Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (36)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago dos mujeres gitanas que se encuentran a la entrada del puente, las caravanas quietas en un aparcamiento o la luz caediza que se derrama sobre un encinar.

texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas

Esta tecnología de la inmediatez que hace tiempo nos invade ha provocado en la sensibilidad social, sobre cualquier otro efecto, el de la impaciencia. Una impaciencia general. Y eso, a su vez, ha acabado con el deseo, que necesita siempre el espacio de la espera. Pero este también ha desaparecido. Alguien precisa saber un dato, pulsa una tecla y ya está, ya tiene delante lo que buscaba. La simultaneidad entre buscar y hallar ha anulado el espacio muerto, pero tan fértil, de desear algo que no ha llegado todavía. Por eso, el tiempo del poeta es precisamente el del deseo. Un poema verdadero, tenga la forma que tenga, es una propuesta envuelta en incertidumbre. En él no se da nada por cierto. Sus versos solo admiten aquello que se ha perdido o aquello que se desea. Lo que ya no está o lo que no ha llegado todavía. La poesía es un acto de espera: se escribe poesía para pedir regresos o convocar apariciones.


El extraño adoquinado que el polvo va formando sobre cada cosa. Es la mano del tiempo, que va cubriendo con insensible constancia todo lo quieto. Recuerdo aquel relato de Sebald sobre el pintor que valoraba ese concurso del polvo, para él más importante que la luz, el agua o el aire; frente a estos elementos indispensables para sostener la vida, el polvo es el gran entrometido. Un entrometido incesante. Cae sin pausa desde la misteriosa altura, después de flotar en bandadas parpadeantes por el aire. Cuando encuentra acomodo en el azar de las superficies, apaga brillos y desdora la lozanía natural de las cosas. Trae un recado imparable en su presencia. A veces me consuela; a veces me da miedo. No sé decir nada más de él.


Apenas se han visto lilas esta primavera. Ese árbol del parque las ha arrojado ahora, tardías y sin pujanza. Echo de menos su olor en casa, el mismo olor a densidad que exhalaban los cuerpos de las muchachas adolescentes, cuando la edad no les cabía dentro y entonces saltaba por los poros, como un perrillo ansioso, la incontrolada efervescencia del deseo. Así las lilas.


De unos cuantos días sin estridencia, ¿qué me traigo? La visión irreal en el monte de tanta jara en flor, el peso muerto de una tormenta ahogada en sí misma en la lejanía del cielo, la risa de Ana como un extravío feliz por los callejones de los bronquios, los ojos húmedos de Kimba, mi perra buena, llenos de los licores gelatinosos de la fidelidad. Días en El Escorial. Nada de visitar ilustres panteones ni pudrideros de carne real. Más bien, entre seres queridos, tender las manos completamente hacia la vida.


Entra en casa ya el ensueño del polen. Se dejan por descuido ventanas abiertas y, con la delicadeza de los péndulos, van cayendo mariposas blancas sin ruido alguno. El polen de cada año: una visita asustada.

El poeta nunca trabaja con el pensamiento. Trabaja con las manos abiertas de la imaginación. Ellas van modelando las palabras. Son las que guían y las que desorientan. Ambas acciones sirven mucho al poeta para lo que va pudiendo sostener en el aire a medida que escribe.


Nace solo y se mueve muy lento, como los caracoles cuando oyen la llamada de la humedad. Se despeña a su modo dando brillo lento y valor a la carne, igual que una moneda sigilosa. Algo de hielo loco, algo del ímpetu resbaladizo de los jabones que avasallan el cuerpo. Poco más: se oscurece y se seca de pronto como un astro envilecido por la música ciega del cuerpo. Y al fin desaparece entre fermentos, entre olores silvestres a tierra atormentada. Nadie sabe cuándo volverá de su retiro. Pequeña biografía del sudor.


Supe de un hombre a quien en la residencia donde ahora vive le prohibieron usar su propia navaja. Él no lo entendía; no lo aceptaba. Estaba acostumbrado a llevarla consigo desde siempre, con ella partía su pan y pelaba su propia fruta (en un momento dado, la navaja pasó de ser un arma a ser un instrumento). En mi niñez, los zapateros y los hombres del campo que iban por la tienda familiar de la calle Feria llevaban siempre consigo una navaja. Era inconcebible que salieran de casa sin ella porque era una prolongación natural del cuerpo; se le ponía nombre, se la cuidaba, se hacía brillar su releje al sol. Había que mudarse de ropa para las fiestas y, siempre, la navaja (con el tiempo y la urbanidad, la navaja se sustituyó en el bolsillo por el bolígrafo, mucho más peligroso: a veces hay corrimientos de tinta). Pero ahora este anciano se ha de sentir vulnerable, casi desnudo sin poder agarrase a su navaja, o sea, a sí mismo. Imagino a un adolescente sin su móvil o a una niña sin la mano olorosa de la madre. Buscar en el bolsillo con el tacto una protección y no encontrarla ya, después de tantos años, será como estar entre los huesos de una habitación desamueblada. ¿Nadie ha pensado eso en la residencia?


Esta luz caediza, que se sostiene sola sobre el campo de encinas como un patinaje suspendido en el aire del anochecer… Una calma dorada lo sella todo —los gestos, los quehaceres— mientras en el cielo se dispone el celaje sangriento de las últimas nubes del día. Así fuimos cruzando Valparaíso.


En la noche, las caravanas permanecen quietas en el área del aparcamiento. Parecen paquidermos soñolientos que hubiesen bajado al río a beber y ya hubieran preferido quedarse allí, en manada, fuera de la ciudad. En sus interiores hay pequeñas luces encendidas. Afuera, delgados tendederos de barra con ropas al oreo tiritan un poquito en la oscuridad. Mientras cruzo despacio ante ellas, huelo a intimidad de sopa, oigo algunas palabras, palabras de idiomas extraños que golpetean mis oídos como papeles que el fuego arruga violentamente. Es la música sin norma de lo errante, que de pronto me asalta mientras voy cerrando el día y regreso a casa.


Un asomo afilado. Como aquello que se pone de puntillas y vela por las cáscaras de las cosas y los animales mínimos. Pimpante, erguido a la orilla de todo lo que pasa, su corazón espinoso no se inmuta, no se doblega, no se rinde. La majestad del cardo.


Un verdadero poeta es siempre un desentendido de sí mismo. Actúa como si le molestara dentro una sobrecarga que le cuesta mover, y entonces no puede con esa extraña adherencia que no le cabe en parte ninguna. No mira los calendarios; no sabe calcular («Porque os outros calculam mas tu não», dice del poeta Sophia de Mello); no espera atenciones de nadie. Le llaman por ese nombre —poeta— y a él no le complace en absoluto; al contrario, cuando lo oye se asusta de sí mismo. Conocí a algunos así, extraviados en esa condición: Claudio Rodríguez, Francisco Pino, Aníbal Núñez, Miguel Suárez. Eran de la estirpe de los astros errantes. Siempre incómodos en su estatura, volando en cuanto podían a ese reino innombrable del desentendimiento.


Dos mujeres gitanas se encuentran a la entrada del puente. Las dos visten igual, de luto riguroso, a pesar de la diferencia de edad. Seguramente el muerto es el mismo. Hablan un poco entre ellas y siguen su camino, cada una en un sentido. Hace mucho calor y ambas llevan una especie de capillo sobrepuesto en la blusa y una falda terciada sobre gruesas medias negras. ¡Todo tan fuera de lo previsto socialmente! Y, sin embargo, no deja de invadirme sobre cualquier otra sensación la alegría de que exista lo contrario.


Está absolutamente seguro de que su poder sigue fuera del alcance de los demás humanos, que no podrán arrebatárselo nunca porque le viene de muy lejos: de la altura del cielo, de la profundidad de la Historia. Se lo garantiza la cohorte de gritos y banderas flotantes que lo reciben jaleándolo. Nadie puede osar pedirle explicaciones de su conducta infame pero una periodista lo hace y entonces se oye su risotada, la risotada de un rey que desborda burla y desprecio. Imbéciles, ¿no veis que ni los jueces se han atrevido conmigo? Tampoco Luis XVI esperaba en la mazmorra una noche calurosa de julio que el dios que le había ungido lo abandonase —como a Antonio en el poema de Kavafis— mientras en el exterior se oía el silbido de las guillotinas.


TESS Y CARVER

Desalentado.
Aún quedan huellas, sueños
del otro lado.

uno.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

0 comments on “Los cuadernos pálidos (36)

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: