo pendiente y modernizador de asentar mejor las grandes definiciones básicas sobre términos de la filosofía del derecho: hoy por hoy esta infraestructura intelectual está asentada en posturas de filósofos españoles de estos últimos dos siglos, que fuera del mundillo de la filosofía del derecho no son conocidos. Son textos de enorme profundidad y solidez, pero no hay una estructura constitutiva protagonista clara. También sería una buena idea trabajar en consensos evangélicos; textos preconstitucionales consensuados con un lenguaje en parte prosaico y metafórico, no leguleyo, que analicen temas específicos. Los más importantes a día de hoy son: la naturaleza moral de la sexualidad humana (especialmente de la masculinidad), la naturaleza moral de las drogas, la fenomenología del dinero, la fenomenología de la etnia, y la fenomenología de la experiencia mística. Por otra parte, este concilio también podría ocuparse de discutir acerca de la composición del currículum escolar, y del límite entre medicina clínica y holística. Estos temas son el origen de gran parte de las controversias políticas. Si conseguimos como sociedad canalizar la discusión sobre tales temas en un espacio político cerrado, podremos evitar bloqueos políticos y tentaciones tecnocráticas (y antidemocráticas). Solamente cuando haya un consenso transversal de izquierda a derecha sobre estos temas conoceremos una paz social auténtica.
En este próximo siglo, es probable que el descenso del hombre occidental desde sus posiciones racionalistas artificiales sea el catalizador de una sucesión de crisis de esquizofrenia a nivel colectivo (pensemos en QAnon), a medida que la sociedad posmoderna se va enfrentando al cúmulo de verdades existenciales que aparecen tras la muerte del Dios patriarcal. A día de hoy la implantación de una Iglesia española con las características mencionadas puede parecer una exageración innecesaria, pero llegará el tiempo en que necesitaremos que las batallas culturales se puedan canalizar de forma ordenada en el debate público a través de este Concilio. Es posible que, para entonces, el aborto y la homosexualidad sean el menor de los problemas.
Preguntémonos: ¿qué pasará si se acaba inventando la tecnología para modificar el cuerpo humano para parecerse a otra especie: redefinimos la esencia de lo que significa ser un ser humano, según los genes, según la personalidad? ¿Qué hacemos con familias post-hippies que se niegan a escolarizar y enseñar a sus hijos a leer, prefiriendo una vida tribal en los montes aragoneses? ¿Consideramos viejas o jóvenes a personas de sesenta años que aparenten quince? ¿Cómo creamos un marco legal adecuado para las sociedades espirituales y chamánicas que se empeñan en usar drogas con fines místicos? ¿Qué hacemos si surge un movimiento político con posibilidades de gobernar el país que pretende usar técnicas astrológicas para tomar decisiones políticas? ¿Qué hacemos con los mormones y testigos de Jehová? Podría continuar con ejemplos, pero el caso es que el siglo XXI se nos puede hacer muy largo.
Si no se monta una institución parecida tal que así, corremos el riesgo como sociedad de sumirnos en un bloqueo político eterno que anegue la capacidad de actuación del sector público. Esto es preocupante también en la medida en que probablemente el cambio climático demandará que el Estado tenga una robusta capacidad de actuación en las próximas décadas. Y también importante: en esta nueva época donde en Internet todo el mundo tiene la capacidad de aprender y entrar en una miríada de subculturas específicas, es preciso meditar las consecuencias de este vendaval de cambio operante a todos los niveles de la sociedad. El Estado español no corre peligro, pero la sociedad española sí que lo corre. Podríamos acabar viviendo en una sociedad donde las nuevas generaciones de toda España dejen de tener referentes comunes, y cuando estas generaciones crezcan, encontrarse con que la sociedad española ya no exista, sustituida por una federación abstracta de cientos de movimientos culturales paralelos e inconexos compartiendo un paisaje urbano. Una Iglesia Española fuerte (¡y laica!) puede ayudar a evitar eso, no solamente gracias al arbitraje ideológico en el parlamento conciliar, sino en la revificación de parroquias como núcleos de actividad barrial, actividades como los boy scouts, voluntariados, eventos, gestión de residencias, hospicios, casas de retiro espiritual o intelectual, etcétera.

Edu Collin Hernández (Amberes [Bélgica], 1995), hijo de belga y española, graduado en economía, y educado en el núcleo duro del Opus Dei catalán, ha vivido su juventud a caballo de entornos frikis interneteros, y comunidades hippies y new age. Psiconauta empedernido, escribe sobre la conexión entre las experiencias místicas y el surgimiento de entramados institucionales, y otros temas relacionados.
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