Creación

Como quien allana un sueño

«Sabe con una certeza que pocas veces ha sentido que lo hecho durante este año no ha sido en vano y que un día, pronto, aquí o en otro sitio, reanudará este trabajo de reconstrucción. Porque si no se le ponen diques la barbarie y el odio avanzan, imparables». Un relato de Jesús Arana.

/ un relato de Jesús Arana Palacios /

Sobre la puerta, un rótulo oxidado señala que aquí estuvo la biblioteca. Lleva un rato buscándola. En el Ayuntamiento le han dado indicaciones para llegar, pero dos minutos después de salir ya se había perdido. El pueblo es un laberinto de callejuelas que se bifurcan una y otra vez. Apenas hay plazas ni espacios abiertos. La biblioteca es poco más que una cabaña de cuarenta metros cuadrados con un tejado casi plano y dos ventanas, una a cada lado de la puerta. Está cerrada con un candado, algo innecesario ya que la madera está podrida y bastaría un empujón para entrar. Se acerca con las manos formando dos semicírculos alrededor de la cara para mirar por una de las ventanas con cuidado de no cortarse con los trozos de cristal puntiagudos que siguen sujetos a los marcos. Ve en el suelo tres o cuatro charcos grandes de luz y muchas salpicaduras. El tejado será lo primero que habrá que arreglar, piensa. Se pregunta si las mesas, las sillas y una estantería que ha caído en una mala posición podrán recuperarse. Por el suelo hay hojas sueltas. Se agacha para mirar por una rendija grande que hay en la parte inferior de la puerta y después, apoya la frente en la reja de la otra ventana. Recorre la estancia con la mirada fijándose en los desconchones, las humedades y las telarañas. Cuando se vuelve hay una niña a su lado, mirándole. Le pregunta su nombre y ella baja la mirada. Se lo vuelve a preguntar y la niña echa a volar, como un pájaro esquivo.

La guerra ha reducido el pueblo a poco más que escombros. Por todas partes se ven y se escuchan trabajos de reconstrucción. En esta hora en que ya empieza a apretar el calor, vaya por donde vaya, se oye el ruido de las palas y las llanas, los pequeños golpes de los mangos de las paletas y, muy de vez en cuando, el motor renqueante de una hormigonera. Las obras avanzan despacio. Casi siempre es un hombre solo quien se encarga de todo: prepara el mortero en la artesa y se sube con un barreño de barro o de madera al hombro a un andamio que se balancea porque el pueblo está en cuesta y el terreno está lleno de depresiones. Y es el mismo hombre quien muy despacio va recomponiendo los huecos de una pared por los que se ve el interior de la vivienda.

A medida que la mañana avanza, por las calles hay menos gente. No ve a nadie desocupado, charlando, solo hombres o mujeres que van y vienen. Con frecuencia tiene que pegar la espalda a las paredes para dejar pasar a un burro con las alforjas repletas de arena, de adobes, de ladrillos, de adoquines.

El alguacil, con uniforme gris y unas gafas minúsculas sobre la punta de la nariz, sigue inclinado sobre la mesa, en la misma postura en que lo ha dejado hace un rato. Aparentemente su trabajo es estar ahí, en ese zaguán oscuro, impidiendo el paso de la gente. Tiene un libro de registro en el que al parecer están apuntados los nombres de las personas a las que se espera cada día con instrucciones de qué hacer con cada una de ellas. Ni antes ni ahora le deja pasar. Insiste en hablar con algún responsable y el alguacil le contesta que se limita a cumplir órdenes. Antes ya le ha dicho que su petición se había estudiado y que, como ya debía saber, se había aceptado. Le habla con voz alta y articulando bien cada palabra, como si estuviera hablando a un niño o a alguien con problemas de audición. Le explica que debe ir a ver los libros. Tiene que ir al almacén, que está detrás del Ayuntamiento. Solo después está autorizado a darle la llave del candado para que pueda entrar y hacerse cargo de todo.

Le advirtieron por carta de que no debía esperar ninguna ayuda. La biblioteca efectivamente estaba cerrada desde que empezó la guerra. En realidad, solo había estado abierta unos pocos meses, así que los libros estaban sin estrenar, como quien dice. Podía abrirla si era su deseo, no se iban a oponer siempre que se las arreglara con lo que había. No le pagarían, ni le darían dinero para comprar nada. Como podía comprender, tenían necesidades mucho más acuciantes. La carta con estas advertencias llegó tres días atrás, cuando ya no la esperaba. Habían pasado meses desde que escribió ofreciéndose a hacerse cargo de la biblioteca, y ya se había olvidado del asunto. Se sorprendió cuando vio en el buzón un sobre lacrado con filigranas, con escudos. Resultaba una incongruencia el lujo del sobre en esa época de escasez, como si la carta no viniera de otro lugar sino de otra época. La miró como si estuviera viendo un ave extinguida. Pero ya está aquí. El almacén es un patio no muy grande con dos casetas a los lados. Está repleto de herramientas, de tablones, de cuerdas, de trozos oxidados de hierro y montones de arena. Le dice al encargado a qué ha venido. Apenas le mira. Con un gesto le pide que le acompañe. Le observa mientras quita una lona muy gruesa que cubre tres cubos casi perfectos de un metro de altura cada uno. Aquí lo tiene, dice. Se trata de una pequeña obra arquitectónica realizada por manos acostumbradas a levantar paredes. Ahí está todo el fondo de la biblioteca y verlo tan concentrado, convertido en algo material únicamente, como si los libros no fueran otra cosa que ladrillos de papel, la sume en la melancolía. Pero al mismo tiempo le emociona el cuidado que se ha puesto en su conservación. No se han dejado tirados de cualquier manera. Y está claro que así, ensimismados como han estado todos estos años, ni el sol aplastante, ni la lluvia, les ha hecho apenas mella.  

Quiere empezar ese mismo día el traslado. Tiene por delante una tarea ardua y lenta. Pero dispone de tiempo, es lo único que tiene en abundancia. El alguacil al darle la llave le ha deseado suerte. No le ha sonreído, ni tampoco puede decir que haya sido amable, pero por primera vez no se ha sentido observada con recelo.

Lleva demasiado tiempo sin hablar con nadie. La mujer que ha accedido a acogerla en su casa a cambio de un poco de dinero tampoco es habladora. Ayer cuando llegó al pueblo preguntó en la cantina por algún sitio donde alojarse. Aún era temprano. El dueño estaba barriendo la calle. Le dijo que en el pueblo no había fondas ni posadas, si era eso lo que estaba buscando, pero podía encontrar alguna casa que le cediera un cuarto para dormir y un plato en la mesa por un tanto. Le explicó cómo llegar a una de ellas.

Su casera es viuda y rondará la cincuentena, año arriba, año abajo, así que tiene más o menos su misma edad y en la cara tiene escrita una historia de sufrimiento que puede imaginar parecida a la suya. Las dos tienen las mismas canas y visten la misma ropa oscura, y evitan mirarse, igual que evitan desde hace años los espejos. Tampoco se hablan, más allá de unas pocas indicaciones sobre los horarios. Después de recoger la llave de la biblioteca va a la casa a descansar. Sobre la mesa de la cocina tiene preparado un cuenco de aceitunas con cebolla, un plato de legumbre con arroz y una rebanada de pan. Su casera le dice que ella comerá más tarde. Cuando ya casi ha terminado se acerca con un plato de dátiles y uvas pasas. Le da las gracias y le dice que después de comer se echará un rato, pero más tarde necesitará una escoba, trapos, un cubo de agua, un cesto para poder ir llevando los libros poco a poco.

La primera vez que entra, la luz, como si se hubiera roto una presa, irrumpe con ella por la puerta como una corriente caudalosa. Descubre que en la pared del fondo hay una puerta en la que no se ha fijado hasta ahora. Es necesario bajar un escalón y agachar la cabeza para no golpearse en el dintel que da entrada a la cueva. No es muy grande y nota la frescura con solo avanzar dos pasos. Casi todo el espacio está ocupado. Le conmueve descubrir las cosas que están guardadas ahí, con el mayor de los cuidados. Sin detenerse a hacer un recuento, a simple vista advierte que hay una mesa de escritorio con una máquina de escribir tapada con un paño y mucho material. Papel, grapadora, lapiceros de colores. Hay un globo terráqueo muy grande, mapas enmarcados, láminas con reproducciones de obras de arte. Están también los libros de registro y los ficheros. Todo, mucho mejor organizado, mucho más preparado para volver a echar a andar de lo que suponía y siente un aleteo de gratitud. También descubre otros pequeños cubos cubiertos con lonas y debajo, enciclopedias, diccionarios, obras en varios volúmenes de historia y de viajes por el mundo. Se pregunta quiénes serían los encargados de conservar todo esto con esta delicadeza.

Trabaja despacio. Barre y limpia a fondo cada rincón, esparce de vez en cuando ramilletes de gotas de agua sobre el suelo para no levantar polvo. Lo peor son los excrementos de pájaros que están por todas partes. En las vigas hay restos antiguos de nidos que destruye, subida a una silla, con la escoba. Pone en pie las estanterías y las mesas, les quita el polvo y sobre todo observa, calibra el deterioro. No ha hecho nunca esta clase de trabajos. Se pregunta si será capaz de arreglar sola los desperfectos. Cada cierto tiempo interrumpe lo que está haciendo y baja a la cueva, en parte por descansar, en parte por refrescarse, pero sobre todo porque cada vez descubre algo nuevo. Se siente una pescadora de perlas en estas zambullidas.

El traslado de los libros desde el almacén no lo empieza hasta el día siguiente. La distancia en un sitio con calles retorcidas es difícil de calcular porque no sabe si el camino que elige es el más corto. No está lejos, deben ser algo más de diez minutos los que emplea en cada trayecto. A partir de un momento decide que no necesita someterse siempre a un mismo recorrido, algo que de todas maneras tampoco estaba consiguiendo. Así que aprovecha estos viajes para conocer el pueblo. No tarda en llegar a la conclusión de que hay armonía en este caos, hay belleza en esta alternancia de luz y sombra, de ruido y silencio. Lo que no hay son coches ni carros porque no existe anchura suficiente para que puedan pasar. Tampoco bicicletas. El terreno es tan accidentado, está todo tan lleno de escombros y socavones que son trampas mortales para ciclistas, sin contar con que algunas calles son empinadas hasta el vértigo. Hay muchos burros y para transportar cosas pesadas utilizan unos ciclomotores jadeantes a los que colocan remolques de la anchura exacta de las callejas más estrechas. Cuando se cruzan con cualquiera provocan atascos de los que solo es posible salir si uno de los dos (el motorista o el peatón) da marcha atrás. Si tropiezan con un burro el problema puede ser catastrófico si el burro es testarudo.

Lo que llama la atención no es que no haya gente, gente que va y viene hay por todas partes. Lo raro es que apenas hablan entre ellos, ni se detienen, ni forman corrillos. Pueden gritar, eso sí, y dar órdenes y enfadarse y vociferar, pero no se escuchan conversaciones ni risas. Nadie ríe. Eso también ocurría en la ciudad de la que viene. Y tampoco se ven niños.

Utiliza el cesto que le ha prestado su casera. No quiere llenarlo en exceso y acabar postrada varios días con la espalda hecha jirones y tampoco puede eternizarse, sobre todo porque hay varias horas a mediodía en las que hacer cualquier cosa al aire libre es un gesto poco menos que suicida. Por eso calcula cuidadosamente en cada viaje la carga. A la hora de comer ha conseguido reducir el primero de los cubos de libros a la mitad, más o menos. Es absurdo, pero lo desmonta procurando que no queden los libros expuestos y el cubo no pierda la forma perfecta que ha tenido durante estos años, tratando de que solo vaya perdiendo altura.

La gente con la que se encuentra empieza a levantar la mirada a su paso. No lo ha hecho ni la primera, ni la segunda, ni la tercera vez que ha pasado por delante de sus tiendas y talleres, pero lo va haciendo poco a poco. Porque, aunque se aleje voluntariamente del camino más corto y quiera abarcar y conocerlo todo, siempre parece sentirse atraída por las tres o cuatro callejas en las que se concentra la mayor actividad y que no están lejos de la biblioteca. Le gusta ver al zapatero trabajando en la puerta o sentir el olor del pan recién hecho en la tahona.  Agradece estas miradas de reconocimiento. También el empleado del almacén tiene gestos casi imperceptibles pero que ella valora como mínimos intentos de facilitarle las cosas. Un obstáculo que estaba en su camino y la siguiente vez ya no está, una puerta que a ella le cuesta abrir y que encuentra abierta de par en par al volver. Seguramente quiere hacerse perdonar por la negativa de hace un rato, cuando le ha pedido material y él le ha dicho que debe rellenar una instancia en el Ayuntamiento. Los dos saben que esa no es la solución. La respuesta a la instancia, si es que llega, se puede demorar semanas o meses. Ella no ha insistido. Por eso ha valorado tanto que a última hora de la tarde cuando ya había llenado el cesto con la última carga del día se le haya acercado con un montón grande de clavos oxidados envueltos en un papel de periódico y un martillo con el mango cosido con alambre. No puedo darle material nuevo, le ha dicho, pero si puede servirle esto. Ella se ha limitado a decirle que sí, que le vendrá muy bien. No ha querido darle las gracias para no incomodarlo, pero ha sentido que se elevaba del suelo y ha hecho volando el último viaje.   

También con la casera empieza a hablar esa noche después de la cena. Ayer ya le invitó a acompañarla. Se ofreció a prepararle una infusión de manzanilla, pero ella rehusó, le explicó que estaba cansada y prefería dormir. Ahora están en la entrada, que es la parte más fresca de la casa. Tienen la puerta abierta, con la cortina recogida para que circule un aire fresco inexistente. La casera está hilando hebras de esparto con las que hace unos cordeles que vende a una de las tiendas del pueblo. Está sentada bajo una bombilla que cuelga del techo y da una luz muy pobre, como si se derramara gota a gota. La calle está a oscuras. La gente sigue pasando y algunos dan las buenas noches. Todos llevan los mismos faroles de aceite en las manos. Nos han prometido que pronto volverán a encender las farolas, pero han pasado ya seis meses desde que terminó la guerra, y seguimos iluminándonos con promesas, dice la mujer con amargura. Le cuenta que, por las noches, antes de acostarse, escucha una radionovela. Le invita a escucharla con ella. Es una mujer con manías, la ha observado colocar en un orden preciso dos jarras de porcelana que están sobre una cómoda. Quién no tiene manías a esa edad, se dice, pero también es generosa y es discreta y eso le gusta.

Ayer cuando llegó y le explicó que había venido a hacerse cargo de la biblioteca, la casera se alegró. Ya era hora de que por fin algo empiece a funcionar, dijo. No preguntó más. No había pensado hacerlo, pero decide contarle por qué ha venido. Da sorbos a la infusión de manzanilla mientras la observa hilar el esparto, algo que hace con manos ágiles, casi evanescentes. Le habla despacio, bajando la voz. Le dice que este pueblo fue para ella durante su infancia un lugar imaginario. Todas estas calles habían alimentado su fantasía noche tras noche, por eso ahora se siente como si estuviera allanando un sueño. Camina por las calles y las conoce y no las conoce. Todo le resulta extraño y a la vez, familiar. 

La casera no deja las manos quietas en ningún momento. Trenza el esparto con habilidad, incansable. Ella le explica que sus padres se criaron aquí y que huyeron cuando eran casi unos niños. Lo que sentían el uno por el otro era mucho más fuerte que el odio ancestral que se profesaban sus respectivas familias, alimentado por una historia interminable de agravios y venganzas. Así que después de aguantar primero gritos y amenazas, y más adelante encierros y palizas por el delito de estar juntos, una madrugada salieron escondidos en el carro de unos buhoneros. Tras mil peripecias llegaron sin blanca a una ciudad del sur, a muchos kilómetros de aquí, donde se instalaron. Tenían poco más de veinte años y el suyo era uno de esos amores volcánicos que no se detienen ante nada y que no se apagó nunca. No quisieron volver, pero tampoco pudieron olvidar estas calles que muchos años más tarde aún seguían describiendo como cartógrafos obsesivos. Ahí estuvo para mí el origen de la guerra, el suyo fue el primer exilio, de ahí vino todo lo demás, dice con un suspiro cavernario. La casera deja de hilar para decirle que ya conocía la historia. En el pueblo todos la conocen. Si quiere un consejo, le dice, no le cuente a nadie lo que me acaba de contar y no vaya por ahí proclamando quién es. En los cincuenta años que han pasado desde que huyeron sus padres, y tras tres años de guerra, las cosas no han mejorado, créame.        

Unos días más tarde la biblioteca ya empieza a parecer un lugar habitado. Aun le asalta el olor a pintura al entrar y todavía no ha colocado los libros en su sitio, pero está satisfecha con la marcha de las obras. Sobre las paredes, algo irregulares en algunos tramos, ha extendido dos capas de cal y ahora lucen una blancura prístina. Después de cuatro jornadas dedicadas a reparar, lijar y barnizar muebles lisiados, hoy ha venido con intención de ponerlos en pie y comprobar que aguantan el peso. Todo el trabajo lo ha hecho sola, excepto las reparaciones del tejado y la colocación de los cristales de las ventanas.

La misma mañana que terminó el traslado de los libros, fue al bazar a pedir restos de madera para arreglar la puerta y a comprar la cal, la pintura y las brochas. Desde que recibió la carta, tiene claro que deberá invertir parte de sus ahorros en que la biblioteca eche a andar, y está dispuesta a hacerlo. Eso no le preocupa. En el bazar le dijeron cómo encontrar al carpintero que podría encargarse de los cristales y arreglar al tejado. Fue esa misma tarde. Un hombre pequeño con la cabeza cubierta con un pañuelo con nudos en las esquinas. Traía en una mano un capazo de esparto con materiales y al hombro, una escalera. Le dijo que empezaría por mirar arriba. Ella se quedó en la calle, con los brazos cruzados, esperando el diagnóstico. No es grave, le dijo mientras se encendía un cigarro, una vez en el suelo. Necesitaba hacer algunas reparaciones en el armazón y cambiar algunas tejas, pero en un par de tardes estaría listo. Tomó medidas para los cristales y le pidió que guardara la escalera y las herramientas, que al día siguiente regresaría a la misma hora.

Ella se dedica mientras tanto a limpiar a fondo los libros, uno a uno, abriéndolos como si fueran joyeros, pasando las hojas y soplando dentro para quitarles el polvo y la arena y al mismo tiempo para entrever el interior, empezando poco a poco a conocerse. Los va colocando con cuidado en el suelo en montones de distintos tamaños, prefigurando un orden futuro.

Al día siguiente por la tarde vuelve el carpintero con las manos en los bolsillos y la misma lapicera en la oreja. Le saluda y en seguida se pone a trabajar, arrancando los trozos de cristal con unas tenazas. Tampoco él es una cotorra, que digamos, pero cuando se concentra silba una melodía que ella no reconoce, siempre la misma. Lo hace con timidez, como si no quisiera que se escuchara desde lejos. Es poco más que un soplido con unas notas apenas adheridas. A ella le gusta esa forma de música elemental que parece llegar desde un mundo despreocupado y remoto. Es el primer signo de alegría que detecta, una alegría que no necesita justificación y está más cerca de la esfera de los pájaros que de los humanos. Se observan disimuladamente. Ella está barnizando las sillas y las mesas. Cuando ya ha terminado de instalar los cristales y va a coger la escalera para subir al tejado, la ve tratando de sacar de la cueva los mapas enmarcados y se apresura a ayudarle y así se inicia una colaboración que se va a prolongar varios días. Le dice que espere a que termine de arreglar el tejado porque es posible que caigan trozos de yeso y de cañas. Cuando acabe con eso, le ayudará a sacar todo y colocarlo donde quiera. No tiene prisa.

Seguramente es el carpintero quien avisa al electricista o tal vez lo han hecho desde el Ayuntamiento. No lo pregunta y tampoco se lo dicen, pero una de estas primeras mañanas cuando ella está comprobando en los ficheros si faltan libros, aparece un hombre que le da los buenos días y le dice que viene a conectar la corriente eléctrica. Revisa un registro oculto en el interior de la cueva. Comprueba los interruptores, los enchufes, los cables y pone cuatro bombillas nuevas, una en la cueva y tres en el techo de la biblioteca. Hasta ahora no las ha necesitado. En estos meses de verano basta abrir la puerta y todo se ilumina, pero los días no tardarán en hacerse más cortos, más oscuros, y más fríos.

El carpintero ha terminado de arreglar el tejado y ahora revisa las reparaciones que ha hecho ella en la puerta y en las estanterías. Las mueve para ver la estabilidad, da un martillazo aquí, quita una astilla allí, lija una ligera protuberancia y finalmente le dice que ha hecho un buen trabajo. Ella hace un esfuerzo por no sonreír. Pasan un buen rato sacando la mesa de escritorio que pesa como si tuviera los cajones llenos de remordimientos y no se deja mover con facilidad. Tienen que maniobrar por las puertas, girar, meter las patas en un sentido, enderezar, volver a girar. Finalmente consiguen colocarla en el que va a ser su rincón de trabajo. Mañana volveré para ayudarle a terminar de poner todo en su sitio le dice el carpintero. Ella le explica que quiere pintar las vigas de madera de un color alegre. Quiere su consejo y si puede, que le preste una escalera más corta para poder ir haciéndolo poco a poco.


Ha pasado una semana desde que llegó y la biblioteca está irreconocible. Todas las mañanas cuando llega hay un momento de asombro. Es consciente de que pronto esta ceremonia de apertura se convertirá en un gesto automático. Ahora disfruta desde que ve la puerta al doblar la calleja. Le gusta el color azul envejecido que eligió y que lo convierte en un edificio reconocible a primera vista. Destaca en la blancura inmensa de la fachada, que también lució hace días. Era ese el efecto que buscaba, aunque al principio le preocupó que este toque de color en medio de tantas puertas y ventanas destruidas y de fachadas en ruinas, pudiera verse como una frivolidad o como una ostentación. Ahora está segura de haber acertado. También están pintadas del mismo azul las vigas. Le parece armónico el contraste entre el blanco áspero y brillante de las paredes algo irregulares, el azul de las vigas en el techo y los tonos crema y ocre que tienen casi todos los libros en las baldas. Cada día, se queda un rato observando desde la puerta, apreciando la primera impresión que recibirá quien franquee la puerta. Ha colgado algunos mapas en las paredes. Junto a su mesa está la enorme bola del mundo, ha puesto algunos jarrones con flores secas sobre los ficheros y en un rincón, unos cojines para los niños. Su mesa está en orden y casi vacía, como su propia vida, se dice.

Mientras trabaja, algunos niños se acercan tímidamente a las ventanas y la miran. Ella no deja lo que está haciendo. Ni siquiera levanta la vista. Sabe que son como crías de zorro asustadizas. Cualquier esfuerzo que hiciera por atraerlos, los ahuyentaría. Está segura de que han visto y han escuchado historias espantosas, de que han vivido experiencias traumáticas y que sus pequeñas almas infantiles están llenas de costurones. También por eso ha vuelto a este pueblo, que ha sido uno de los más golpeados no por la guerra sino por la represión. En realidad, cayó en manos del bando vencedor en unas pocas semanas, al principio. Aquello dejó mucha destrucción en las calles y en las casas, pero nada que no se pueda arreglar con tiempo y algo de dinero. Esa es la reconstrucción que ya ha empezado. Lo peor vino después, cuando los dos ejércitos se fueron a otros puntos de la comarca. De los más de cien hombres de todas las edades que perdieron la vida en los tres años de guerra, apenas una docena lo hicieron luchando en el frente. Al resto los sacaron de sus casas por la noche, a rastras, los maniataron con alambres, los fusilaron sin juicios de ninguna clase y los enterraron de cualquier manera. Y aquí todos conocen a quienes lo hicieron porque son, al fin y al cabo, quienes mandan.

Con la casera todas las noches termina hablando de estas cosas. Ella es una de las que perdió a su marido. Se esfuerzan en recordar cómo era el pueblo antes, le describe los mercados y las romerías, le habla de los gitanos que acampaban en las eras, del cine ambulante que vino unas pocas veces, de los carros adornados con flores con los que iban al río, de la música que traían los titiriteros. A una le gusta escuchar estas historias y a la otra contarlas. Muchas veces debe detener el relato porque de pronto se pone a llorar y tiembla como si se hubiera desatado en su interior un vendaval. En esas ocasiones deja en el suelo la labor para abrazarla. Ha empezado también ella a tricotar unas chaquetas oscuras. Le gusta que la biblioteca tenga luz y color, pero su ropa sigue gritando su tristeza. Una de esas noches también ella le cuenta su vida.      

La biblioteca está ya lista para abrir, aunque no quiere apresurarse. En unas pocas semanas empezará la temporada de lluvia que pondrá fin al verano y casi sin darse cuenta vendrán los fríos. Ese será un buen momento. Por ahora este pueblo aún es un pequeño horno por el que cuesta caminar a mediodía. Pasa en la biblioteca la mayor parte del tiempo. Ordena, cambia las cosas de sitio, estudia los catálogos, modifica alguna ficha, pero la mayor parte del tiempo lo dedica a hojear los libros, a conocerlos, a leer entero alguno que le interesa. Quiere saber lo que contienen para poder recomendarlos cuando llegue el momento. Su silla es cómoda y ha encontrado un rincón que le resulta acogedor. Cada día vienen más niños a mirar por la ventana, se quedan mucho rato con las caras pegadas al cristal, observándola. Una de esas tardes coloca un libro de cuentos con unas ilustraciones muy llamativas en una de las ventanas. Al principio no le hacen caso. Cada cinco minutos se levanta de su silla y cambia de página. En algún momento parecen entender lo que está haciendo. Se sientan en el suelo, con las espaldas pegadas a la fachada de enfrente que está a poco más de dos metros y miran atentamente, es como si la ventana de la biblioteca se hubiera convertido en la pantalla de un cine. Para ellos se trata de una historia muda, fragmentaria, incompleta, pero parece que eso les da igual. Cuando llega al final los siete pequeños allí sentados rompen a aplaudir y después salen corriendo en distintas direcciones. En silencio.

A este primer éxito le sigue otro. Esta vez con su casera a la que lee una de esas noches un libro de poemas. Acababan de cenar y salieron como todos los días al zaguán, en busca de algo de frescor que pudiera colarse desde la calle. Le dice que quiere compartir algo con ella y empieza a leerle unos textos breves, bellísimos, que liberan en su voz una melancolía que las va impregnando por entero. Los lee muy lentamente, deteniéndose al final de cada verso. Cuando termina, son como un campo sobre el que ha caído una helada. Desde que está con ella nada había hecho que dejara de hilar, cuando se sientan juntas en estas primeras horas de la noche. Pero hoy, bajo la pobre luz de la bombilla, ve que ha dejado la madeja de esparto en el regazo y tiene las manos cruzadas sobre el pecho, protegiéndose, como si hubiera recibido una embestida inesperada y estuviera de pronto muerta de frío. Le pide que empiece a leer desde el principio. Quiere saber qué le ha pasado.


Hoy ha estado lloviendo desde el amanecer. Ha desayunado a la misma hora de todos los días y está en la puerta mirando cómo bajan ríos de agua por la calle. Hace frío. Hasta ahora no se ha puesto una prenda de abrigo, pero hoy lleva una chaqueta de lana y unas botas altas de goma. En el mes que ha pasado desde su llegada, solo ha habido un par de tormentas que arrojaron violentas trombas sobre el pueblo. Las dos pasaron de largo en seguida, dando paso en pocas horas a la siguiente ola de calor, aún más asfixiante. Lo de hoy es distinto, llueve en abundancia, con mansedumbre. Su mayor preocupación es si el tejado de la biblioteca aguantará esta insistencia. Le dijeron que algunos años también en las cuevas ha habido filtraciones, pero para eso tiene que caer un diluvio. Únicamente las tres o cuatro calles principales del pueblo tienen un adoquinado rudimentario y por ellas se podrá caminar. El resto, serán casi impracticables durante días por el barro.

Sólo hace tres días que, como si barruntara la lluvia, vino a la biblioteca el carpintero con un hombre mal afeitado que medía casi medio metro más que él. Hacían una curiosa pareja. Le explicó que antes de la guerra tenía una herrería en las afueras del pueblo. Ahora está cerrada y no cree que la vaya a abrir, dice de manera algo críptica, como si la decisión no dependiera de él. Puede colocarle una estufa de hierro por nada, no es necesario que le pague. La tiene tirada en la fragua y aquí la va a necesitar. El carpintero se encargará de traerle leña.  Son esos los gestos que le devuelven la confianza en los seres humanos que perdió casi por completo durante la guerra. Pero también siguen presentes la cautela y el miedo.

Ayer, sin ir más lejos, tuvo la visita del alguacil. Trajo un cuadro enmarcado envuelto en papel de estraza. Se imaginó lo que era nada más verlo, pero no lo quiso desenvolver con él delante. El alcalde necesitaba saber si había pensado fecha para la inauguración, quería hacer un acto oficial y además lo anunciará con un bando. Le dijo una fecha cualquiera, dos semanas más tarde. Antes de irse, el alguacil señaló con la mirada el cuadro que ella ha dejado apoyado contra una de las paredes. Ha dicho que lo quiere bien visible. No es necesario decir quién ni qué. Esta es una época de sobreentendidos.

Llueve sin parar durante dos semanas y ningún día ha dejado de ir a la biblioteca. Cuando puede, aprovecha una tregua entre aguacero y aguacero, pero la mayor parte de las veces, aburrida de esperar, se echa encima una capa y bajo un paraguas grande vadea el mar de barro en que han quedado convertidas las calles. Al llegar enciende las bombillas porque ahora, sin ellas, es imposible leer. Así de oscuros son los días. La estufa caldea la estancia en poco tiempo. La generosa oferta del herrero la había cogido por sorpresa. En este pueblo en invierno se trata de un artículo de primera necesidad. Se da cuenta al pasar por delante del taller del zapatero o de la barbería. En todos estos sitios hay estufas idénticas a la suya, con las mismas portillas por la que parecen querer huir las llamas cada vez que se le lanza un tronco para alimentarla, la misma portilla para quitar la ceniza y la misma chimenea en la pared por la que sale un humo blanco. Ellos tienen además corros de viejos alrededor, parcos, al abrigo.

Con la casera, desde el día que le contó el amargo periplo que ha sido su vida los cuatro últimos años, no tiene secretos. Es la única que sabe que una vez fue otra. Terminaron llorando, la noche que le contó cómo le trajeron a su marido al hospital en el que trabajaba. Le habían pegado dos tiros al salir del teatro. Murió en sus brazos, inconsciente, sin saber con quién estaba ni qué le estaba pasando. En este pueblo, solo ella, su casera, sabe, porque se lo ha ido contando en estas veladas largas de verano, que su marido fue un actor conocido. A su casa venían con frecuencia escritores y músicos, casi todos ellos, pobres, están ahora enterrados, escondidos, sufriendo un ostracismo injusto. Como sus propios hijos. Porque ella tiene un hijo y una hija a los que echa de menos a cada rato. Los acompañó al extranjero cuando enviudó, estuvo viviendo con ellos dos años y cuando acabó la guerra, volvió, porque no deseaba convertirse en un lastre y además quiere hacer algo por un pueblo al que ama, pese a todo. Eso era un resumen piadoso de los últimos cuatro años, que no recoge las lágrimas derramadas por los tres, noche tras noche, durante meses y meses. Y ahora el alguacil le pide, le impone, que coloque ese retrato abominable bien a la vista.

Han pasado las lluvias. Los días son suaves y están bañados en una luz dorada, como la uva que traen en carros al atardecer. Ahora que el tiempo lo permite, a menudo sale a pasear por los caminos en busca de espacios abiertos. El pueblo está en un promontorio, cerrado sobre sí mismo. De lejos tiene hasta la forma de un caparazón. Le gusta andar. Recorre apenas una pequeña parte de la gran explanada que se extiende hasta las faldas de unas montañas azuladas en la lejanía. Durante estos paseos siente corrientes de aire dentro del pecho, como si se fueran abriendo ventanas que llevan mucho tiempo cerradas y disfruta del olor a tomillo, del cascabeleo de los rebaños, del zumbido de las colmenas. Después de horas de andar por caminos llenos de hierba que en algunos tramos tienen muros de piedra a los lados, vuelve, agotada, tras de una fila de carros que van dejando a su paso olor a moscatel.

Nunca encuentra a nadie durante esos paseos. Al menos a nadie que no esté trabajando la tierra o pastoreando el ganado. Mucho menos, mujeres, que no salen del pueblo si no es por una buena razón, y cuando lo hacen, van acompañadas. Sabe que hablan de ella, pero no le preocupa. Quiere ganarse el estatuto de rara, es parte de su plan para que le respeten y la dejen en paz.

Por fin, una mañana lo anuncian. Todos en el pueblo están acostumbrados a dejar lo que estén haciendo y salir a la calle cuando oyen el redoble del tambor. No importa que para cuando el alguacil llegue al puesto más cercano a sus casas sea la tercera o la cuarta vez que lo escuchan y ya se han enterado. Las mujeres salen a la puerta, secándose las manos en el delantal rodeadas por su prole. En los últimos tiempos de esta manera se han enterado de las peores noticias, de los toques de queda, de los racionamientos y de las nuevas ordenanzas que han sido siempre en la práctica nuevas restricciones, así no es raro que se les seque la boca cuando escuchan el redoble. También ella sale y va a la calle principal porque la calleja de la biblioteca no está en el recorrido. En seguida lo ve con aire marcial, muy envarado. Lleva una gorra brillante y cruzándole el pecho, una banda ancha con los colores de la bandera de la que cuelga el tambor. Recita medio cantando siempre la misma cantinela. El aviso es innecesario. Hace tiempo que en el pueblo todos lo saben. Están cansados de verla trajinar y ella misma, a la poca gente con la que habla, ya les ha anunciado la fecha de apertura.

El acto oficial tiene lugar tres días más tarde. A ella, que no soporta la pompa, le asquea todo lo que está ocurriendo. Por fin puede ver al alcalde, un hombre grueso con chaleco, leontina y corbata gris. Tiene el pelo canoso lleno de gomina repeinado hacia atrás. Lleva un bigote parecido al del hombre del cuadro que, después de muchas vueltas, ha puesto, como le pidieron, en el lugar más visible. Se siente una cobarde, pero sabe que no puede hacer otra cosa. Está aquí porque tiene una misión y no lo va a echar todo a perder por dar con torpeza los primeros pasos. No son muchos los que han venido con el alcalde. Todos hombres. Es un acto breve. A ella apenas le saludan con un apretón de mano y en seguida la ignoran. Está claro que se trata de un gesto de apropiación, una manera de marcar el territorio. Lo consideran, dice el alcalde en su discurso, otro paso hacia la reconstrucción y se atribuye el mérito, claro. No dicen que ella ha pagado las obras y que está dispuesta a trabajar todas las tardes cuatro horas sin cobrar. No le importa.

Le importa más y le resulta más aborrecible la manera como el representante de Dios riega sus libros con el hisopo, murmurando una oración. Eso sí le parece una ignominia y, a su manera, un sacrilegio. Tiene muy presente una de las últimas conversaciones con su marido. La guerra había empezado unas semanas antes y llegó a casa indignado con los titulares que traían los periódicos ese día. Algunos de los más altos representantes religiosos, quienes debían haber hecho un mayor esfuerzo por evitar la guerra, llamaban a los fieles a alinearse sin fisuras, como lo hacían ellos mismos, con uno de los bandos. El de quienes le pegaron dos tiros a bocajarro tres días más tarde.

Ve cómo se regodea mojando abundantemente los lomos con agua bendita. Tiene que hacer un esfuerzo para no gritar que ya es suficiente, que va a estropear los libros, que por muy bendita que sea, el agua es perjudicial para el papel. No puede ser casual esa contumacia, se dice. Ella es de las pocas personas en el pueblo que no asiste a los oficios, así que no descarta que esto sea una suerte de venganza. Pero ha venido también a vencer su propio odio.  

Ya no esperaba sentir este revuelo de palomas, pero lo siente desde que se ha despertado. Hoy será el día. Las temperaturas aún son suaves. La escuela lleva abierta una semana. Aquí el otoño es breve y tornadizo, así que la gente se prepara para un invierno que no tardará en presentarse con toda su crudeza. Es el momento de llenar la despensa de uvas que cuelgan en cuerdas para que se sequen y se hagan pasas, ahora que ha terminado la vendimia. Es la hora de recoger las nueces y las almendras y de cosechar la miel. En unas semanas llenarán las tinajas de aceitunas, harán dulces y mermeladas y los más afortunados sacrificarán los animales que conservarán en salazón o ahumados. Pero eso será más tarde. Ahora, ella está en la biblioteca con la puerta abierta de par en par. Son las cuatro de la tarde. Sopla una brisa ligera que trae un olor lejano a humo. Los niños saldrán en un rato y vendrán en tropel, corriendo. Eso espera al menos. Tiene preparadas unas fichas que deberán llevar a casa, rellenar con sus datos y traer firmada por sus padres. Ha decidido ignorar el fichero antiguo y empezar de nuevo.

Sin embargo, las cosas no ocurren como esperaba. Vienen algunos niños, pocos, y se sientan en las mesas. Sacan de sus carteras sus cuadernos y hacen los deberes, muy formales. Ni siquiera miran los libros de las estanterías. Sabe que debe tomarse todo con calma. De momento se limita a estar disponible y a observar. Termina por acercarse a los que acuden tarde tras tarde y esforzándose en no asustarlos, les dice que si tienen cualquier duda con sus deberes pueden recurrir a ella. Después les pone una tarjeta en blanco en sus pequeñas manos y les dice que no cuesta dinero hacerse socios y podrán llevarse libros como estos a casa. Les deja sobre la mesa los más llamativos, los que sabe que van a acaparar su atención. Luego se va a su mesa y desde allí, con disimulo, mira cómo los hojean con cuidado, como si temieran estropearlos. Cada paso lo mide, lo sopesa, sabe que debe atravesar un lago sobre una capa de hielo de una extrema fragilidad para llegar hasta donde están. Lo ve en sus ojos, les ha pasado una guerra por encima y siguen asustados. En los primeros días no llegan a veinte las personas que se hacen socias, casi todos niños. La casera le dice que no debe preocuparse, es normal, ahora es un momento de mucho trabajo. Cuando empiecen los fríos, tendrán más tiempo. Porque lo cierto es que los niños hacen todo tipo de trabajos y muchos pasan meses sin pisar la escuela.

Se sobresalta la primera vez que ve su apellido escrito en la tarjeta que le extiende una niña rubia de doce años. Tiene la cara sucia y unos enormes ojos azules rebosantes de tristeza. Nota una inmediata simpatía por ella. Se pregunta si será el instinto. Ella desde muy joven adoptó, seguramente por esnobismo, la costumbre extranjera de firmar con su apellido y a continuación el de su marido tras una pretenciosa de. Después de su muerte, en un intento desesperado de confundirse, de fundirse con él, pasó a abandonar para siempre el suyo y adoptar el apellido de su marido, que además es más exótico, y más sonoro. Por eso se siente protegida. Aquí, excepto su casera, nadie conoce sus orígenes ni su vínculo con este pueblo desventurado. No necesita investigar para saber que ella lleva mezclada la herencia de los vencedores y la de los vencidos; que, entre sus parientes, que son muchos, habrá víctimas y criminales. También está aquí por eso. Sus padres se fueron para que una guerra que ya se atisbaba no los destruyera. Ella ha regresado porque quiere ayudar en la reconstrucción, no de los cuerpos, de eso ya tuvo bastante, y tampoco de las casas. Cuando piensa en la reconstrucción lo hace en su sentido más primigenio, más profundo.

No sabe por qué se hace muchas más preguntas sobre los adultos que empiezan a visitar la biblioteca. No son como los niños que se mueven con naturalidad. Los pequeños son curiosos y les gusta lo nuevo, así que aquí están en su medio. Los pocos hombres y mujeres, de todas las edades, que se arriesgan a entrar, se sienten cohibidos. Todos guardan silencio, como si estuvieran en un lugar de culto, y cuando hablan, lo hacen en susurros. Son educados y distantes. Tiene la impresión de que a cada uno le mueve un motivo distinto para venir. Le gustaría saber más de estas personas, de las historias que esconden. Enseguida empieza a verlos como si estuvieran unidos por un hilo invisible. No importa si entre ellos no se hablan, intuye que han vencido prejuicios, se han impuesto al propio sentimiento de vergüenza para llegar hasta ella y por eso los respeta. Le inspira ternura verlos rellenando el pequeño rectángulo de cartulina que les extiende y después mirado en las estanterías o en los cajones del catálogo. Los ve acariciar los libros y muchos dan la impresión de estar recuperando un gesto que no habían podido hacer en mucho tiempo, como si se resquebrajara una corteza en sus manos y empezaran a recobrar sensaciones perdidas. Todo esto lo ve en sus miradas.

Ha empezado a cocinar. La casera lleva tiempo enseñándole a hacer unos platos que requieren días de preparación y el origen de cuyas recetas se pierde en el pasado. Durante generaciones, le dice, se han ido transmitiendo los secretos de cada ingrediente que utilizan. Cada paso tiene importancia. A veces salen juntas del pueblo y vuelven con hierbas aromáticas y con algún fruto silvestre. Ella, que nunca ha sabido preparar más que platos muy elementales, se siente una pitonisa cuando está entre ollas y calderos con el cabello cubierto por un pañuelo de lunares. Le gusta. Además, el calor del fuego, ahora que los días son más frescos, se agradece.

Pronto adquiere una rutina. Por la mañana da un paseo. Sale del pueblo y, sin alejarse demasiado, recorriendo caminos que lo circundan, disfruta del viento, el sol o la lluvia, lo que sea que el día le depara. Hasta con una densa niebla ha salido en un par de ocasiones. Va bien abrigada y camina deprisa, observando cómo el paisaje se transforma al paso de los meses. Después, va a la biblioteca a poner todo en orden y aprovecha a leer un rato. Si hace frío, enciende la estufa para que por la tarde sus invitados se sientan bien acogidos desde el umbral, donde ha colocado una pequeña estera de esparto. Es muy sensible a estas primeras impresiones. A mediodía pasa por alguna tienda y va a casa a preparar la comida que hace sola o con la ayuda de su casera si están probando algo nuevo. Elaboran guisos muy condimentados, que requieren infinidad de ingredientes. Siempre le maravilla comprobar que a pesar de ser un pueblo pequeño termina encontrando lo que busca. Además, rara es la semana que no llegan vendedores ambulantes, afiladores, estañadores y toda una serie de personajes que dejan sus camionetas en las afueras y con burros que alquilan, recorren las calles pregonando sus mercancías y sus servicios, llenándolas de melodías y voces, como pájaros cantores.

La primera sesión de cuentos la hace el día que cae la primea nevada. No es casualidad que sea por tanto el día que más niños hay en la biblioteca, seguramente porque no pueden ir a otro sitio. Están todas las sillas ocupadas, ocupan también los cojines del rincón, y algunos se sientan en el suelo, alrededor de la estufa. Pone su silla en mitad de la sala y en voz alta, empieza. Primero viene el susto. Se habrá vuelto loca, parecen decir las expresiones de algunas de esas pequeñas caras sucias. Hasta ahora nunca ha buscado llamar su atención. Al contrario, se ha mostrado discreta, como si aspirara a la transparencia. A la sorpresa le sigue la curiosidad y a medida que lee, la van envolviendo. Ha elegido dos cuentos tradicionales, que medio lee y medio escenifica. De algo ha de servirle haber estado casada veinticinco años con un actor extraordinario. Asistió muchas noches al milagro de ver a sus hijos convertidos en dos llamas que se elevaban y remolineaban impulsados por aquella voz de una ductilidad prodigiosa que ha empezado a olvidar. Ella no aspira a tanto, pero no se le da mal.  Lo ha sabido siempre y hoy lo vuelve a comprobar viendo sus bocas y sus ojos abiertos de par en par. Uno a uno, han ido saliendo por las ventanas, han sobrevolado los tejados y las calles nevadas, han viajado a reinos lejanos y cuando a ella le ha parecido que era el momento, los ha hecho regresar. Y ahí están, aplaudiendo y con la cara de agradecimiento de quien ha recibido un gran regalo. Estos niños, lo ha sentido así de una manera clara, están muy necesitados de que alguien los saque un rato de la realidad que habitan, que aligere su carga. Porque muchos, de no ser por la nevada, estarían ahora trayendo el rebaño del campo o recogiendo la aceituna con las manos ateridas o majando el esparto. Son los que tampoco saben leer y buscan libros con imágenes ante las que se quedan mucho tiempo hipnotizados.

A partir de este día, se convierte para estos niños en un personaje mitológico. Los más pequeños parecen haber caído en un campo magnético. Se comportan como si no pudieran alejarse de donde ella está. Algunos, los más afectados, no pueden evitar cogerle la mano en cuanto se levanta y van con ella a todas partes. No saben explicarse qué ha sido, pero saben que algo mágico, poderoso, les ha rondado por dentro y por si acaso no quieren alejarse de quien lo ha hecho posible. Están embrujados. Confía en que se les pase.

Todas las semanas recibe cartas de sus amigas. Son tres, y puede sumar unos pocas más si ensancha la definición de amistad. Siguen en la ciudad de la que vino y mal que bien han podido retomar algo de lo que hacían antes de la guerra. Llevan mucho tiempo sin verse, pero ellas son el corredor por el que le llegan noticias del mundo y le conecta también con el pasado. Una vez, en otra era, compartieron cenas y veladas maravillosas, hicieron viajes en familia y rociaron de risas muchas tardes. A ellas les cuenta que se le han llenado las manos de manchas y ya no le caben más canas, que se siente como una elefanta torpe y vieja, que apenas tiene amigas en el pueblo y que los niños, ahora que les ha empezado a contar cuentos, la adoran. Sus amigas le prestan otros servicios impagables. En los mismos sobres en que llegan sus cartas, llegan, disimuladas, las de sus hijos. No podría recibir aquí tantas misivas del extranjero sin suscitar preguntas que no quiere responder. Son ellas también, mujeres generosas, quienes organizan una red, y contribuyendo cada una en lo que puede, compran libros que le envían con regularidad. La primera vez que vino el cartero con un paquete a su nombre no fue capaz de adivinar qué contenía. Se conmovió cuando se quedó sola y vio aquellos libros sin estrenar, con unas ilustraciones muy hermosas con las que se explicaba a los niños los secretos del ciclo del agua, el cuerpo humano y los volcanes. En un pequeño sobre había una nota con una sola frase: creemos en lo que estás haciendo y queremos ayudarte. La firmaban todas y desde ese día se siente mucho menos sola.

Hoy han vuelto a abrir el cine, otro acto de inauguración para el alcalde. Hace pocas semanas que las calles principales del pueblo, aquellas en las que están la mayor parte de las tiendas y negocios, tienen iluminación. Son unas farolas de un cristal grueso de color verde con un enrejado de bronce que colocan en algunas esquinas. Apenas dan luz, pero es suficiente para ver donde pisas y no matarte al caer en un socavón de los muchos que quedan sin cubrir. También eso fue motivo de un bando triunfal. El cine ha cambiado de dueño, le cuenta la casera, con la que empieza a ir todos los domingos a ver películas. El anterior fue uno de los fusilados en la tapia del cementerio. Ahora está en manos de alguien que goza de la confianza del alcalde. Hay dos sesiones los domingos, una a las cinco para los niños y otra a las ocho solo para los mayores. Es la primera vez que ve con una claridad rotunda lo que pasa en este pueblo. Todas las primeras filas están ocupadas por hombres con trajes acompañados de mujeres emperifolladas. De mitad del cine hacia atrás hay pocos hombres, casi todos viejos, y no hay una sola mujer que no vaya de luto. Muchas son jóvenes. Muchas están solas. Su casera y ella se sientan atrás, con ellas. Eso le sitúa definitivamente en su sitio. Sueña con que un día no sea necesario elegir, con que no se pueda interpretar como una declaración el lugar en que te sientas en un cine, pero sabe que ese día tardará y no llegará si no se hace algo para allanarle el camino.

Si no fuera por los documentales de propaganda que precede a la proyección de las películas y que le golpean en el rostro como olas de un mar embravecido, vendría más a gusto porque en general, los largometrajes le gustan, igual que le gustan las radionovelas que escuchan por las noches. Unas y otras le presentan historias enrevesadas, fáciles de entender y con finales felices. Se evade durante un rato y eso le hace bien.

Algunas mañanas, como ésta, al levantarse encuentra su cocina convertida en un velero. Se tiene que agachar entre las sábanas recién lavadas y tendidas de lado a lado, si quiere calentar su cazo de leche. Estos días toca surcar un mar en calma. El olor a ropa húmeda y limpia le traslada a su infancia, por lo que aún resulta más embriagador este breve paseo por cubierta. Entre otras muchas cosas, su casera, para ganarse la vida, se dedica a ir por las casas vareando la lana de los colchones. También lava la ropa blanca de algunas familias. A veces la trae una criada, aunque lo normal es que vaya ella misma a buscarla y dos días más tarde la devuelva resplandeciente y sin una sola arruga. Así es como un día, al abrir la puerta, se encuentra de frente con su propia madre. La impresión le impide hablar porque lleva muerta más de veinte años. Se queda mirando entre fascinada y asustada a la mujer joven que le extiende una cesta con ropa y que tiene los mismos rasgos que tenía su madre, no de mayor, sino cuando ella era una niña. Todo esto alimenta aún más su sospecha de que este pueblo está habitado por fantasmas.

En la biblioteca las cosas van bien. Nota que los niños se sienten cada vez más cómodos. Vienen a su mesa a consultarle las dudas que tienen con sus deberes y le piden ayuda para buscar en los tomos gruesos de la enciclopedia. Sigue haciendo mucho frío en la calle. A los viejos que nunca entrarían, les gusta mirar por la ventana al pasar arrebujados en sus echarpes. Y ella imagina la escena que están viendo. Una caja iluminada y llena de vida en la que los pequeños se mueven en silencio, relajados, disfrutando de estar ahí, entre libros. Debe ser un hermoso espectáculo. Después de varios meses, ya los conoce a todos. Sabe quiénes son tímidos, quiénes la reclaman sin necesidad o porque lo que necesitan es que alguien les haga caso alguna vez. Unos vienen, hacen los deberes y se van y otros pasan aquí las horas muertas. Muchos solo acuden cuando hay hora del cuento. Esos días parecen bajar niños por la chimenea y descolgarse de los aleros y de las ramas de los árboles porque la biblioteca está de bote en bote. Pero hay solo unos pocos que cuando entran van emitiendo pequeñas chispas de luz. Son los niños pastores, los niños campesinos, las pequeñas niñas criadas. Cuando vienen, y lo hacen pocas veces, es a última hora, cuando falta poco para cerrar y la biblioteca se va quedando vacía. Traen pegado el olor del corral de ovejas y a veces las pulgas, pero se desvive cuando aparece alguno. Es como si la visitara un príncipe disfrazado. Sabe que es justamente ahí donde puede ser más necesaria, con estos pequeños que no saben leer y que ya hace mucho que dejaron de ir a la escuela.

Se va quedando con sus caras y con discreción se entera también de sus nombres. Es necesario un profundo deseo de aprender para venir hasta aquí, aunque solo sea unos minutos. Han trabajado todo el día y están agotados, y aun así no pueden resistirse al atractivo de lo que para ellos debe ser un faro, un centro que irradia luz. Observan con profunda atención las imágenes de los libros que ella les pone en las manos en cuanto entran, los más hermosos, y se dice que son como esos ganados que dan largos tragos de agua en el abrevadero antes de llegar a casa y prepararse a pasar la noche. Esos días cierra la biblioteca algo más tarde, demora el momento de apagar la luz. Aún no sabe cómo proponérselo, pero concibe el plan de juntar a estos pequeños habitantes del desamparo y enseñarles a leer. 

En sus paseos matutinos algunos días llega hasta el río que pasa a unos cuatro kilómetros del pueblo. Es una larga caminata que se decide a hacer los días que está animada porque pocas cosas hay tan melancólicas, piensa, como un río en invierno. Llega hasta allí, recorre el camino de los chopos por el que no pasa nadie en esta época del año, y siempre en el mismo sitio se come una manzana o unas nueces. Hay mucha humedad y no puede sentarse, pero se apoya en un tronco y se queda abstraída mirando las nubes reflejadas en la superficie del agua. Después, emprende el regreso. Hoy algo la detiene. Un poco más adelante hay una columna de humo y decide ir a inspeccionar. Al girar la curva los ve. Son cuatro carromatos y algunos mulos y burros atados a los árboles. Supone que estarán durmiendo porque no se ve a nadie. Aunque hay una pequeña hoguera encendida, así que alguien se habrá levantado.

Por la tarde, los niños entran excitados en la biblioteca diciendo que han venido los gitanos. Ahora son ellos quienes le cuentan las novedades. Le gusta que vengan directos a su mesa a relatarle las noticias más peregrinas. Es otro indicio de que va ganando su confianza. Le cuentan si alguien se va a casar o si ha ido de viaje a la capital de la comarca y a qué. O que el maestro les ha pegado a todos de lo lindo porque estaba caliente. Hoy son los gitanos, que les asustan y les atraen a partes iguales. Son estañadores y se dedican a arreglar paraguas y a comprar chatarra. Las mujeres, con sus críos, van de puerta en puerta vendiendo caracoles o puntillas que nadie sabe de dónde han sacado o pidiendo una limosna. El más anciano, se sienta en una esquina transitada, se echa una capa por encima, pone en el suelo un plato ennegrecido de hojalata y se dispone a tocar en un acordeón las mismas piezas durante horas. Se nota que llevan viniendo desde hace generaciones. A nadie le sorprende y en general a nadie le molesta. Están una semana, a veces más, a veces menos, eso depende de si alguien los denuncia, y siguen su camino. A ella le gusta escuchar desde el interior caldeado de la biblioteca las melodías que van y vienen en el aire frío de diciembre.

También los gitanos pegan alguna vez su cara en el cristal, pero no se deciden a atravesar la puerta. Se pregunta qué pasaría si un día lo hicieran. No sabe si los niños que están dentro saldrían en desbandada, si escaparían por los agujeros como ratones asustados.

Hay algo a lo que suele darle vueltas. Sospecha que los niños y las niñas que vienen a la biblioteca pertenecen a familias que estuvieron en distinto bando durante la guerra, y esto le da esperanza. Se ve en seguida quiénes son los que llevan mejor ropa, mejor calzado y la cartera más nueva, pero aquí están juntos, y para ella eso tiene importancia. Puede ser que en algunos casos esté equivocada, porque hay padres que para que sus hijos vayan bien arreglados, gastan lo que no tienen. No pregunta. Aquí nadie quiere hablar de la guerra. Ella lo hizo con su casera los primeros meses, pero hace mucho que ya se dijeron cuanto se tenían que decir. Aunque no deja de ser extraño que sea la experiencia más atroz que han vivido y nunca la mencionen. Como si un dragón hubiera recorrido las calles durante tres años cobrándose víctimas a mansalva, y ahora todos fingieran no haber visto nada. Sigue habiendo mucho miedo.

Y no es para menos. La violencia sigue ahí. Hoy ella misma la ha sufrido. Casi no ha tenido tiempo de reaccionar de tan rápido como ha ocurrido todo. A media tarde ha oído gritos y ha salido a la puerta de la biblioteca. Dos guardias llevaban a rastras a un gitano que era poco más que un niño, podía tener quince o dieciséis años. Un chico alto y delgado que sangraba copiosamente de una ceja. Iban seguidos por dos gitanas que no paraban de gritar que el chico no había hecho nada. Los guardias le han estado pegando con saña cada vez que trataba de tirarse al suelo, seguramente les ponía nerviosos el escándalo que estaban provocando las mujeres. Ella ha estado a punto de pedirles que dejaran de pegarle, que lo iban a matar. No lo ha hecho, pero se ha quedado mirando. No se ha escondido como ha hecho todo el mundo, quería ser testigo y que ellos la vieran. Había algo retador en su actitud. Así al menos lo ha entendido uno de los guardias que le ha dicho de muy malas maneras que se metiera en la casa. Y como no ha obedecido le ha dado un fuerte empujón y la ha tirado al suelo.

Cuando han desaparecido, los niños mayores han salido y le han ayudado a levantarse. Algo más tarde se han enterado de que le acusaban de robar una vela y una caja de cerillas de la casa de Dios. Sería verdad o no, vaya usted a saber. En todo caso, la vela debe valer bastante más que el ojo del gitanillo que si no lo ha perdido, no habrá faltado mucho. Ella también tiene magulladuras por todo el cuerpo.


Hoy la casera le habla de una tradición que se ha visto interrumpida por la guerra. Dentro de pocos días se celebra una festividad (le dice el nombre y en seguida lo olvida) y siempre en estas fechas se han preparado sobadillas de manteca. Cada época del año tiene asociados sus dulces, unas veces son roscos, otras torrijas o buñuelos. Ahora son las sobadillas. Le puede enseñar cómo se hacen. Si ella quiere, claro. Y ella le dice que sí. Está siempre dispuesta a aprender. No hace mucho le elogió un guiso de liebre estofada, y notó como se esponjaba. Se la compran a un cazador furtivo. Trae las piezas a casa a escondidas porque se pueden meter todos en un berenjenal si los descubren. La casera le dice que tiene suerte de no haber conocido la época del racionamiento. Los dos primeros años de la guerra pasaron bastante hambre y muchos terminaron en la cárcel acusados de estraperlistas. Ahora la cosa está mucho mejor. No se puede comparar, le dice.

No sabe si estas seis mujeres que se han juntado en el obrador de la panadería son amigas de su casera. Si lo son, lo son de una manera sobria y espectral. Parecen comunicarse con la mirada, o se tocan levemente, y en esos gestos que pasan desapercibidos hay una honda complicidad. No necesitan hablar para saber en qué etapa del duelo están o si hoy está siendo un día especialmente malo. Comparten un mismo dolor al que se accede por distintas puertas. Todas tienen grabado dentro el mismo calendario con muchas fechas señaladas, y saben si hoy era el cumpleaños del hijo al que mataron o era la fecha del aniversario de boda de una de ellas que ya nunca podrá celebrar. Está claro que se han puesto de acuerdo para venir esta mañana a la misma hora. Trituran, mezclan y amasan durante un rato y después van metiendo las sobadillas en el horno por turno.

Sin quererlo, se convierte en protagonista y blanco de sus chanzas. El motivo, su costumbre, desde que era estudiante, de tomar nota de todo. Estas mujeres, que tiene en la cabeza infinidad de recetas y retahílas, se burlan de que ella necesite apuntarlo todo. Ha habido un momento en el que se ha sentido avergonzada, pero también se alegra de que, a cuenta de esto, estén habladoras y se rían. Descubre que al menos la mitad de las seis, no saben leer ni escribir. Le gustaría ofrecerse a enseñarles, pero sabe que no es ese el momento. No quiere que se sientan humilladas y se retraigan. Al contrario. Decide hacerles una propuesta que las dignifique. Les sugiere que vengan un día a la biblioteca para que ella pueda escribir en un cuaderno todas sus recetas, así no se perderán. La idea les parece tan disparatada que ahora sí estallan en una carcajada. Es la primera vez desde que está aquí que asiste a una explosión así de espontánea, un obús de pura alegría. Una de ellas, secándose con la punta del delantal unas lágrimas provocadas por la risa, le dice que a ver que pintan unas analfabetas en un sitio lleno de libros, se iban a sentir como un oso en una sacristía.

Algunos días más tarde la casera le dice que han seguido hablando y que no les importa atender su propuesta, pero tienen una condición. No quieren estar allí al mismo tiempo que los niños. Le contesta que puede abrir la biblioteca una hora antes solo para ellas. Un día más tarde, le trae la respuesta: les parece bien, pero no empezarán hasta después del inicio del nuevo año. Y otra cosa, necesitará más de un día si quiere escribirlo todo.

Decide pasar fuera las fiestas. La casera ha invitado a cenar a sus hermanas y sus sobrinos esos días. Por supuesto cuenta también con ella. Se va a sentir cómoda, le dice. A algunos de sus sobrinos los conoce porque vienen a la biblioteca. Se niega, aunque le agrada que la considere parte de su familia. En los casi seis meses que llevan conviviendo han intimado y han compartido confidencias. Le pide que no se ofenda, pero prefiere pasar sola esos días, quiere tener tiempo para pensar.

En el pueblo, la mayor parte de la gente puede pasar años sin ir a ningún sitio. A la capital de la comarca, que está a veinte kilómetros, se va cuando se necesita un notario o cuando los remedios básicos que prescribe el médico fallan y hay que consultar a un especialista. Los más ricos compran allí la ropa, si tienen una boda en la familia o una celebración especial. Se arriesgan a soportar la furia del sastre y de las cuatro modistas que trabajan en el pueblo, y están convencidos de que sus trajes y vestidos no tienen nada que envidiar a los que traen de la capital. Aunque salte a la vista que eso no es verdad. Hay unos pocos tratantes que se dedican a la compraventa y van todos los jueves al mercado. Llevan cosas que se producen aquí, miel, huevos, dulces de higo y productos de esparto, y a ellos les encargan cuanto necesitan, lo mismo puede ser un burro, una pieza para la trilladora o una manta. Los tratantes tienen sus pequeños camiones, y rara vez hacen sitio a un vecino en el remolque y menos aún en la cabina. Lo normal es que la gente del pueblo utilice el autocar que sale todas las mañanas temprano y regresa a media tarde. No es un recorrido largo, pero como entra y sale de la carretera una y otra vez para acercarse hasta el último caserío, llegan con la sensación de haber atravesado varios continentes.

Son días de abatimiento los que pasa allí. A través de uno de esos tratantes había reservado habitación para tres días en un hostal cercano a la estación, un edificio con aspecto señorial venido a menos. Nada más llegar nota que una mujer viajando sola suscita recelos, es sospechosa, aunque no se sepa de qué. En la recepción un hombre calvo con un colmillo de oro le interroga con desdén sobre los motivos de su estancia. Siente que la está reconviniendo sin conocerla de nada. Responde educada, casi sumisa, a lo que le preguntan, por más que le irrite sobremanera hacerlo. Se da cuenta de que será mejor no llamar la atención los días que pase aquí. Y es lo que hace. Sale cuando las calles están llenas de gente y pasea durante horas, deteniéndose ante los edificios singulares, en las fuentes monumentales. Come cualquier cosa, sentada en el banco de un parque o en una plazoleta solitaria, aunque tampoco puede detenerse en ningún sitio porque hace mucho frío. Hay pastelerías donde toman café grupos de mujeres y ella entra cuando se está quedando helada o necesita ir al lavabo y allí, sin hablar con nadie, se toma muy despacio un té y un pastel de milhojas con una capa de azúcar glass por encima.

Al llegar a la habitación, después de no haber hecho otra cosa que sacar a pasear su tristeza, escribe largas cartas a sus hijos y a sus amigas. Trata de dar con un tono desenfadado y lejanamente jovial, por más que tenga los pies y el corazón destrozados. En todo el tiempo que pasa en esta pequeña capital solo hay un episodio en el que se olvida de que está en un lugar gélido y huraño, en días, además, que todo el mundo pasa en familia, menos ella, y siente por un rato algo parecido a la felicidad de antes. Ocurre en la librería de la calle Mayor. Allí está una hora larga con una dependienta amable que le va poniendo sobre el mostrador todos los libros infantiles de la tienda. Al parece tiene hijos pequeños y conoce lo que le muestra, lo ha probado, por así decir. Le habla como si se tratara de uno de esos juguetes de cuerda, que también tienen expuestos. Este funciona bien con niños de seis y siete años, le dice. Y ella no puede menos que sonreír al pensar en los pequeños de esas edades que todas las semanas, cuando se acerca la hora del cuento, empiezan a coger posiciones alrededor de su silla. Simpatiza en seguida con esta joven dependienta, que le hace observar detalles de las ilustraciones y le cuenta los argumentos de algunos de los libros. Al final, elige seis, que ella le envuelve con habilidad. Sale de la tienda con más peso y al mismo tiempo más ligera, como siempre que se produce un encuentro con uno de estos seres, tan infrecuentes en estos tiempos, en los que prevalece la cordialidad. 

Hoy es la última noche en el hostal. Mañana ya habrá pasado lo peor de las fiestas y cogerá el autocar de vuelta que, en este tiempo, hace todo el trayecto en noche cerrada. Pero ahora está aquí, sentada sobre la cama, rodeada por los libros que ha comprado y que ha empezado a memorizar. Se acuerda de los niños, de sus bocas abiertas, de sus ojos radiantes. Se quedan tan absortos que pierden el control sobre sus cuerpos. No hace mucho uno de los más pequeños se cayó redondo al final de una sesión. Los demás creyeron que se había quedado dormido, y apenas le hicieron caso. Ella supo enseguida que ese niño no tenía otra cosa que una tremenda desnutrición. Lo ha visto muchas veces en su otra vida. Pidió a dos de las chicas mayores que a veces le ayudan a ordenar la biblioteca, que fueran a la tienda a traerle una botella de leche, mantequilla y una hogaza de pan. Lo hizo todo con disimulo. Cuando regresaron, llevó al pequeño que se había desmayado con ella al depósito, así llama ahora a la cueva, le hizo sentarse en una silla y le dijo que bebiera y comiera despacio, que ella volvería en seguida.

Fue uno de los pocos momentos en los que su anterior vida, su vida vieja, emergió y se mezcló confusamente con la nueva. Es como un palimpsesto. Ha tratado de borrar lo que había antes para escribir otra historia desde el principio, pero de vez en cuando da con los restos de una palabra que no se pudo borrar por completo y siente que su plan se tambalea. El problema de los recuerdos es que nunca vienen solos. Y ahora, esta última noche en el hostal, al acordarse del niño hambriento, ha invocado el recuerdo de sus padres. Nunca dejó de agradecerles lo que lucharon para que ella pudiera hacer realidad su sueño. No había mujeres en la universidad cuando empezó. En el primer curso había tres chicas entre medio centenar de chicos, y por alguna razón, las otras abandonaron pronto y se quedó sola durante años en un mundo de hombres. Cada vez que volvía a casa y les decía que no podía más, que iba a dejarlo, que estaba cansada no de los estudios, sino del menosprecio y la postergación injusta, sus padres, sobre todo su padre, le animaban a no rendirse. Tienes que demostrarles lo que vales, le decían una y otra vez. Y era su ejemplo el que le daba fuerzas. Desde que huyeron de este pueblo al que ella ha regresado, su vida fue un enfrentamiento permanente con las convenciones. Hicieron siempre lo que les vino en gana. Como ella, aunque a la larga haya sido mucho menos feliz.


Llevan media hora sentadas en círculo. Es una experiencia nueva para todas. El lugar les intimida. No están acostumbradas a estas formalidades y menos aún a sentirse escuchadas con una atención sin compartir. Ella tampoco se siente cómoda. Había imaginado otra cosa. Se da cuenta de que pasa el tiempo y si no consigue romper con esta solemnidad es posible que no quieran volver porque parece que esté examinándolas. Cuando se han sentado les ha explicado cómo quería hacer las cosas. Creía haberlo hecho con amabilidad, pero ahora se pregunta si no habrá resultado un tono grave el suyo, incluso autoritario. Les ha dicho que les irá preguntando por turno y que procuren no interrumpirse porque si no, no será posible avanzar. A cada una de ellas les va a pedir que le describan paso a paso la receta que han pensado para esta primera ronda. Se han tomado tan en serio sus instrucciones que nadie hace el menor comentario. La observan mientras escribe, eso es todo. Con frecuencia le pide a la que habla que repita algo, que vaya más despacio, que le aclare una palabra que no ha entendido o que no conoce. Y de pronto, es consciente de que la están viendo como a la maestra estricta que tuvieron en la escuela. Además, es mayor que todas ellas. Faltan diez minutos para la hora de apertura de la biblioteca, cuando decide interrumpir bruscamente lo que están haciendo. Las seis, incluida la casera, han descrito la primera de sus recetas y van ya por la mitad de la segunda ronda. Pero no quiere que se vayan así. Deja a la que está hablando en ese momento con la palabra en la boca. Se levanta y vuelve con un libro. Antes de que os vayáis os quiero leer algo, les dice.

Solo la casera está preparada para lo que viene a continuación. A ella ha seguido leyéndole alguna vez y conoce la voz profunda que pone en unos versos punzantes como los carámbanos que adornan las ventanas estas mañanas de invierno. Es una lectora asidua y conoce la obra de muchas poetas. Elige tres poemas que hablan de la pérdida. Empieza muy despacio y siente que les está abriendo la herida que aún supura. Sabe lo que escuece porque ella misma lo está notando mientras lee. Cuando termina están paralizadas. Les da un poco de tiempo para recomponerse y les dice que tiene que abrir, que ya hay niños esperando. Salen las seis mujeres por la puerta, temblorosas y confundidas, como arrastradas por un tornado. Se van a sus casas sin decir palabra. 


El pueblo huele a olivas prensadas. Aunque aún queda algún rezagado, prácticamente todos han recogido la cosecha de aceitunas y la han llevado a algunos de los dos trujales, que estos días muelen sin parar. Uno está en la parte alta y en él utilizan burros para mover las prensas. Se trata de una cooperativa a la que llevan su producción los vecinos más pobres. Hay más trasiego porque son muchos, y sin embargo toda la aceituna que recoge no llega ni a la sexta parte del total. El resto va a parar al trujal que pertenece a la docena escasa de grandes propietarios. Está abajo, donde empieza el camino que ella coge cuando sale a pasear por las mañanas. Al pasar por delante, escucha los motores y siente con intensidad el olor ácido del aceite. Siempre hay gente aventando y cribando las olivas o retirando los residuos en carretillas que descargan en montones. Están tan atareados que ni reparan en ella. Hoy es un día gris de cielos muy bajos y la campiña está solitaria. En las casi dos horas que dedica a recorrerla, solo ve un águila posada en un muro de piedra que alza el vuelo, imponente, cuando se acerca.

La siguiente vez que viene la mujer que es idéntica a su madre joven, le invita a entrar. Viene a llevarse la ropa blanca de la familia a la que sirve. Hace mucho frío en la calle. Ella ha llegado hace poco de la tienda de ultramarinos y acababa de meter un tronco en la cocina de leña. Estaba justamente avivando las brasas para empezar a cocinar. Sabe dónde está la ropa limpia y planchada, pero finge que no. Le pide que pase, que la casera no tardará en volver. Le puede preparar un café. Estaba pensando hacer uno para mí, le miente. Saca de una bolsa de tela el café y mientras habla con su madre, introduce en el molinillo un puñado de granos y le da vueltas. Pone un cazo de agua a hervir y se sienta frente a ella. Se esfuerza en mantener viva una conversación que no le impida observar los pormenores de su rostro. Es imposible que esta mujer joven imagine siquiera lo que ella está viendo y la emoción que le provoca. Sin venir a cuento, le pregunta su nombre. Sabe lo que va a decir antes de que sus labios lo pronuncien. Sus padres también hablaban a todas horas de las familias que perdieron. Con el tiempo el dolor dejó paso a la añoranza y lo mismo que nunca se cansaron de hablar de este pueblo, tampoco dejaron de recordar a sus parientes, a sus hermanos y primos, sobre todo. Sabe que los mismos nombres se repiten de generación en generación porque aquello le dificultó mucho de niña la tarea de distinguirlos. Esta mujer que ahora sopla en el café, esta mujer silenciosa que tiene el pelo recogido en una pañoleta y la examina con unos ojos negrísimos, nació mucho después de que sus padres se fueran, y al mismo tiempo siente claramente que su mirada franca forma parte de una constelación de miradas entrelazadas que llega hasta ellos y aún más lejos.  

Le dice medio en broma que, si un día quiere, también ella puede ir a la biblioteca y contarle algunos secretos para hacer un buen cocido. Solo han tenido tres reuniones las seis mujeres con las que está escribiendo el recetario de platos tradicionales del pueblo, pero, al parecer, la noticia ha corrido en todas las direcciones. Lo curioso es que de día en día ha ido disminuyendo el tiempo que dedican a la recopilación de recetas y ha aumentado el destinado a la lectura de poemas. Pero eso lo han debido de mantener en secreto. Sabe lo que va a terminar ocurriendo, así que le dice que sí, que cuando quiera. A partir de ahora quiere probar a recoger los testimonios de manera individual, le dice. Hacerlo en grupo le proporciona otras ventajas, pero tiene la impresión de que en esta corrección continua a que se ven sometidas por parte de las otras, se pierde tiempo y autenticidad. Además, una vez que ha visto las posibilidades quiere recoger otros aspectos de la cultura popular, cuentos, costumbres, fiestas, juegos, cosas así. Se lo va inventando todo. Lo que quiere en realidad es pasar más tiempo con su madre, conocerla mejor, y sin embargo a medida que improvisa se convence de que es verdad lo que le dice. Quiere recogerlo todo. Quedan para un día de la semana siguiente.

La segunda gran nevada del invierno le sorprende en el campo. Han transcurrido dos meses desde la anterior y un mes desde que estuvo pasando unos días en la capital de la comarca. Todo le parece muy lejano. Esta mañana no ha sabido interpretar las señales. Hacía frío, pero no más que cualquier otro día y las nubes tenían el color de la cantera de yeso por la que pasa habitualmente, pero nada le ha hecho presagiar lo que le venía encima. Estaba cerca del río cuando han empezado a caer unos copos enormes, como madejas de lana. Ha sido un momento de una quietud mágica. No había nada de viento. Solo silencio y esos manojos de nieve cayendo apacibles sobre las ramas de los chopos y sobre los campos. Era tan hermoso que ha extendido las manos para recogerlos antes de que cayeran al suelo. Después, ha tomado conciencia de que estaba a casi una hora del pueblo, se ha cubierto la cabeza con el cuello del chaquetón y ha comenzado a andar a buen paso. Durante todo el trayecto se han ido alternando el asombro por tanta belleza y la angustia, que es la que ha terminado por dominarle. En poco tiempo el pueblo ha dejado de verse y los caminos han perdido los contornos. Le asusta la idea de perderse, pero más aún la de caer en cualquier zanja, torcerse un pie y quedarse atrapada. Tiene la respiración agitada por lo rápido que camina. Los copos se le meten en la boca y en los ojos lo que le dificulta el ver y el coger aire. Cuando por fin llega a las primeras casas del pueblo, hay más de una cuarta de nieve. Va directamente a la biblioteca y enciende la estufa a la que se queda casi abrazada hasta que poco a poco va entrando en calor. 

A los niños la nieve les hace más livianos. Les gusta el aspecto virginal del mundo con esa capa blanca por encima. Se les ve dichosos cuando por la tarde entran en la biblioteca. Dejan la estera empapada después de dar fuertes pisadas y sacudirse la ropa. Tiene que estar vigilante para que cierren pronto la puerta porque con cada uno de ellos entra un cañón de aire frío. Hoy son como libélulas revoloteando entre los juncos. No pueden parar, van de un sitio a otro, se sientan, se levantan y cada poco van a mirar por el cristal de la ventana. No es día de cuento, pero en seguida empiezan a pedírselo porque es, eso no se puede negar, un día especial. Ella les complace. Sabe que es la mejor manera de que sus pequeños cuerpos excitados se relajen y aterricen. Les cuenta una historia larga y llena de recovecos, con personajes que deben pasar muchas pruebas para lo que encuentran ayudas inesperadas, que dan paso a nuevas complicaciones. Sabe que un cuento es un remolino y ella no está cómoda hasta no verlos a todos atrapados en él. Y hoy esto tarda solo un poco más en ocurrir.

Después del cuento, todos vuelven a sus ocupaciones, que para algunos es mirar y no hacer nada. Está contenta porque hoy tiene unos cuantos visitantes infrecuentes. Ya los esperaba, al fin y al cabo, también para los niños pastores y las niñas lavanderas está siendo un día extraordinario. Entre estos pequeños analfabetos hay uno sobre el que los libros ejercen una fascinación mayor, lo ve en las antorchas que arden en sus ojos cuando tiene uno en las manos. Los días que viene, llega muy tarde, después de haber puesto las ovejas a recaudo, y se queda hasta que cierra. Hoy lleva aquí toda la tarde. No se sienta en el suelo como hacen los más pequeños cuando empieza el cuento, pero desde la silla en la que está, algo alejado, no pierde un detalle. Decide que va a ser hoy. Cuando se quedan solos le llama por su nombre y le dice que no se vaya, que espere un poco. No quiere espantarlo. Podemos cerrar y quedarnos un poco más los dos. Quiero enseñarte a leer, le confiesa por fin sin rodeos. No hace falta mucho tiempo, pero tendrías que intentar venir todos los días durante una temporada. El pequeño pastor le mira como si no terminara de comprender. Lleva un jersey con agujeros y un pantalón de pana que le está grande atado a la cintura con un trozo de cuerda. Le pide que cierre las hojas de madera de las dos ventanas y se siente donde quiera. Le obedece. Después, ella va hasta la mesa que ha elegido con un libro de letras muy grandes, se sienta a su lado y sin preámbulos, empieza. Es como dibujar, le dice. Tienes que aprender las formas de las letras. Eso será lo primero. Le pone en la mano un lapicero y una hoja de papel. Algunas son muy fáciles. Mira la T es como un poste, la S, una culebra, la B como un hombre con dos barrigas. Le explica que las vocales son solo cinco, pero son las que más abundan en todas las frases, ¿lo ves? Se las va señalando en el libro. Eso es porque completan a las otras, les ayudan a salir enteras de la garganta. Sin vocales, mira de que manera tan rara suena una t o una m o una p. Es como si estuvieran a medio hacer. Hace la tonta un rato hasta que consigue que esboce una sonrisa. Después escribe con trazos claros y en tamaño grande las vocales y le pide que las copie. El chico dibuja y repite los sonidos con docilidad, le salen unas letras temblorosas, aproximadas. A ella, sin embargo, le parecen una obra de arte que elogia exageradamente. Tiene dotes para la enseñanza, lo acaba de descubrir cuando ve como se hincha. La estancia se le queda pequeña. Parece una rana a punto de reventar y convertirse en príncipe. Le dice que por hoy han terminado y él, de un salto, desaparece. Ha sido media hora intensa. Al salir se sorprende de que la nieve siga ahí, de que la calleja parezca la cola de un dragón albino.   

Por la mañana sigue bajo los efectos del encantamiento. Ni siquiera con sus hijos había asistido a una epifanía igual. No sabe si se debe a que es un chico ya mayor, y es más consciente de lo que está ocurriendo, pero sintió que le acompañaba en los primeros pasos de un viaje iniciático. Fue como abrir una cancela y mostrarle un mundo que estaba a su alcance y al que no podía acceder. Todo esto se lo escribe en una carta a sus amigas. Porque justamente hoy recibe un paquete con tres novelas de un mismo autor del que no ha oído hablar. Aquí todo el mundo comenta esta trilogía, le escriben en una nota que como siempre firman las tres. También nosotras la hemos leído y queremos que esté en tu biblioteca. Eso es todo. Hubo un tiempo en que estaba al tanto de las novedades. Hace mucho que eso ha dejado de importarle. Sin embargo, siempre siente curiosidad por las cosas que le envían, que son, así lo entiende, recomendaciones. Por eso empieza a leer nada más abrir el paquete. Después de comer, les contesta agradeciéndoles el envío. Les dice que ha estado dos horas leyendo y ya está atrapada. Les dice también que casi sin querer ha formado un grupo de mujeres a las que lee sobre todo poesía, pero va a probar con esta novela. Les habla de la hora del cuento y su capacidad para hacer volar a los pequeños, del niño pastor al que está enseñando a escribir. Les confiesa que está contenta, que empieza a recoger algunos frutos.


Acaba de salir por la puerta la mujer que se parece a su madre, y aún no se siente con fuerzas para abrir. Ha bastado una hora de conversación para completar épocas enteras de su pasado. En varias ocasiones se ha preguntado si no estará jugando con ella, si solo finge no saber que pertenecen a la misma familia. Se ha arreglado para venir. O quizás es que, como no llevaba puestos el delantal y el pañuelo en la cabeza con los que la ha visto hasta ahora, le ha parecido distinta. Aún le sobrecoge la semejanza, pero empieza a no ver a su madre cuando le mira. O no solo. Aunque estaba nerviosa al principio, ha sido empezar a hablar y en seguida se han sentido cómodas las dos. Entonces, si ya no te interesan las recetas, de qué quieres que te hable. Están sentadas frente a frente, en dos sillas que ha colocado cerca de la estufa. Ella le dice que llegado a este punto le interesa todo. Le sugiere algunos temas. Me puedes hablar de los juegos a los que jugabas con tus amigas cuando erais pequeñas, de los oficios de la gente del pueblo, de las fiestas, de las canciones. No quiere que todo esto le parezca una excentricidad por eso le habla de que también es esta parte de su labor, ejercer de antropóloga. Tiene que explicarle el significado porque, como se imaginaba, es la primera vez que escucha la palabra. Se trata de recoger no la historia con mayúscula, eso no me interesa, sino la forma de vida de la gente. El folclor. Su madre la observa con un brillo en los ojos que a ella le parece irónico, como si estuviera pensando no me vengas con monsergas, vamos ya a lo que de verdad te interesa. Y así va a ser todo el tiempo. Porque es una relatora obediente y al mismo tiempo, caprichosa y divagadora. Sigue el sumario que ella le ha propuesto. Le habla de su infancia, de la escuela, de los juegos, de los oficios. Y de pronto, sin venir a cuento, trae a colación una anécdota familiar que nada tiene que ver con lo que está contando. Ella escribe y esta vez procura no interrumpir. Algo ha aprendido ya. Ni siquiera le reconduce cuando se aleja y parece que se pierde en un recuerdo emboscado. Son esos rodeos los que a ella le ponen alerta. Entonces deja de escribir, la mira sin parpadeos y se le acelera el pulso porque reconoce nombres y hasta algunas leyendas familiares tan antiguas que también a ella se la contaron sus padres. Siente que ha hecho un viaje en el tiempo y es de nuevo una niña escuchando de labios de su madre los mitos fundacionales. Agradece escuchar las carreras de los niños en la calle y poder decirle que ya han debido salir de la escuela y tiene que abrir.

Un niño se asoma y pregunta si ya pueden pasar. Ella le dice que esperen un momento, que tiene que ordenar algunas cosas. Y es verdad, tiene que colocar las sillas en su sitio, pero sobre todo tiene que poner orden en cuanto acaba de escuchar. Siente que le llegan altas olas de calor a la cabeza. Se subiría al tejado a enterrarla en la poca nieve que queda. Por primera vez le asalta la sospecha de que en el pueblo todos, del primero al último, conocen su historia, saben quién es, qué le ha pasado y por qué ha venido. Se pregunta si la mujer que acaba de salir es tan ingenua como aparenta, si este juego de cubrir y desvelar en que ha consistido toda la conversación es fruto de la casualidad o del cálculo. Ha habido al menos dos ocasiones en los que ha estado segura de que iba a hablar de la huida de sus padres, pero en el último momento se ha callado, como un caballo que se acerca a un precipicio y se detiene. Y no sabe por qué suma de insinuaciones que ella ha hecho, ahora está segura de que la familia de su padre ganó la guerra y la de su madre engrosa la larga nómina de viudas. Y además imagina, eso nadie se lo ha dicho, que también vengaron en la guerra aquella huida de la que las dos familias se han seguido culpando mutuamente durante más de medio siglo.


Esta mañana ha visto la cigüeña. Ya ha comprendido que en este pueblo los cambios de estación son abruptos. Solo hace una semana todo estaba cubierto por un manto de nieve. Durante esos días, fiel a su costumbre, no ha dejado de pasear ni un día. Ha hecho salidas más breves, pero no ha querido perderse el espectáculo de las guirnaldas en los pinos. Algunas mañanas, cuando los niños iban camino a la escuela, ella salía del pueblo; el silencio, interrumpido únicamente por el ruido crujiente de sus pasos. Bastaba con detenerse en mitad de la planicie blanca bajo un cielo también blanco y era como habitar una nada desconcertante y perfecta. Lo que no imaginaba era que la primavera se fuera a presentar tan de repente, pero es así. Hoy, brilla un sol esplendoroso, el agua salta por las acequias llenando el paisaje de destellos, ha visto los primeros brotes en los campos de almendros. Y además ha visto la cigüeña. Anida en una torre medio derruida que hay en una de las eras. Ahora observa cómo se posa con delicadeza en un sembrado, una mancha de blancura en el verde intenso. La visión le sobrecoge. Se pregunta si en su largo viaje habrá sobrevolado la ciudad lejana del sur en la que fue feliz sin saberlo, si habrá pasado, más lejos aún, sobre las cabezas de sus hijos. La nostalgia que nunca la abandona le duele hoy más. Se ve también ella solitaria y desubicada, y se llena de ternura viendo ese pájaro enorme que ahora parece estar mirándole. Ese pájaro elegante y desgarbado.

El niño pastor lleva tres días sin venir. Sabía que podía pasar, pero le decepciona. Las tardes que hace buen tiempo vienen menos niños a la biblioteca. Cuenta con ello y no le importa. Sin embargo, le apena no seguir con la tarea que ha emprendido con éste en concreto. Ha venido durante siete días seguidos, como le pidió, y han hecho avances notables. Le preocupa que ahora una larga interrupción le lleve de nuevo a la casilla de salida. No puede hacer otra cosa que esperar. Sabe lo mucho que disfruta aprendiendo, por eso no tiene duda: si no viene, es porque no puede. Y hoy lo confirma. Al cerrar la biblioteca lo ve, agazapado en lo oscuro. Tiene el brazo en cabestrillo. Le dice que no va a venir más, que su padre no le deja. Está llorando, pero no quiere que ella lo vea. Saca un trozo de queso del zurrón y se lo da. Es el regalo más valioso que le han hecho. No quiere imaginar cómo se ha roto, o le han roto el brazo. Siente tanto dolor que no sabe reaccionar. Le da las gracias por el queso y le abraza. Le dice que le estará esperando, que un día, está segura, retomarán las clases. Pero la verdad es que no está segura de nada. Más tarde, cuando se lo comente a su casera, le dirá que no se meta, que su padre es un animal. Esta vez le ha roto el brazo, la próxima, lo mata.

Las seis mujeres ya no se molestan en fingir que vienen para ayudar en la recopilación de un recetario de platos tradicionales. Entran, ocupan sus sitios que siempre son los mismos y nada más sentarse le preguntan que tiene hoy para ellas, como quien va a un restaurante y pide la carta. Hoy, por primera vez, les habla de las amigas que le mandan libros para la biblioteca. Le muestra los tres que recibió hace unos días y les dice que había pensado empezar a leerles el primer tomo de la trilogía. Es una historia larga, cree que les gustará, les dice. Se alborozan, hacen preguntas sobre el contenido, como si estuvieran hablando de un regalo que tienen ahí delante sin desenvolver. Muestran sus dudas. Ella les tranquiliza. Empezamos y si no os gusta, podemos cambiar. Cuando las ve a las seis en círculo, atentas a sus palabras, siente un aleteo que le llega al velo del paladar. Sabe que juntas están construyendo algo, aunque sea pronto para saber qué. Lo que no puede evitar es desdoblarse, como hace tantas veces, elevarse y ver la escena desde el techo. Ve las paredes blancas, las estanterías, que se han ido llenando, la bola del mundo, las mesas de madera oscura, la estufa y las siete sillas formando un círculo maravilloso. Tienen distintas edades, pero las mismas faldas y chaquetas de color negro, gris o azul oscuro, las mismas toquillas. Ahora ya sabe quién es más habladora, a quién le gusta bromear y quien tiene un dolor más enterrado. Intuye hasta qué profundidad llega la sonda que les manda. Empieza la saga de esas dos familias que se entrecruzan. Cuando lee siente que está llevando las riendas de una tartana en la que viajan todas juntas, van cambiando de paisaje, a veces avanzan por un camino de piedras con un traqueteo, pero otras, es como si a los caballos les brotaran alas y atravesaran un mar de nubes. En sus rostros puede ver toda la gama de emociones. Desde el primer día adopta la costumbre de parar diez minutos antes de la hora señalada. Quiere recibir sus impresiones, conocer su opinión sobre todo lo que les ocurre a los personajes y si aprueban la forma cómo reaccionan a las vicisitudes. Hace mucho que ha comprendido algo: si son capaces de hablar de lo que les pasa a esos seres imaginarios quizás un día puedan empezar a hablar de lo que les pasa a ellas.

Las tardes son ahora más suaves. Adopta la costumbre de ir a comprar la leche al salir de la biblioteca. No tendría por qué hacerlo, pero le gusta ese paseo nocturno hasta la vaqueriza, que está en el camino del cementerio. Lleva una lechera vacía en la mano. Cuando llega ya casi no hay gente. Sospecha que la esperan, porque nada más atenderle, empiezan a recoger. Es una ceremonia que se repite cada día y para ella está llena de encanto. Todo tiene un aire familiar y acogedor. El olor de la paja húmeda, el sonido de las vacas que mugen mansamente. Y también la amabilidad con que la trata siempre este viejo matrimonio. Él se encarga de ordeñar la media docena de vacas que poseen. Lo hace por la mañana y por la noche. Durante el día tienen un despacho en mitad del pueblo, pero para los que prefieren comprar la leche recién ordeñada de la noche, tienen un cuarto junto a las cuadras. La mujer coge la leche tibia de un barreño y con pericia llena con un cazo la lechera hasta el borde. Lleva siempre el dinero justo para pagarles envuelto en un pañuelo. Después, les da las buenas noches y se va a su casa, acercando la lechera a la nariz de vez en cuando porque el olor le recuerda a su infancia y a la infancia de sus propios hijos.

Hoy cuando estaba a punto de cerrar ha venido el maestro y la ha amenazado desde la puerta. Le ha gritado que se está inmiscuyendo en su trabajo y que le va a denunciar. Estaba borracho. No le da miedo este hombre que se tambalea y tiene una masilla de saliva blanca solidificada en la comisura de los labios. Lo que le preocupa es que su acusación es cierta y que ella está en una situación muy vulnerable. Al principio se limitaba a mostrar a los niños los libros donde podían encontrar la información que necesitan, pero con el tiempo esas ayudas puntuales se han ido convirtiendo en clases de refuerzo. No puede permitir que su paso por la escuela les sirva a estos niños para tan poco. Intenta hacerlo con discreción, pero está claro que de una u otra manera se lo han hecho saber a este hombre que vocifera desde el marco de la puerta. Ella balbucea una disculpa que de momento parece tranquilizarle.

En los meses que lleva aquí ha oído hablar a menudo de este hombre. Sabe que todas las tardes llega a su casa ebrio. Desde que sale de la escuela, pasa las horas en el salón del círculo tomando una copa de coñac tras otra. Después, recorre las tres tabernas pidiendo vasos de vino que bebe de un trago. Termina juntándose con otros alcohólicos con los que unas veces discute y otras, canturrea. Llama la atención porque es el único con corbata y unos trajes de mil rayas que le quedan pequeños. La gente hace bromas, pero sabe que tienen un problema porque como maestro es un desastre. Se comporta de manera brutal con los niños. Esa seguramente es la razón por la que no aprenden. Sin embargo, nadie se atreve a hacer nada porque es un viejo correligionario del alcalde, que le protege.

Cada semana alguien se ofrece a venir a contar cosas a la biblioteca. Siempre son mujeres. Comprende que hay corrientes subterráneas que ella apenas barrunta. La información circula sin parar de un rincón a otro e imagina que está en el centro de muchas conversaciones. Sospecha que son la casera y sus cinco amigas las que no quieren ampliar el círculo que han consolidado y siguen alimentando la ficción de que el rato que pasan en la biblioteca cada semana lo dedican a describir costumbres del pueblo. A quienes muestran interés por sumarse al grupo de las seis, les dicen que lo sienten pero que ahora la bibliotecaria prefiere recoger los testimonios por separado. Y es verdad que se toma en serio esta tarea. Tiene cuadernos llenos de todos estos conocimientos que recopila. Le gusta el dedicado a las herramientas y a los cacharros de la casa. Los dibuja, porque es una dibujante experta, y anota la descripción y para qué sirven. De muchos, hasta ahora, ni siquiera conocía la existencia. Pero también tiene cuadernos dedicados a las plantas comestibles, aromáticas, medicinales y a otras muchas cosas. 

La que le visita cada vez con más frecuencia es la mujer que algunos días es el retrato fiel de su madre a los cuarenta. Es una relación enmarañada y turbadora la que han establecido. A diferencia de lo que le ocurre con las demás mujeres que la visitan, con ésta desde el primer día se deja conducir, permite que le arrastre por donde le da la gana. Apenas escribe en estas ocasiones, pero sus palabras le caen encima con la violencia de una granizada. Porque sin dar ninguna explicación ha decidido contarle la historia de su familia. Llevan ya cinco días viéndose y todavía es incapaz de decidir si se está burlando de ella y todo esto no es más que una fachada. También cabe la posibilidad, se dice, de que la haya elegido por ser ajena a lo que cuenta con minuciosidad obsesiva. Es duro escuchar sin inmutarse su propia historia. Cada vez que viene están casi una hora sentadas a menos de un metro de distancia la una de la otra. Siempre le mira a los ojos y mientras habla juega con las manos. Acaricia el dedo índice de una mano con el pulgar y el índice de la otra, como si sacara y metiera un anillo que no lleva. Son gestos que hace sin darse cuenta. Habla en voz baja y como muchos días están casi en penumbra, tiene el aspecto de una confesión. A medida que va percibiendo todos sus contornos, entiende que la historia de su familia (la de la mujer que habla y la suya) es una tragedia que tiene su núcleo ardiente en la huida de sus padres. Antes ya existían desavenencias, pero tras aquello empezó una búsqueda constante de hacer daño. Lo que va contando esta mujer es una relación sin fin de pleitos, de querellas, de palizas, de robos, de raptos. Año tras año, lustro tras lustro. Incendios intencionados seguidos de envenenamientos de ganados. Y así hasta la llegada de la guerra, cuando ya ni siquiera hizo falta esconderse para cometer las mayores fechorías.

No le cuesta identificarse con esta mujer, que es una víctima, también ha perdido a su marido y a uno de sus hermanos. Están en el mismo bando. Pero hay algo que le perturba. No sabe cómo asumir la herencia de su familia paterna. Se pregunta si es ella responsable de algún modo y eso le provoca una gran zozobra y una pesadumbre difícil de soportar. Ha visto en varias ocasiones al hermano pequeño de su padre, un hombre que debe andar por la setentena. Su padre lo mencionaba a menudo. Lo quería mucho, quizás porque cuando se fue era solo un niño. Ahora lo ve muchos domingos en las primeras filas del cine. Y también a sus hijos. La casera se los señaló con disimulo el primer día. Sus tres primos. El mayor rondará su edad, los otros son algo más jóvenes. Todo el mundo sabe que son unos matones. Y lo peor es que no parecen arrepentidos. Al contrario, se les ve satisfechos de sus crímenes. Se pregunta qué pensaría de ellos su padre, al que recuerda como una persona dialogante y pacífica en grado sumo.

Hoy los niños están excitados. Llevan días hablando de las hogueras que esta noche arderán en las callejas del pueblo. Vienen a su mesa y le explican que ya están los montones de leña preparados. Han traído del campo los restos de la poda de olivos y almendros para quemarlos, le dicen. La hoguera más grande arderá en la explanada de la parte alta, pero no hay plazoleta ni encrucijada que no cuente con una de buen tamaño. También ésta es una tradición que se ha visto interrumpida por la guerra. Durante estos meses, las mujeres que le han reportado las costumbres del pueblo le han hablado a menudo de ésta. La conocen de siempre, aunque ninguna ha sabido decirle a cuándo se remonta su origen. Lo que recuerdan todas es la belleza de las callejas encendidas. Cuando las ve, reconoce que no exageraban. Es como si el pueblo tuviera un corazón en llamas que solo hoy deja ver por estos hoyos. Va de hoguera en hoguera como ha prometido a los niños que haría. Disfruta del juego de sombras, de esta magia por la que la noche se convierte por un rato en un día estremecido y misterioso. Lo que no ve por ningún sitio es la alegría que recordaban las mujeres. No ve esos hombres jóvenes con pañuelos en la cabeza saltando sobre el fuego, ni los corros de mujeres bailando alrededor, ni los cánticos, ni las botas de vino pasando de mano en mano. Solo niños correteando de un sitio a otro. Es posible que ellos tengan la suerte de olvidar y quién sabe, quizás un día sean como esos jóvenes que recuerdan sus madres, que saltaban y danzaban despreocupados.

Después de cinco sesiones, están llegando al final del primer libro de la trilogía. No hace falta que digan nada para darse cuenta de lo atrapadas que están en la historia. Lo siente en sus respiraciones. El círculo que forman es un pozo al que están todas asomadas con las caras encendidas. Las siete, ella también. Ha probado en dos o tres ocasiones a dejar que leyera alguna de las tres que pueden hacerlo, pero el resultado fue desalentador. En seguida perdieron la paciencia y le pidieron, no, le exigieron que continuara ella. Disfrutan cada día más de las discusiones que mantienen tras la lectura. Hablan de los personajes como si fueran vecinos del pueblo y se enfadan, les riñen y sufren por ellos. Sin embargo, no está satisfecha. Hoy les dice que quiere darles clases, que saber leer y escribir y hacer las operaciones aritméticas básicas les resultará útil. Además, así ya no necesitarán que ella les lea, dice para convencerlas. Podréis hacerlo solas. Como de costumbre, la primera reacción es de escepticismo y de chanza. No sabes lo burras que somos. Eso no es verdad, insiste. Les anuncia que va a empezar pronto. Lo tiene todo pensado. Dos días a la semana estará la puerta abierta solo para vosotras. Podéis invitar a más mujeres. Entre unas cosas y otras, casi todos los días tiene la biblioteca abierta desde mucho antes del horario oficial de apertura, pero no le importa.

El camino del cementerio se dirige al norte y ahora que empieza a hacer calor, lo coge a menudo porque tiene tramos sombríos. Antes de salir a campo abierto hay que atravesar una zona de huertas donde siempre hay gente trabajando. Cuando vuelve, un hombre al que le faltan todos los dientes excepto los dos colmillos, le llama y le ofrece unas cebollas. También le ha ocurrido al pasar por una calle, que desde el interior de una casa una anciana le pida que espere y le saque unos huevos envueltos en un trapo. La gente del pueblo no es dada a manifestar con palabras su agradecimiento, pero eso no significa que no sean agradecidos. Sabe que muchos valoran lo que hace. Y aunque no lo digan, con cada uno de estos obsequios que ella acepta con apuro, le están reconociendo que su hijo o su nieto haya mejorado desde que va a la biblioteca, su interés en recopilar las cosas del pueblo o que ahora esté enseñando a leer y escribir a algunas mujeres. Ella lo siente así, aunque muchas veces coge otro camino para no tener que aceptar algo que sabe que a ellos no le sobra.

Hay algo que viene observando hace tiempo y le preocupa. Cuatro de las seis mujeres que vienen a sus lecturas son viudas. Las otras dos también han perdido a familiares en la guerra, una a sus hermanos y la otra al padre. Nunca hablan de ello, pero lo que le inquieta es otra cosa. Reconoce en una de estas dos mujeres casadas una mirada huidiza con la que estuvo familiarizada en otro tiempo. Ni siquiera lo ha hablado con su casera, pero sabe lo que significan esos ojos incapaces de quedarse fijos en ningún sitio. Cuando traían a su consulta en el hospital a niños con contusiones y traumatismos muy graves, sus padres siempre decían que había sido un accidente. A veces era cierto, pero solo tenía que observar a las madres y buscar su mirada para saber lo que ocurría. Con cualquier excusa trataba de quedarse a solas con ellas y las exploraba, cuando se lo permitían, que era pocas veces. Aún se llena de amargura recordando aquello. De sobra sabían, ella y las madres angustiadas, lo poco que podían hacer. Después, en la noche, cuando estaban acostados, hablaba con su marido de esa guerra soterrada y ancestral que mantienen algunos hombres, muchos hombres, con las mujeres. Una guerra de dominación y de una violencia atroz, que no podían entender. Además, y eso aún la hacía más perturbadora, se daba lo mismo entre los culpables que entre las víctimas de otras guerras. Se sentía una privilegiada reflexionando sobre esto abrazada a un hombre que era en ése, como en tantos aspectos, desgraciadamente excepcional. Y bien que pagó por ello.

Le gusta verlas venir y tomar asiento. Son puntuales. Aunque algunas vengan juntas, una vez dentro, no hablan entre ellas. Se quedan en silencio, con las manos sobre la mesa, esperando. La clase no empieza hasta que están todas. Hay todo un ritual en estos gestos repetidos y a ella le gusta acentuar la sensación de que dejan el mundo fuera, cruzan una línea y se introducen en un ámbito de conocimiento, el más modesto, el más embrionario y quizás por eso el más importante. Le habían advertido de que no era una buena época para empezar las clases porque hay mucho trabajo en el campo. Deberán dejarlo y retomarlo en el otoño. Le parece bien. Pero quería probar y está satisfecha con el ensayo. Han sido apenas cinco clases. Diez mujeres de todas las edades han venido a algunas de las clases, y seis, a todas. Le parece un éxito. Se ha ido haciendo además con el material que necesita. El carpintero que desde el primer día siempre se ha mostrado dispuesto a ayudarle, le ha proporcionado un tablero sobre el que escribe hasta llenarlo todo de letras y números. Cuando ya no cabe nada más borra algo con un trapo húmedo. 

Durante los últimos meses ha asistido a la transformación del paisaje. Las fincas sembradas de trigo han ido pasando del rojizo al verde luminoso primero y poco a poco a este color solar que lucen ahora. Muchas veces sube a un pequeño collado solo para tener una vista panorámica. Desde allí, observa las bandadas de patos elevándose ruidosas de las balsas, los rebaños pastando en las laderas. Y también puede ver a algunos campesinos labrando con sus mulas las viñas. Pronto empezará la siega y la trilla y eso dará trabajo a muchos. Los pobres, que son la mayoría, viven de esos jornales y de las cuatro cepas y olivos que se las arreglan para plantar en terrenos pedregosos. Con eso y algunos animales que crían en la casa y con el esparto van tirando.

Está enfadada consigo misma. Hace días trató de hablar a solas con la mujer que tiene la mirada asustadiza. Le susurró que se quedara cuando las demás se fueran y no solo se negó, no recuerda con qué excusa, sino que no ha venido los dos últimos días. A las otras les ha dicho que no se encuentra bien, que volverá cuando se le pase la mala gana. No cree que vaya a volver. No sabe si hace bien, pero decide ir a su casa y disculparse. Se asoma desde detrás de una cortina andrajosa. Parece no comprender lo que está viendo. Qué haces aquí, le pregunta con un tono tan perentorio que le asusta. He venido a verte. Da la impresión de que se acaba de levantar, con las greñas cubriéndole parte del rostro. Lleva una bata descolorida. Es evidente que su visita la ha trastornado. Mira nerviosa a los dos lados de la calle y le dice que pase. Solo puedes quedarte un minuto, le dice. Le ofrece asiento en una silla de enea que hay en el zaguán y ella se sienta en otro. Qué quieres, le dice enfadada. Saber qué te pasa. No sé si te molesté el otro día, quería disculparme. Pero a medida que habla se da cuenta de que efectivamente tiene mala cara y que quizás esté enferma. Le dice que le gustaría examinarla y ante su cara de extrañeza le confiesa que es médico. Es la primera vez que lo dice en este pueblo. Su casera lo sabe, porque ella sabe todo de su vida, pero ha tenido especial cuidado de no decirlo a nadie más. Duda. Ve en su cara que está valorando si deshacerse de ella y dar después un portazo o dejar que la examine. Debe estar muy mal porque accede a acostarse en la cama y quitarse la bata y el camisón que lleva debajo. Lo primero que llama su atención son los cardenales. Tiene el cuerpo lleno. Le palpa el vientre, la espalda, observa los sitios donde el dolor es más intenso. Es muy posible que tenga lesiones internas, quizás el bazo reventado. Le dice que es urgente que la operen. Ella misma irá a hablar con uno de los tratantes para que la lleve lo antes posible a la capital de la comarca.

Solo han pasado tres días y recibe la visita que estaba esperando. Sus amigas le han ido informando de que la mujer de mirada esquiva se recupera. En el hospital dijeron que estaba viva de milagro, pero que saldrá de ésta. Ya todos saben lo ocurrido. Le han llegado a decir que si en vez de ella, la hubiera examinado el médico del pueblo a estas alturas estaría muerta y enterrada. No quiere ni oír hablar de eso. Lo que menos necesita es ganarse la enemistad del médico. De lo que nadie habla es del origen de las lesiones. 

Sabía que vendrían, pero aun no sabía quién ni en qué términos sería la amonestación. Es uno de sus primos. Ha venido solo, con una especie de uniforme. Ha llegado a media tarde y ha mandado salir a la media docena de chiquillos que estaban estudiando. Han tardado segundos en evaporarse. Qué crees que estás haciendo, le dice en cuanto se quedan a solas. Su voz autoritaria es como un trueno. Ella no se ha levantado de su silla, espera con la cabeza gacha la reprimenda. Su primo se pasea por la sala enumerando lo que han ido pasando por alto. Parece que no haya nada que no sepan. Pero hasta aquí hemos llegado. Se acerca adonde está ella, da la vuelta a una silla y se sienta con los brazos apoyados en el respaldo. Tiene la cara a menos de un metro. Se miran a los ojos y esta vez sí advierte el parecido con su padre. No es tan evidente como el de la mujer que es, ella sí, idéntica a su madre. En este hombre termina por ver los rasgos de su padre algo diluidos, como si los viera en el fondo de un río. Pero también es innegable el parecido. Tiene el corazón desbordado. Le gustaría que todo fuera distinto y poder abrazar a este energúmeno. Él se queda un rato en silencio, con una mirada amenazante. Se quiere asegurar de que ella está entendiendo. Por una milésima de segundo, también ahora se pregunta si sabrá que están emparentados. ¿Lo sabrán todos desde el principio? Eso es lo que más teme, que él solo esté viendo el último eslabón de la estirpe de su madre, que siga viendo en ella a los enemigos de siempre. Pero no puede ser, son imaginaciones suyas.

Ha empezado la siega. El calor aprieta desde primera hora. Cuando pasa, en las eras están probando las trilladoras porque al caer la tarde irán llegando carros llenos de gavillas. Hay mucha actividad por todas partes. Sabe que es un trabajo duro, pero es hermoso contemplar la escena desde lejos. Los hombres y mujeres que avanzan con sus hoces, cortando y dejando atrás manojos de mieses que otros recogen en brazadas y amontonan. Todos van con grandes sombreros de paja. Algunas mujeres se levantan al verla pasar y la saludan agitando la mano. Reconoce a casi todas. Es un pueblo pequeño y ya ha pasado todo un año desde que llegó. Empieza a sentirse aceptada. Después, durante mucho tiempo, pensará que es curioso que fuera justamente ese día cuando tuvo por primera vez y de manera tan nítida ese sentimiento de pertenencia.  Apenas veinte horas más tarde le despiertan unos gritos en mitad de la noche. Escucha golpes apremiantes en la puerta y carreras en la calle. No entiende lo que está pasando. Es su casera la que le dice que se dé prisa. Tienen que ir a ver. La biblioteca está ardiendo. Aún faltan tres horas para que amanezca y en la calleja hay muchas personas mirando las llamas, casi todas mujeres. La mayoría han estado varias veces dentro. Le hacen sitio para que pueda ponerse en el centro y pueda ver en primera línea cómo arden los libros, cómo su sueño queda en minutos convertido en ceniza. El grupo se cierra, como si necesitaran estar juntas, hombro con hombro, transmitiendo su dolor a esta mujer que ha creído en ellas. Sabe con una certeza que pocas veces ha sentido que lo hecho durante este año no ha sido en vano y que un día, pronto, aquí o en otro sitio, reanudará este trabajo de reconstrucción. Porque si no se le ponen diques la barbarie y el odio avanzan, imparables.


Jesús Arana Palacios es licenciado en ciencias de la información y bibliotecario. Es autor de los libros La biblioteca colaborativa: un manifiesto (Trea, 2019), Embarquen por la biblioteca: una aproximación a los viajes literarios (Trea, 2013) y coautor de Leer y conversar: una introducción a los clubes de lectura (Trea 2009). Es también autor del capítulo dedicado a los clubes de lectura en La lectura en España: Informe 2017, editado por la Federación de Gremios de Editores de España y coordinado por José Antonio Millán. Precisamente a los clubes de lectura ha dedicado una buena parte de su labor profesional. Ha dado un curso de formación sobre clubes de lectura en Montevideo (Urugauy), en 2017, y participado en un Encuentro de clubes de lectura en Cologno-Monzese (Italia), en 2012, con una ponencia sobre los clubes de lectura en España, además de haber participado en jornadas de formación y encuentros en varias ciudades españolas. Ha dirigido la revista TK de la Asociación Navarra de Bibliotecarias y Bibliotecarios desde el primer número y colaborado con artículos sobre biblioteconomía en revistas como Mi Biblioteca, Clij y Leer, entre otras. También ha colaborado con artículos de crítica literaria en La línea del horizonte, Príncipe de Viana, Cuadernos de Etnografía y Etnología de Navarra o Revista de Occidente. En 2010 obtuvo el premio Alejandro Casona por su obra de teatro Twice.

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