Mirar al retrovisor

Zonas íntimas y la cama

La cama, explica Joan Santacana, comentando una investigación en curso junto con Nayra Llonch, «es mucho más que un mueble; se trata de un espacio que no compartimos con cualquiera y al que damos un cierto valor simbólico».

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /

Estamos preparando junto con la doctora Nayra Llonch una especie de «historia de la cama». Cuando comentamos este tema con amigos y colegas suelen reflejar en su rostro una cierta perplejidad. ¿Para qué escribís esto? La verdad es que el tema surgió después de abordar El gusto en España: indumentaria y gastronomía en el crisol de la historia (Trea, 2019). Entonces nos dimos cuenta de que la cama es el reflejo de la intimidad. Para nosotros, en la cultura occidental, la cama es hoy claramente un símbolo de lo íntimo; la palabra «intimidad» procede de intus, que en latín equivale a «interior». Una zona íntima es aquella que está acotada, reservada tan solo para algunos, es decir, que se mantiene fuera del alcance del público, de los demás. Y la cama, entre nosotros, representa el espacio interior, íntimo, absolutamente privado. En camas solemos nacer, en ellas retozamos abrigados de las miradas ajenas, en la cama morimos la mayoría de los humanos, también al abrigo de los demás y, en fin, en la cama, además de dormir, practicamos los actos sexuales, que por alguna razón llamamos «relaciones íntimas».

Por todo ello la cama es mucho más que un mueble; se trata de un espacio que no compartimos con cualquiera y al que damos un cierto valor simbólico. Tan solo el cuarto de aseo puede compararse en intimidad con la cama, aun cuando no adquiere el valor simbólico de esta. La cama es, pues, el elemento doméstico que está más estrechamente vinculado con la intimidad y la sexualidad.

La intimidad y la sexualidad, frecuentemente relacionadas, no son, sin embargo, palabras atemporales, que estén fuera del tiempo. Por el contrario, evolucionan con este. Por lo tanto, estos conceptos son también históricos y están sujetos a cambios. Así, hay actos que para nosotros hoy resultan íntimos y, sin embargo, en el pasado no fueron considerados como tales; igual ocurre con las fórmulas sociales de comportamiento.

Los cambios que el concepto de intimidad ha sufrido en el transcurso del tiempo son fáciles de observar analizando la evolución de la arquitectura doméstica y sobre todo palaciega. En efecto, los palacios representan los espacios reservados para la protección y el confort de los grupos sociales de más alto estatus. Por ello, son a la vez estéticos y funcionales. Cuando se analiza la arquitectura de los grandes palacios reales construidos en el siglo XVIII, desde Versalles a Caserta, sin olvidar el Real Sitio de la Granja o el Trianon, lo primero que destaca es que estos enormes conjuntos intentaban ser retratos del carácter del propio monarca o familia para la cual se había construido el complejo palaciego. Viendo el palacio se podía descubrir la naturaleza del rey. En ellos todo estaba pensado, como si se tratara de un gran escaparate de la vida de los nobles y del monarca.

Estos conjuntos de edificios, aislados, en medio de la naturaleza, con grandes jardines y bosques a su alrededor, con lagos, avenidas y glorietas fueron pensados para realzar la gloria de sus moradores; todos los interiores fueron diseñados como grandes galerías lujosas, con habitaciones colocadas en serie, una tras otra, de tal modo que, para ir de una a otra, era fácil visualizar todas las demás. Los palacios eran pues escaparates en donde la aristocracia se consideraba a sí misma, un modelo a imitar, y como tal modelo, su tarea consistía en exhibirse; vivir en una continua y permanente exhibición social.

En estos palacios, llenos de sirvientes, lacayos, ayudas de cámara y guardias de corps, los nobles vivían en cámaras y habitaciones que no requerían gran intimidad. Este concepto no existía entre ellos y por este motivo el espacio arquitectónico no tenía que protegerles de las miradas. Podian comer, dormir, jugar, hacer el amor o retozar a la vista de todos porque estaban en la cúspide de la sociedad. Para la percepción de la aristocracia, los sirvientes nunca estorbaban la intimidad de sus dueños precisamente porque eran considerados sirvientes, como los animales de compañía: un perrito no estorba la intimidad, como tampoco lo hacía un sirviente o una sirvienta.

Es bien conocido el protocolo de Versalles, en donde el monarca comía frente a toda la corte que le contemplaba de pie y, cuando se levantaba cada mañana de la cama, era asistido por nobles que le ayudaban a vestirse o a calzarse o sostenerle el orinal, como si se tratara de un gran privilegio. Y las habitaciones de los cortesanos, situadas todas a lo largo de amplios pasadizos con grandes ventanales, no son otra cosa que parte de este gran espectáculo del poder. Esta etiqueta, así como la propia arquitectura del edificio del tiempo de Luis XIV, fue imitada posteriormente por todas las cortes de Europa. En estos enormes palacios, tanto si vamos a Caserta en Campania como a San Petersburgo, las habitaciones de la gran aristocracia están exentas de cualquier preocupación por el pudor o la intimidad.

Claro está que esta misma falta de intimidad la tenía el campesinado en todo el continente, en esta misma época; sus casas, tenían habitaciones que carecían a menudo de puertas e incluso las camas podian estar en cualquier parte, rodeadas de utensilios de cocina o de sacos con lana o cereal. También en esta sociedad campesina, todos dormían revueltos, sin preocuparse de la presencia de posibles espectadores. Sabido es que, en las sociedades aldeanas, la vida era siempre comunal; andaban desnudos para trillar el cereal, dormían mezclados en sus jergones y, para enojo de obispos y moralistas, pocas veces separaban los dormitorios de niñas y niños. Por lo tanto, tampoco aquí había intimidad.

Pero, transcurridos dos siglos, después de las revoluciones burguesas, cuando una nueva clase social emergió poderosa y gobernó el mundo, sus palacios urbanos cambiaron. Fueron diseñados para preservar la intimidad de sus moradores; el retrato del buen burgués ya no era como el del noble; mientras el noble se vestía con sedas multicolores, con dorados y plumajes como pájaros exóticos, los hombres nuevos, los burgueses, se enfundaban en sus oscuros trajes, con blancas camisas, como pingüinos austeros que quisieran pasar desapercibidos. La sociedad burguesa, nacida de las revoluciones, fue la que descubrió el valor de la intimidad. Los nuevos aristócratas, los reyes del hierro, del carbón, de los ferrocarriles y todos los señores de la industria vestían de forma similar, querían pasar desapercibidos y hubieran considerado una gran vergüenza que se les exhibiera en calzoncillos. Ellos introdujeron un nuevo concepto de la alcoba y la cama y, por lo tanto, reformularon todos sus significados. Los palacios de la burguesía, desde París a Londres o Berlín, estaban dotados con estancias cerradas, con pesados cortinajes, que impedían la visión desde el exterior. La nueva burguesía se exhibiría en la bolsa, en la ópera o en la iglesia, pero no en la cama.

Este cambio en la concepción del espacio aristocrático versus el espacio burgués, evidenciado en la arquitectura doméstica, no fue una causa, sino que se trata, obviamente, de una consecuencia; es la consecuencia antropológica de los cambios en la concepción de la intimidad.  Ante esta transmutación del significado de lo íntimo, nos damos cuenta de cómo la historia de la cama no es un tema banal, sino que es como la punta del gran iceberg de la historia. Vemos tan solo una punta superficial, pero sabemos que debajo hay una gran masa de conceptos sociales, económicos y políticos. Este es el tema que queremos abordar en el ensayo que estamos preparando, un tema manoseado pero que sorprendentemente se mantiene virgen.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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