/ por Pablo Batalla Cueto /
Martes, 26/7/2022. Conocí a cuatro de mis bisabuelos. Tres mujeres y un hombre. Dos de las mujeres, y el hombre, murieron en el año noventa y uno, cuando yo tenía cuatro. La última de mis bisabuelas falleció más tarde, en el noventa y tres, cuando yo tenía seis. Angela (así, sin tilde). Guardo de ella recuerdos vagos, pero los guardo: una presencia hierática, silenciosa, rigurosamente enlutada, más anciana que el mundo, que habitaba un cuarto en el que cosía y miraba por la ventana, en su pequeña y húmeda casa de puerto pesquero asturiano. Tan húmeda era la casa —aquella casa encalada de puerta con postigo, con geranios y escalones de piedra desgastada, las orlas de dos nietos que se hicieron torneros fresadores en la Fundación Revillagigedo y una estampa de la Santina de Covadonga, recortada de un calendario— que, en los días de tempestad, si uno palpaba las sábanas de las camas, las notaba tan mojadas como si las hubieran sumergido en agua. De luto, Angela llevaba casi sesenta años, desde el treinta y cinco, cuando un cáncer fulminante se llevó a su marido, Elías, a los veintipocos. Nunca volvió a casarse y tuvo que criar sola a sus tres hijas. Entre otras labores innúmeras, recogía ocle —algas— en la playa y era partera y practicanta. Las hijas empezaron pronto a servir para ayudar en la casa.
El silencio, la ropa negra, aquellas arrugas profundas, horadadas por el sol de la playa de Tazones, el pelo blanco, la máquina de coser. Un niño de seis años no puede recordar mucho más. El problema es que mi padre, que la conoció durante treinta y dos años de su vida, tampoco recuerda mucho más. Mi bisabuela, su abuela, ya era, cuando él era pequeño, una presencia hierática, silenciosa, rigurosamente enlutada, más anciana que el mundo, que habitaba un cuarto en el que cosía y miraba por la ventana, en su vivienda pequeña y húmeda. Y él pasaba los veranos en aquella casa, pero, en realidad, no los pasaba en su casa, sino fuera de ella, al aire libre azul de un pequeño paraíso de bicicletas BH, partidos de fútbol sala, chapuzones en la rampla, echar a navegar barquitos en el arroyo, subir al faro, pescar en el pedréu con el truel, bailar suelto y agarrao en guateques al son de Desmadre 75 y de Santabárbara, saca el güisqui cheli para el personal, dónde están tus ojos negros, quién me los robó mientras me dormí. A la vuelta, en casa, filetes empanados en platos de duralex y, en las camas hechas, lisas como la orilla de la playa de la que se venía con la piel salitrosa, sábanas olientes a jabón Lagarto para envolver de frescor las siestas del estío, veladas por un cristo de madera.
Mi padre no se llama José Luis. Recuerda con añoranza aquellas dichas de adolescencia, pero, persona sensible y reflexiva como es, se hizo consciente con los años, por sí mismo, de las penurias que había detrás de su decorado, en aquel gineceo encantador (el postigo, los escalones de piedra, los geranios) pero preindustrial, sin bañera, ni lavadora. Hoy evoca aquella niñez con remordimiento: el de no haber disfrutado más de su abuela; no haber empleado alguna de aquellas tardes en, al menos, sentarse con ella a escuchar sus historias.
«El verano era esto, tal cual», escriben en la cuenta de Twitter Yo fuí a EGB sobre una estampa setentera de un pueblo inconcreto, de identidad regional indistinguible. Seis niños con sus bicicletas y en bañador en una calle polvorienta entre casas de piedra. Y al lado, dos señoras mayores, enlutadas, sentadas en sendas sillas, cosiendo. Era, sí, esto, tal cual: el Verano azul de los niños y la tramoya abnegada de sus madres y abuelas; nadies femeninas que nunca se metieron en camas que no hicieran, que no comieron filetes que ellas no empanaran, que no mancharon platos que luego no tuvieran que lavar. Nada cheli para ellas, todo para el personal. Nadie les devolvió jamás los ojos negros que les robaron mientras dormían.
*
Publica el Faro de Vigo un reportaje, que leo en Internet, sobre la «Generación ‘Mute’: no llaman por móvil, solo escriben o envían audios de WhatsApp». Se explica allá que las generaciones más jóvenes prefieren enviar mensajes —que el receptor podrá leer y contestar cuando quiera— a las llamadas. Los motivos son estos:
«Primero: una llamada telefónica interrumpe algo que se está haciendo y hay que dejar de hacerlo para atenderla, mientras que comunicarse a través de las aplicaciones de mensajería permite hacer otras cosas al mismo tiempo. […] Segundo: las llamadas obligan a tener que dar una respuesta inmediata, sin tener tiempo para pensar e incluso para modificar la respuesta como sí puede hacerse en un mensaje escrito. […] Tercero: hay jóvenes que lo consideran una invasión de la intimidad. No quieren que las personas que los rodean escuchen la conversación que tienen ni con quién. […] Cuarto: escribir y leer es mucho más silencioso que mantener una conversación telefónica por lo que se puede hacer a escondidas en cualquier lugar como en clase, en el dormitorio por la noche o incluso en el cuarto de baño […]».
Es interesante la cuestión, y me siento identificado: siempre he detestado las llamadas de teléfono por los cuatro motivos allá expuestos; aunque en el tono del reportaje detecto, y me desagrada, algo así como un reproche a la supuesta insociabilidad de las generaciones más jóvenes. A mí no me gustan las filípicas autocomplacientes contra los jóvenes. Y en este caso, prefiero ver el asunto como una muy celebrable reacción antimoderna contra el carácter ciertamente invasivo del teléfono y la recuperación de códigos clásicos de cortesía. Frente a la imposición apremiante de la llamada, la respetuosa paciencia del mensaje.
Miércoles, 27/7/2022. Conmemora la organización juvenil Endavant, vinculada al nacionalismo catalán, la efeméride de que «tal día como hoy de 1984 cayó en combate Toni Villaescusa, militante de Terra Lliure. Un artefacto explosivo destinado a las oficinas del INEM de Alzira le explotó en las manos y acabó con su vida. Para los caídos en combate, el mejor homenaje, la victoria». Se queda uno a cuadros. ¿Qué clase, no ya de monstruo, sino de tarado, puede ver un mártir remotamente ensalzable en alguien que murió pretendiendo perpetrar una carnicería en una puñetera sede del INEM? Y aun si tuviese la intención de avisar para que la bomba no provocara víctimas, que no lo sé: ¿qué clase de alucinada revolución imbécil es destrozar una sede del INEM? Si no fue o no quería ser un asesino (y en todo caso, cuando uno pone una bomba en algún sitio, por más que avise, sabe que puede acabar siéndolo), Villaescusa era, como mínimo, un representante esclarecido de una fascinación con el aventurerismo terrorista que es una de las páginas más bochornosas de nuestra historia, y merece, por ello, no homenajes, sino el mayor de los oprobios. Bastantes cosas por las que sentir pena hay en el mundo como para dedicársela a un tipo al que le explotó una bomba en las manos.
*
En la ciudad japonesa de Yamaguchi, hordas de monos atacan a la gente e intentan arrebatar bebés y colarse en las guarderías, y se ha contratado una unidad especial para cazar a los animales con pistolas tranquilizantes. A los guionistas de la serie de nuestro tiempo, la trama empieza a írseles de las manos.
*
Descubro las fotografías de Fritz Krüger, insigne fotógrafo amén de catedrático de filología románica alemán de principios del siglo XX, que en los años veinte recorrió parajes remotos de Asturias tomando instantáneas de paisajes y paisanajes (y entre estas últimas, de una abuela de Miguel Martínez, que un día se topó con ella en un museo etnográfico de Somiedo, y comprendió entonces cabalmente lo que es la mirada antropológica). Buscando información sobre él, leo, ay, que «en 1945 tuvo que emigrar» y murió en Mendoza (Argentina) en 1974… ¿Rastreaba aquel tipo los veneros de la raza aria en las profundidades de Tineo?
*
Javi Correa: «No hay democracia sin participación. No hay participación sin tiempo. No hay tiempo sin reducción del trabajo. No hay reducción del trabajo sin redistribución».
Jueves, 28/7/2022. Jónatham Moriche: «Habitamos todavía un mundo que ya no existe, como quien pasease por imaginarias estancias y pasillos sobre el solar y los escombros de una casa derruida. El día que el poder sugestivo de la costumbre se quebrante y nos descubramos a la intemperie, entonces, advendrá la barbarie».
*
Atascos en el everestizado K2, al que las agencias de sherpas ya posibilitan subir con cierta comodidad, y donde, en un solo día, han hecho cima unos ciento cincuenta alpinistas, casi la mitad que en toda la historia. Continúa perpetrándose la desvirtud en la montaña.
*
El Diablo habla español con acento madrileño enfatizado a lo Lina Morgan. Dios, en cambio, es mujer y habla español con acento chileno, el mejor acento del castellano con diferencia.
*
La cuenta de Twitter del memorial de Auschwitz, a la que sigo, me recuerda cada día sobrecogedoras efemérides, y yo se lo agradezco. Por ejemplo, la de que tal día como hoy de 1941 nacía en París una niña judía llamada Francine Finkielsztajn, que dos años después fue deportada al campo de exterminio y asesinada en una cámara de gas tras la selección. Una foto en blanco y negro de una encantadora y sonriente cría mofletuda acompaña el recordatorio y a mí me arruina el día, pero quiero que me lo arruine. Jamás de los jamases, por nada del mundo, olvidar Auschwitz. Primo Levi lo advirtió: «Ocurrió: puede volver a ocurrir».
*
Saca el Ministerio de Igualdad una campaña titulada El verano también es vuestro que muestra, en un cartel mejorable, pero de intención loable, a cinco mujeres de cuerpos no normativos —depilados, mastectomizados, obesos— disfrutando de la playa. La cosa motiva burlas y denuestos de la carcundia, pero también defensas conmovedoras como el artículo que hoy publica mi querida —y bella— Esther López Barceló en Eldiario. Esther se declara «culpable de habitar un cuerpo excesivo, de volúmenes sinuosos, que no cabe en las angostas costuras del canon». Cuenta:
«Un día te levantas y, como le pasó a Gregorio Samsa, te miras al espejo y has dejado de ser persona para convertirte en monstruo. Y te sientes presa, encerrada en un cuerpo excesivo del que tienes parte —sino toda— la culpa. Siempre la culpa. Culpa de comer, culpa de repugnar, culpa de ser. Llega el verano y con él la pesadilla de la manga corta, del bañador, de las sandalias. Con la llegada del calor se hace patente la carne. La ballena emerge a la superficie de nuevo. Dejas de ser tú, a pesar de tu presunta madurez intelectual, de tus taitantos años. Vuelven los niños y niñas del colegio a tomarse de las manos y cantar en corro a tu alrededor: eres una ballena, eres una ballena, eres una ballena. Y en la playa con tu familia y tus amigos, que te obligan con su buena intención a disfrutar del aire y las olas, observas tus brazos y en ellos redescubres tus aletas, tu piel resbaladiza y hasta tu cola. Desde los trece años evitando en público la felicidad del agua. Décadas de imágenes canónicas de mujeres imposibles y de clase alta, incrustadas en tu cerebro, te dicen ante el espejo que tú no encajas, que espabiles, que es tu culpa».
Bienvenida sea esa campaña del Ministerio de Igualdad.
Viernes, 29/7/2022. Comienzo La revolución pasiva de Franco, lo último de José Luis Villacañas, un libro al que accedo por recomendación entusiasta de gente en cuyo criterio confío ciegamente. Villacañas sostiene allá la tesis de que el franquismo fue una revolución; un corte radical en la historia de España. Una revolución pasiva, en los términos de Gramsci, acometida, no por el pueblo, sino por un triunfante príncipe nuevo, en los términos de Maquiavelo. Franco —escribe el autor—
«no lo pensó, pero lo hizo. Quizá […] no leyó nunca a Maquiavelo ni a Gramsci, pero se comportó como un príncipe nuevo fundador de Estado, según diseñó el primero. Lo hizo en cuanto que pudo imponer una revolución pasiva a los propios sectores que lo apoyaron en su guerra de posiciones y lo llevaron a su victoria, como teorizó el segundo. [… C]omo dice Gramsci, una victoria en este campo es definitivamente decisiva. […] “Definitivamente decisiva” constituye ese tipo de victoria que es irreversible. No quiere decir esto que estas victorias sean inmutables, ni que acabe la historia con ellas, sino que desplazan los objetivos y los medios de las luchas populares y democráticas hacia el futuro. También significa que estas fuerzas se equivocan si quieren revertir la victoria y volver a la situación anterior a la derrota. Una victoria en una guerra de posiciones constituye un estrato histórico. Cierto que con dificultades, pero solo sobre él crece la vida, que ya no puede florecer en los estratos subyacentes. Estos pueden dar nutrientes últimos a las raíces más profundas, pero sin luz no pueden alimentar la planta, hacer crecer la flor y dar el fruto».
Había un pueblo español antes de Franco y Franco creó uno nuevo, arrasando la tabula de la historia previa de España. Fue ante todo un condottiero; un empresario de la guerra. Se marcó un objetivo entrelazado con el deseo (explicable, entre otras cosas, por el trauma de un padre negligente y despreciativoFr) de gloria personal: arrasar, no solo la República, sino la edad contemporánea española toda; el legado completo de la revolución liberal y el siglo XIX, sus grandes enemigos, de los que —obsesionado, como nos muestra esa ventana a la psicología del Caudillo que es la película Raza, con el Desastre del 98— consideraba a la propia República o el comunismo meras sublimaciones últimas; y sobre el solar vaciado, crear España otra vez. Crearla literalmente: recoge Villacañas a partir de Preston que Mussolini propuso a Franco colocar a un príncipe Saboya en el trono de España. Franco se lo quitó de encima respondiendo: «Primero tengo que crear la nación; luego decidiremos si es buena idea nombrar un rey». Este objetivo empresarial, un conjunto de accionistas le proporcionó un capital con el que acometerlo, Franco lo consiguió, repartió beneficios (en el franquismo no había corrupción: la corrupción del reparto discrecional del botín formaba parte de la naturaleza del régimen) y, durante el resto de su vida, fue habilidoso para mantener la compañía a flote. Equilibró y repartió el juego entre sus apoyos con suma sagacidad y transformó la firma, iconoclasta de sí mismo si procedía, cuando tocó hacerlo, como cuando pasó de la autarquía al Plan de Estabilización, momento del que Villacañas dice que no debe analizarse considerando la autarquía un error, sino un acierto del Franco maquiavélico en lo que respecta a la consecución de sus objetivos.
Decía Maquiavelo y cita Villacañas que «los hombres, cuando reciben el bien de quien esperaban que iba a causarles mal, se sienten más obligados con quien ha resultado ser su benefactor, el pueblo le cobra así un afecto mayor que si hubiera sido conducido al principado con su apoyo». Abunda Villacañas que «aquel que inspira miedo acaba recibiendo más sumisa gratitud cuando resulta que se convierte en benefactor, por poco que sea lo que ofrece, que si hubiese sido benefactor desde el principio». Y así obró un Franco que vería al pueblo aterrorizado y hambreado de la autarquía entregarse sumiso y agradecido a quien pasaba a proporcionarle las mieles del consumo, aunque fuera el mismo que primero se las había negado. Nacía el franquismo sociológico, un fenómeno cuya receta Villacañas viene a resumir en dieciséis palabras: «No todos podían comprar un Seiscientos, pero todos comprendían que no era imposible comprarlo algún día».
El empresario Franco, a mayor abundamiento, siempre fue consciente de su DAFO, su decálogo de debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades. Cuando la tentación de un negocio lucrativo aparecía en el horizonte, la analizaba con realismo y, si aquello resultaba ser mucho barco para tan poco pirata o pan para hoy y hambre para mañana, lo rechazaba con desenvoltura, como cuando rehusó implicarse en la segunda guerra mundial. Así de certeramente lo describía el eterno Girón: «Paso de buey, vista de halcón, diente de lobo… y hacerse el bobo». Aquel bobo es probablemente el personaje más siniestramente listo de la edad contemporánea española.
*
En noviembre de 1937 —leo—, Franco decía esto a L’Écho de París: «Nuestra guerra es una guerra religiosa. Nosotros, todos los que combatimos, cristianos y musulmanes, esos moros que invocan a Alá y a su profeta, somos soldados de Dios».
*
Me topo en La estrategia del roble, de Tito Montero, un librito que también estoy leyendo, con reflexiones de mi apreciado Tito sobre cine y política, con una breve cita de Marx que luego busco completa: «Hasta tal punto se encontraba España madura para una revolución, que incluso noticias falsas bastaban para producirla. También fueron noticias falsas las que originaron el huracán de 1848».
*
Leo esto a la cuenta de Twitter Mater Sola: «Cuando mi hija nació yo no me enamoré instantáneamente como algunas mamás cuentan. Y pensaba, ¿Y si no la quiero? Pero la cuidaba, y cuidar no es querer, pero un poco sí. Y me preocupaba por si tenía calor o frío y preocuparse no es querer, pero un poco sí. Y la llevaba a sus visitas, y cumplir no es querer pero un poco sí. Cuando dormía la miraba por si le pasaba algo y vigilar no es querer, pero un poco sí. Y cuando lloraba la calmaba porque pobrecita y no sabía aún que ya la quería. Fue con las semanas que me enamoré locamente». Me acuerdo de aquella definición: «Amar es querer querer».
*
Michel Suárez en su nuevo libro, De re vestiaria, que estoy corrigiendo: «El gran peligro [… de nuestro tiempo] es que, resignados a la fealdad, si por un maravilloso acaso nos sorprendiera la belleza, ya no seamos capaces de reconocerla».
Sábado, 30/7/2022. Los dioses premian a Asturias con una aparición rosaliana. Su Celestial Majestad salió a cambiar el agua al canario y pedir un Magnum almendrao en la gasolinera de Posada de Llanes, durante un trayecto de Bilbao a La Coruña. Nos lo cuenta con gran fanfarria La Nueva España, que considera noticioso el hecho de que «Rosalía para en Asturias y coge fuerzas antes de su actuación en La Coruña. La cantante catalana ha hecho un descanso en el Principado en medio de su trayecto hacia la ciudad gallega». Ah, el periodismo provinciano.
*
Escribe Villacañas sobre Franco que
«Por un momento debemos apreciar su capacidad de seguir este consejo [de Maquiavelo]: “Los príncipes, y sobre todo los que son nuevos, encuentran más lealtad y mayor utilidad en aquellos hombres que al comienzo de su principado eran considerados sospechosos que en aquellos otros en los que al principio se confiaba”. La razón fundamental que inspira este pasaje es que los más fieles han de estar reclutados cuando son rescatados del instante de la desesperación. Este principio concedió a Franco una superioridad radical respecto de sus servidores. Se lo debían todo. Una palabra suya los hundiría de nuevo en la nada. El hombre que sabía que todo dependía de que él poseyera armas propias, no permitió jamás que nadie más las tuviera.
Esta mentalidad de elegir servidores desvalidos era también propia de los reclutas de las cabilas rifeñas. Al entrar en la Legión dejaban atrás la miseria, el hambre y la ruina. Ya no podían volver atrás. Ahora estaban sin mundo, solos, vinculados a la realidad por el único jefe. Un servidor nuevo, solo, que no puede reclamar favores, que puede ser tratado con dureza, es el óptimo, y sobre este modelo se forjó la nueva materia de la nación».
Defenestrar a quien te apoyó, pero que mantiene redes propias y a quien debes el favor, y recuperar a quien te combatió, pero ahora está con una mano delante y otra atrás, y te deberá a su vez el favor de alzarlo del fango. Pienso en la interpretación de un amigo socialista del defenestramiento, por Pedro Sánchez, de José Luis Ábalos, Carmen Calvo, o Iván Redondo primero, y de Adriana Lastra recientemente, que corrió paralelo al rescate de antiguos traidores a Sánchez como Antonio Hernando. Pienso también en los cheques en blanco del PSOE de los ochenta a exmiembros del PCE a los que se promocionaba a cargos vigorosos y que despertaban recelos en los socialistas pata negra: rescatados del averno miserable de la irrelevancia política, sentados en despachos suntuosos, cobrando sueldos pantagruélicos, aquellos excomunistas acababan manifestando una fidelidad más perruna a quienes se los habían proporcionado que los militantes de toda la vida, leales pero dotados de galones que les permitían ser críticos. El príncipe triunfante prefiere siempre la resuelta amoralidad de los nuevos a la moralidad incómoda de los amigos que lo vieron llorar en las horas más bajas. La política: asunto para despiadados.
Domingo, 31/7/2022. He aquí un tipo humano: señores pelmas que interactúan de manera cansina y pseudobromista con los niños y que se extrañan de estos los rehúyan. «Qué raro que el crío no quiera a Fulano, con lo niñero que es». José Luis, tú puedes ser niñero y los niños no ser joseluiseros…
*
Publica El País una entrevista con la gran alpinista Edurne Pasaban, conquistadora primera de los catorce ochomiles del Himalaya. Habla en ella de sus problemas de salud mental. Me ha sobrecogido especialmente este pasaje:
«P. ¿Usted podía enfrentarse a un ochomil pero no a la vida real?
R. Eso es. Me enfrentaba a la muerte cada día en el Himalaya, había perdido a muchísimos amigos, íbamos cinco a una expedición y volvíamos cuatro, pero no podía estructurar mi vida y ser feliz. Podía ver morir a un amigo en el monte, pero no podía superar que me hubiera dejado un tío, que me dijera mi abuela que se me iba a pasar el arroz…».
Lunes, 1/8/2022. Menciona hoy Jónatham Moriche en un artículo que publica en El Cuaderno, un análisis de la peliaguda situación política italiana, un asunto que en Italia, casi un paese senza sinistra, es particularmente dramático, pero del que ya se aprecian indicios de que pueda terminar sucediendo aquí: la retirada de una izquierda desentendida de lo institucional a «centros sociales, editoriales, oenegés y otros reservorios». Consolarnos con convertirnos, como decía Jónatham en otra ocasión, en un mero segmento del mercado editorial, devenido la red de monasterios en los que refugiar a la cultura de una nueva época de barbarie cuyo advenimiento parecemos haber asumido como ya inevitable.
*
Escribe Edu Collin que «el turismo masivo está destrozando el tejido social de Barcelona central. Somos extranjeros en nuestro propio hogar». Conozco la sensación. El verano pasado, quisimos ir a la peña Jascal saliendo del lago de la Ercina y, aunque madrugamos muchísimo, nos resultó imposible: la caravana de coches para subir a los Lagos era delirante. Tuvimos que dar la vuelta y cambiar de ruta sobre la marcha. Cuando yo era pequeño, nos asombrábamos cuando veíamos un coche con matrícula extranjera, pero, de golpe y porrazo, Asturias se ha convertido en una meca turística y la masificación de lugares como las playas de Llanes, la Olla de San Vicente o los propios Lagos es pavorosa. Y al final, uno deja de ir a lugares a los que iba. La Olla era un sitio especial para mí, al que iba con cierta frecuencia con la familia o los amigos, pero hace años que no paso por allá, porque se ha vuelto un Chiquipark. Yo asumo que sentirme extranjero en mi propia tierra es un precio a pagar por cosas que tienen una justificación mayor: ingresos para un lugar que los necesita y el derecho de la clase trabajadora a irse de vacaciones. Pero no deja de dar rabia. Si lo pienso en frío, diría que el problema no es la gente en sí, sino la desregulación de su flujo y de la forma de este. Como sucede con cualquier sector, librar el turístico a la espontaneidad del capitalismo neoliberal resulta devastador. A mí me encanta, me encanta de verdad, que mi tierra se vuelva un destino popular, pero, entonces, regulemos: nada de coches para acceder a ciertos lugares, pongamos cupos en otros (con facilidades específicas para los locales), agilicemos el transporte público…
*
Los exploradores españoles, al recorrer América, daban a los parajes que iban descubriendo los nombres de los lugares ibéricos a los que les recordaban: así, por ejemplo, Nueva Galicia a la verde, húmeda y fría Chiloé, ciertamente algo así como una Galicia austral. Con el fascismo histórico y la ultraderecha moderna sucede lo mismo: son parajes distintos, pero hay entre ellos una evidente semejanza orográfica, climática, florifaunística.

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea, CTXT y Público; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).
Pingback: El runrún interior (60) – El Cuaderno
“A la vuelta, en casa, filetes empanados en platos de duralex y, en las camas hechas, lisas como la orilla de la playa de la que se venía con la piel salitrosa, sábanas olientes a jabón Lagarto para envolver de frescor las siestas del estío, veladas por un cristo de madera.”
El autor de estas líneas pierde el tiempo no dedicándose a la literatura pura y dura.
Pingback: El runrún interior (62) – El Cuaderno