/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /
La tarde en que mi mujer y mi hijo murieron en un accidente de coche, yo estaba a punto de ir al puticlub la Cometa y pedir el plato del día: un buen plato de carne y algo de pescado.
Ya está. Me he mirado en el espejo y lo he dicho. El mundo no ha dejado de girar. Creo que al mundo le importa muy poco lo que yo estuviera planeando la tarde en que murió mi esposa. Si no le importaba hace cinco años, mucho menos le importa ahora. Si entonces hubiera buscado ayuda psicológica, posiblemente me hubiera ahorrado este lustro de celibato feroz, pero en el fondo, sin penitencia, no hubiera habido perdón.
Mi familia y mis amigos me desaconsejaban un periodo de luto tan largo. Unos me animaban a buscar una buena chica y volver a casarme, otros a echar una cana al aire. Enrique no había semana en la que no me propusiera el nombre de alguna de sus compañeras, enfermeras del hospital acostumbradas a trabajar por la noche, no te digo más. Yo rechazaba siempre sus sugerencias y sus ofertas y eso, en lugar de contrariarlos, los contentaba, porque el espectáculo de un amor así es algo que gusta.
Hoy, viernes 31 de mayo del año 2002, a los cuarenta y cinco años, voy por fin a abandonar el monasterio imaginario donde me he recluido.
Viernes
Viernes, día dedicado a Venus. Aun sabiendo lo que es una enfermedad venérea: gonorrea, sífilis, etcétera, antes creía que la palabra venéreo tenía algo que ver con las venas. La vena del pene hinchándose de sangre como esos globos largos que inflan en las ferias y reparten entre los niños montados en el tren de la bruja, con los cuales los padres habilidosos hacen espadas, caballos o sombreros. Mi padre era un experto en eso, y también en rizar palmas para la procesión del Domingo de Ramos. Familiares, amigos y vecinos peregrinaban hacia nuestra casa con sus palmas doradas como si mi padre fuera el Cristo al que hubiera que agasajar para negar luego. Pero no tiene nada que ver con las venas sino con Venus, la diosa del amor, el lucero del alba, porque Venus es el primer astro que aparece en el cielo diurno al igual que el esposo al despertar encuentra entre la noche de su pelo el blanco rostro de su esposa amada.
Una enfermedad venérea, en definitiva, es aquella que se puede contraer con más facilidad los viernes. Por eso ayer pasé por el supermercado y compré una caja de preservativos. Doce preservativos que caducan en enero del dos mil seis. Si Enrique se porta, antes de esa fecha tendré que comprar otra caja.
Enrique lleva más de tres años, concretamente los jueves, ofreciéndome mujeres para el fin de semana. Es una parte más del ritual de ir a su casa a jugar al billar. Cuando un amigo arquitecto que le debía un favor le proyectó la casa, que está a pocos pasos en línea recta de la puerta de Santo Domingo, pero ya en terreno de huerta y por lo tanto no edificable si no se tienen los contactos adecuados, le pidió, como única indicación precisa, que le construyera una sala de billar. Para él es el máximo de la distinción. Primero tuvo un billar americano, luego lo cambió por uno de tres bolas y ahora la sala, que afortunadamente no es pequeña, está dominada por una descomunal mesa de snooker. Yo, que creía que en cuanto a billar el de tres bolas era insuperable, le estoy cogiendo el gusto al snooker. Esas mesas no se fabrican en España, pero Enrique conoce a alguien que conoce al alguien que las trae de fuera.
Ayer me dijo lo de todos los jueves.
—Tengo para ti una chiquita… Mañana podrías quedar con ella.
—Vale.
—Vale ¿qué?
—Vale lo de quedar.
—¡No me jodas! Llevo años trabajándote auténticas monadas y ¿precisamente hoy me dices que sí?
—¿Qué pasa? ¿No hay material?
—No… Pero lo habrá. Mañana a las nueve y media en el Samoa. Marta y yo te acompañamos, nos vamos a cenar y luego os dejamos solos.
—¿Y si no consigues a nadie?
—Eso me ha dolido.
Una hora fútil
Espero con impaciencia la hora de la cita. Una vez tomada la decisión, los cinco años de abstinencia me parecen intolerables y la urgencia se me presenta con tal magnitud que borraría las horas que me separan de la noche; se las regalaría, por ejemplo, a un enfermo terminal que se aferra a la vida y para el cual cada segundo es valiosísimo aunque luego, llegado el momento, fuera a buscarlo para pedírselas. Piénsalo bien, me digo, quizá en este tiempo que tan alegremente quieres derrochar tenga lugar un acontecimiento que te colme de dicha, que te abra nuevas expectativas, una experiencia vital que te transforme, un conocimiento que te haga sabio.
Me ducho, me afeito, me preparo el desayuno, me visto. Todo eso me ha llevado casi una hora. La podía haber regalado sin ningún problema.
El instituto
El instituto donde trabajo no está lejos de mi casa y cada día me dirijo a él caminando, lo que me permite ser duro y tener uno de los porcentajes más bajos de aprobados de todas las asignaturas. Los demás profesores, los que llegan al instituto en coche, tienen que andarse con ojo, pues una palabra de más o un examen demasiado difícil puede tener consecuencias negativas para sus vehículos que aparecen después rayados, con las ruedas pinchadas o los cristales rotos. Yo, por el contrario, para compensar la blandura de otros, sobre todo de los que se han comprado el coche recientemente, los vapuleo. Conmigo solo aprueban los que estudian. Y aun esos con suerte.
Mis alumnos no se toman a mal que los suspenda por dos razones. La primera es que les doy matemáticas y las matemáticas es una asignatura que por tradición se suspende. Si los aprobara, la mayoría de ellos se mirarían mal a sí mismos. La segunda es que les cuento historias que no tienen nada que ver con la asignatura. En estos años de soledad, hablarles ha sido lo más parecido a una terapia.
Por eso nunca hago solo el trayecto. Siempre se me pega algún grupo y a este se le pega otro y al final me veo rodeado de tanta chiquillería que pienso si no sería mejor llevarme el coche y levantar un poco la mano.
Emilia
Algunas veces, empero, coincido con Emilia y entonces los demás chicos, como si estuvieran en algún secreto, como si se dieran cuenta de algo que ni yo mismo quiero reconocer, respetan nuestra intimidad. A pesar de los veintiocho años que nos separan hacemos una buena pareja. Yo la amaba platónicamente hasta hoy, pero la perspectiva del encuentro con la enfermera me tiene removido y decido sacarla a la pizarra para recrearme con sus formas. Quiero mirarla a gusto aquí y allá, como un viejo sátiro. Es imposible. Su cara absorbe mi mirada como un aspirador la suciedad.
—Vamos, Emilia. Este problema no ha podido aun ser resuelto por la comunidad científica, pero hoy presiento que va a caer.
Risas entre los muchachos. Es una simple ecuación de segundo grado, su fuerte. Sé que se lucirá. Con la mano izquierda hace esfuerzos para no borrar los números que escribe. Emilia es zurda. El izquierdo es el lado del corazón.
En la pizarra negra los números trazados por la tiza brillan como estrellas en el cielo nocturno. La cantidad, les he dicho muchas veces, es metafísicamente anterior a la cualidad. Es el número el que diferencia a los elementos. Unos se transforman en otros por la adicción o la sustracción de sus partículas.
Emilia termina el problema y deja la tiza con aire de triunfo.
—Hemos esperado siglos, pero ha valido la pena.
Malhumorados, los profesores se desparraman sobre los sillones cuando los alumnos salen al patio. Parece que les hayan sacado todos los huesos. Pulpos fuera del agua. Un trozo de gelatina que se mueve. Una bayeta mojada y sucia.
Yo miro por la ventana. Un día claro de mayo. Patio con fondo de palmeras. Emilia brilla como si la hubieran recubierto de esmalte.
Una vez acabadas las clases, dilapido el tiempo que resta hasta la noche dejando enormes propinas (de tiempo) en el restaurante donde como, en la biblioteca donde leo, en el laberinto de calles donde, como una rata torpe, me pierdo camino de mi casa.
Y por fin estoy sentado en el Samoa
En el Samoa
Desde que llegué hace un cuarto de hora, los parroquianos se han multiplicado por diez. En cualquier lugar cerrado, la mayoría del aire que respiramos ha estado previamente en los pulmones de los sujetos que lo abarrotan. Si lo pensáramos bien, ese aire excrementicio nos asquearía. Su invisibilidad, sin embargo, lo protege y lo oculta. Hasta que el humo de los cigarrillos, como esas ampollas de gas verde que se echa en el aire acondicionado de los coches para detectar fugas, lo desenmascara. Por fin se ve claro que todos respiramos lo de todos, que formamos un cuerpo con una sola epidermis y que cualquier enfermedad en un punto de esa piel se propaga como el fuego sobre la hierba seca.
A través de esa niebla me fijo en los volcanes cuyas bocas la forman. Todos parecen iguales entre ellos, incluso, se diría, iguales que yo. ¿Formamos una especie, o por el contrario cada uno de nosotros es una especie distinta que se extingue cuando el individuo concluye?
Pido el segundo cubalibre. Necesito evacuar el primero para dejarle sitio al que viene, pero temo que me quiten la mesa. Cuando llegué quedaban algunas libres. Ahora hay grupos de clientes esperando de alguien se levante. Como buitres que acechan a los animales heridos y desdeñan a los sanos, todos se fijan en mí. Soy el único que está sentado solo. Yo trato de poner cara de «estoy esperando a mis amigos». De vez en cuando miro el reloj para componer mejor el cuadro. Pero todo eso lo haría también si estuviera realmente solo y no esperara a nadie. Y ellos lo saben. Por eso ignoran mis gestos. ¡Si al menos llevara una cazadora para dejar encima de la silla…! Marcar el territorio como un lobo hace con la orina. ¡Ay! ¿Por qué nombraría la orina? Mas la noche de este final de mayo es templada y he salido con una camisa.
Se acercan por enésima vez para preguntarme si una o dos o las tres sillas vacías que rodean mi mesa están ocupadas. Sí, por espectros.
Chitina
Por fin aparecen. Marta, Enrique y la madre de la enfermera, una mujer bajita y regordeta que viene a decirme que su hija, pluriempleada como modelo, tiene una sesión de fotos para una revista y llegará un poco tarde.
—Te presento a una compañera de trabajo —dice Enrique. Mi esperanza se desvanece—. Chitina, Jorge. Jorge, Chitina.
¿Chitina? Necesito ir al aseo. Pero parece feo salir corriendo cuando acaba de llegar.
Chitina rondará los cuarenta años. Es pequeña pero robusta. Rebosa energía, eso salta a la vista. Como no se le ven los cables, es seguro que funciona con baterías. Deben ser esos bultos enormes entre el cuello y el vientre. Cara rubicunda adornada con pecas diminutas cubiertas por una generosa capa de maquillaje; pelo reteñido de color panocha. Su ropa: un vestido verde con volantes.
Sopeso las primeras palabras que voy a dirigirle. Pero mi vejiga me impide pensar con claridad.
—¡Chitina, eh! ¿Puedo llamarte María Dolores?
—¿Cómo sabes que me llamo María Dolores?
—No lo sabía —digo sorprendido. He dicho el primer nombre que se me ha ocurrido y he acertado. ¡Qué casualidad!—. ¿De verdad te llamas María Dolores?
—No —responde ella. Y estalla en carcajadas. Tiene dientes amarillos de fumadora, separados como las púas de un peine. Al reír tira la cabeza hacia atrás y se le ven los empastes de las muelas de arriba. Se limpia las lágrimas con el dorso de la mano.
—Eres matemático ¿verdad?
—Sí.
Es evidente que ya sabe que soy profesor de matemáticas como yo sabía que ella era enfermera. Enrique me lo dijo. Se ríe como una foca.
—Yo, de matemáticas, me quedé en el número pi.
—Por favor, no lo repitas que llevo media hora meándome.
—Pi, pi —dice. Y vuelve a estallar en carcajadas.
Por fin voy al baño.
Cuando vuelvo a la mesa, Chitina se ríe de un chiste que acaba de contar ella misma. Su risa flota como un navío en el mar de las conversaciones del bar. Como pequeñas naves auxiliares las de Marta y Enrique la acompañan.
Se sofoca, le falta el aire, si sigue sin poder respirar me abalanzaré sobre ella con un cuchillo y le haré una traqueotomía. Por su propio bien.
La presencia del camarero ha apagado la hoguera de su risa. Es joven y extranjero. La ropa de trabajo, clásicos pantalones negros y camisa blanca, le sienta admirablemente bien, pero una hiperbólica seriedad en su cara denota que añora su hogar.
Cuando se marcha, Chitina saca un cigarrillo de su bolso y, como la hoguera de la risa sigue apagada, busca el encendedor en el bolso.
Tesis de la indeterminación de la traducción
—¿Conocéis ese que le pregunta uno a otro: «tú entre polvo y polvo fumas»? Y el otro contesta: cartones.
—Eso me hace pensar —digo yo— que el chiste es el único género literario auténticamente popular que queda, como lo pudo ser la poesía en otro tiempo, cuando nadie reivindicaba su autoría, sino que se lanzaba al mundo y pasaba de boca a boca.
A Chitina mi teoría de los chistes le interesa lo mismo que un tratado de ginecología a un obseso sexual.
—¿Conocéis el del camello al que hay que hacerle una paja cada diez kilómetros?
Sin esperar a que contestemos se lanza a contarlo.
Cuando termina, Enrique y Marta ríen como si fuera lo más gracioso que han oído nunca.
Enrique se apellida Cerdán y se aferra tontamente a ese apellido que heredó de su padre aunque sus amigos le hemos aconsejado que lo cambie por Cerse, con lo cual su nombre pasaría a coincidir con su objetivo vital: Enrique Cerse.
Se casó con Marta, nadie puede decir lo contrario, por amor. Fue un amor a primera vista. Ocurrió el día en que ella le matara una raíz. Era pequeñita (Marta, no la raíz, que parecía de roble y bien hundida en la encía), y vestida de verde con una mascarilla tapándole la cara no estaba mal. Cuando su ayudante le presentó la factura ocurrió. Allí, delante de ese papel que a otro le hubiera parecido una nota de rescate por un secuestro, quedó traspasado por la flecha de Cupido. Un poema no hubiera sido más efectivo. Miró la sala de espera de la clínica dental abarrotada y su amor amenazó con partirle el pecho en dos como esos corazones que se dibujan rotos.
Chitina está enfrascada ahora en un chiste que más bien parece una saga nórdica.
—Bautista, tráeme el sombrero, que eso no tiene más cojones que ser el nabo.
Enrique se retuerce de risa. Una de las ocupaciones que le ayudan a aumentar su erario es poner en contacto a alguien que quiere vender con alguien que quiere comprar. Corredor a tiempo parcial de fincas, pisos, coches, etcétera, disfruta con un buen negocio independientemente del beneficio que le reporte. Su negocio de esta noche es venderme a Chitina y la cosa marcha. Es la estrella de la velada. Mi amigo Enrique ama las gangas. Siempre compra mejores cosas a precios más baratos
En cada una de las cinco televisiones que, sin sonido, están distribuidas por los rincones altos del bar para que a los clientes no les entre de súbito el síndrome de abstinencia se ven imágenes de fútbol. La verdadera revolución sexual del siglo XX no consiste en que las mujeres voten, lleven pantalones, fumen o sean presidentas de consejos de administración. La verdadera revolución sexual es que les guste el fútbol. Si mi padre levantara la cabeza… se daría con la tapa, diría Chitina. ¿Le gustará el fútbol a Chitina? Aprovecho que termina el enésimo chiste para preguntárselo y así entablar una conversación normal.
—¿A ti te gusta el fútbol?
—Yo creo —contesta después de pensárselo un poco— que donde este una buena corrida que se quite el fútbol… y los toros.
La gargantilla de oro de su cuello sube y baja como si cotizara en bolsa.
Vuelvo a cometer la imprudencia de teorizar sobre los chistes.
—¿Ves? —le digo—. A eso me refería cuando he dicho que los chistes tienen puntos en común con la poesía. También se parecen en que son intraducibles a otro idioma. Por ejemplo, traducido al chino el que acabas de contar sería así: un buen olgasmo es plefelible a un paltido de fútbol y mucho mejol que un espectáculo taulino. Lo cual puede ser verdad o no pero no tiene la más mínima gracia.
Chitina empieza a contar chistes de chinos. Entre el conjunto de chistes de chinos que sabe Chitina y el conjunto de los chinos reales que viven en China se puede establecer una relación biunívoca. De cada chiste sale una flecha que va a matar a un chino.
—¿Qué tienen los chinos debajo de la bragueta? Eso lo sabe todo el mundo: un tirachinas.
—Traducido —intervengo otra vez— sería: pregunta, ¿qué tienen los chinos debajo de la bragueta? Respuesta: Un tirador de horquilla con gomas para tirar pedrezuelas. Lo cual, a parte de ser soso, haría exclamar a un chino: mentila, mentila.
—Metíla, metíla —grazna Chitina.
—Existe en lógica una tesis llamada tesis de la indeterminación de la traducción según la cual no podemos hablar de un significado común para dos oraciones sinónimas pertenecientes a dos idiomas distintos.
Todos ríen como si hubiera contado un chiste.
A positivo
A Chitina vuelve a iluminársele la cara.
—¿Conocéis ese en que van un japonés, un chino y un español en un avión y el avión empieza a perder altura?
Yo sigo con mi cara de palo.
—Pero ríete hombre —me exhorta ella cuando acaba de contarlo.
—Ya me reí la semana pasada, no me gustan los excesos. Además, profeso la religión del pesimismo.
—Hace unos días —responde ella—, en una exposición de pintura me encontré con un conocido. Después de un rato de conversación resultaba evidente su pesimismo. Tras un montón de desacuerdos puntuales llegamos a una declaración de principios. Todo está bien, dije yo. Nada está bien, dijo él. Entonces se me pasó por la cabeza preguntarle su grupo sanguíneo. A negativo, contestó. Claro, yo soy A positivo. Nos echamos a reír. Él sin verdadera alegría. Es como el color de los ojos, como la estatura. Hay gente propensa a la insatisfacción como a otra enfermedad cualquiera, el alzhéimer, el cáncer, la alopecia. Los hay en cambio que tienden a estar satisfechos. Estos últimos se toman la vida como viene, porque sienten a nivel visceral que estar vivo siempre es un buen negocio.
No lo puedo creer, es la primera frase con sentido que sale de su boca. Parece que por fin va a dejar aparcados los chistes.
—El otro día —continúa—, en el hospital, conocí a un hombre que era optimista a carta cabal. Su mujer estaba de parto y él, como es costumbre, esperaba fumando y comiéndose las uñas. Era su primer hijo. Estaba ansioso. Algo mayor, calvo, un poco gordo. Probablemente estaba esperando ese hijo muchos años. Al cabo de unas horas salimos el médico y yo para hablar con él. Algo es nuestras caras le hizo sospechar que las cosas no habían salido demasiado bien. ¿Pasa algo, doctor? Verá señor, le dice el médico, ha habido un pequeño problema, su hijo ha nacido sin brazos. ¡Sin brazos! ¿Cómo se hará los deberes? Bueno, puede utilizar los pies, como esos pintores que pintan cuadros con los pies que luego son litografiados en tarjetas postales. Yo compré un mazo las navidades pasadas, son cuadros preciosos. Expresa sus pensamientos en voz alta hasta que el médico lo desengaña. Lo siento, le dice, pero es que tampoco tiene pies ni piernas. ¡Sin pies, sin piernas! ¿Cómo jugará al fútbol? ¿Cómo correrá de un sitio para otro? ¡Pobre hijo! Lo querré más que si fuera normal. Lo llevaré de aquí para allá en una silla de ruedas. Puede estudiar física y ser un gran físico como ese Hawking que inventó los agujeros negros. Puede llegar a ser Premio Nobel. Lo siento, vuelve a desengañarlo el médico, es que tampoco tiene cabeza. ¡Sin cabeza! ¡Dios! ¡Perder la cabeza ya, tan pequeño! ¡Qué horror! Tendré que quererlo cuatro veces más para compensarlo de tamaña pérdida. No podré acariciarle el pelo. Bueno, le frotaré el vientre como a los gatos. Perdón, le dice el médico, es que tampoco tiene pecho ni vientre. Es sólo una oreja. ¡Una oreja! ¡Pobre! Al menos podré tirarle de ella por su cumpleaños. Siete años, siete tirones, veinte años veinte tirones. Quiero verlo. Lo llevamos a la incubadora donde estaba la oreja y el padre emocionado grita: ¡hijo mío! Es inútil que le grite, le dice el médico: es sordo.
Chitina y Marta, cómplices, se ríen a gusto.
Marta
Marta, carnívora de cabeza pequeña compensada con una cabellera suave y espesa y cuerpo delgado, parece divertida con el discurrir de la velada. Habitualmente habla poco, limitándose a contestar con monosílabos o frases cortas cuando se le pregunta. Por el contrario, si alguien visita su casa es obsequiosa hasta el empalago. No basta con decir que uno no quiere nada.
—No quiero nada, Marta, de verdad.
Es necesario rechazar uno a uno cada ofrecimiento.
—¿Una cerveza?
—No, gracias.
—¿Un vermú?
—No.
—¿Coca-Cola, Fanta?
—No.
—¿Champán?
—No.
—¿Olivas rellenas, almendras?
—No.
Así hasta que acaba los innumerables productos de su surtidísima despensa.
Una vez probé a cambiar la táctica y decir a todo que sí. Fue peor porque, efectivamente, sacaba cada una de las cosas que ofrecía.
Cuando sale a la callem su repertorio se reduce drásticamente. Ella vive casi todo el día en las bocas de sus pacientes. Viaja de un molar a un premolar, de un incisivo a un canino. Puede contar la heroica salvación de una muela que otros hubieran dado por perdida, el exterminio de una bandada de caries malhechoras, el implante de una prótesis como un menhir en la llanura yerma de la encía. Poco más. A las nueve de la mañana se mete con su equipo de espeleología en esas cuevas halitóticas y rara vez sale antes de las nueve de la noche. En el siglo XIX, en plena revolución industrial, los obreros de las fábricas trabajaban menos.
Pero no se queja. Paga para que otros le hagan su comida y le críen a sus hijos. A veces, como un rayo que ilumina la noche, le pasa por la cabeza que su vida es absurda, que a ella misma le gustaría hacer la comida y cuidar a los niños, pero enseguida rechaza la idea asustada, quizá no supiera hacerlo. Tendría que hablarles, contarles cuentos, darles consejos, ayudarlos con los deberes. No sabría por dónde empezar. Ella solo sabe arreglar bocas. Es buena arreglando bocas. Y los pacientes no hablan en su consulta.
Marta es callada. Yo respeto su silencio. Odio a los tontos que cuando se encuentran con una persona callada dicen inevitablemente: «Di algo, estás muy callado, ¿se te ha comido la lengua el gato? No hablas mucho ¿verdad?» y cosas parecidas. En esos casos siempre defiendo a los tímidos y contesto lo que a ellos les gustaría contestar: «Si quieres entretenerte vete al cine o cómprate un mono, pedazo de imbécil». Por eso Marta se encuentra a gusto conmigo y hasta me hace confidencias.
Con Herminia, sin embargo, hablaba por los codos. Los discursos de las personas son como puertas cerradas, unas se abren con una facilidad pasmosa, otras parecen esas enormes puertas acorazadas de las cajas fuertes de los bancos sujetas a combinación y horarios; pero incluso las más bloqueadas tienen una llave que las abre. Herminia, sin proponérselo, hacía hablar a la gente. No hacía nada consciente, como el imán no hace nada consciente para atraer el hierro, solo que al que estaba con ella le entraban ganas de hablarle y sus palabras fluían como bajo la hipnosis.
—Nací en Salamanca —le dijo Marta— el mismo día en que murió mi madre. No se me puede achacar a mí toda la culpa, pues ella ya tenía el corazón débil y sabía que corría un riesgo. Mi padre no podía decidir si quererme como una prolongación de ella (los hijos ¿no crees? son la única eternidad que conocemos aunque seamos católicos y esperemos la otra vida, pero eso es demasiado incierto, demasiado oscuro) u odiarme por haber causado su muerte. Ante la duda, se casó a los seis meses y trasladó el problema a su nueva mujer. Ya puedes imaginar que yo no conocí otra madre que esa. Ella tuvo cuatro hijos más. A sus hijos les gritaba, les pegaba. A mí nunca. Quizá odiara comportarse conmigo como una madrastra de cuento. Yo quería que ella me gritara y me pegara como a sus propios hijos. Pero no lo hizo y cada vez, conforme iba creciendo, yo también la trataba de una forma cortés y fría. Como lo mejor, en virtud de ese complejo de madrastra, era para mí, mis hermanos me cogieron inquina. Lo pasé mal en aquella casa cuya consigna no escrita era tratarme entre algodones, como si fuera débil. Mi familia tiene un pequeño chalé en Torrevieja. Los veranos, soñaba con establecerme por esta zona, montar una clínica y empezar a asumir que mi madre murió en Salamanca el mismo día en el que yo nací.
Para una mujer que habla poco es una respuesta muy larga a la simple pregunta de Herminia el mismo día en que las presenté: «¿Cómo una salmantina ha acabado en esta ciudad?».
Los viernes, como excepción, Marta cierra la clínica a las siete y media. Se ha arreglado más que de costumbre, como si tuviera que competir con la enfermera, a la que no conoce. Se desespera ante el espejo. Tendría que haber ido a la peluquería, a un salón de belleza, cometer alguna herejía para que la Inquisición la estirara en el potro de tortura y ser así más alta. Alguna vez, la vida da muchas vueltas, cualquiera puede tener dinero. La lotería es el vicio nacional y alguna vez a alguien le cae. Hasta el más pobre puede volverse millonario. Pero, Dios, ese pelo, y esa cara de mona, y ese cuerpo de mona. Por más seda que le ponga encima no cambiará. Nunca, nunca sabrá lo que es ser una mujer bella, ni un resquicio de esperanza, ni una lotería a la que poder jugar. Se imagina a la enfermera como a una de esas modelos de revista y a ella, ¡qué ridículo!, llegándole a las axilas, a la enfermera vestida con elegancia con cualquier trapo sencillo y a ella un adefesio con trajes exclusivos, a la enfermera apenas perfumada oliendo a gloria y a ella apestando a perfumes caros. No quiere mirarse más en el espejo. No se ha puesto joyas, no se ha pintado. Se ha duchado, se ha enfundado unos pantalones vaqueros y una camisa, como cuando estudiaba en Salamanca, cuyo único afeite eran unas ojeras ennegrecidas por el estudio. De perdidos al río. Parece una musa existencialista. Y luego la enfermera ha resultado ser un ratoncito, como en la fábula de Esopo. ¡Qué alivio! Es demasiado gorda y apenas más alta que ella misma. Por eso enseguida le ha caído simpática. Le encanta su vestido verde con volantes y su pelo repeinado. Y encima cuenta chistes. La adora.
Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.
Pingback: El jugador de damas, 2: «La lotera» – El Cuaderno