Laberinto con vistas

Un paseo por el lado salvaje

Antonio Monterrubio escribe sobre la locura, el encierro psiquiátrico y la historia de su «forma rutinaria de deshacerse de los elementos inclasificables y molestos».

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Elias Canetti consideraba la inversión del miedo a ser tocado un elemento constitutivo de la compulsión a integrarse en una turba. «Solo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto […] una vez que uno se ha abandonado a la masa no teme su contacto. En este caso ideal todos son iguales entre sí […] todo acontece como dentro de un cuerpo» (Masa y poder). En tiempos de pandemia, donde el pavor al contagio invita a esquivar la excesiva proximidad, vemos sujetos que la buscan desesperadamente. No se trata únicamente de negacionistas más o menos chalados, sino de irresponsables que se apuntan a cuanto evento populoso pillen por delante. De las celebraciones de triunfos deportivos a fiestas privadas alcohólico-narcóticas, es variado el surtido de situaciones en las que se persigue, más que la inmunidad de rebaño, el calor del rebaño. Quienes repiten experiencias de participación en batallas de bolas de nieve masivas, raves ensordecedoras y alienantes o botellones salvajes actúan movidos por la angustia. El miedo es una reacción primaria ante amenazas ciertas o ficticias. Es un mecanismo adaptativo enfocado hacia la supervivencia del individuo y la especie. Se relaciona con otros dispositivos defensivos y protectores como el dolor. Su base de operaciones es el cerebro reptiliano. El sistema límbico, que se encarga de regular las emociones y combatir el dolor, procesa constantemente, incluso durante el sueño, los datos e informaciones que aportan los sentidos a través de la amígdala. Su activación desata las sensaciones de ansiedad y miedo, pudiendo dar lugar a las conductas básicas frente al peligro: la huida, la lucha o la paralización. En la tesitura de infectarse, la respuesta juiciosa sería evitar las ocasiones de enfermar. Es lo que hace la población más expuesta: los ancianos. Pero las actitudes insensatas de gentes de todas las edades ante la pandemia no obedecen a la consigna de encararla heroicamente. Más bien revelan aprensión y secretos pavores. Expresan la convicción de no dominar la propia vida, ni tan solo el propio cuerpo. Esas personas se sienten sometidas a fuerzas que no controlan, sino que por el contrario las manejan cual marionetas, y son incapaces de admitirlo, más aún de enfrentarlas. Ese desasosiego, ese sentimiento de desprotección conducen a la búsqueda del amparo del grupo, de la unión íntima con los iguales, en cuanto mayor número mejor, ya que el alivio de integrarse en la masa es directamente proporcional a su tamaño.

Idéntico mecanismo prevalece en los seguidores de sectas y líderes que prometen el Paraíso para hoy o para mañana, en este mundo o en otro. Ahora bien, la activación de la amígdala desencadena el pavor, pero también el afecto y varias emociones básicas. Además, el temor no depende estrictamente de ella. Si su extirpación en animales lo elimina, no sucede lo mismo en humanos, donde la agresividad y el miedo están supeditados a su interactuación con estructuras del sistema límbico y con el córtex. Así pues, los periodos de grandes crisis e inseguridades en los que todo parece tambalearse y zozobrar no necesariamente desembocan en una apoteosis de la irracionalidad. «Hoy brilla el sol y el día es tibio y suave. […] salgo a dar por última vez mi paseo matinal. Brilla el sol y Hitler es el amo de esta ciudad. Brilla el sol y docenas de amigos míos […] están presos, si es que no están muertos. […] Ni siquiera ahora puedo creer del todo en todo lo ocurrido». El temible final de Adiós a Berlín de Christopher Isherwood no tiene por qué repetirse si nos han servido para algo las lecciones de la historia. En contra de lo que se suele pensar, la violencia no tiene nada que ver con el coraje, y sí mucho con el miedo. El valor exige evaluar racionalmente los riesgos, asumir la posibilidad de fracaso y las consecuencias que acarrea. Si el envite es suficientemente importante, la angustia y el peligro no tendrán fuerza para congelar el empuje del sujeto.

Es curioso constatar que gente incapaz de gestionar sus emociones negativas, que descarga su malestar sobre sus prójimos y el resto del universo, raramente es motejada de enferma mental. Solo cuando sus desórdenes alcanzan los límites de la psicopatía o la sociopatía criminales la sociedad se siente obligada a intervenir. Entretanto, su egoísmo y violencia son vistos como cualidades positivas en un mundo donde señorean la competencia despiadada, la lucha por la supervivencia y la ley del más fuerte. Muy dispar es el sino de aquellos que sufren en su carne el mordisco del desvarío o lo que se juzga tal, sea por causas orgánicas, psíquicas o sociales. En el origen suelen estar los otros, pero una vez etiquetados de pacientes, su dolor se convierte en parte inalienable de su ser. Incluso en el caso de que alguien se ocupe de ellos en las mejores condiciones, casi todos los considerarán seres de una naturaleza distinta, cual alienígenas recién aterrizados de su nave espacial. Peor aún, con frecuencia los locos son percibidos como infrahumanos, mientras padecen la represión impune de un entramado de estructuras familiares, educativas, sociales y terapéuticas. «El sentimiento de culpa y vergüenza que nos lleva a una tranquilidad de muerte impide toda relación de amor, es una barrera para la creación, nos hace sentirnos fantasmas y entierra nuestras almas y cuerpos en una muerte viviente». Son palabras de Mary Barnes, artista esquizofrénica que escribió junto a su psiquiatra Joseph Berke el apasionante libro Two accounts of a journey through madness. Ella tuvo la suerte de recalar, tras una década diagnosticada, en Kingsley Hall, la comunidad terapéutica fundada por Ronald Laing en la época dorada de la antipsiquiatría. La principal diferencia entre esta y la versión tradicional de la disciplina estriba en que en lugar de ver en la enfermedad mental un demonio a exorcizar a costa de la salud y hasta la vida del individuo, la contempla como un camino a transitar. «Ser ayudado, realizar la ruptura, ir a través de la locura representa la salvación»(Barnes: Surgenda). La farmacologización exacerbada supone un avance mucho menor de lo que parece. Zombificar al paciente de modo que sufra menos —y no moleste— está lejos de ser una solución satisfactoria a sus cuitas. No hemos evolucionado tanto desde el encierro puro y duro, extendido durante un largo periodo entre la Edad Media y el siglo XIX. Este Antiguo Régimen de la sinrazón procedía internando lo exterior. De hecho, tal práctica recaía sobre todo aquello que se situaba fuera de los rígidos límites de lo aceptable.

La Historia de la locura en la edad clásica de Michel Foucault nos propone un recorrido fascinante por el laberinto del rechazo, la marginalización y la persecución de lo extraño, lo que no se atiene al programa estipulado. Sujetos tildados de antisociales no fueron sino víctimas de una sociedad que era antiellos. Tras la evaporación de la lepra, las 19.000 leproserías que esmaltaban la cristiandad comenzaron a utilizarse para archivar, que no albergar, a los nuevos desechos de la comunidad. Este proceso culminó con la fundación en 1656 del hospital general, espacio de almacenamiento de locos pêle-mêle con pobres, proscritos, vagabundos, marginales o criminales. No es que esa fecha marque el apogeo del Gran Encierro, pero sí es un nítido paradigma de la finalidad socioeconómica que lo animaba. El afán de exclusión reunía a heréticos, orates, libertinos o delincuentes en los mismos lugares, y los sometía a las mismas torturas y reglamentos. Cuantos resultaban molestos a ojos de sus familias y de la sociedad, o eran política e intelectualmente disidentes, tenían muchas papeletas para acabar en idénticas mazmorras. Tales artimañas se han seguido usando hasta hoy. La creación de establecimientos específicamente dedicados a los dementes, caso del Hôtel-Dieu en París o Bethlehem en Londres, no implicó una especial mejora de sus condiciones. El primero acogía insensatos ya en la Edad Media, aunque todavía a fines del siglo XVIII, según anota Tenon, no contaba más que con 74 plazas para toda la población de la capital y alrededores. Esto significa que incluso los pocos afortunados que en algún momento recalaban allí podían ser trasladados a cualquier recinto de reclusión generalizada, amontonados junto a multitud de otros desgraciados. «Pues si es verdad que, en algunos hospitales, los locos tienen una plaza reservada que les asegura un estatuto cuasi médico, la mayor parte de ellos reside en casas de internamiento y lleva una existencia que se puede calificar de correccional» (Foucault: o. cit.). Encontramos al enfermo confinado entre cuatro paredes y desde luego no solo, sino en promiscua compañía. 

En las postrimerías del siglo XVIII y comienzos del XIX, coincidiendo con la caducidad del Antiguo Régimen, los alienados van siendo liberados de grilletes, cadenas, ataduras, cepos y calabozos inmundos. Ahora bien, no por ello se transforman en seres libres, dueños de sus actos, palabras y deseos. Pinel en Francia y Tuke en Gran Bretaña dan la imagen de paladines de los desventurados dementes, cuando el segundo desarrolló técnicas como el repetido castigo hasta forzarlos a comportarse al modo normal y a acomodarse a las leyes sociales. En cuanto al primero, su papel fue fundamental en la instauración de las terapias por aversión, incluyendo duchas heladas en pleno invierno y el uso regular de camisas de fuerza. A pesar del empuje intelectual de la Ilustración, las Luces alumbraban poco en las lóbregas casas de reposo. «Las leyendas de Pinel y Tuke transmiten valores míticos que la psiquiatría del siglo XIX aceptará como evidencias naturales. Pero bajo esos mitos mismos había una operación, o más bien una serie de operaciones que silenciosamente organizaron el mundo asilar, los métodos de curación y la experiencia concreta de la locura» (ibídem). A lo largo de la edad contemporánea, la ciencia psiquiátrica y sus asilos se han ocupado no de salvaguardar a los enfermos de sí mismos y de los demás, sino de proteger a una comunidad amenazada por ellos. Se trataba en realidad de una política diseñada para quitarlos de la circulación, y evitar que las almas sensibles se afligieran con la visión de la desdicha. Destino común de los marginados, desterrados de una sociedad que no quiere enfrentarse al espejo delator de sus propias miserias.

«En los hospitales psiquiátricos se acostumbran a amontonar a los pacientes en grandes salas, de donde nadie puede salir, ni siquiera para ir a los lavabos. En caso de necesidad, el enfermero de turno hace sonar una campana para que otro enfermero venga a buscar al paciente y lo acompañe. La ceremonia es tan larga que numerosos pacientes se ven obligados a hacer sus necesidades en la cama» (Basaglia: La institución negada). La obra citada, fruto de uno de los más destacados psiquiatras europeos del siglo XX, data de 1968. El movimiento ligado a la antipsiquiatría y otras corrientes críticas de las ciencias de la mente consiguió notables mejoras en las condiciones de vida de los enfermos. Sin embargo, han proliferado las doctrinas psicofarmacológicas, convencidas de que no hay nada como dejar inane e inerme al individuo problemático, sumergirlo en un sueño narcótico que lo librará de todo mal, y a nosotros con él. Es decir, que se postula que drogar hasta las cejas al personal no es mala idea si es por una buena causa.

La delgada línea roja que separa la salud mental de la enfermedad ha permitido miles de abusos. El encierro psiquiátrico ha constituido para cónyuges, familias, colectivos, autoridades o la comunidad en su conjunto una forma rutinaria de deshacerse de los elementos inclasificables y molestos. Los sufrimientos que la exposición a ese género de terapias ha procurado a los desafortunados que han caído en sus garras no son para ser contados.


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Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

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