Mirar al retrovisor

Desde la cúpula dorada del Kremlin

Joan Santacana imagina a un Vladímir Putin tentado por el Diablo en las alturas de su palacio.

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /

Imagen de portada: «La tentación de Cristo por el Diablo», de Félix Joseph Barrias (1860)

He tenido una pesadilla, un sueño. He visto cómo desde las cúpulas doradas del Kremlin, el Gran Oligarca tuvo una visión alucinada. Vio cómo el país líder de Occidente, los Estados Unidos, se debatía entre un loco millonario que instigaba la rebelión y un anciano decrépito sin energía que ascendía a la presidencia; vio también cómo los vecinos europeos —débiles, desarmados, divididos y vencidos por el hedonismo y el dinero— se peleaban entre sí; también vio que, en Afganistán, ejércitos de la otrora temida OTAN se marchaban de forma vergonzosa y abandonaban a su suerte a aquellos que les habían servido. Estaba el Gran Oligarca contemplando esto cuando el Diablo, aquel que desde el pináculo del Templo de Jerusalén tentó a Cristo, se le acercó y le dijo: «Amigo Putin, si me adoras, todo esto puede ser tuyo. Mira tus enemigos, cómo se pelean, observa lo cobardes que son, me adoran a mí en forma de dinero. ¡Ha llegado tu hora! ¡Ha llegado la hora de la justicia para la Madre Rusia!».

Y el Gran oligarca se lo creyó. Las democracias son débiles; tienen a viejos y a mujeres al frente de sus instituciones; dependen del gas que yo les suministro. ¡No pueden hacer nada! Y reunió a sus súbditos para hacer realidad su plan largamente acariciado. Les habló así: «Amigos míos, la Madre Rusia ha sido injustamente tratada. Nos han ninguneado en los foros internacionales; nos han mentido diciendo que no iban a colocar armas nucleares en nuestra “tierra entre mares”; han instigado a nuestros malos hermanos de Ucrania a que nos insulten en nuestras propias barbas. ¡Han olvidado nuestro poder y unidad! ¡Este es el momento de darles una lección que no olvidarán!».

De esta forma, reunió a sus generales, a sus almirantes y sus lacayos y les espetó: «Me habéis asegurado que Ucrania es un país débil; sabemos que esta lleno de hermanos rusos; esta tierra es el origen mismo de la Santa Rusia; Kiev, hoy hollado por traidores, es nuestra cuna; Crimea es nuestro puerto y nuestra ventana al mar. ¡Atacaréis sin piedad! Ellos, cobardes, se asustarán; sus aliados occidentales no aguantarán el ataque; se dividirán, se pelearán entre sí, temerán pasar frío y, mientras, nosotros ocuparemos los centros neurálgicos, las ciudades, las centrales de energía y derribaremos este gobierno títere de Occidente».

Y así fue como, por sorpresa, inició una guerra a la que no quiere llamar guerra. Y esperó impaciente que sus planes se cumplieran. Pero no tuvo en cuenta algunos detalles. Su país, inmenso, con diecisiete millones de kilómetros cuadrados, está poco poblado, con tan solo ciento cuarenta y cuatro millones de habitantes. Le ocurre a Rusia lo que a un inmenso castillo: no tiene suficiente gente para defender sus largas murallas. Es un país difícil de invadir (todos los que lo hicieron sucumbieron), pero difícil de defender. No se puede desplazar el grueso de su ejército a un solo punto, dado que se desguarnecen los demás. Tampoco contaba Putin con que los ucranianos, de cultura eslava, como sus súbditos rusos; de religión ortodoxa, como los rusos, y de historia rusófila, son ciertamente como los rusos: no toleran que les invadan y defienden sus casas, mas allá de si son de origen ruso o no.

Pero el Gran Oligarca erró especialmente en el tipo de guerra que iniciaba: era una agresión que no iba solo contra Ucrania y los países de Europa Occidental. Se ha convertido en una guerra también contra la conciencia de mucha gente, no solo de Europa. Por esto la respuesta ha sido la inesperada reacción de una parte importante del mundo; y el resultado no sabemos cuál será, pero amenazar con armas nucleares es una evidencia de su impotencia. Lo es porque él sabe que, si lo hiciera, la Santa Rusia también sucumbiría en un terrible holocausto. Ha demostrado que como agente de la KGB ha sido muy patoso y burdo. Ni vencerá ni convencerá, porque ha perdido una guerra fundamental: la de la credibilidad y la de la información. La gente, la buena gente en Rusia, todavía le cree; todavía creen que es un héroe, como pensaban los berlineses en medio de los terribles bombardeos de su ciudad en 1944. Pero al Oligarca, el diablo le ha jugado una mala pasada.

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