Creación

Tojos

«Mira este atardecer. Parece que el cielo se desangra y que la sangre vertida en el mar espumoso llegará a la orilla y nos mojará los pies descalzos. Contémplalo como si fuera el último, tal vez lo sea; para mí es como el primero porque camino a tu lado y todo parece cobrar un valor que roza lo inmoral.». Un relato de Fernando Prado Eirin.

/ un relato de Fernando Prado Eirin /

Me lleva pasando toda la vida. Lo supe esta mañana al tirar la basura. Lancé la bolsa dentro del contenedor y cayó sobre una pila de bolsas igual de negras con las asas rojas, naranjas o amarillas en cuyo interior había, supuse, más o menos lo mismo: restos de comida, servilletas manchadas de salsa, polvo, cabellos, trocitos de uñas, calcetines rotos, preservativos, cáscaras de naranja, en fin, las sobras y deshechos de la existencia humana. Entonces fui consciente de que siempre ocurre de la misma manera, y la comprensión de esa realidad fue un golpe, un golpe mullido como el que produjo mi bolsa de basura al impactar contra las demás. Todo parece dentro de los parámetros de la normalidad y el día menos pensado me doy cuenta de que no es así y que me encuentro en algún lugar lejos de cualquier parte. De pronto descubro que he caído una vez más y no solo eso, sino que llevo demasiado tiempo descendiendo en el vacío sin saberlo simplemente porque aún no he tocado fondo ni he chocado contra el suelo rompiéndome en mil pedazos.

La normalidad es un concepto ridículo, una especie de ilusión particular que se crea a medida, como hace un sastre con una chaqueta. Quizás por eso me cueste tanto diferenciar los tropiezos de las caídas, ¿no te parece? Mi tendencia a la autodestrucción es innata; creo que en el fondo la disfruto y es posible que encuentre cierto placer en ella. De alguna manera es como jugar a la ruleta rusa sin saber si el revólver está cargado: aprieto el gatillo y escucho el clic metálico, pero no hay detonación, el proyectil no sale disparado por el cañón y, por lo tanto, no se abre un agujero en mi cabeza. Entonces, repito el procedimiento. Gatillo, clic, nada. Así una y otra vez hasta que el tambor gira por completo y aún no me he abierto la bóveda craneal. Es decepcionante porque debería estar muerto sobre un charco de sangre que avanza tiñendo el suelo del salón, pero no, ese líquido espeso que me da la vida aún fluye dentro de mi cuerpo sin haberse derramado ni una sola gota y a mí, la verdad, se me queda cara de tonto, y compruebo el revólver y veo que la bala que debería estar no está, y pienso que es una broma de mal gusto, que tal vez alguien haya adivinado mis intenciones y se haya asegurado de vaciar el arma porque no está bien suicidarse, y de la sorpresa paso a la rabia. Qué sabrán ellos del ruido y el vacío, de la sensación de arrastrase sobre el pastoso, pegajoso y negro alquitrán si ni siquiera saben cómo huele, porque aquí el barro es oscuro como el alquitrán. Me levanto hecho una furia, voy a la cocina, abro el cajón y cojo un cuchillo, y me enfurezco aún más porque descubro que no tengo el valor suficiente para pasarme la afilada hoja centelleante por las verdosas y abultadas venas de la muñeca y menos aún por el cuello rígido y tenso como el de un cordero a punto de ser degollado; entonces lo dejo caer al suelo y grito y me derrumbo al lado del cuchillo y me siento aún peor porque he fracasado de nuevo, y el viento mueve las hojas de la copa de los árboles ya medió desnudos, y algunas se desprenden y vuelan hasta posarse en la hierba, y yo quiero ser hoja, pero no me puedo levantar, inexplicablemente no puedo, no tengo fuerzas para mover ni un solo músculo.

Ya sabes cómo es la gente, enseguida te juzga y te da soluciones para todo. Tienes que hacer más vida social, apuntarte a yoga, comprarte una bici, dejar el alcohol, evitar el café, convertirte al veganismo y mantener una mente positiva. Yo los mando a tomar por culo, o sea, no lo digo, pero lo pienso; las palabras se agolpan en mi boca y tienen tanta fuerza que me cuesta retenerlas, ahogarlas en saliva y tragármelas. Después de todo, no serviría de nada dejarlas salir, ¿verdad? Qué impotencia. Eso pasa por ser políticamente correcto, porque nos educaron para evitar la confrontación y apostar por el diálogo. Las cosas deberían ser tan sencillas como tirar la bolsa de la basura al contenedor. Estoy seguro de que si supiera gestionar mis deshechos emocionales eficazmente estaría mejor, o al menos me sentiría algo más ligero. La ligereza es un sueño inalcanzable, pero me imagino que debe ser algo parecido a lo que siente un pájaro cuando planea, sustentando el vuelo sin apenas esfuerzo.

Tal vez lo peor que te puede pasar es que no te pase nada. Eso es precisamente lo que ocurre aquí. Nada. La niebla acaricia lánguidamente la superficie oscura del agua avanzando con parsimonia, pero implacable, por la ría, lamiendo las ásperas piedras pobladas de líquenes, colándose entre las ramas de los robles, los pinos y los eucaliptos, convirtiéndose en brillantes gotas que cuelgan de los helechos y de los pétalos de las amarillas flores de los tojos. Tras la niebla llega la lluvia, agua sobre agua, y el mundo parece que se ahoga. ¿Adónde va a parar tanta abundancia? Y el cielo se rompe, y el rayo ilumina las sombras y dibuja criaturas fantasmagóricas, y tiembla la tierra. Así día tras día, y el otoño aún no acaba, y ya viene el invierno, que es más de lo mismo, solo que más frío. Yo no es que quiera quitarme la vida, solo que a veces me encuentro tan cansado que lo pienso. Ni siquiera lo he intentado.

Vivir aquí deja exhausto a cualquiera, Pati. No puedes ser débil porque los débiles acaban enloqueciendo o muriendo. La gente se cuelga y busca las maneras más inverosímiles de suicidarse. Los hay que demuestran tener un talento inaudito y ante algunos casos, que bien se podrían catalogar como obras de arte, yo no puedo si no preguntarme por qué no habrán usado el talento para vivir. Al último suicida lo encontraron atado a una roca en medio de la ría; dicen que se ató cuando la marea estaba baja, se puso unas esposas y esperó a que ésta subiera. Murió ahogado, por supuesto. Cada uno hace lo que puede. Es una pena. Tú solo llevas aquí unos días, pero si te quedas el tiempo suficiente empezarás a notar la presión en el pecho, el nudo en la boca del estómago, la humedad en la espalda, el escalofrío en la nuca. Esta cruel belleza tarde o temprano se cobra lo que aparentemente nos da de forma bondadosa.

Los que se van no vuelven. Suelen irse cuando descubren la naturaleza devoradora del paisaje. En realidad, no se van, huyen. Huir es otra cosa. Se huye de lo que resulta amenazante, de aquello que te da miedo, se huye cuando se corre peligro. Aquí el peligro acecha bajo el agua, en el fango, detrás de cada árbol; es una presencia intangible, una amenaza invisible, pero ahí está. Mis padres nunca me hablaron de esto lo suficiente; cuando lo hacían era porque no tenían más remedio y, aun así, se mostraban esquivos.  A veces, cuando estaban en compañía de sus amigos, hablaban de la tierra con una mezcla de resentimiento y nostalgia; compartían cómo habían vivido aquí y los recuerdos de todos tenían en común el hambre, el frío y la miseria, como si estas calamidades fueran los hilos con que se habían hilvanado sus desdichas. Contaban anécdotas con el orgullo del que sobrevive a un naufragio. Yo me hacía el distraído y me sentaba cerca con los auriculares en las orejas y el walkman en pausa, era la manera de capturar recuerdos ajenos que a continuación guardaba y así, con el tiempo, fui reconstruyendo trozos del pasado de ambos. Lo que nunca entendí fue la nostalgia, por qué alguien habría de sentir nostalgia de un lugar hostil en el que había padecido todo tipo de penurias, por qué ese deseo de volver, por qué esa añoranza por una geografía de la que habían escapado con las manos vacías y quizás algo de esperanza en los bolsillos.

La tierra de mis padres es esta y ahora soy yo el que está aquí. No sé qué vine a buscar, la verdad, pero sí sé lo que no voy a encontrar. Por eso me sorprende que me digas que este lugar es precioso. Bueno, lo es, pero no te dejes engañar. La belleza de este lugar ha sido concebida única y exclusivamente para cautivar al extranjero, al que esta de paso, al desprevenido. He conocido a personas que me han confesado no haber estado nunca en un lugar tan hermoso y, al cabo de unos meses, los he visto delirar, enfermos de belleza, como me gusta decir. Este lugar te traga, Pati; no pretendo asustarte, sino advertirte. Parece un pueblo como cualquier otro, es cierto. Hay tiendas de ropa, estancos, farmacias, mercerías, quioscos, bancos, zapaterías; hay supermercados, una plaza de abastos, incluso un antiguo edificio que alberga una modesta biblioteca, dos salas de exposiciones y un pequeño escenario en el que se representan obras de teatro y, de vez en cuando, algún que otro concierto.

La semana pasada vino un tal José María Sáinz, por lo visto, una joven promesa del piano. Interpretó varios preludios de Chopin y la Sonata en Si menor de Liszt. El concierto fue, en mi opinión, aburrido, pero he de reconocer que cuando el pianista abordó la obra del húngaro no tuve más remedio que abandonarme. No fue una interpretación magistral, ni mucho menos; fue correcta, con algún momento épico y varios pasajes que me tocaron profundamente. Esa obra de Liszt es enorme, sin duda, de una dificultad técnica intimidatoria, y son pocos los que consiguen interpretarla con la suficiente destreza y sensibilidad como para despertar en el público algo más que tedio, no porque la sonata sea un coñazo, sino porque la técnica y el virtuosismo que requiere para ser interpretada pueden caer en saco roto si no van acompañadas de lo necesario. Y creo que Sáinz, después de un comienzo titubeante, lo consiguió. Alegría, tristeza, regocijo, dolor, esperanza, pena, duda y, sobre todo, desconcierto. Es una obra maestra, pero cada vez que la escucho me embarga el desasosiego; después de los últimos acordes agudos con los que parece que te elevas al cielo suena ese si gravísimo que te sacude de nuevo contra el suelo. Eso es exactamente lo que siento desde que llegué, no sé si me explico. La sala estaba medio vacía; apenas acudimos unas treinta o cuarenta personas. Algunas se levantaron y se fueron a mitad del concierto, otras se quedaron dormidas con los preludios. Así que, al terminar el concierto, el pianista saludó brevemente y desapareció del pequeño escenario ocupado casi en su totalidad por un piano de cola que no tengo ni idea de dónde pudo haber salido. No hubo ni un solo bis, lo cual no me extrañó en absoluto. El contacto más cercano que tiene la mayoría con la música es durante las fiestas de verano, cuando viene un grupo a tocar que es elegido, además de por el precio, por la cantidad de carne que muestra la cantante.

Este paseo por la orilla está dando para mucho, de hecho, creo que estoy hablando demasiado. Lo que me sorprende es que sigas aquí, que no hayas desaparecido aún. ¿Por qué viniste, Pati? ¿Qué has venido a hacer en un lugar como este cuando ya está bien avanzado el otoño? Te lo tengo que preguntar, me mata la curiosidad. Tú también debes estar haciéndote preguntas, como, por ejemplo, por qué no me he ido si esto es tan horrible. Verás. Yo emprendí el mismo viaje que mis padres, salvando las diferencias, que son notables, pero a la inversa. Ellos huyeron porque estaban al borde de la asfixia y yo vine con la esperanza de poder respirar mejor. Lo cierto es que me ahogo. La gente que vive aquí debería haber evolucionado hasta desarrollar un sistema de respiración branquial y pulmonar selectivo para poder vivir de forma óptima en medio de dos mundos. Cuando se acaba el verano los visitantes vuelven a sus vidas monótonas, a sus trabajos aburridos, al hacinamiento, a la polución. Mientras pierden el tiempo dentro de un coche detenidos en un atasco rememoran sus vacaciones en el paraíso, se les hace la boca agua recordando la excelente gastronomía local y los buenos vinos, desean estar tumbados panza arriba sobre la fina arena de las playas de aguas cristalinas; se prometen, mientras recorren las tripas de la ciudad apretujados en un vagón, que volverán el próximo verano, porque esto sí que es vida, y piensan que tal vez ha llegado el momento de replantearse las cosas, de dejar la ciudad y venirse al pueblo para tener mejor calidad de vida, más bienestar y tranquilidad, porque la tranquilidad es salud, pero también histeria, aunque eso aún no lo saben, y empiezan a hacer cálculos en el aire y a preguntarse de qué manera pueden hacerlo, si sería viable, y qué pensará mi mujer, y qué dirá mi marido, y cómo se lo tomarán los niños.

Mi vecino Amador tiene un perro que no ladra. No ha ladrado nunca. Lo recogió de la calle y al cabo de unos días constató que el chucho no tenía voz. ¿Te imaginas no poder hablar? De nada sirvieron los cuidados, la buena alimentación y el abrigo que le brindó. Por lo visto hay personas que dejan de hablar como consecuencia de un trauma o tras vivir una situación de gran estrés. Tal vez el perro de Amador esté traumatizado, pero quién puede meterse en su cabeza. No pienses que soy tan ingenuo, Pati; hoy en día hay psicólogos para perros, gente que cobra una pasta por decirte lo desequilibrada que está tu mascota y que te explica los pasos que debes seguir para que ambos consigáis llevar una vida más plena y feliz. Es para tirarse en pelotas sobre los zarzales la mañana más fría del invierno. Aquí el que necesita terapia es Amador. Su hijo se mató al meterse debajo de un camión con el Ford Escort una madrugada de agosto cuando venía de fiesta; era menor de edad y aún no tenía carnet, pero aquella máquina era demasiado tentadora. Su mujer, la madre del chico, que pasó tres meses alimentándose exclusivamente de las algas que traían las mareas, acabó yéndose sin despedirse. Al principio Amador pensó que podría tratarse de un desafortunado accidente, así que puso la denuncia en la policía. La semana pasada recibió una postal con una imagen de los Everglades firmada por Carmen Veiga en la que se leía un escueto mensaje que lo aclaraba todo: «Necesitaba volver a nacer. No me culpes». Amador lleva sumido desde entonces en el más absoluto silencio, como su perro.

La primera vez que vine a este lugar se me clavó en la retina, me entró por la nariz y vibró en mis oídos, se alojó en mi estómago en forma de anhelo, me embriagó dulcemente como el buen vino y desde entonces, solo pensé en volver, solo deseé volver, porque aquí el aire era transparente y la luz más brillante y el mar más salado y el bosque más frondoso y verde. Todo resultó ser un espejismo, Pati. Por suerte, aún no he enloquecido, tal vez solo un poco, vale, pero no lo suficiente como para perder la objetividad. Yo ya no me puedo ir, no tengo adonde. Cada vez estoy más hundido en el negro fango, en está pútrida y húmeda celda, en este lugar de lluvias perpetuas que riegan los tojos que crecen dentro de mí y perforan lentamente mis órganos con sus afiladas espinas. La resignación es una gran roca que me aplasta.

Mira este atardecer. Parece que el cielo se desangra y que la sangre vertida en el mar espumoso llegará a la orilla y nos mojará los pies descalzos. Contémplalo como si fuera el último, tal vez lo sea; para mí es como el primero porque camino a tu lado y todo parece cobrar un valor que roza lo inmoral. Bébete este mar y llena tus ojos, báñate en esta luz para que tu piel brille más aún, suéltate el pelo y deja que tus cabellos dorados dancen insolentes con el aire salado que sopla en el fin del mundo. Porque aquí, aunque no lo parezca, se acaba todo. No me mires así. Ríete, por favor; riámonos sin más de esta locura, que tú te irás mañana y será como apagar la luz.


Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela), siempre ha sentido la necesidad de expresarse a través de la escritura, la música o el dibujo. Ha participado en varios experimentos musicales. Observador nato. Actualmente es colaborador de la web boreal.com.es.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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