Arte

Hemos perdido el hilo… Sobre la catedral de la Almudena y su ornamentación

Arturo Caballero escribe sobre la seo madrileña y lo que en su decoración transmite una idea de simulacro, deudor de una visión inmutable del arte cristiano.

/ por Arturo Caballero /

Fotografía de portada de Luis García

En el año 1980, ochenta y dos de cada cien españoles se declaraban católicos. En la actualidad lo hacen cincuenta y cinco y, de ellos, no llega al treinta por ciento el número de los jóvenes de dieciocho a veinticuatro años que dicen serlo. Si tenemos en cuenta que, de todos los que asumen esta condición, más de la mitad manifiesta no asistir nunca o casi nunca a actos religiosos, y que solo el veinte por ciento lo hace una o más veces a la semana, no debe extrañarnos que Edu Nauram, en estas mismas páginas, haya podido escribir que «la Iglesia católica española está acabada como institución viva, dado que sus preceptos en gran medida no se sostienen, y menos para el gran público».  Y, sin embargo, el artículo no es una enmienda a la totalidad de lo que significa la Iglesia, sino que pone sobre la mesa una realidad que tiene que ver con la importancia que, históricamente y todavía hoy, tiene el patrimonio material e inmaterial de esta institución y su papel como configuradora de ideología. Pero no es mi intención profundizar en estos planteamientos, ni siquiera en el hecho, para mí evidente, de que la ausencia de los valores religiosos en la vida cotidiana todavía no ha sido sustituida de forma convincente y práctica en el ámbito ético y moral.

Nuestra Señora de la Almudena

Estos párrafos son más humildes. Surgen de una deuda. Dediqué uno de los capítulos de Arte y perversión, concretamente «Liturgia para un mundo sin dios», a un acercamiento genérico al problema que planteaba la imagen religiosa en el mundo actual, y mencionaba expresamente las obras en la basílica de la Almudena y, en especial, algunos aspectos de su decoración (p. 190). Si de la fábrica conservaba viejos recuerdos, de la ornamentación hablaba a través de imágenes y la imagen, por muy buena que sea, es un reflejo muy pálido de la realidad. Así que aproveché un fin de semana para ver el aspecto que ofrece tanto a los fieles como a los cientos de visitantes que acuden al templo.

Para el que tenga interés, pasearse por internet proporciona abundante información. Incluso más que la recogida en los últimos manuales al uso (J. Hernando: Arquitectura en España, 1770-1900, Cátedra, 1989) que sí sirve para contextualizar el origen de esta aberración artística.

Los términos conviene justificarlos. Y hay que hacerlo con cuidado, pero marcando territorio. Con cuidado porque no todo el mundo tiene conciencia —y menos que va a tener con los planteamientos dominantes en el mundo educativo y en el cultural— de las deudas del arte para con la historia. Pongamos un ejemplo: una de las obras más valoradas por propios y extraños de Valladolid es su Academia de Caballería, edificio neoplateresco de comienzos del siglo XX. En esa línea de argumentación hay que reconocer que en algunos acontecimientos (boda de Felipe VI, funerales de Suárez y Calvo Sotelo) la Almudena, con sus formas góticas y sus techos coloreados por José Luis Galicia, daba muy bien en televisión. Y marcando territorio, pues al error de partida que fue la arquitectura historicista en general y concretamente el edificio del que tratamos, iniciado en 1883 según diseño de Francisco de Cubas, se añadió su extemporaneidad en la segunda mitad del XX y su falta de coherencia desde los cimientos a la veleta y de la cabecera a los pies.

La cripta románica (finalizada en 1911) es quizá lo más salvable, aunque sea por su pintoresquismo; lo que iba a ser una modesta iglesia pasó a ser catedral en 1885 y el diseño adopta en esos instantes los aires grandilocuentes de un falso gótico ideado por el marqués de Cubas al que le sucederían en los trabajos Enrique Repullés, Miguel Olabarría y Juan Moya. La escasez de dinero —iba a financiarse a través de donaciones— hizo que las obras marchasen con lentitud, paralizándose durante la guerra civil hasta que se reactivan por iniciativa del marqués de Lozoya en 1944. En 1950 Fernando Chueca Goitia y Carlos Sidro (ganadores del concurso convocado al efecto) varían, externamente, el aspecto originario, puesto que incorporan lo herreriano y un clasicismo dieciochesco que intenta dialogar con una obra coherente, más o menos valorable pero coherente, como es el Palacio Real.

Sorprende la forzada e infructuosa solución propuesta por un estudioso de la arquitectura española como fue Fernando Chueca Goitia (Invariantes castizos de la arquitectura española, Seminarios y Ediciones S.A., 1971), que dejó páginas para una reflexión diletante pero provechosa sobre un tema que en Inglaterra había estudiado Nikolaus Pevsner (The Englishness of English Art). Y más cuando conocía, y valoraba, la solución que dio a un problema semejante Diego de Siloé en la catedral de Granada (pp. 89-92). Está claro que el conocimiento puede suponer, en no pocas ocasiones, más un lastre que un acicate para la creatividad. Las obras se interrumpieron en 1965, reanudándose en 1984 gracias a la constitución de un consorcio público-privado. Juan Pablo II la consagró el 15 de junio de 1993.

A lo largo de la primera mitad del XX y especialmente en los años posteriores a la segunda guerra mundial se produjo un debate sobre el aspecto que debiera poseer un edificio religioso que no rechazase los postulados de la arquitectura moderna. Hay bibliografía abundante en España que va desde Arsenio Fernández Arenas (Iglesias Nuevas en España. Polígrafa, 1963) a David García-Asenjo Llana (Manifiesto arquitectónico paso a paso. Un ensayo sobre la arquitectura contemporánea a través de las iglesias. Libros.com, 2021). En ellas se recogen ejemplos dignos de consideración, aunque no necesariamente debemos estar de acuerdo con la importancia de todos. Para el gran público, resultarán más elocuentes sobre el problema las propuestas de Le Corbusier respecto a las iglesias (capilla de Notre Dame du Haut en Ronchamp, Francia, 1950-1955) y para los conventos (Sainte Marie de la Tourette en Eveux, Francia, 1956).

El Concilio Vaticano II se hizo eco de estas inquietudes que debían ir en paralelo con las propuestas de actualización del culto, llegándose a ordenar que se corrigiese o se suprimiese «lo que parezca ser menos conforme con la Liturgia reformada», una liturgia que acentuaba la participación de los fieles, que hacía más cercano y accesible al clero, que insistía en el valor de la música. Respecto a las imágenes, y aun manteniéndolas, se indicaba «que sean pocas en número».

Como prueba de esta nueva actitud, me gusta citar el ejemplo de una obra de Antonio Fernández Alba: el convento Carmelo de San José para las carmelitas descalzas en Cabrerizos (Salamanca, 1969-1970).

Ningún rastro de este espíritu reformador aparece en la Almudena. Pasearse por sus alrededores, abarrotados de turistas, afrontar las grandilocuentes puertas de la calle Bailén, obra de Luis Sanguino, rebosantes de un nacionalismo rancio (por favor, ¿es que ninguno de nuestros escultores monumentales ha reparado en las de Giacomo Manzú para el Vaticano?) y entrar en las dependencias del templo, en el que se encontraban —también— abundantes fieles orando, es un ineludible ejercicio de masoquismo para el historiador, un dolor espiritual para quien tenga un mínimo interés por la coherencia estética y una fuente de cuestionamiento racional y político respecto al uso de recursos económicos tanto por parte del Estado como por parte de la propia Iglesia.

Consagración de la Almudena, de Luis Sanguino

Si ya el edificio concluido hacía parecer una obra de arte a la basílica de Covadonga, que ya es mérito, más abrumador e irresoluble es el problema que plantea su decoración. Porque el conjunto, más que de la verdad, proporciona una idea de simulacro que pretende hacerse deudor de una presunta visión inmutable del arte cristiano trasmitiendo solo un tufo antiguo que ni la cera ni el incienso son capaces de enmascarar. Y es que posiblemente para el mundo actual, en vez del amontonamiento decorativo sin orden ni concierto, la mejor forma de expresión del lenguaje inefable de la divinidad se logre a través del espacio, la luz y el color.

La propia dinámica histórica hace que muy pocos edificios católicos conserven la homogeneidad artística de un Hospital de la Caridad, en Sevilla (aun teniendo presentes las copias que sustituyen a las obras de arte robadas), o de la cofradía penitencial de la Santa Vera Cruz de Valladolid. Lo propio es que el transcurso vital, y más si se trata de edificios de cierto empaque, se manifieste en una pausada sedimentación de obras pertenecientes a diversos momentos. En la Almudena, no. La heterogeneidad surge de un deseo de llenar el amplio espacio con obras de la diócesis intentando combinar la ornamentación con las necesidades de culto. Conviven allí retablos del XVI (Juan de Borgoña, Juan González de Becerril), pinturas y tallas del XVII y XVIII (Francisco Ricci, Martínez Montañés, Juan de Mesa, Giacomo Colombo, Juan Villabrille y Ron, Roberto Michel) y los restos de la reina María de las Mercedes de tanto predicamento en la cultura popular. Hasta aquí no hay mucho que criticar. Lo peor estaba por venir. Incluyendo un incomprensible retorno a las imágenes de Olot, como en la Capilla de la Trinidad, obra de Juan Guraya Urrutia, o en el retablo de la santa Soledad Gómez Acosta, que, por alterar, altera hasta el aspecto originario de la monja del XIX convirtiendo el conjunto en una lamigosa recreación tridimensional, con una estética estilizada y evanescente que, no sé por qué, me lleva —irrazonablemente, y lo asumo— a Edmond Quiraz o Jordi Labanda.

Retablos de la Trinidad y de la beata Soledad Gómez Acosta

El aspecto que proporciona el conjunto bien podría ser interpretado como reaccionario. Y lo que es peor, contra la propia doctrina del Vaticano II. Carácter reaccionario, en el doble sentido del término, que se hace evidente si se compara, en líneas generales, la desornamentación promovida por el concilio (que en cierta medida convergía con los movimientos reformadores del XVI) con esta exultante muestra de realismo descafeinado con la que se llenan interiores y exteriores.

Es cierto que en los decretos del propio sínodo antes citado se indicaba que «también el arte de nuestro tiempo, y el de todos los pueblos y regiones, ha de ejercerse libremente en la Iglesia». Pero no lo es menos que el arte contemporáneo se había despegado de lo religioso. Por citar palabras de Pablo VI: «Vosotros nos habéis abandonado un poco, os habéis ido lejos, a beber a otras fuentes, con la intención legítima de expresar otras cosas, pero ya no las nuestras». Y había una autocrítica que parece no ha sido contemplada en el programa iconográfico de la catedral de Madrid, en el caso de que existiese y no fuese solo la manifestación de una peculiar ideología conservadora: «Os hemos impuesto como canon principal la imitación, a vosotros que sois creadores, siempre vivos y fértiles en mil ideas y novedades. […] Quizá os hayamos puesto, podemos decir, un peso de plomo a vuestras espaldas [… T]ambién nosotros hemos andado por callejas estrechas, donde el arte y la belleza y —lo que es peor para nosotros— el culto de Dios, han quedado mal servidos». Podríamos cerrar aquí el artículo porque esas palabras, de 1964 en una misa para los artistas, resumen perfectamente aquel agostado rebrote religioso.

Este retorno al realismo (en línea con las imágenes de mártires del siglo XX de Westminster, no creamos que el asunto es solo nuestro) del que hay tantas pruebas en la Almudena había sido cuestionado de antiguo. Según Francisco de Holanda, decía Miguel Ángel (en conversación con Vittoria Colonna, marquesa de Pescara) respecto al arte de los flamencos —la versión más naturalista de la imagen en aquel tiempo— que «a las mujeres les parecerá bien, principalmente a las muy viejas y muy mozas, y asimismo a frailes y a monjas y a algunos caballeros desmúsicos de la verdadera armonía. Pintan en Flandes propiamente para engañar a la vista exterior; o cosas que os alegren o de las que no podáis decir mal, así como santos y profetas». A esas alturas del Renacimiento, la importancia de la idea subyacente en el objeto artístico era tan importante o más que la fidelidad al natural. Y aunque el realismo pueda resultar aceptable en ciertas estatuas (Juan Pablo II, obra de Juan de Ávalos, antiguo émulo de Arno Breker en los evangelistas del Valle de los Caídos) y en algunos cuadros, sus limitaciones también resultan hoy evidentes. Y no solo de forma conceptual. Isabel Guerra, cuyos óleos y figuras de naturalezas muertas han alcanzado notoriedad en ciertos ambientes, muestra sus deficiencias cuando debe afrontar composiciones más complejas, Beata María Pilar Izquierdo Albero, en las que se diluye el ingenuo encanto de sus trabajos más conocidos.

No se trata de evitar el realismo o el hiperrealismo. Y más cuando entronca muy adecuadamente con la función compasiva del arte. A este respecto, la obra de Timothy Schmalz Jesús desamparado (y yo no hubiese traducido así su título original Jesus homeless) puede resultar salvable, aunque se rinda a la corrección política y social. Pero, por otra parte, ¿no ha hecho el arte esto de forma tradicional? Por cierto, que discutamos la validez de las propuestas artísticas no quiere decir que no valoremos el esfuerzo realizado por instituciones cristianas y por miembros de este colectivo en su intento de remediar las necesidades más perentorias de una sociedad machacada por la crisis y la pandemia. Ni que cuestionemos la pertinencia, o no, de los nuevos beatos y santos.

Jesús desamparado, de Timothy Schmalz

El tema es de formas y no propugnamos, tampoco, un lenguaje como el expresionista, que tan en boga estuvo durante muchos años, ni un decorativismo noño más propio de los libros religiosos ilustrados. No hay una regla. No puede haberla. El propio Pablo VI insistía, también dirigiéndose a los artistas un año después de la ocasión antes citada, en la misión del arte: «Vosotros habéis ayudado a traducir su divino mensaje en la lengua de las formas y las figuras, convirtiendo en visible el mundo invisible».

Que pueda admitirse cualquier lenguaje no quiere decir que debamos asumir como aceptable la recuperación de la iconografía bizantina. La gran conquista del Renacimiento, de Giotto a Botticelli pasando por Masaccio y por Piero, fue el abandono de esta estética, que no pudo consolidarse ni con el manierismo alucinando de El Greco, que pronto fue barrido por el naturalismo caravaggiesco. Sorprende, desagradablemente para mí al menos, la importancia que se otorga a las pinturas de Kiko Argüello tanto en la cabecera como en una de las capillas. Es como si con el retorno a las artificiosas formas inmutables se quisiese apuntalar una inmutabilidad de la creencia que se tambalea. Y si no termina por caerse es, en parte, porque un sector de la sociedad, culturalmente importante, mantiene al respecto un comprensible respeto cultural.

Pinturas de Kiko Argüello (izda.) y techos coloreados por José Luis Galicia

Muchos de los dirigentes eclesiásticos poseen una sólida formación intelectual y es posible que detecten en el arte la base de un contacto con la experiencia espiritual y, según el criterio cristiano, con la religiosa. De la misma opinión es parte de la crítica, como ocurre respecto a ciertas obras de Mark Rothko, por ejemplo. Juan Pablo II fue capaz de asumirlo: «El arte, incluso más allá de sus expresiones más típicamente religiosas, cuando es auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe, de modo que, hasta en las condiciones de mayor desapego de la cultura respecto a la Iglesia, precisamente el arte continúa siendo una especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa». Pero la finalidad, no nos engañemos, está clara: el artista, mero artífice dado que el concepto de creador solo pertenece a la divinidad, «debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios».

Pero ante lo que se muestra en la Almudena me surgen algunas preguntas, más retóricas que otra cosa. ¿Quién engañó a quién? ¿Qué sistema mental llevó a Venancio Blanco al abandono de las formas potentes con las que elaboró su santa Teresa de Jesús en Alba de Tormes (consensuado como aceptable ejemplo de renovación plástica católica) para retroceder hasta la figura y los relieves de la capilla de san José María Escrivá de Balaguer? ¿Qué había en la cabeza de quien consideró todas estas propuestas iconográficas como expresión visual aceptable del catolicismo en el mundo actual? Y una última maledicencia. ¿Es el mismo pensamiento que subyacía en quien autorizó, en dependencias de la catedral de Toledo, el video de C. Tangana y Nathy Peluso considerándolo una expresión de fe?

Escultura de Juan Pablo II por Juan de Ávalos y capilla de san Josemaría Escrivá de Balaguer, por Venancio Blanco

Hegel, refiriéndose a las estatuas clásicas y al arte de la Edad Media, indicaba que habíamos sustituido la creencia respecto a esas imágenes por otro sistema de valores, no basado en la fe sino en la belleza. Pues eso mismo nos pasa a muchos de nosotros con respecto al arte que estamos analizando: hemos perdido el hilo que garantizaba la unidad de forma y contenido y la primera, vacía, corre el riesgo de resultarnos irrelevante, trivial, presuntuosa o, directamente, execrable.


Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha.

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