/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /
Una mujer acaba de entrar en el bar vendiendo lotería. Sus andares son patosos, y su vertido, verde. Ese vestido verde juraría haberlo visto antes. ¡Dios! ¡Es igual que el de Chitina!
Me ha pasado alguna vez encontrarme con alguien que lleva la misma camisa o el mismo suéter que yo. Crees morirte de vergüenza. Los demás nos miran como dos payasos: Marcelo y su hermano gemelo. Me pasó una vez en la cola de un banco. Era verano. El empleado llevaba una camisa a rayas blancas sobre marrón claro idéntica a la mía. Di media vuelta y salí disimulando. En otra ocasión me pasó en la sala de profesores. Me puse nervioso y me tiré encima, sin proponérmelo, un café. Aurora me dijo: si querías cambiarte de camisa porque la llevas igual a la de Leónidas no hacía falta que te tiraras el café. Sirvió para hacer la situación más ridícula. Tengo la experiencia de que las situaciones ridículas tienden a hacerse más ridículas aún.
Cuando esas cosas les pasan a otros la vergüenza ajena que siento es casi insoportable. Empieza a subirme un calor por todo el cuerpo hasta concentrarse, como un grupo de manifestantes, en las orejas, que llegan a alcanzar la temperatura de ebullición del agua. Casi prefiero que me pase a mí porque así, al estar yo mismo en la piel de uno de los sujetos, sólo veo una parte del esperpento, mientras que el espectador lo ve entero, los dos bobos uno delante del otro tratando de que la tierra se los trague.
La lotera avanza con parsimonia desde la puerta del bar, que afortunadamente queda a espaldas de mis amigos. No tiene éxito en sus ventas, pero se detiene un buen rato en cada mesa tratando de convencer a los clientes. ¿Qué les dirá? Desde aquí no puedo oírlo, pero por alguna que otra sonrisa que abre (aunque ninguna cartera) parecen zalamerías. ¿Qué le dirá a Chitina? «Anda, hermosa, coge un numerico a ver si te cae y puedes comprarte ropa en una tienda. Este lo compramos en la boutique del mercao», señalará su vestido dirigiéndose a mí, que ya me habré muerto de vergüenza y empezaré a oler.
Barajo distintas posibilidades para detener el avance de la lotera. El bar está lleno de cortinas amarillo ocre. El respaldo y el asiento de las sillas es de algún tipo de plástico que imita al cuero, la superficie de las mesas es de algún tipo de plástico que imita la madera. Todo está lleno de jardineras con plástico que imita diversas especies de plantas. La misma pintura de las paredes es de plástico. Todo ardería en un momento. Busco con la mirada un extintor y trazo mi plan. Prendo fuego a las cortinas, la gente (incluida la lotera) huye despavorida, cojo el extintor rojo que hay en la pared de enfrente, entre la puerta de entrada y la máquina tragaperras, y apago el incendio antes de que nadie resulte herido. El plan es bueno, pero el extintor está demasiado lejos. ¿Y si no llego a alcanzarlo? ¿Y si, presa del pánico, la gente se agolpa a la entrada del bar y no puede salir, muriendo asfixiada? Demasiado peligroso.
También podría plantarme en medio del bar y gritar «¡fuego!» sin hacerlo realmente. Pero probablemente se acercaría el camarero con un encendedor y me diría: «tome usted, pero esas no son formas de pedir las cosas».
Podría quejarme al dueño del bar argumentando las molestias que supone esta clase de ventas agresivas para la tranquilidad del cliente exigiendo que dos de sus gorilas la cojan cada uno de un brazo (con discreción, naturalmente) y la saquen por la puerta de atrás, y de paso le den una buena paliza para quitarle las ganas de volver. Aunque mi facilidad verbal lograra convencer al dueño, sería demasiado tarde. A la mujer le quedan solo dos mesas. Ya hasta distingo su ojo extraviado. ¿Un simple ojo extraviado da derecho a vender el cupón de ciegos? Nada la imposibilita para fregar escaleras o clasificar naranjas en un almacén. ¿Y si me levantara y, haciéndome pasar por inspector de trabajo, le pidiera la licencia? «Usted está completamente sana, señora. ¡A trabajar! Ah, y de una multa no la libra nadie». Pero como siempre hay gente que toma partido por los débiles (algo para mí absolutamente incomprensible), habría clientes que la defenderían: «Déjela usted, que no hace mal a nadie». Se abriría un debate donde yo sería el malo. Y encima probablemente acudiría Chitina a ver que pasaba. «¡Deje usted en paz a las mellizas, hombre!».
El bar, como un panal, está compuesto por una serie de compartimentos separados por un cercado de columnas bajas. Desde el plano inferior del pasillo la mujer, subiendo el escalón, entra en uno de esos reservados ficticios donde hay cuatro mesas, ofrece su mercancía y luego vuelve a salir por el vano de las columnas, baja el escalón hasta el pasillo, avanza por este y se introduce en el siguiente, el que está contiguo al nuestro. En este instante va a salir. Debo interceptarla en el pasillo. Ya no hay planes que valgan, la urgencia manda. Como el que ve ahogándose a su hijo no piensa en nada y se tira de cabeza al agua.
Chitina está a la mitad de uno de sus chistes.
—Perdona un momento —le digo—. Y me levanto con rapidez.
Mido uno setenta y nueve, aunque siempre redondeo a uno ochenta. Soy ancho de hombros. De joven jugaba a balonmano y no lo hacía demasiado mal. Robusto, de complexión recia. Si me pongo delante de una mujer más bien pequeña en un pasillo que está a un palmo por debajo de las mesas, confío en eclipsarla por completo. Cuando la atajo me hincho todo lo posible, como un sapo.
—Perdone. ¿Qué número lleva?
—Llevo muchos: la casa, el barco, los gemelos.
—En total, ¿cuánto vale todo lo que lleva?
—Me quedan unas quince mil pesetas.
—Mire, señora, le diré la verdad: hoy he soñado que estaba en un bar y que entraba una mujer con un vestido verde vendiendo lotería. Yo le compraba un número y me caía. Pero no puedo recordar qué número era. Tengo que comprárselos todos. Pero no llevo encima suficiente dinero. Si viene usted conmigo a la CAM de ahí enfrente saco dinero del cajero automático y le pago.
—Claro, rey —dice la mujer con el rostro iluminado. La sucursal de la Caja de Ahorros está tan cerca del bar (basta con cruzar la calle) que no le pasa por la cabeza una trampa (robo o rapto con violación); solo ve un excelente negocio a consta de mi credulidad. Aunque considera por un momento la posibilidad de quedarse con los números y no venderme nada (ella también cree en los sueños), desecha la idea. Ante todo es una profesional, y después, bueno: más vale pájaro en mano que ciento volando; conoce casos de gente que ha soñado con números y luego no han tocado. Se guarda muy mucho de decírmelo, no sea que cambie de idea. Se cose la boca.
Precedida por el burladero de mi espalda, salimos a la efervescente calle. La tonalidad amarilla de la luz de las farolas se mezcla con las luces de los escaparates y, cuando puede atraparla, también con la de los faros de los coches para dar un ambiente luminoso muy parecido al que había dentro del bar. Somos como ballenas que, debajo del agua, pasan las fronteras que dividen los océanos sin enterarse. El ruido también es parecido. Cuatro jovencitos discuten si van a ir a un bar o a otro; una de las chicas, tímidamente, apunta incluso la posibilidad de un tercero. Es la suprema libertad del individuo, por la que muchos han dado la vida. Una mujer mayor habla con su pequeño perro. No es que la mujer sea muy alta: es que el perro es muy chico y así, debido a la distancia y a las orejas que le caen sobre los pabellones auditivos como cascadas, no puede oírla. Entre su cháchara melosa y maternal desliza nombres de niños. El perro olfatea los nombres y reacciona con alegría moviendo el rabo.
El paso de cebra que une la puerta del Samoa con la puerta de la sucursal de la Caja debía ser una ventaja para nosotros en nuestro intento de cruzar la calle, pero no es así. Trato de imitar jocosamente al hombrecillo verde que en los semáforos para peatones indica la prioridad. Piernas y manos separados, cabeza erguida. Ni por esas. Ningún coche está dispuesto a detenerse. Espero en la posición más o menos disimulada de hombrecillo verde mientras la lotera mira con su ojo torcido a los conductores y de vez en cuando los insulta.
Al otro lado de la calle, de repente, aparece Moisés en forma de joven greñudo con una botella de cerveza de litro en la mano en lugar de la sempiterna vara, esa que convirtió en serpiente, la misma que introdujo en el Nilo para llenarlo de sangre. Con una naturalidad que pone al descubierto sus dotes sobrenaturales, apenas llegar, sin pensárselo dos veces, empieza a pasar. Y los coches, igual que las aguas del mar Rojo, le hacen un pasillo. Los coches, como los perros, huelen el valor y lo respetan. La lotera y yo nos lanzamos mirando con recelo las grandes columnas de hierro que misteriosamente levitan a derecha e izquierda. Tratamos de ganar la orilla antes de que lo haga el joven; de lo contrario nos podría pasar lo que a los carros del faraón. Efectivamente, como si hubieran visto la película, apenas el joven del botellón desaparece, los voraces motores de los coches rugen como un estómago que no ha comido desde hace tiempo. Pasan rozándonos y están a punto de pisarnos. Y encima nos pitan.
Quizá La Muerte tuviera escrito en su agenda: Herminia, treinta y seis años, accidente de coche; Quique, nueve años, accidente de coche; Jorge, cuarenta años, accidente de coche. Cuando le llevaron los cadáveres para hacer los asientos ,echó en falta el mío y quedó defraudada. No tenía previsto que yo ese día tenía exámenes que corregir y que no podía acompañar a Herminia a visitar a su abuela. Desde entonces, lo sé, azuza a todo vehículo de cuatro ruedas contra mí, como si yo tuviera la culpa de su equivocación.
Nos damos de bruces con un hombre que viste un traje claro de verano, su pelo negro está recogido en una cola de caballo y en su oreja izquierda luce un pendiente de aro; su cara oronda, sembrada de cañones oscuros como un barco pirata, termina en una perilla también negrísima. Habla gesticulando por un móvil que casi desaparece en su enorme mano. Imagino que regenta un prostíbulo donde inmigrantes ilegales de países del este que fueron traídas aquí con el señuelo de un trabajo estable y una vida mejor entregan su cuerpo bajo amenazas físicas y morales. A él mismo le debe gustar castigar a las más rebeldes con sus propias manos o con la correa ancha que circunvala su enjuta barriga. Ahora mismo debe estar dando órdenes para que el nuevo cargamento sea desembarcado y encerrado en sus celdas a la espera de que él les eche un vistazo y pruebe la mercancía, como un traficante de drogas se impregna las encías de cocaína para probar su calidad. Me acerco subrepticiamente a él para tratar de escuchar.
—Entonces me has dicho Atiramin y aspirina infantil ¿no? De acuerdo, busco la farmacia de guardia y enseguida voy. Si le sube mucho la fiebre, habrá que bañarla con agua fría. Aunque se queje y tirite. Con más de treinta y nueve, hay que meterla en la ducha: lo dijo el pediatra.
La enorme cola que hay en los cajeros automáticos me hace concebir la vana esperanza de que la tuerta se desanime. Yo no puedo echarme atrás. Aunque la mayoría de las veces pienso mal de los demás (como ahora de ese pobre hombre que tiene a su hija enferma), de mí mismo tengo un alto concepto. Mi palabra es un cheque con fondos. Si prometo algo lo cumplo. Lo cual no impide que si, por circunstancias ajenas a mi voluntad, me ahorrara cien euros, no me fuera a alegrar. Pero la mujer de verde ya ha echado la noche y no tiene prisa. La única esperanza es que los jóvenes que utilizan la tarjeta de crédito de sus padres, las parejas de novios y el grueso de la banda municipal de música que hacen cola acaben con el dinero antes de que me toque el turno. Inútil. La lotera me haría buscar otro cajero o darle, como prenda, mi reloj de oro.
Los enanos que dentro de las máquinas dispensan los billetes no se equivocan nunca. Si alguna vez, algo impensable, lo hicieran, si en lugar de darte diez billetes, por ejemplo, te dieran nueve, sería inútil protestar porque eligen para ese trabajo enanos sordos. A pesar de todo cada uno de los clientes cuenta su dinero y no se retira hasta que está satisfecho.
Por fin ha llegado nuestro turno. Tecleo mi número personal y cuento los billetes que me entrega la máquina. La mujer, entre tanto, ha contado los cupones. Me da papeles como para empapelar una casa.
Una mujer embarazada alcanza la altura del paso de cebra con la intención de cruzarlo. ¿Tú sabes lo que le dice una pulga a otra cuando ve venir un perro? Ha llegado mi taxi. ¡Horror! Tengo a Chitina dentro de mi cabeza.
Me despido rápidamente de la lotera tuerta vestida de verde asegurándole una gratificación especial cuando me caigan todos esos millones y me cuelo en el rebufo de la joven que, mejor que un semáforo en rojo, ha hecho parar a los coches con su bombo. Me pego a ella lo más posible. Los coches gruñen, rechinan los dientes, pero no atacan. Respetan demasiado a la mujer preñada.
Camina lentamente debido a su avanzado estado. No me atrevo a adelantarla y finjo una cojera arrastrando levemente el pie izquierdo. Me cruza por la mente una relación entre el bombo de la mujer y el bombo donde se meten las bolas para un sorteo. Aplazo el desarrollo de la idea hasta estar seguro, en estos momentos la falta de atención es peligrosa. Los coches aceleran en vacío para darnos prisa. Me entra el pánico. Estoy a punto de dejar de fingir y salir corriendo. Sería mala idea. Lo he visto en la televisión, en los programas sobre la fauna salvaje. Algunos animales no pueden aguantar la tensión, dejan de fingirse muertos y huyen. Es su perdición. El depredador entonces los captura. Por eso me contengo. Tras unos segundos interminables llegamos al otro lado. Estoy por darle a la mujer, como agradecimiento, un boleto para el sorteo. Probablemente lo rechazaría. Rechazamos las cosas que nos dan gratis los desconocidos porque ningún desconocido da nada gratis. Suena el teléfono: señor, le ha caído a usted un viaje a Mallorca. No lo quiero. Y colgamos el teléfono. Recogemos una carta del buzón: usted es el afortunado ganador del primer premio de tal o cual, le han caído treinta millones, solo tiene que pasar a recogerlos. ¡Que vaya Rita! Y rompemos la carta. Me dieron por la calle la estampita de un santo. Iba pensando en otra cosa y la cogí. Ah, muchas gracias. ¡Cómo que muchas gracias! Son veinte duros. Devolví la estampita. No me gustan esas técnicas comerciales. Si quieren vender que pongan una tienda con un escaparate bonito y luces que iluminen la calle.
Además, ella ya lleva su propio bombo, donde dan vueltas las bolas de los genes. Pronto será el sorteo. De ahí saldrá un ser encantador o un auténtico monstruo. Será simpático o antipático, listo o tonto, feo o guapo. Tendrá taras físicas o un cuerpo perfecto. Hay 1600 enfermedades que se transmiten genéticamente, sin contar los defectos que pueden producirse en la recombinación genética de los cromosomas en el proceso de formación de la célula germinal. Demasiada incertidumbre. Demasiado riesgo. En mi familia hay tendencia al cáncer. Mi padre murió de cáncer de estómago. Todos mis tíos paternos lo hicieron de un tipo u otro de tumor. En la familia de Herminia se estilaba más el ataque cardíaco. Aunque le nazca un niño aparentemente sano, eso no quiere decir nada: esconde multitud de genes deletéreos a lo largo de sus largas tiras de ADN. Si no muere de sobredosis en la adolescencia o lo pilla un coche antes de cumplir los diez años, esos genes venenosos acabaran matándolo. Se rifa una monumental desgracia y ella ha comprado todos los números.
Al regresar al bar, la risa de Chitina me recibe como una música demasiado alta.
¿Qué les voy a decir para justificar esta compra a todas luces excesiva? Enrique sabe que nunca compro lotería, juego al bingo o echo monedas en las máquinas tragaperras. El único juego de azar en el que de vez en cuando me permito arriesgar es el póker. Destapar lentamente las cartas es como participar cada mano en un sorteo, con la salvedad de que te puedes oponer al resultado del sorteo y convencer a los demás de que te ha caído. Por lo demás, soy un mediano jugador de ajedrez y un jugador de damas que no conoce la derrota. De este último juego, alguien debería escribir un tratado que llenara un imperdonable vacío bibliográfico. Aperturas, juego medio y finales en el juego de las damas. Quizá lo haga yo mismo. En él resolvería, como de pasada, la pregunta retórica de si el número de jugadas posibles en el juego del ajedrez es un número finito o infinito. Para contestar sólo habría que aplicar el principio de retrogradación del movimiento de las fichas, principio que llevará merecidamente mi nombre, principio de Jorge Rojo o, sencillamente, principio de Rojo, que dice que en un juego cualquiera, cuando las fichas avanzan en las dos direcciones, hacia delante y hacia atrás, el número de jugadas es infinito. Las damas sería un juego finito si la pieza que llega a la última fila de cuadros no se convirtiera en dama con la particularidad de poder ir hacia delante o hacia atrás; este hecho hace el juego infinito. El dominó, por ejemplo, es un juego finito: nadie puede coger una ficha de la mesa y volver a tirarla. Las jugadas del parchís son teóricamente infinitas porque las fichas se pueden eternamente comer unas a otras enviándose mutuamente a su casa para volver a salir. La oca, aplicando el principio de Rojo, es un juego infinito porque caer en la muerte implica volver a la casilla de salida. La vida es un juego finito porque solo marcha en una dirección aunque los más crédulos creen que la muerte, como en el juego de la oca, equivale a un principio y así se creen inmortales. Pero esas no son las reglas del juego, ¿o sí? Mira el árbol, deja caer una semilla y renace. Mira los animales, dejan caer una semilla y renacen. Míranos a nosotros. No. Algo falla en el razonamiento. La consciencia no se reduplica. Por desgracia el juego de la consciencia es un juego finito.
Enrique, por tanto, se va a sorprender cuando me vea venir con quince mil pesetas de lotería fruto de un sueño que no he tenido. Querrá saber y al final tendré que confesar lo del vestido. La única forma de engañarlo es tener realmente ese sueño. La verdad es la mejor coartada. Me encierro dentro de mi mismo, me acurruco un instante en la oscuridad de mi consciencia, me duermo y sueño.
El bar es un poco distinto al de la vigilia. No hay, como aquí, columnas con espejos. Si existieran esas columnas y, por azar, me viera reflejado en ellas, me despertaría. Es otro de mis principios generales: siempre que el durmiente se ve dentro del sueño reflejado en un espejo, se despierta. No tengo una hipótesis verosímil para este principio, dejo a los demás que lo busquen, solo expongo un hecho experimental: en el cien por cien de mis sueños, me he despertado al verme reflejado en un espejo.
El bar es más pequeño a lo ancho, pero en altura supera la realidad. El desnivel entre el pasillo y las mesas ha pasado de un palmo a varios metros. Desde esa altura veo entrar a la mujer. Va vestida con vendas, como una momia, pero las vendas son de colores. Le dan un aspecto alegre a pesar de faltarle medio cuerpo y arrastrarse, remando con las manos, en un carromato con ruedas. Aparece diminuta allá abajo, pero su voz llega nítida. El cero, cero, cero. El cero, cero, cero, repite. Comprendo que ese número no puede dejar de caer y se despierta en mí una codicia inusitada. Me tiro desde los tres metros que separan mi mesa del suelo y, como era de esperar, floto en el aire. El mundo onírico tiene menos gravedad. Le compro todos los números, que pago con dientes de oro que arranco de mi boca. Luego pasa un camarero, veo mi rostro reflejado en la bandeja y me despierto. Ya está. Ya puedo enfrentarme a Enrique sin temor.
Avanzo, aun un poco ingrávido, hacia el trío. Me veo a mí mismo con un montón de boletos y una historia absurda y pienso que he cambiado un ridículo por otro.
—He ido a comprar lotería. Como no compro nunca, cuando lo hago lo hago al por mayor. Como ese chiste del que va a cazar ranas con un hacha: no pillaré ninguna, pero a la que pille la despanzurro.
—No es mala idea —comenta Chitina—. Nosotros hemos comprando antes un solo cupón a una lotera tuerta que llevaba un vestido como el mío. Nos hemos reído mucho con la coincidencia.
El Patachula
Salimos del bar con el objetivo de ir a cenar al Casablanca. Caminamos de dos en dos por la acera. Chitina y yo abrimos la marcha. Es bastante más baja y, aunque no se le puede llamar gorda del todo, se nota que sus carnes contienen la levadura suficiente para que se hinchen como buñuelos; son como el ejército de un país que se agolpa en la frontera de otro: aún no lo ha invadido, pero la invasión es inminente.
—Antes sí era auténticamente gorda —me refiere como si me estuviera leyendo el pensamiento—. Me pusieron el mote de Chitina en el colegio niñas como palillos de dientes con trenzas y pecas. Si hubiéramos sido chicos, las podría haber aplastado, pero las chicas no alardean de fuerza, al contrario: su fuerza es su delicadeza. Mi voz, como ves, es grave y ya lo era entonces. Grande y con voz de ogro. La naturaleza, para compensarme, me ha dotado de un optimismo innato. Es casi imposible hacerme daño. Me he divorciado dos veces y no he llegado a perder el sueño. Cuando comprendes que a alguien no puedes herirlo no pierdes el tiempo intentándolo. Acepté el nombre de Chitina como podría haber aceptado el de Elefante o Vacaburra.
»Con el tiempo Chitina se fue convirtiendo en un apelativo cariñoso. Yo creo que es mejor aceptar los motes que rechazarlos. Una vez que aceptas un mote ya está, ahí se acaba. Si rechazas el mote, entonces nunca acabas con él. A mi abuela le pasó con un funcionario cojo del Ayuntamiento al que llamaban El Patachula. A mí me gusta. Si fuera coja me encantaría que me llamaran La Patachula.
»Pero el buen hombre, por lo visto, no aceptaba el mote. Mi abuela (hay que ser tonta) creía que ese era su nombre. O vaya usted a saber qué creía. Lo cierto es que fue a su ventanilla preguntando por el Patachula. Al mismo Patachula le preguntó si él era el Patachula. Aquel le soltó una grosería. Los anales de mi familia no cuentan qué tipo de grosería, pero es fácil deducir que le dijo que lo que tenía chula era otra cosa. Mi abuela se sintió ofendida, se fue a su casa a regar con mistela la planta de su valor, cogió un cuchillo de cocina y volvió al Ayuntamiento para matarlo.
—¿Y qué pasó?
—No lo sé, mi familia nunca cuenta el final de esa historia.
—¿Y nunca has preguntado?
—No. Es como un sueño. Uno acepta que se ha despertado en lo más interesante y que ya es imposible continuar.
—Yo creo que tu abuela llegó al Ayuntamiento con el cuchillo escondido en el refajo…
—¿Pero tú sabes lo que es el refajo?
—Por supuesto: sitio de la vestimenta de las abuelas donde se esconden cuchillos de cocina. En fin, hizo otra vez la cola pertinente y cuando llegó su turno, le pidió al Patachula que le enseñara esa cosa que decía tener tan chula. El Patachula se bajó la cremallera…
—En aquella época se usaban botones.
—Se desabrochó los botones y puso sobre la ventanilla una salchicha de buen tamaño. Tu abuela echó mano al refajo y desenfundó el cuchillo. Zas. Duele de pensarlo. Se la cortó de un tajo. Desde entonces le cambiaron el mote de Patachula por el de Patacorta. Que por cierto le molestaba también.
—Es que hay gente que no aguanta las bromas. Pero no. Mi abuela dijo que lo iba a matar. Mi abuela era una mujer de palabra. Yo me imagino que hizo cola en la ventanilla con el cuchillo escondido en la faltriquera, que es un bolsillo mucho más apropiado que el refajo para esconder un cuchillo…
—Eso va en gustos.
—Y su ira iba creciendo y creciendo a medida que se acercaba al Patachula. Delante de ella había un huertano. Era más de la huerta que las amapolas. En la pernera derecha del pantalón gris oscuro con rayas negras que lucía aún se veía la pinza que se ponía para no enredarse con la cadena de la bicicleta. Era un hombre mayor o un joven envejeci,do pues ya se sabe que en la huerta la gente envejece sana pero rápido. Se había quitado la boina y la había metido en un bolsillo del pantalón, grande como una alforja, donde residían, unos de forma permanente, censados, y otros de forma transeúnte, un bocadillo de salchichón, una naranja, un peine, una navaja trapera, algunas llaves, un monedero y supongo que un paraguas por si llovía.
—Exagerada.
—La cuestión es que el pobre hombre preguntó al pobre funcionario municipal por el Patachula. Y el Patachula, que ya tenía cierta experiencia en la respuesta, le dijo lo que le dijo. El huertano era tímido, cuando venía a la ciudad se sentía como un pez fuera del agua; pero tenía su genio. Y un genio vivo. Se sacó la navaja del bolsillo, la abrió lenta, reflexiva y escondidamente. Su cara se había transformado en una máscara de tragedia. Con la mano izquierda cogió de la pechera al Patachula y con la derecha le asestó una puñalada mortal en el corazón. El huertano libró a mi abuela de la prisión en el último momento.
—Desde luego el Patachula se lo estaba buscado —digo yo—. Pero la historia es inverosímil. Los huertanos, y más en aquella época, tenían asumido los insultos de las autoridades. Si no los insultaban, ellos mismos lo hacían. Disculpe usted, señor, pero es que soy un paleto, soy tonto, subnormal profundo, me podría usted rellenar el impreso, yo no se escribir, soy analfabeto y provengo de una familia donde abunda la imbecilidad. Cosas así. No. En realidad tu abuela fue a matar al Patachula, pero en el último momento, cuando tenía su vida en sus manos, lo miró a los ojos y se enamoró de él. Tú eres nieta del Patachula.
—Pues ahora que lo dices, mi abuelo era cojo.
Nos reímos. Es una de esas mujeres que, por no poder decir de ellas que son guapas, se dice que son simpáticas. En este caso es muy cierto.
Pasamos por la puerta de un videoclub. Dentro la gente hace tres colas delante del mostrador con un orden sorprendente. El que menos lleva en la mano dos cintas de vídeo. En el cine Avenida, el único cine que aun sobrevive (algunos piensan que es una tapadera para blanquear dinero del narcotráfico), el solitario empleado que hace las veces de taquillero, portero, acomodador y encargado de la cantina limpia las telarañas que se han formado en la puerta. Pienso que cada vez vamos encerrándonos más en nuestras casas. ¿Llegaremos un día a nacer con ella en la espalda como los caracoles? Por otro lado, dado el precio al que se están poniendo, sería una suerte.
Me he abstraído menos de un minuto. Aun así Chitina me recrimina:
—Te has quedado muy callado.
—Sí, estaba pensando en cómo los avances tecnológicos nos recluyen cada vez más en nosotros mismos. ¿Tú sabes por qué la hospitalidad ha sido siempre sagrada entre los pueblos primitivos? Porque el extranjero traía noticias y esa era la única forma de enterarse qué estaba pasando en el mundo. Ahora lees los periódicos, miras la televisión, te enteras mucho mejor de todo, pero estas solo. Pasa lo mismo con el cine. Antes era una acción colectiva, ahora es, cada vez más, una acción individual. ¿Ves el video lub repleto? Bueno, al menos mientras escogen lo que van a ver solos están juntos. Cuando la televisión ofrezca una cantidad de películas similar a un videoclub, ni eso. Este negocio tienen los días contados.
Una frente brillante
—Mi propia experiencia es significativa. Cuando Herminia y yo nos casamos pasamos tres años completos sin televisor. Nos dedicábamos a ir a conferencias y exposiciones de todo tipo. Cualquier artista, filósofo o científico que quisiera transmitir el producto de su trabajo en un radio de cincuenta kilómetros allí nos tenía a nosotros en primera fila.
Recuerdo con especial agrado la lectura de un poema épico en versos octosílabos, el metro del romance, que relataba la lucha de un joven caballero contra la tiranía de una bruja. Tres horas de lectura que mantenían el interés desde la elección del guerrero que debe salvar el país, elección que se efectúa invitando a los candidatos a saltar al vacío desde una peña, a lo cual solo accede el joven héroe (es rescatado mediante el despliegue de una red imprevista, un héroe muerto no sirve de nada) hasta que, ya vencedor, en el camino de regreso la germinación de una semilla de roble en su pecho lo transforma en árbol y cómo en sus ramas se va formando un nuevo reino de pájaros y orugas. Aún recuerdo fielmente el canto del triunfo sobre la bruja:
Pero no sirvió de nada
Ni las piedras ni los rayos
Ni sirvieron los dragones
Que eran cinco y eran malos
Porque el fuerte caballero
A la bruja ya ha matado
Que tenía una larga pica
Y la razón de su lado
Y solo tenía la bruja
Un castillo levantado
Sobre una peña
Los poderes de cien hadas
Y de aliado al diablo.
Fue en Cox. El poeta era un joven de mediana edad. Su amplia frente, en ofensiva perpetua contra su pelo negro que se batía en retirada recogiendo sus bajas en el peine y en la ropa, brillaba como un espejo. En la presentación, el director del acto se equivocó y lo definió como una frente brillante. Todos entendimos mente brillante enderezando un mensaje que venía torcido. A lo largo de la lectura sacó varias veces un pañuelo y se frotó la frente, demostrando que era consciente del problema y le molestaba. Lo que quizá ignorara era la inutilidad de su gesto, pues después de pasarse el pañuelo la frente brillaba aun más, como brilla una pieza de oro cuando se bruñe.
Jarrones
El pintor que expuso en las cuevas de Rojales tenía el problema contrario. Su frente acartonada era tan opaca que absorbía la luz, disminuyendo la claridad de la estancia donde entraba, igual que baja la intensidad de las bombillas cuando se enciende un aparato eléctrico muy potente. Su pelo híspido y canoso tenía la rugosidad y la fuerza de sus cuadros, jarrones humanizados confeccionados con materiales terrosos. En las paredes calizas los jarrones parecían remolinos de significado que hubieran nacido del movimiento tempestuoso de la piedra y apuntaban a nuestros ojos para llegar más alto, aferrándose al pelaje de nuestro espíritu como piojos o garrapatas. El arte rupestre —decía el pintor— representa exclusivamente animales porque el hombre primitivo no había comprendido aun que la piedra está viva. Todo lo vivo proviene del barro. Y no solo en sentido bíblico. Las primeras moléculas se formaron en la trama de la arcilla. Jarrones amamantando a otros jarrones, jarrones abrazados, jarrones peleados, jarrones dormidos, jarrones trabajando, jarrones fábrica, jarrones casa, jarrones nube. Decía Tales que todo está hecho de agua. Heráclito que todo está hecho de fuego. Él lo veía todo hecho de jarrones. Me gustaban esos cuadros de colores ocres, amarillos y rojos. El arte es ante todo una acción —hablaba antes de que le preguntaras—. No entendíamos sus palabras, pero hubiéramos comprado un cuadro si hubiéramos tenido dinero.
Sobre fantasmas
Casi todos esos actos eran gratuitos, incluso en algunos te recompensaban la asistencia con un vino o un libro. Recuerdo un poeta que editó su libro con su propio dinero y lo fue regalando al término de su lectura. «Sobre fantasmas», se titulaba. Lo recuerdo bien porque parecía hablar de nosotros. En un poema contaba la historia de una muchacha (al final la chica resulta ser un fantasma) que salía en invierno con un abrigo largo tapada hasta las cejas «y se colaba en cualquier conferencia/ hambreando el confort de las calefacciones». Esa noche precisamente hacía frío y el local estaba medio lleno. Me quedé de los últimos y le pedí que me dedicara el libro. «Con entrañable afecto», me puso. Y eso sin conocerme de nada. No quiero imaginar qué hubiera escrito en el caso de ser íntimos. A lo mejor palabras tan rotundas que hubiera tenido que dejar a Herminia e irme a vivir con él. No estaba mal. Alto y pálido, muy delgado, con el pelo lacio cayéndole hasta la mitad del cuello y una barba rizada que protegía sus delicados labios. Poeta por dentro y por fuera. Cuando salimos a la gélida calle, en la papelera inmediata eran claramente visibles ocho o nueve libros. Los recogimos con pudor y los tiramos más adelante, en un contenedor de basura. El libro nos interesaba lo mismo que a los otros, pero no queríamos herir al poeta.
Un concierto
Otra noche fuimos a un concierto que organizó La CAM, un cuarteto de cuerda polaco. Yo no soy gran aficionado a la música, y menos aún a la música clásica. Aunque soporto bien la cuerda, mi idea era oír media hora o tres cuartos y salir a cenar. Habíamos quedado con unos amigos y teníamos el tiempo justo de escuchar la primera pieza, el cuarteto de cuerda nº 13 Opus 29/1 D804 en la menor titulado Rosamunda de Schubert. Eso al menos ponía en el programa de mano y aunque lo puedo repetir como un papagayo para impresionar, si luego tocaron otra cosa no sabría decirlo. Lo malo es que las veinticinco o treinta personas que habían ido esa noche tenían planes iguales o parecidos. Algunos, los más entendidos, en el último movimiento, allegro moderato, empezaron a desfilar. Cuando terminó Rosamunda quedábamos Herminia y yo solos con los cuatro polacos que se miraban desconcertados. Nos dio cosa levantarnos e irnos también. Luego empezó Beethoven, cuarteto de cuerda en Fa Mayor Op 59 nº1 Rasumouski según el programa, aunque vaya usted a saber. Al haber solo cuatro oídos a la hora de repartir la música tocábamos a más. Era insoportable. Los polacos no nos perdonaron ni una nota. A Beethoven le siguió Haydn, el cuarteto del Emperador y a Haydn Mendelssohn, una sinfonía para cuerda en Si Bemol Mayor. Cuando acabaron, puestos en pie, saludaron respetuosamente doblando con exageración la espalda como si buscaran por el suelo al público perdido.
La televisión
Hambreando el confort de las calefacciones aprendimos mucho y conocimos a personas interesantes. Si alguien exponía una colección de cosas, lo que fuera, que había reunido con paciencia a lo largo de su vida, allí estábamos nosotros.
Fuimos a conferencias organizadas por la Cámara de Comercio sobre la compraventa de cítricos en la Vega Baja que no nos interesaban y charlas organizadas por la Universidad de Murcia sobre los fundamentos de la mecánica cuántica que no comprendíamos, pero cada vez, a través de esos temas áridos o incomprensibles, se abría paso hasta nosotros la pasión humana de trascender. Una vez dijo un conferenciante refiriéndose al arte oriental: lo que se hace con tiempo, el tiempo lo respeta.
En las escasas noches en que la luz de la cultura se apagaba acudíamos a visitar a los amigos. Una botella de vino caro nos abría la puerta. Al principio siempre caíamos en la trampa de pensar que allí adentro había mucha gente, pues nos recibía una multitud de voces. Nuestro nombre es legión, decía el diablo del Evangelio por boca del endemoniado. Legión rima con televisión. La tenían siempre encendida para crear ambiente, para huir del horror al vacío, del silencio que crece entre las personas como la hierba entre las losas del pavimento. Así siempre estamos acompañados, decían. Era para ellos como la voz de la madre que tranquiliza al niño. Nosotros, nativos de tierras vírgenes, por no convivir con el mal no teníamos defensas contra él, las imágenes nos hipnotizaban, nos adormecían, nos libraban de nosotros mismos y descubríamos en esos momentos que el ser es un peso constante, como la atmósfera, y que liberados de él nos sentíamos más ligeros. Era el proceso contrario al de las conferencias, un proceso de vaciado. Y un proceso de vaciado adictivo, pues una vez sentías el vacío en tu interior cada vez querías más y más.
Cuando mi madre nos regaló la televisión, el día de San Jorge, empezamos a salir menos, hasta que por fin dimos por concluido ese ciclo como un día se clausura la niñez y ya no se puede volver a ella, uno la añora, la recuerda como una época feliz, pero de imposible retorno. Nos quedábamos en casa por pereza. Excepcionalmente íbamos al cine, cosa que también cambió cuando compramos el vídeo.
Esa fue la primera vez que la maldita tecnología nos encerró en casa. Pero aún hubo una segunda. ¿Te aburro?
—¿Tú conoces al animal al que hay que entretener para que no cambie de sexo? —infiere Chitina.
—No.
—El burro, para que no sea burra.
Una vez que Chitina ha saltado un poco de gas y ya corre menos peligro de explosionar se supone que puedo seguir perorando. Cinco minutos más sin contar un chiste hubiera sido catastrófico.
Una casa en la playa
—Nosotros éramos una familia de clase media más o menos acomodada teniendo en cuenta que sólo teníamos un hijo. Pero comprarnos una casa de veraneo era un sueño imposible a corto plazo. Esa falta de recursos no nos molestaba en invierno, cuando la ciudad bullía de miserables que trabajaban mañana y tarde y que envidiaban a los privilegiados que terminábamos la jornada laboral antes de comer. Pocas veces he tenido clase por la tarde. Eso lo dejo siempre para los interinos. Pero en verano el que no abandona la ciudad y se va a la costa se degrada antológicamente a los más bajos niveles: emigrante sin papeles, cucaracha o pobre. Y eso duele. Yo, cada año, insistía para que diéramos a nuestra economía otra vuelta de tuerca y nos compráramos un apartamento de cuarenta metros en Torrevieja encima de cien discotecas que no nos dejaran dormir. Sería un poco molesto, pero nada que no pudieran solucionar unos tapones para los oídos.
Herminia no quería ni oír hablar del tema. Prefería gastarse el dinero en un viaje corto a alguna ciudad cargada de historia y pasarse los días corriendo de un monumento a otro. Para cuando volvíamos su argumento era que la playa nos quedaba a veinte minutos en coche. En verano, pues, me dejaba crecer la barba, me ponía ropa que nunca volvía a usar, y con un sombrero calado hasta las cejas y gafas oscuras recorría subrepticiamente la distancia que me separaba del coche y me montaba rápidamente para salir de la ciudad. ¿De quién huía si toda la gente que contaba estaba en la costa? De mí mismo no podía huir, pues me reconocía perfectamente debajo de la barba y me decía con sarcasmo: ¡ah! Otro año te quedas aquí. ¡Vaya! Has triunfado en la vida ¿Eh?
El aire acondicionado
Las paredes de mi casa se burlaban de mí con sorna: Jorge no se ha ido de veraneo, se cree Dios cuando corrige los exámenes, está en su mano el destino de esos muchachos, su felicidad presente y futura; pero llega el verano y esos chicos están todos en la playa, con unos padres que han sabido ser alguien, y él se queda como un fantasma triste en una ciudad muerta, como a ese que nunca llaman, como a ese que nunca invitan a las fiestas. Odiaba quedarme en esa casa hiriente y deslenguada y hacía entonces lo que no hacía el resto del año: trabajaba mañana y tarde. Y ese trabajo consistía en organizar excursiones. El calor era mi aliado y Herminia se dejaba llevar. Hasta que el verano del noventa y cuatro, con las pagas extraordinarias, compramos un potentísimo aparato de aire acondicionado. Entonces se acabó la playa, la piscina, el cine. Pasábamos el verano semicongelados y sólo pensar en el agua nos daba escalofríos. Salíamos un día a la semana a comprar provisiones, a alquilar películas en el videoclub, a renovar los préstamos en la biblioteca. Luego nos colocábamos el abrigo y abolíamos el verano. Se acabaron las tortillas de patatas en la pinada, las largas horas de lectura en la piscina bajo la sombra de los árboles, las sesiones dobles en el cine de verano. Esa fue nuestra segunda encerrona.
Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.
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