Poéticas

El espacio que respira

‘Honda meditación de toda cosa’ (Fundación Ortega Muñoz, 2021) reúne una muestra de la mejor poesía canaria de los últimos años, enhebrada con el hilo temático del paisaje, no solo como motivo sino como materia fundadora.

/ por José María Castrillón /

Foto: Los Gigantes (Tenerife), fotografiados por Diego Delso

La expresión poética surge de la transformación de las distancias. En un juego de espacios anímicos, se desplaza la posición del lector en el mundo gracias al acortamiento o, por el contrario, al extrañamiento radicales de la distancia entre el poeta y las cosas. La mirada de William Carlos Williams sobre una carretilla roja bruñida por la lluvia dispone un alejamiento de los objetos y las acciones cotidianas que origina una forma distinta de ver, un enriquecedor sentimiento de extrañeza. Las vanguardias forzaron la apertura de otra brecha con lo que hasta ese momento era un proceso interiorizado en el artista y lograron el extrañamiento de las técnicas y materiales a través de su tematización, esto es, de una toma de distancia y una nueva focalización de la forma. En sentido inverso, la poesía mística desborda las objeciones dogmáticas y metafísicas a través de una experiencia que atraviesa tiempos vitales y esferas de conocimiento en pos de un encuentro, por lo común, inalcanzable y por ello fascinante. El movimiento surrealista se dispuso como un entramado de pasillos que llevan a cuartos oscuros de leyes diferentes pero que a su vez traen a la zona iluminada de nuestro vivir (no necesariamente luminosa) actitudes poéticas por ex/céntricas. Los poetas románticos presintieron el juego de coordenadas anímicas y naturales y accedieron a la visión de un mundo implosivo y analógico que permitía ver el universo en un grano de arena. Si hay algún motivo que propicie estos desplazamientos poéticos, ese es el del paisaje.

La fascinación del paisaje nace de la otredad. Incluso en aquellos parajes intervenidos por el ser humano (ya casi todos, en realidad), el paisaje impone una distancia propia. Su rotundidad obedece a un desnivel de magnitudes no necesariamente espaciales. Aunque a menudo puedan ser las proporciones descomunales de un horizonte avasallador el motivo de la conmoción, incluso en el recodo acogedor y secreto, la quiebra es sobre todo temporal. La edad y el devenir del paisaje responden a un plan temporal que nos supera y su lógica natural invoca formas de sentir(se) que desbordan nuestro ser conmensurable. La visión del paisaje prospera, entonces, gracias a un proceso inverso al que propiciaron dos de los motivos más fructíferos de nuestra expresión poética en el Barroco y en el Romanticismo: el jardín y las ruinas, que son consecuencia y víctima de dispositivos civilizatorios hermosamente conmovedores por su caducidad.

El paisaje, su inaudita escala temporal, desvela y enfatiza la naturaleza circunstancial del observador, redimensiona su lugar en el tiempo y en el caso del poeta lo desafía a plasmar una relación con la dimensión primigenia de la existencia, acuciado por un sentimiento de marginalidad simbolizado en la expulsión del paraíso bíblico.

Precisamente, la imagen del paseante solitario y amargado, en definitiva expulsado, es uno de los conceptos analizados en el esclarecedor prólogo con el que Francisco León acompaña esta selección de poesía canaria sobre el paisaje. En Honda meditación de toda cosa (Fundación Ortega Muñoz, 2021) se reúne una muestra significativa de la mejor poesía insular de los últimos años, enhebrada con el hilo temático del paisaje, que se constituye en la poesía canaria —argumenta el prólogo— no solo como motivo sino como materia basal, fundadora.

El inolvidable endecasílabo del poeta canario Alonso Quesada da título a esta antología de quince poetas canarios nacidos entre 1965 y 1984. En el prólogo, advierte Francisco León de la desviación que esta poesía propone de la norma poética peninsular; y ciertamente es así, pues el conjunto propone formas de poesía lingüísticamente imaginativas que atienden, antes que a otras gravitaciones, a la necesidad de acercamiento y revelación del paisaje, y en este caso de un paisaje singular. Convendría precisar, no obstante, que la poesía peninsular ofrece significativas muestras de este propósito en la obra de, entre otros, Álvaro Valverde o Fermín Herrero, aunque ciertamente la corriente más amplia de la poesía actual no haya cultivado una poética del paisaje. Y aún menos la poesía mediática y oficial, que parece atada a la expresión inmediata, reactiva e interpersonal, en definitiva, poco propicia a la expresión paisajista.

Escribir el paisaje. El motor inicial es la mirada, que da pie a la observación cavilosa pero a la vez corporal. Se trata de un «deseo de la mirada» porque «siempre existe una mente que es un ojo» (Alejandro Krawietz); de la atención detenida y vibrante, de una imposición extrañamente consentida que permite el trasvase de materiales exteriores al ámbito subjetivo: «su voz será esta voz» (Bruno Mesa). Así, lo exterior, su contemplación, se transforma en un nuevo territorio, ya poético, cuyos límites se encuentran estrictamente en el espacio entre el mundo y el individuo que lo contempla, verdadero territorio este de lo poético en el que la vida (del poeta y la realidad que lo circunda) late de otro modo: «Hablaba de otra vida esa escritura/ de surcos excavados en la roca» (Ricardo Hernández). Se consuma, por tanto, un doble desplazamiento en el que naturaleza y ser humano se convocan mutuamente creando ese concepto que se ha venido a llamar paisaje. Este acercamiento provoca, en no pocas ocasiones, un fuerte e inquietante sentimiento de aproximación que transforma identificación en identidad: «Has perdido tu nombre y vienes para ser nuevamente pronunciado» (Juan Fuentes). Este distinto y provisional modo de ser(se) ante el mundo, primero, y ya en el mundo a través del poema, no se re-siente de igual manera entre los poetas de la antología ni siquiera en el discurrir de cada una de sus escrituras. Y más tratándose aquí del espacio de las islas, extremoso y formidable, «tempestad petrificada» como dejó escrito Miguel de Unamuno, pero realidad acechante, haciéndose aún, espacio vivo e inspirador y a la vez implacable: «el montón de arena, sin posible escape […] desvela con certeza que no podemos ser/ -¡ah, amada isla- sino Uno» (Oswaldo Guerra Sánchez). No es posible disociar en la visión la sufriente lava creadora del esfuerzo de un pueblo bajo el sol inclemente: «Eriales,/ cubos, basalto, soledad,/ cancelas de abandono,/ llanura de blasfemias y liturgias, […] sol de médula, mediodía, / medianía, mendicidad» (Iván Cabrera Cartaya). Y sin embargo las islas se ofrecen igualmente como promesa no ya «de ser imán que atrae la imaginación hacia algo primario, no corrompido todavía», como quería María Zambrano, sino como metáfora existencial del ser humano moderno, escindido e irremediablemente fragmentario a la par que deseoso de un orden nuevo y reparador: «Y puede que llegue a ser el lugar donde un día se rompan las antiguas tablas y se nos entreguen las nuevas» (Melchor López). Si la isla es límite, lo es igualmente como territorio fronterizo y prometeico: «consagrado en la orilla el territorio que es isla y no es isla, que es mar y no es mar, se transfigura así en ella la noción de un espacio marcado por la oposición entre el adentro y el afuera para hacer posible la de un espacio construido en la respiración erótica. Es la isla el espacio del que más claramente puede decirse que respira» (Miguel Pérez Alvarado). En definitiva, lamento y expiación pero promesa y posibilidad, «doble y antitética valencia: el poeta canario percibe su paisaje […] como un paraíso infernal o como un infierno paradisíaco» —se afirma en el prólogo—, oposición que en ocasiones halla una imagen de síntesis: «esa playa/ con la belleza de un purgatorio» (Daniela Martín Hidalgo). En ambos casos, el de la elegía o la utopía, esta poesía rechaza, aunque sea por ausencia, la idea de estancia y no de presencia, y desprecia los modos mercantiles de la benignidad y el exotismo.

La intensidad de ese intercambio que puede ser nombrado paisaje, aquí entre el reseco fulgor y la equívoca luz de los bosques, llega a alterar por momentos la percepción recortada y endurecida de las cosas: «Un bosque ha de surgir para internarse y nublar el bosque de mis pensamientos» (María José Alemán). Brota, entonces, el rumor de la fábula y «Las atarjeas arrastran las manos febriles de las fábulas» (Antonio Martín Sosa) en el oído del que «sueña callado con la luz,/ con esta eternidad» (Luis Lenz). No acaece este otro tiempo como un rumor de fuente simbolista sino como imagen onírica o, incluso, como distorsión alucinada y violenta: «Poco a poco la pudre ha anegado los cuartos, ha taladrado con sus termes los maderos, las tejas han caído. Los muertos se llevaron los galpones. Has de cruzar este pueblo sin vida, me digo, huir de este espejismo insoportable. Has de seguir hacia la playa, más allá de los últimos torrentes de lava inhóspita, y allí, entre las algas secas, vomitar el jugo verdoso de la videncia horrible» (Francisco León). La radicalidad de la percepción puede llegar incluso a poner en duda su propia realidad: «te preguntas/ por qué caminos/ llegaste hasta la playa/ y si eras tú/ quien se ahogaba en el sueño/ o era otro/ que ya pasó/ y que tuvo/ sencillamente/ su sitio entre las cosas» (Isidro Hernández). La conmoción de tiempos propicia la irrupción indagatoria del mito: «Más allá del reloj y de la bóveda/ intuyo la presencia de extraños Centinelas […] Antiquísimos huéspedes, ¿qué espacio/ mantiene vuestros rostros camuflados?» (Sergio Barreto). La aparición de visiones mitológicas en los poemas no se comporta como un instrumento de relato ni reivindica tipismos legendarios, sino que se intuye como una forma alternativa de habitar el espacio que está en íntima relación con la ya apuntada posibilidad de alcanzar una conciencia nueva en los espacios insulares. Como sostiene Joseph Campbell comparándolo con los sueños, todo mito deviene en símbolo psicológico. En la poesía canaria, en la de los poetas aquí seleccionados al menos, el mito contribuye a la legibilidad del paisaje en la medida en que expresa una pulsión conflictiva entre la restitución del origen y la fragilidad de un espacio apartado cuyo sentido, como las islas míticas, parece condenado a la errancia o al olvido.

Honda meditación de toda cosa es una muestra valiosa del lenguaje poético vibrante e incisivo, a menudo resuelto en prosa poética empedrada de rotundas enumeraciones; una lengua plástica que busca henchirse de las cosas, de la presencia arrolladora del mar, de las costuras de lava, del sufriente resistir del tarajal, de la altiva vigilancia de los roques, pero también de los perros olvidados, de sus calaveras sonrientes, de hoteles, del silencio al mediodía, del árbol totémico, del formidable y equívoco estar del mundo.


Selección de poemas


Melchor López (Tenerife, 1965)

Bíblica

Esta isla es erial, sertón, pampa, camino de llagados disciplinantes, sedienta Judea, asolada provincia sometida a la ley del viento y de su fusta salvaje. Esta isla es túmulo a la deriva, perorata de tolvanera, abandonado hospital de incurables, polvoriento Sinaí por el que desfila la herrumbrosa soldadesca de las cabras.

Pero también es la isla de los cielos orientales, del sol dador, de las montañas en alianza, de la luz más hermosa. Y puede que además llegue a ser el lugar donde un día se rompan las antiguas tablas y se nos entreguen las nuevas.


Alejandro Krawietz (Tenerife, 1971)

Plataneras, invernaderos, altos bancales, líneas de sombra y líneas de sal, agónico murmullo de oleaje lejano, filas de hoteles, plásticos y piche, espumas blancas sobre la arena negra, casas albeadas y neumáticos, pájaros de sombras y palmeras, y todas las euforbias y las algas, filamentos y redes y pescadores, rocas saladas en charcos brumosos, musgos, guías, faros, alargadas nubes del verano, líneas eléctricas, restos de barcas y restos (dejados por los barcos), un cangrejo que repta hacia el agua, un cangrejo en la luz ahogado, roques, riscos, rejos de pulpos, rascacios, areniscas, explosiones, nudos de lanchones, inquietos fondos del mundo, hoteles, avenidas, hoteles, hoteles, hoteles, pañuelos, heces de perro junto al agua, en charcos brumosos, musgos, amarras, el noray.


Isidro Hernández (Tenerife, 1975)

Lajial roto
con la primera luz de la mañana
en mil trenzas de oro

El cuerpo rendido
sobre la playa negra

Una lengua de espuma
lame mis pies desnudos

Pesan los párpados
frente al Roque de Tierra

Con cada huella
sobre la arena

Con cada golpe
de mar en los rompientes

La embestida del agua multiplica
los latidos de tu corazón


Iván Cabrera Cartaya (Tenerife, 1980)

Salinas,
Sirocos y canchales, malpaíses,
Terra incógnita,
Irreales caballos destruidos por el viento.
Cactus, raquíticas higueras,
Celaje multiforme, mineral.
Cuervos necrófagos,
Temerosas hubaras.

Calima,
Tártaros, bárbaros de polvo,
Almenas y castillos espectrales,
Nómadas, magros personajes
De la más cruenta representación.

Eriales,
cubos, basalto, soledad,
cancelas de abandono,
llanura de blasfemias y liturgias,
súbitas flores amarillas,
lagartos, prístinas cigarras,
sol de médula, mediodía,
medianía, mendicidad
cercada por las plagas incesantes.


Daniela Martín Hidalgo (Lanzarote, 1980)

Lanzarote

Cabos de luz cayendo
hacia la tierra.
Ningún cuerpo intermedio
de ave: una luz muy pura,
incesante y completa
manando hacia la playa.


Sergio Barreto (Tenerife, 1984)

Los centinelas

Vuestra insomne presencia con su eterna amenaza
nos invita a apreciar la paz de que gozamos.

W.H. AUDEN

Desde la torre escucho cómo fluyen.

He llegado hasta aquí sin pretensiones,
sin miedo a los ascensos, al vértigo nocturno.

Abajo los barrancos de mi pueblo
se extienden custodiados por palmeras
cuya luz ilumina los bancales.

Entre las nubes vuela una garceta
y vindica el misterio de su símbolo.

Estructuras celestes, tormentosas
se agrupan en las cumbres de basalto
y, sobre todo, vibran las estrellas
cuya luz ya carece de un origen.

He llegado hasta aquí desde mi casa,
pero llegué a mi casa desde un templo.

Más allá del reloj y de la bóveda
intuyo la presencia de extraños Centinelas.

Congregan la tiniebla y el azar a su capricho
y detonan diluvios y milagros.

El laúd atronador de los glaciares,
la titánica tromba del océano,
las arpas de los bosques y el tambor
siniestro de las cuevas representan
la música y la danza de sus séquitos.

Desde la torre os veo, Centinelas
a la noche aferrados, barriendo nuestros sueños,
incendiando creencias, cimentando
el terror en mortales y murientes.

¿Antiquísimos huéspedes, qué espacio
mantiene vuestros rostros camuflados?

¿Sois acaso el camino que señala
la insoportable imagen hierofánica
o los que construyeron las esferas?

Tal vez cualquier pregunta carece de sentido
frente al ojo insondable que nos mira.

Tal vez para acercarnos debamos entregar
nuestra mente a la piedra, al río, al aire
cuando vivían los hados en el cielo.

Inquietantes señores de los límites,
permitid que os contemple sin temor
como si estos barrancos polvorientos,
mi familia, mi hogar y mi belleza
sin vínculo conmigo no existiesen.

Sólo de esta forma las grutas insólitas
se abrirán como labios de luz magnetizada
y serán del olvido los cantos fúnebres
y yo percibiré vuestra raza
con la sencillez pura del hombre primigenio.


Honda meditación de toda cosa: poesía canaria del paisaje (1990-2020)
Francisco León y Jordi Doce (eds.)
Fundación Ortega Muñoz, 2021
160 páginas
16 €

José María Castrillón (Avilés, 1966) es doctor en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Es autor de artículos y libros de didáctica de la lengua y la literatura. Ha publicado los textos poéticos La sonrisa de un delfín (Heracles y Nosotros, 1991), Animal de compañía (Nómadas, 1998), Aún por recorrer (Magua, 2004), La vieja munición (Idea, 2005), el círculo y la piedra (Trea, 2006), gramos (Trea, 2010) y Formas de saber que sigues vivo (La Garúa, 2021). Es autor de la antología Subir al origen: antología comentada de poesía occidental no hispánica (1800-1941) (Trea, 2018). Codirigió el monográfico Antonio Gamoneda: en la lógica mortal (Ínsula, abril, 2008) y editó la antología La sien en el puño (Eolas, 2017) del poeta colombiano José Manuel Arango. Perteneció al consejo de redacción de la colección literaria Nómadas y de la revista Solaria. Es profesor y crítico literario.

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